Los trabajos del Foro no estaban aún terminados. Cuando estuviera acabado, el pórtico albergaría salas de justicia y tribunales. Las idas y venidas de escribas, secretarios, jueces y abogados convertirían el Foro Juliano en uno de los lugares más concurridos de Roma. Pero de momento, aquella mañana, Lucio era la única persona allí presente. Pasó por debajo de la estatua de César, riendo entre dientes al contemplar el semblante tremendamente serio de su tío abuelo, y luego por delante de la fuente, llena de agua pero sin los surtidores en funcionamiento. Su superficie en calma reflejaba las proporciones perfectas y la fachada de mármol reluciente del templo de Venus.
Lucio subió la escalera. Un esclavo del templo que sesteaba junto a la puerta se enderezó al verlo aproximarse. En cuanto reconoció a Lucio, pues los familiares del dictador visitaban con frecuencia el templo de su antepasada, el esclavo le abrió rápidamente las puertas.
Para Lucio, el interior del templo era el espacio más bello de toda Roma, quizá del mundo entero. Suelos, paredes, techos y columnas eran de mármol macizo y exhibían una cantidad impresionante de tonalidades, y al ser tan reciente su construcción, las superficies brillaban como un espejo. Las paredes del pequeño vestíbulo estaban decoradas con dos de las pinturas más famosas del mundo, la de Áyax y la de Medea, realizadas por el renombrado artista griego Timómaco. En el interior del santuario, exhibidas en seis vitrinas, se encontraban las extraordinarias colecciones de joyas y piedras preciosas que César había adquirido en el transcurso de sus viajes. Para Lucio, el objeto más fascinante era un peto de coraza de aspecto bárbaro decorado con diminutas perlas procedente de la isla de Britania.
En el extremo de la cámara, majestuosa sobre su pedestal, se erguía la propia Venus, capturada en mármol por Arcesilao, el escultor más remunerado del mundo. La diosa se tocaba el hombro con un brazo y tenía el otro ligeramente extendido; uno de sus pechos estaba desnudo. El cincelado de sus serenas facciones y de los pliegues de su fino vestido era extraordinariamente delicado.
Junto a Venus se levantaba una escultura de Cleopatra, igualmente impresionante, ejecutada en bronce y cubierta de oro. La reina no estaba representada con el estrafalario atuendo de los faraones, del que se habían apropiado los Ptolomeos al asumir el gobierno de Egipto, sino con un elegante vestido griego, más castamente cubierta que Venus y luciendo una sencilla diadema en la frente.
Para Lucio, Cleopatra no era una mujer especialmente bella, a decir verdad no tan bella como la idealizada Venus que tenía a su lado, pero el escultor había conseguido capturar esa cualidad indefinible que había conseguido cautivar a un hombre como César. La decisión de César de colocar su estatua en el nuevo templo de Venus había levantado intensas especulaciones sobre sus intenciones. Si el objetivo del templo era honrar a su antepasada, ¿qué lugar ocupaba allí la reina de Egipto, a menos que César pretendiera convertirla en la madre de su descendencia?
Lucio sólo había visto a la reina en una ocasión, cuando llegó a Roma para su visita de Estado.
Durante el banquete y los divertimentos, Lucio había sido brevemente presentado como uno de los parientes jóvenes de César. La reina se había mostrado amable pero distante y Lucio se había quedado completamente cortado. Desde entonces, César había instalado a Cleopatra en una suntuosa finca ajardinada en la orilla opuesta del Tíber, donde la reina había celebrado diversas cenas suntuosas para presentarse a la élite de la ciudad.
Contemplando su estatua, Lucio experimentó un repentino impulso de ir a visitarla. ¿Por qué no?
Las confidencias que César le había hecho la noche anterior lo habían envalentonado. Lucio no sólo era uno de los principales herederos de aquel gran hombre, sino que además era el confidente de César. Tenía tanto derecho como cualquier otro romano a realizar una visita de cortesía a la reina de Egipto. Era evidente que no iba vestido con la toga, pero sí llevaba su mejor túnica. Dio media vuelta, salió del templo y se encaminó hacia el puente que cruzaba el Tíber.
Al pasar por el mercado y el Foro Boario se vio rodeado por las oleadas de plebeyos que iban a celebrar la festividad de Anna Perenna. Había tanta gente saliendo de la ciudad que incluso se había formado una cola para atravesar el puente. En la orilla opuesta, los que habían llegado ya allí para almorzar en el campo, iban instalándose en los espacios públicos situados a orillas del río, pero Lucio siguió adelante su camino, en dirección a las grandiosas fincas privadas que daban a la franja del Tíber más cotizada. Allí era donde los ricos de Roma tenían sus segundas residencias alejadas de la ciudad, donde podían relajarse en sus jardines, dedicarse a la apicultura, que se había convertido en la afición de moda, salir a pasear en barca y nadar en el río.
