Roma (70 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Antonio vio el cambio en el cuerpo de Lucio y se echó a reír. – ¡Eso es, joven! ¡Ése es el espíritu!

Acabaron el primer circuito y atravesaron de nuevo el Foro, donde, delante de los Rostra, se había congregado aún más gente. Todo el mundo quería estar presente para ver el final de la carrera y asistir al banquete público que seguiría a continuación. Mientras los corredores pasaban por delante de los Rostra, César permaneció sentado en el trono pero levantó el brazo a modo de saludo.

–Espérame aquí -le dijo Antonio a Lucio. Se apartó del grupo y subió a los Rostra dando pasos de gigante. De algún lugar, pues no la llevaba antes encima, extrajo una diadema de oro enlazada con hojas de laurel. Sujetó la diadema en lo alto para que la multitud pudiera verla. Se arrodilló ante César, se levantó a continuación y sujetó la corona por encima de la cabeza de César.

La multitud reaccionó con sorpresa. Aquello no formaba parte del ritual de las Lupercalia. Unos cuantos se atrevieron a mofarse y dar muestras de desaprobación. César reprimió una sonrisa.

Consiguió mantener la seriedad, levantó la mano e impidió con ello que Antonio le colocara la corona en la cabeza.

La multitud aplaudió y lanzó vítores. César siguió sentado inmóvil. Lo único que se movían eran sus ojos, escudriñando la muchedumbre, observando con detalle su reacción. Con la mano levantada hizo un gesto desdeñoso, indicándole a Antonio que siguiera la carrera. – ¿Qué ha sido eso? – le preguntó Lucio a Antonio cuando éste se unió de nuevo al grupo.

Antonio seguía sujetando la diadema en una mano y las tiras de cuero en la otra. Se encogió de hombros.

–El brillo de la calva de tu tío abuelo me deslumbraba. Se me ocurrió que lo mejor era cubrirla con algo.

–Marco, lo digo en serio.

–Para un hombre de la edad de César, no hay nada más serio que una calva. – ¡Marco!

Pero Antonio no dijo más. Gruñó y aulló y saltó hacia un grupo de jóvenes que gritaban excitadas. Lucio lo siguió, ansioso por recuperar la euforia que había experimentado durante la primera vuelta al circuito.

Cuando atravesaron el Foro para pasar por segunda vez por delante de los Rostra, vieron que la multitud había aumentado. Una vez más, Antonio se separó del grupo y ascendió corriendo a la tribuna. Una vez más, mostró la diadema a la multitud. Varias personas empezaron a entonar: -¡Corónalo! ¡Corónalo! ¡Corónalo!

Y otros entonaban: -¡Jamás un rey, jamás una corona! ¡Jamás un rey, jamás una corona!

Como un mimo sobre un escenario, Antonio hizo alarde de intentar colocar la corona sobre la frente de César. César volvió a rechazarla, sacudiendo la mano como si quisiese ahuyentar un insecto. La reacción de la muchedumbre fue más entusiasta que antes. Hubo vítores y la gente golpeaba el suelo con los pies.

Antonio se retiró y volvió a sumarse al grupo. – ¿Qué sucede, Marco? – preguntó Lucio.

Antonio gruñó.

–César es mi comandante. He pensado que esa calva es muy vulnerable y podría necesitar algo adecuado con que esconderla. – ¡No tiene gracia, Marco!

Antonio movió la cabeza y rió. – ¡No hay nada más gracioso que la calva de tu tío abuelo!

–Y no dijo más.

Completaron la tercera y última vuelta al circuito. Enfrente de los Rostra se había congregado una multitud inmensa, integrada no sólo por personas piadosas y por aquellos que querían disfrutar del banquete, sino también por muchos más, pues había corrido por toda la ciudad la voz de que César se había negado a lucir una corona. Cuando Antonio subió otra vez a los Rostra, los gritos eran ensordecedores. – ¡Corónalo! ¡Corónalo! – ¡Jamás un rey, jamás una corona! ¡Jamás un rey, jamás una corona!

