Lucio era joven y rápido y conocía bien las calles del Palatino. Sacó una buena ventaja a sus perseguidores. Dobló una esquina y luego otra, y acabó despistándolos. Pero empezaba a sentirse cansado; necesitaba encontrar un refugio. Se dio cuenta de que estaba cerca de la casa de Publio Servilio Casca. Podía confiar en Casca, que estaba en deuda con César. Casca, orondo y coloradote, era como una especie de bufón. Era imposible imaginárselo como una amenaza.
Lucio se paró un momento para orientarse y luego corrió hasta el final de la calle y dobló una esquina. Allí estaba la casa de Casca, y Casca en persona en el umbral de la puerta, a punto de salir pero deteniéndose un momento para asegurarse de que no se olvidaba nada. Rebuscaba en el interior de los pliegues de su voluminosa toga, buscando alguna cosa, aturdido.
Estimulado por la carrera y por haber escapado de la situación por los pelos, Lucio respiró hondo y ruidosamente. Casca, sorprendido al verlo de pronto allí, dio una sacudida y tropezó con la jamba de la puerta. – ¡Casca! ¿Qué andas buscando? – dijo Lucio, casi sin aliento-. Si pudieras esconderme la mitad de bien…
Y mientras Lucio pronunciaba aquellas palabras, Casca dio por fin con lo que estaba buscando.
En su puño cerrado sujetaba una daga corta pero muy afilada. Su mirada puso en alerta a Lucio.
Lucio oyó gritos a sus espaldas. No había conseguido escapar de sus perseguidores. Se dispuso a huir, pero Casca lo agarró por el brazo. El hombre estaba más fuerte de lo que aparentaba. Llamó a los esclavos para que acudieran en su ayuda. Lucio se defendió. Cuando consiguió liberarse, notó un dolor abrasador en el antebrazo. El filo de la daga de Casca le había rozado, lo suficiente para que brotase un hilillo de sangre. Lucio se sentía mareado, pero no se atrevió a dejar de correr.
La huida continuó por el valle del Circo Máximo y por las serpenteantes calles del Aventino.
Cuando se aproximaba al templo de Juno, Lucio supo que los había esquivado. Se escondió en un umbral, con el corazón latiéndole con fuerza y sus pulmones ardiendo. El hilo de sangre se había secado. La herida era superficial pero le ardía, como si lo hubieran marcado con hierro candente. ¿Dónde estaba César? A aquellas alturas, debía dirigirse a su reunión del Senado. Antonio estaría con él, seguramente, junto con otros que también lo defenderían. Pero ¿podía confiarse en Antonio? ¿Y si César insistía en ir sin guardaespaldas? Lucio pensó en el riesgo que los dos habían corrido la noche anterior, caminando solos por el Palatino, y se echó a temblar.
Tenía que llegar hasta César y ponerlo sobre aviso, ¿pero cómo? Lucio era un corredor rápido, pero aunque tuviera alas y volara, César llegaría al teatro de Pompeyo antes que él, y si Bruto y los demás estaban ya esperándolo…
Lucio tenía que intentarlo. Respiró hondo para coger aire y echó a correr de nuevo.
Bajó el Aventino corriendo, rodeó la fuente del Acueducto Apio y pasó por delante del Ara Máxima. De repente se sentía muy cansado. Las piernas le pesaban como plomo y era como si una barra de hierro le aprisionara el pecho. Tenía ampollas en los pies. Los zapatos que se había calzado aquella mañana no eran buenos para correr.
Pero siguió corriendo, más rápido de lo que creía posible.
Por fin se alzaba ante él la sólida fachada del teatro. Para evitar acusaciones de decadencia, Pompeyo había consagrado el complejo no como un teatro, sino como un templo. Gracias a una inteligente solución arquitectónica, las hileras de asientos del teatro hacían las veces de peldaños que conducían hasta un santuario de Venus situado en la parte más elevada. Ramificándose a partir de lo que era el teatro en sí, había varios pórticos decorados con centenares de estatuas. Las arcadas albergaban santuarios, jardines, tiendas y estancias públicas, incluyendo la gran sala donde iba a reunirse el Senado.
La plaza pública y la amplia escalinata que conducía hasta el pórtico principal estaban vacías.
Lucio esperaba encontrarse la zona inundada de rojo y blanco, pues allí era donde los senadores vestidos con sus togas ribeteadas en color escarlata solían congregarse antes de entrar en la sala.
Habrían entrado ya.
Pero no, no todos estaban dentro. Lucio divisó dos figuras en las escaleras, en lo más alto.
Estaban juntas, al parecer enfrascadas en una seria conversación. Lucio atravesó corriendo la plaza y llegó a los pies de la escalinata. Levantó la vista y vio que uno de los hombres era Antonio. El otro era un senador que apenas conocía, un hombre llamado Trebonio.