Cleopatra se había instalado en una de las mansiones más opulentas, propiedad de César. Cuando Lucio llamó a la puerta exterior, un esclavo egipcio con los ojos perfilados con kohl lo observó por la mirilla. Lucio se anunció, «Lucio Pinario, sobrino nieto de Cayo Julio César», y el esclavo abrió la puerta unos instantes después.
El hombretón miró por encima del hombro de Lucio. – ¿Vienes tú sólo? – dijo en griego.
Lucio rió.
–Supongo que la reina tiene pocos visitantes que lleguen hasta aquí sin séquito y a pie. Pero sí, voy solo. Mi tío está hoy muy ocupado, como probablemente sabrá la reina.
Fue conducido a un soleado jardín con vistas al río. Tenía un diseño formal, con arbustos recortados, senderos de gravilla y rosales cuidadosamente podados. Entre los arbustos había pintorescas obras de escultura griega. Lucio se fijó en un Eros alado arrodillado para poder tocar una mariposa y en otra que representaba a un chico absorto mientras se extraía una espina que se le había clavado en el pie. Lucio tomó asiento en un banco de piedra y contempló los destellos de sol matutino reflejados en el agua del río.
–Eres tan hermoso como una estatua.
Lucio se levantó y al volverse descubrió a la reina a su lado.
–Quédate sentado, por favor -dijo ella-. Estaba disfrutando de tu visión. Eras como otra estatua del jardín: «Niño romano contemplando el Tíber».
–No soy un niño, Majestad -dijo Lucio, un poco ofendido-. Me gustaría haber venido vestido con la toga, pero… -¡Los hombres romanos y sus togas! Temo decirte que me resultan un poco ridículos. – ¿Los hombres o las togas?
Cleopatra sonrió.
–Veo que eres avispado -dijo-. Y por supuesto que no eres un niño. No pretendía ofenderte.
Sé lo fastidioso que puede llegar a ser cuando uno es joven y quiere que lo tomen en serio.
Cleopatra no tendría más de veinticinco años. La escultura del templo le añadía años, pensó Lucio, igual que el vestuario real que lucía cuando Lucio la vio por vez primera. Aquel día iba vestida con un sencillo vestido de lino sin mangas sujeto a la cintura con un fajín bordado en oro.
Su cabello, normalmente recogido en lo alto de la cabeza, caía suelto a ambos lados de su cara. No llevaba diadema. Era temprano y la reina no se había vestido aún para recibir visitas formales.
–Es muy amable por tu parte que me hayas recibido -dijo Lucio.
–Nunca podría rechazar la visita de un pariente de César. ¿Hay alguna celebración? Me han dicho los centinelas que la margen del río está llena de gente de todo tipo divirtiéndose. ¿Tiene algo que ver con el anuncio que hará César en el Senado?
Lucio sonrió ante aquel error.
–La festividad de Anna Perenna es una celebración plebeya muy antigua. No tiene nada que ver conmigo ni con César. Él no hablará ante el Senado hasta más entrada la mañana.
–Entiendo. Tengo aun mucho que aprender sobre las costumbres romanas. A lo mejor podrías enseñarme tú. – ¿Yo, Majestad?
–Por derecho, la tarea debería recaer en César. Cuando él estuvo en Alejandría, fui yo quien lo educó sobre el protocolo de la corte egipcia. Pero César está ocupadísimo. Y en la ciudad hay muy poca gente en quien pueda confiar.
–Pero desde tu llegada has conocido a muchas personas. Lo mejor de Roma ha asistido a las cenas que has ofrecido en la villa.
–Sí, y todos se marchan tremendamente encantados con la reina de Egipto… o simulando estarlo simplemente para hacerse con los favores de César. De vez en cuando, me llegan noticias sobre su verdadera reacción. Ese tal Cicerón, por ejemplo. Delante de mí, el famoso abogado es todo sonrisas y adulación. Pero a mis espaldas, escribió una carta a un amigo diciéndole que no soportaba estar en la misma estancia donde me encontrara yo. – ¿Y cómo lo sabes?
Ella se encogió de hombros.
–En Alejandría no se puede sobrevivir como princesa si no aprendes a descubrir la verdad.
Francamente, no entiendo cómo César permite que ese hombre siga conservando la cabeza. ¿No se opuso Cicerón a él durante la guerra civil y en la lucha con Pompeyo?
–Sí, Bruto también se opuso a él, pero, después de Farsalia, César los perdonó a los dos. César es famoso por su clemencia. La reina entornó los ojos.