Por tercera vez, Antonio intentó colocar la diadema sobre la cabeza de César. Y por tercera vez, César se negó a ello.

El ruido de los aplausos era atronador.

César se puso en pie. Levantó las manos pidiendo silencio. Cogió la diadema de las manos de Antonio y la sujetó por encima de su cabeza. La multitud se quedó a la espera, intrigada. Por un momento, dio la impresión de que César iba a coronarse. – ¡Ciudadanos! – gritó-. Los romanos sólo conocemos a un rey: Júpiter, el rey de los dioses.

Marco Antonio, coge esta diadema y llévatela al templo de Júpiter. Ofrécela al dios en nombre de Cayo Julio César y el pueblo de Roma.

El aplauso de la multitud fue ensordecedor. César volvió a levantar las manos pidiendo silencio.

–Declaro que las Lupercalia han sido una buena carrera. ¡Que empiece el banquete!

Avanzando entre la aglomeración allí congregada, Lucio consiguió situarse justo delante de los Rostra y levantó la vista para mirar a su tío abuelo. No sabía qué pensar del espectáculo del que acababa de ser testigo, ni de la reacción de la multitud ante el mismo. Tenía la sensación de que los que habían entonado «¡Corónalo!» habían gritado más fuerte cuando César se había negado a recibir la corona, como si el rechazo de aquel símbolo le confiriera el derecho al poder que éste representaba. Los que entonaban «¡Jamás un rey, jamás una corona!» también habían lanzado vítores; ¿eran tan tontos como para creer que por el simple hecho de que César se negara a lucir una diadema no era, en realidad, su rey? «En política, las apariencias lo son todo», le había dicho Antonio en una ocasión. Pero aun así, todo resultaba muy confuso.

Lucio tampoco estaba seguro sobre qué pensar de César. Todo hombre, mujer o niño de Roma lo reverenciaba o lo odiaba con gran intensidad, pero para Lucio, César siempre había sido el tío Cayo, algo imponente, pero muy humano con su aspecto siempre preocupado, su pelo peinado hacia delante y su algo absurda costumbre de hablar de sí mismo en tercera persona. César había sido una figura que se cernía sobre Lucio durante toda su vida, pese a haberse mostrado siempre un poco distante y reservado. De hecho, en todas las ocasiones en que habían estado a solas los dos, Lucio había intuido cierta incomodidad en su tío abuelo. A veces, César desviaba la vista en lugar de mirar a Lucio a la cara. ¿Por qué?

Algunas veces el padre de Lucio había hecho referencias veladas a una deuda que César tenía con la familia, pero nunca se había explicado. Lucio intuía que algo trágico o vergonzoso había sucedido en el pasado, alguna de esas cosas que los mayores nunca comentan delante de los niños.

Se imaginaba, aunque no podía decir por qué, que el asunto tenía que ver con sus abuelos, Julia y Lucio el Infeliz. ¿Qué les habría hecho, o dejado hecho, César? Seguramente la cuestión tenía que ver con dinero, o con un insulto a la dignidad de alguien, o con ambas cosas. Fuera cual fuese el desliz o la transgresión, sería poca cosa en comparación con la esclavitud de la Galia o la carnicería de la guerra civil. Pero aun así, Lucio seguía sintiendo curiosidad. Ahora que ya era un hombre, ¿le contarían lo que sucedió en aquella misteriosa y remota época, mucho antes de que él naciera?

Un mes después, el día anterior a los idus de martius, Lucio Pinario asistió a una cena en casa de Marco Lépido, en el Palatino. Lépido había combatido bajo las órdenes de César y ahora era caballerizo mayor del dictador. En la cena estaban presentes César, Marco Antonio y diversos oficiales de confianza de César.

Antonio fue quien más bebió. No mostraba signos evidentes de embriaguez, ni hablaba con dificultad y controlaba sus gestos a la perfección, pero sus ojos brillaban con un resplandor malicioso.

