Roma (79 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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El niño aceptó la pesada moneda y la observó con enorme interés.

–Reconozco a Victoria, el perfil de su pecho desnudo y las alas a su espalda, llevando una guirnalda… pero hay algo más que no sé qué es…

–Una hoja de palmera -dijo Lucio-. En las orillas del Nilo crecen palmeras.

El niño dio la vuelta a la moneda. – ¿Y quién es este tipo, con esa barba rizada?

–Nada menos que el rey de los dioses, Júpiter. – ¡Pero si tiene cuernos de carnero!

–Eso se debe a que es Júpiter Amón, su manifestación egipcia, a quien los alejandrinos, que hablan griego, denominan Zeus Amón. Alejandro Magno veneraba a Zeus Amón. Igual que el general Ptolomeo, que fue quien heredó Egipto. Ptolomeo fue el fundador de la dinastía que gobernó Egipto durante casi trescientos años, hasta que la casa real finalizó con Cleopatra.

–Y… ¿no era una prostituta? – El niño seguía con sus dudas.

–Sus enemigos en Roma afirmaban que lo era, mientras ella vivió. Y ahora, tiempo después de su muerte, todo el mundo parece creérselo. Pero César no era de la misma opinión. Ni tampoco Antonio. Cleopatra se consideraba a sí misma la manifestación de la diosa Isis. ¡Una mujer suele tomarse la procreación bastante en serio cuando piensa que la unión carnal podría dar como fruto de su vientre un dios o una diosa!

–Fuera lo que fuera, lo perdió todo, ¿verdad? Y se llevó a Antonio con ella.

Lucio asintió.

–Antonio y Cleopatra reunieron una gran armada y partieron rumbo a Grecia para enfrentarse contra el emperador. Yo me quedé en Cirene, a la espera de noticias. La batalla marítima tuvo lugar en Actium. La armada del emperador, bajo el mando de Marco Agripa, destruyó la armada de Antonio y Cleopatra. Fue el momento en que se acabó todo, y todo el mundo fue consciente de ello.

Antonio me envió un mensaje desesperado, diciendo que venía a verme para llevarse mis tropas. – ¿Y qué sucedió entonces?

El rostro de Lucio se ensombreció.

–Maté a los mensajeros. Informé a Antonio de que no sería bienvenido en Cirene. Finalmente, acabé entrando en razón. Vi que los dioses se habían puesto del lado del emperador, que siempre habían estado de su lado, y que únicamente un hombre impío continuaría enfrentándose a él.

El chico movió afirmativamente la cabeza, muy serio, como si acabara de escuchar una moraleja, satisfecho de que su abuelo hubiera entrado por fin en razón. Pero la expresión del rostro de Lucio era muy triste.

–Antonio y Cleopatra regresaron a Alejandría, a esperar el final. Hay quien dice que pasaron aquellos meses finales abandonándose a todos los vicios posibles, exprimiendo la vida hasta sacar de ella los últimos vestigios de placer. A lo mejor esa historia no es más que otra calumnia contra ellos, pero para mí tiene ciertos aires de veracidad. ¡Cuánto le gustaba a la pareja beber y pasárselo bien! Cleopatra empezó entonces a probar diversos venenos con sus esclavos, para determinar cuál de ellos provocaba la muerte menos dolorosa. Cuando el emperador y sus legiones llegaron a Egipto, y todas las esperanzas se habían esfumado, Antonio se dejó caer sobre su propia espada.

Pero Cleopatra… -¿Sí, abuelo? ¿Qué le sucedió a Cleopatra? – El niño examinó la cara de su abuelo. Abrió los ojos de par en par-. ¿Estabas allí, abuelo? ¿Estabas en Alejandría cuando…?