–Me imagino que la clemencia era una herramienta más del arte de gobernar cuando funcionabais como República. Pero cuando César deje por fin atrás los últimos vestigios de esta forma primitiva de gobierno, aprenderá nuevas maneras de tratar a los enemigos. – ¿Primitiva? – Lucio echó los hombros hacia atrás. En aquel momento, deseaba más que nunca haber ido vestido con su toga, puesto que daba a quien la llevaba un aire de autoridad-. Roma es muchísimo más antigua que Alejandría. Y creo que la República de Roma antecede en casi doscientos años el establecimiento de tu dinastía.
–Tal vez. Pero cuando mi antepasado Ptolomeo heredó de Alejandro el control de Egipto, asumió el título, la insignia real y el estatus divino de los faraones que lo precedieron. Sus dinastías se remontan a miles de años atrás, al principio de los tiempos. En comparación, la civilización de los romanos es muy joven, casi infantil, de hecho. Las grandes pirámides fueron construidas muchos siglos antes de que los griegos sitiaran Troya, y Roma fue fundada cientos de años después de la caída de Troya.
Frunció el entrecejo.
–El otro día, recibí a un grupo de eruditos romanos para hablar de los fondos bibliográficos de la Biblioteca de Alejandría. Acabamos hablando sobre los orígenes de Roma y me presentaron una teoría novedosa. Decían que un guerrero troyano, Eneas, consiguió escapar del saqueo de la ciudad, se embarcó hacia las costas de Italia y se instaló cerca del Tíber, por lo que en los romanos sobrevive la sangre de Troya. Pero cuando les pedí pruebas que sustentarán su teoría, no supieron darme ninguna. Me pregunto si vuestros eruditos estarán tomándose demasiadas licencias cuando hablan de este vínculo entre Roma y Troya.
–Hay quien dice que los historiadores se inventan el pasado -admitió Lucio.
Cleopatra sonrió.
–Yo preferiría inventar el futuro.
Paseó lentamente hasta un lugar desde donde se veía mucho mejor el agua. Río abajo, a lo lejos y diminutas, había figuras holgazaneando en la orilla.
–La verdad es que sabemos muy poco sobre nuestros antepasados, incluso nosotros, que podemos nombrarlos remontándonos muchas generaciones atrás. Imagino que la familia de los Pinario debe de ser muy antigua.
–Cuando Hércules apareció en Roma y mató al monstruo Caco había ya un Pinario. Y la familia de los Julio es igual de antigua. Dice César que el linaje se inició a partir de una unión con Venus.
–Lo que convierte a César en un personaje casi tan divino como yo. La verdad es que se comporta como un dios. – Sonrió, pero a continuación hizo una mueca-. Mientras están en la tierra, los dioses hacen grandes cosas; pero cuando la abandonan, guardan el mismo silencio que los mortales fallecidos. Suelo rezar con frecuencia al primer Ptolomeo, que con toda seguridad fue un dios; le hablo, pero nunca me responde. Combatió al lado de Alejandro, se bañó a su lado, comió a su lado. Hay miles de preguntas que me gustaría preguntarle… ¿Cómo era la risa de Alejandro? ¿Roncaba? ¿Cómo olía?… pero jamás obtengo respuesta a mis preguntas y jamás la obtendré. Los muertos no son más que polvo. El pasado es tan desconocido como el futuro. Cuando César y yo nos hayamos convertido en polvo, ¿conocerán los hombres del futuro nuestro nombre y nada más acerca de nosotros?
Lucio no sabía qué decir. Nunca había oído a una mujer, y tampoco a un hombre, hablar de aquella manera. Ni siquiera a César, que tendía a cavilar más sobre movimientos de tropas que sobre cuestiones relacionadas con la eternidad.
Cleopatra sonrío.
–Es curioso que yo sea tan joven y César tan mayor, él me dobla con creces en años, y que con referencia a la edad relativa de nuestros reinos suceda precisamente lo contrario. Egipto es como una reina madura, rica, mundana, cubierta de joyas, sofisticada hasta la médula. Roma es una advenediza fornida, impetuosa, temeraria. Ninguna necesita para nada enfrentarse a la otra. En ciertos aspectos, son aliados naturales, igual que César y yo somos aliados naturales. – ¿Es eso lo que sois? ¿Aliados?
–Para conquistar Partia, César necesitará la ayuda de Egipto.
–Pero estoy seguro de que entre vosotros hay algo más que eso. – Viendo sus elegantes movimientos, oyéndola hablar, Lucio había empezado a comprender la atracción que Cleopatra debía de ejercer sobre César. Había atisbado también las cualidades que debían resultarle tan odiosas a un hombre como Cicerón, que creía en las virtudes serias y calladas de la matrona romana.
Por vez primera, Lucio veía posible, incluso probable, que César pretendiera divorciarse de su esposa romana. César tenía una excusa admisible: Calpurnia no le había dado un hijo. Si el rey de Roma se casaba con la reina de Egipto, ¿sería Partia un regalo para su hijo? ¿Qué sería de los demás herederos de César?