–Y bien, comandante, ¿cuál es este grandioso anuncio para el que nos has congregado aquí esta noche?

César sonrió. Los había mantenido en suspense durante todo el plato de pescado y el plato de carne de caza, pero, al parecer, Antonio no estaba dispuesto a comer el plato de huevos revueltos sin antes oír lo que César tuviera que decir.

–Te aburres y te impacientas enseguida, Antonio. La verdad es que me imagino que últimamente me he vuelto un poco soso. Por eso le pedí a Lépido que invitara a cenar a este grupo en particular. Algunos servisteis a mis órdenes en la Galia y fuisteis testigos de la rendición de Vercingétorix. Otros servisteis conmigo en Farsalia, donde humillamos a Pompeyo. Algunos estuvisteis en Alejandría, donde hicimos las paces con los belicosos egipcios, pese a sus traiciones y sus artimañas. Y otros más estuvisteis en Tapso, donde Catón conoció su fin. Todos habéis superado la prueba de la batalla… o la superaréis pronto. – Sonrió y miró de reojo a Lucio-. Sois un grupo selecto, la flor y nata de los guerreros de Roma. Sois mis hombres de armas de más confianza. Por esto he querido reunirme esta noche aquí con vosotros, antes del anuncio oficial que realizaré mañana. – ¡Sí! – susurró Antonio-. Se trata de…

–Partia -dijo César, que se negó a permitir que Antonio pronunciara la palabra antes que él-.

He llegado a una decisión en cuanto a la viabilidad de una invasión de Partia.

En la estancia se produjo cierta agitación. Todo el mundo sabía lo que César estaba a punto de decir, pero la magnitud del asunto era tan grande que no sería del todo evidente hasta que las palabras se pronunciaran en voz alta. – ¿Y? – dijo Antonio, que no podía parar quieto, como un niño. César se echó a reír. – ¡Paciencia, Antonio! ¡Paciencia! El siguiente plato viene de camino. Disfrutaremos de tiernos cortes de pollo y cerdo sobre huevo revuelto especiado con garum… ¿no es eso, Lépido? Lépido posee uno de los mejores cocineros del Palatino… -¡Por favor, comandante!

–Muy bien, el revuelto tendrá que esperar. – César tosió para aclararse la garganta-. Me imagino que debería ponerme en pie para hablar del asunto y que todos vosotros deberíais estar preparando vuestras copas. Amigos míos: mañana, César presentará en el Senado la solicitud… y el Senado, estoy seguro, dará su consentimiento. – El comentario levantó risas-. César solicitará una nueva autorización. El objetivo concreto de esta autorización será una campaña militar contra…

Antonio, se te ve a punto de estallar. – Hubo más risas, hasta que por fin César pronunció la palabra que todos esperaban oír-: ¡Partia! – ¡Partia! – gritaron todos, levantando las copas.

De modo que el rumor era cierto, pensó Lucio, apurando su copa junto con el resto de los invitados. Su tío abuelo, no satisfecho con el dominio de todo el mundo mediterráneo, había puesto su punto de mira en una nueva conquista: la tierra de los antiguos persas que, desde su conquista por parte de Alejandro, se había convertido en el reino de Partia.

En el mundo conocido, Partia era el único poder que quizá podía rivalizar con Roma. Cuando Lucio tenía nueve años de edad, un hombre llamado Marco Licinio Craso, famoso por haber dado fin a la gran revuelta de esclavos liderada por Espartaco, lideró un ejército romano dispuesto a enfrentarse con los partos y cuya base de operaciones se situó en Siria. Craso era el hombre más rico de Roma y el equivalente político de Pompeyo y César; durante un tiempo, los tres formaron lo que se conoció como Triunvirato, que estabilizó temporalmente la rivalidad entre ellos, aun cuando todos siguieron tramando para conseguir una parcela mayor de poder. La apuesta de Craso había sido la invasión de Partia. Esperaba conseguir con ello lo que César estaba logrando ya en la Galia: cosechar riquezas y gloria, aunque la diferencia estaba en que el fabuloso botín que podía conseguirse en Partia excedía con creces cualquier cosa que hubiera en la Galia.