–Sí, estaba allí. Octavio… el emperador, insistió en que lo acompañara. Estaba decidido a llevarse a Cleopatra con vida. Quería regresar con ella a Roma y hacerla desfilar en su triunfo. Pero la reina tenía otros planes. ¿Cuánto debía contarle al niño? No la historia completa, a buen seguro. Nunca se la había contado a nadie…

Antonio había muerto. La armada de Cleopatra se había esfumado, como el humo en el viento.

Ocupada por las fuerzas de Octavio, la ciudad de Alejandría esperaba con ansiedad. La reina seguía en el palacio real, encerrada con dos criadas en una estancia a la que sólo se podía acceder trepando por una cuerda hasta una trampilla que había en el suelo. No podía huir, pero tampoco podía ser obligada a salir de allí a la fuerza.

Lucio fue convocado en presencia de Octavio en una terraza del palacio que tenía una vista espléndida sobre el puerto y el famoso faro. El comandante se ahorró los saludos de rigor y fue directo al grano.

–Conoces bien a la reina desde hace tiempo. Ella te conoce a ti, primo. Confía en ti.

–Ya no. La traicioné.

–Aun así, tienes más posibilidades que yo de convencerla para que salga de su guarida. Quiero a Cleopatra viva, no muerta. Ve a verla. Háblale de Antonio y de los viejos tiempos, y de lo que podría haber sido. Adúlala. Camélala. Cuando hayas recuperado su confianza, dile todo lo que tengas que decirle para convencerla de que se rinda. Asegúrale que pretendo tratarla con todo el respeto que se le debe por su rango y su linaje. Aparecerá en mi procesión triunfal, pero no será ultrajada. – ¿Es ésa la verdad?

Octavio se echó a reír.

–Por supuesto que no. Pretendo destrozarla y humillarla antes de que muera. Roma exige la destrucción completa de la prostituta egipcia. Será violada y golpeada, encadenada, pasará hambre y será torturada. Cuando el pueblo la vea arrastrarse desnuda delante de mi carroza, se preguntará cómo una bruja miserable como ella pudo llegar a seducir a un hombre como Antonio. Será ahorcada en el Tuliano, pero no antes de que presencie cómo acabo con la vida de su hijo Cesarión.

–El chico sólo tiene catorce años -dijo Lucio.

–Y nunca llegará a los quince.

A Lucio no le quedaba otra elección. Accedió a hacer las veces de emisario de Octavio.

A través de la trampilla, susurrando, negoció con las criadas de la reina, Charmion e Iras.

Cleopatra accedió a verlo al día siguiente, pero únicamente si acudía solo, sin ningún otro romano.

Al día siguiente, Lucio llegó a la hora señalada. Llevaba un regalo para la reina. Ella le había comentado que le apetecía comer higos. La cesta que Lucio levantó para que pasase por la trampilla estaba llena de higos hermosos y maduros presentados sobre un lecho de hojas de higuera. Iras aceptó la cesta. Un poco después, Charmion hizo bajar una cuerda para que Lucio pudiera subir.

Esperaba encontrarse a las tres mujeres agazapadas en una habitación pequeña y sórdida, pero la estancia era magnífica. Unas pequeñas aberturas en lo alto de las paredes dejaban pasar los rayos de sol. El suelo era de mármol negro. Las columnas, de granito rojo. Las paredes estaban pintadas de resplandecientes colores. Cleopatra estaba sentada en un majestuoso trono en forma de buitre con alas extendidas y decorado en oro, plata y lapislázuli. Lucía una diadema con una cabeza de cobra y un vestido con incrustaciones de piedras preciosas. Iras estaba sentada a sus pies con la cesta de higos. – ¿No cambiarás de idea, majestad? – dijo Lucio.

–Demasiado tarde -dijo Cleopatra. Tenía un higo en una mano. En la muñeca tenía la marca de dos picaduras: la mordedura del áspid que Lucio había conseguido de uno de los agentes de la reina y que estaba escondido entre las hojas de higuera-. Gracias, Lucio Pinario. Cuando vea a Antonio en el Elíseo, le contaré el gran favor que me hiciste.