Lucio subió las escaleras de dos en dos. Los hombres lo vieron e interrumpieron su conversación. Lucio se acercó a ellos, mareado y casi sin aliento. Se tambaleó. Antonio lo sujetó por el brazo para que no cayese. – ¡Por Hércules, estás hecho un adefesio! – Antonio sonrió. Parecía más divertido que alarmado por el aspecto que llevaba Lucio-. ¿Qué sucede, joven?
Lucio estaba tan ahogado que le costaba hablar.
–César… -consiguió decir.
–Está dentro, con todo el mundo -dijo Antonio.
–Pero ¿por qué… por qué no estás tú con él?
Antonio levantó una ceja.
–Me ha llamado Trebonio…
–Para discutir un tema importante… en privado. – Trebonio lanzó a Lucio una mirada grave y amenazadora.
–Pero ya hemos terminado, ¿no es así, Trebonio? Tendríamos que ir entrando. No han cerrado aún las puertas, ¿verdad? – Antonio miró por encima del hombro, en dirección a la entrada del salón de actos. Delante de las gigantescas puertas de bronce, que permanecían abiertas, los sacerdotes limpiaban lo restos de sangre y órganos del altar de piedra donde se leían los auspicios antes del inicio de las tareas diarias. Antonio, cuyo buen humor parecía inquebrantable, sonrió y luego se echó a reír.
–No te creerías la carnicería que acaba de producirse aquí -le dijo a Lucio-. Una pobre criatura tras otra sacrificada y abierta en canal para determinar los auspicios. El primer pollo no tenía corazón, lo que ha alarmado a los sacerdotes. César ha ordenado luego otro sacrificio y otro más, y los sacerdotes decían que las entrañas estaban en mal estado y que todos los presagios eran contrarios. Finalmente les ha dicho: «Al Hades con esta tontería, los presagios antes de la batalla de Farsalia también eran malos. ¡Que el Senado siga adelante con su trabajo!».
Antonio sonrió. ¿Por qué estaría tan alegre? Lucio dio un paso atrás para distanciarse de ambos hombres. ¿Podía confiar en Antonio?
Lucio sentía dolor. Empezó a ver puntitos flotando ante sus ojos. El momento parecía irreal, como un sueño. Se quedó con la mirada fija en el altar, donde un sacerdote estaba ocupado limpiándolo. La visión de aquel trapo, empapado de sangre y chorreando, le provocó un escalofrío de terror. Se abrió paso entre los dos hombres y corrió hacia la entrada.
El salón de actos tenía forma oval, con asientos a ambos lados dispuestos en filas que descendían hasta el nivel del suelo. La sesión no había empezado todavía. Se oía el murmullo de las conversaciones. La mayoría de los senadores había tomado ya asiento, pero aún había algunos deambulando por la zona que se abría delante de la silla de Estado -nadie se atrevía todavía a llamarlo trono- donde estaba sentado César. ¡Qué aspecto tan sereno tenía César, qué confiado parecía! Sujetaba en una mano un estilete para rotular documentos. Jugueteaba con el estilete entre los dedos, el único indicio del nerviosismo que debía de sentir ante una jornada tan memorable como aquélla.
Uno de los senadores, Tulio Cimberio, se adelantó hasta él caminando ligeramente inclinado, como si fuera a importunar a César para pedirle un favor. Al parecer, César creyó que la solicitud no era adecuada. Negó con la cabeza y movió el estilete en un gesto de rechazo. Pero en lugar de retirarse, Cimberio dio un paso al frente y cogió la toga de César por el hombro. – ¡No! – exclamó Lucio. Su voz sonó fuerte y aguda, como la de un niño. Todas las cabezas se volvieron hacia él. César levantó la vista, lo vio y puso mala cara. Luego, volcó de inmediato su atención sobre Cimberio.
César le habló entre dientes. – ¡Quítame la mano de encima, Cimberio!
Cimberio, en lugar de apartarse, tiró de la toga con tanta fuerza que César casi se cae de la silla.
La toga quedó ladeada y dejó su hombro al desnudo.
Sin soltar la toga de César, Cimberio miró a los senadores que tenía más cerca. Y mientras César trataba de liberarse, la expresión de Cimerio era de desesperación. – ¿A qué estáis esperando? – gritó Cimberio-. ¡Hacedlo! ¡Hacedlo ya!
El corpulento Casca dio un paso al frente. Tenía la frente bañada en sudor. Su sonrisa mostraba sus encías. Levantó su puñal.
La visión del objeto provocó gritos y exclamaciones en todo el salón. Sólo César parecía no haberse dado cuenta de lo que estaba a punto de suceder y seguía mirando fijamente a Cimberio, enojado y confundido. Volvió la cabeza justo en el momento en que Casca hacía descender el puñal.
En el instante en que la hoja alcanzaba la piel desnuda de la zona inferior del cuello, su rostro expresó sorpresa.