Pero Craso encontró su Némesis. En la batalla de Carrhae, su ejército se vio rodeado y sujeto a un implacable aluvión de flechas partas que taladraron todas las armaduras. El hijo de Craso, Publio, murió liderando una unidad de caballería en su intento de atravesar las líneas partas; los partos le cortaron la cabeza y la utilizaron para mofarse de su sitiado padre. Después de la pérdida de veinte mil soldados romanos y la captura de diez mil más, los partos ofrecieron una tregua a Craso que luego rompieron, traicionándolo, para acabar cortándole la cabeza igual que habían hecho con su hijo. Los partos celebraron con gran pompa su triunfo contra los invasores romanos y presentaron la cabeza de Craso como un regalo a su aliado, el rey de Armenia, quien, según se decía, la utilizó en una representación de Las bacantes de Eurípides. Craso pretendía ser la cabeza del mundo, pero su cabeza acabó como una pieza más del atrezo teatral.

La sombra de la derrota de Craso había obsesionado a los romanos desde entonces. Los partos seguían siendo el gran enemigo invicto de Oriente. Ahora que la guerra civil y la lucha por el poder en el seno de la resquebrajada República habían terminado, parecía natural que el amo de Roma volcara su atención hacia Partia.

–Permitidme afirmar rotundamente que no debemos pasar por alto las habilidades militares de los partos -dijo César-. Pero tampoco debemos sobrevalorarlas. La derrota de Craso no puede disuadirnos. Para ser sincero, como comandante no llegaba a la altura de ninguno de los aquí presentes… y te incluyo a ti, Lucio, aunque aún tengas que demostrarlo. Siendo oficial primerizo, Craso sirvió correctamente a las órdenes de Sila, aunque siempre eclipsado por Pompeyo. Cierto es que acabó con la revuelta de esclavos de Espartaco, pero después el Senado se negó a recompensarlo con un triunfo, y sus motivos tenía; habría sido impropio de un romano celebrar una victoria sobre un ejército de esclavos. La campaña de Partia fue el intento desesperado de Craso de dejar huella como hombre de milicia. Se extralimitó.

–Incluso así -dijo Antonio-, si atacamos a los partos, me aseguraré antes de dejar mi testamento cerrado tal y como es debido. – El sombrío chiste era típico de su humor, sobre todo cuando bebía.

El comentario de Antonio fue recibido con un jocoso abucheo por parte de los presentes, pero César desestimó sus objeciones.

–Antonio habla sabiamente. Las vírgenes vestales guardan mi testamento. Un hombre debe anticiparse al día en que todo lo que quede de él sea su nombre. Mientras los demás mencionen su nombre, su gloria seguirá con vida. En lo que a las posesiones terrenales se refiere, sean grandes o pequeñas, deben darse los pasos necesarios para que se distribuyan tal y como él considere oportuno. – César miró de reojo a Lucio y después a Antonio, aunque con unas miradas cuyo significado era difícil de interpretar. ¿Qué cláusulas debía incluir el testamento de César? Nadie lo sabía. César era un rey, excepto por el título, pero era un rey sin claro heredero. Nunca había reconocido como suyo al hijo de Cleopatra. Los rumores daban por cierto que Marco Junio Bruto, que había combatido contra César y había sido perdonado por él, era hijo bastardo de César, pero César nunca había reconocido esa posibilidad. Los parientes masculinos más cercanos de César eran los descendientes de sus dos hermanas: su sobrino Quinto Pedio, que había servido en la Galia a sus órdenes, y sus jóvenes sobrinos nietos, Cayo Octavio y Lucio Pinario. De los tres, sólo Lucio estaba presente en la cena; los otros dos estaban lejos de Roma cumpliendo con sus deberes militares. Antonio dejó constancia de su ausencia.

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