César lanzó un rugido. Agarró a Casca por la muñeca con una mano. Con la otra clavó su estilete en el antebrazo de Casca. Casca lanzó un alarido de dolor, retiró el puñal ensangrentado y se escabulló.
Los demás se abalanzaron sobre César, desenfundando sus armas.
César se liberó de Cimberio. Tenía la toga tan descolocada que tropezó con ella. La herida del cuello sangraba profusamente. Su rostro expresaba a la vez rabia e incredulidad.
Lucio pensó que el desastre podía todavía evitarse. César estaba herido, pero se mantenía en pie.
Disponía de un objeto que podía hacer las veces de arma: su estilete. Si conseguía mantener a raya a sus potenciales asesinos el tiempo suficiente para que los demás senadores corrieran en su ayuda, todo acabaría bien. ¡Si Lucio tuviese un arma! ¿Y dónde estaba Antonio?
Lucio miró en dirección a la entrada. Antonio acababa de hacer su aparición. Estaba en el umbral de la puerta observando la escena, perplejo, dándose cuenta, gracias al repentino alboroto, de que algo iba mal.
Lucio lo llamó. – ¡Antonio! ¡Date prisa! ¡Ven enseguida!
Pero cuando Lucio volvió a mirar a César, todas sus esperanzas se desvanecieron. Los asesinos habían caído sobre su víctima. César había soltado el estilete. Levantaba ambos brazos, intentando desesperadamente defenderse de sus atacantes. Lo apuñalaron una y otra vez. Con la confusión, algunos se habían incluso herido entre sí.
Había sangre por todas partes. La toga de César estaba empapada de sangre y las de los asesinos se veían salpicadas de rojo. Había tanta sangre en el suelo, que Casca resbaló y cayó.
Entre los destellos de los puñales, Lucio pudo ver a César por un instante. Su rostro, contorsionado por la agonía, era casi irreconocible. Exhaló un alarido que parecía provenir más de un animal que de un hombre. Aquel sonido dejó helado a Lucio.
César se liberó de los hombres que lo rodeaban. Se tambaleó hacia atrás, tropezando con la toga y abriéndose camino por delante de la silla de Estado, buscando la pared, donde una estatua del fundador ocupaba un lugar de honor. César se derrumbó junto al pedestal de la estatua de Pompeyo.
Al deslizarse, manchó de sangre la inscripción. Acabó desplomado en el suelo, la espalda apoyada en el pedestal, las piernas extendidas.
El desorden de sus ropajes resultaba indecente; la túnica interior estaba retorcida y había quedado de tal manera que dejaba al descubierto el espacio de carne donde el muslo se une con la entrepierna. Sacudiéndose espasmódicamente, convulsionándose de manera grotesca, parecía estar tratando de cubrirse la cara con un pliegue de la toga y con la otra mano, tapar su desnudez. César estaba muriendo, pero aun así intentaba mantener la dignidad.
Algunos de los asesinos parecían sentirse horrorizados por lo que acababan de hacer. Otros estaban alborozados, alegres incluso. Entre estos últimos destacaba Casio, cubierto de sangre. Se acercó a Bruto, situado en un extremo del grupo y sin la mínima mancha de sangre. Tampoco había sangre en el puñal que llevaba en la mano. – ¡También tú, Bruto! – exclamó Casio.
Bruto estaba aturdido. Parecía incapaz de moverse.
–Tienes que hacerlo -insistió Casio-. Todos debemos asestarle una puñalada. Veintitrés hombres valientes; veintitrés puñaladas para la libertad. ¡Hazlo!
Bruto avanzó lentamente hacia la figura retorcida y ensangrentada apoyada en la base de la estatua de Pompeyo. Se le veía horrorizado por el aspecto de César. Tragó saliva, agarró con fuerza el puñal y se arrodilló a su lado.
Con la sangre manando de su boca y cayéndole por la barbilla, César logró articular sus últimas palabras. – ¿También tú… hijo mío?
Aquellas palabras envalentonaron a Bruto. Apretó los dientes, levantó el puñal y lo hundió en el lugar desnudo donde el muslo de César se unía con su entrepierna. César se agitó y se convulsionó.
La sangre salió burbujeando entre sus labios. Se quedó rígido, emitió un último gruñido y no volvió a moverse.
Lucio, observando la escena a cierta distancia, lo vio todo. El horror lo había paralizado, era completamente ajeno a la estampida de senadores que corría en dirección a la salida. Notó una mano en el hombro y dio un respingo. Era Antonio. Estaba blanco. Le temblaba la voz.
–Ven conmigo, Lucio. Aquí no estás seguro.
Lucio negó con la cabeza. Estaba clavado allí, era incapaz de moverse. Había corrido para alertar a César. Había fracasado.
Bruto se acercó a ellos caminando lentamente y con aspecto tranquilo. El brillo enfebrecido de sus ojos había desaparecido. Caminaba con los hombros echados hacia atrás, la barbilla levantada.