Sus parpados temblaron y se cerraron. Su cabeza cayó hacia un lado. El higo, al suelo.

Los ojos de Lucio se llenaron de lágrimas. – ¿Ha sido éste un final apropiado? ¿Ha sido digno de vuestra ama? – preguntó a las criadas.

Iras permanecía en silencio. Se había unido ya a su ama en la muerte. Charmion, que empezaba a tambalearse y a flaquear, estaba aprovechando sus últimos momentos para colocar en su debido lugar la corona de la reina, para que su aspecto una vez muerta fuera perfecto.

–Ha sido muy digno -musitó-, como corresponde a la última de todos los faraones.

Lucio lloró, pero sólo por un momento. Se armó de valor para comunicarle la mala noticia a Octavio…

Pero a su nieto, Lucio se limitó a decirle:

–La reina se sometió a la mordedura de un áspid. El emperador la quería para su triunfo, pero ella, como mínimo, consiguió engañarlo con aquella victoria.

–Pero incluso así, dicen que fue el mayor triunfo de todos los tiempos -dijo el niño.

–Lo fue. Un gran triunfo. Aquel día, mi primo Cayo, que había nacido como Octavio y luego se había convertido en César, adoptó el nombre de Augusto para celebrar su elevación a la divinidad.

El mundo entero tenía que ver que el emperador merecía ser venerado… no sólo como rey, sino también como un dios en la tierra.

Lucio contempló la estatua de Cleopatra durante un largo rato, cogió la mano del niño y se lo llevó de allí.

Cuando salieron del templo de Venus, reinaba una gran excitación en la plaza. – ¡El emperador! ¡El emperador! – gritaba la gente.

Apareció una litera espléndidamente engalanada con púrpura y oro y rodeada por un auténtico ejército de criados. Los curiosos retrocedían, sobrecogidos. En el interior de la litera se veía claramente a Octavio, recostado entre almohadones de color púrpura. Octavio seguía teniendo aquel aspecto de chico inexperto que reivindicó osadamente el legado de César, se dejó arrastrar por el torbellino hacia la grandeza, aniquiló a cualquier rival y nunca echó la vista atrás.

La forma de hacer de los dioses era caprichosa e imposible de predecir, pensaba Lucio, y sus métodos solían ser terriblemente oscuros; pero aun así, con toda seguridad y de manera sostenida, la historia del ser humano seguía avanzando. Después de muchas convulsiones, el mundo había alcanzado por fin un estado de estabilidad y paz, tal vez incluso de perfección: un imperio, en constante expansión, gobernado por un único emperador, de una única ciudad: Roma.

Era evidente que hombres como Rómulo, Alejandro o César podían surgir de la nada y cambiarlo todo. Si los hombres podían convertirse en dioses, entonces todo era posible. ¿Acabarían pereciendo algún día los dioses más antiguos, igual que les sucedía a los hombres? ¿Quién podía decir si en aquel mismo momento, en otra parte del mundo, tal vez en algún rincón oscuro del otro extremo del imperio, estaría produciéndose el nacimiento de un determinado hombre o movimiento que alterara una vez más el destino del mundo? ¡Tal vez el mismo Júpiter acabaría siendo derrocado y siendo sustituido por otro rey de los cielos! No sólo un único imperio y un único emperador, sino también un único dios: ¿no sería un mundo así un estado aún mayor de perfección?

Lucio desterró aquel pensamiento blasfemo y se concentró en el esplendor terrenal de la comitiva de César Augusto, emperador de Roma, el más grande de los hombres que había vivido o viviría jamás en la tierra. ¡Lucio casi había olvidado lo más importante! Buscó en el interior de su toga y se quitó el colgante que llevaba.

–Es para ti, pequeño. Me habría gustado esperar hasta tu día de la toga para regalártelo, pero pienso que ya estás preparado para recibirlo. – ¿Qué es, abuelo? – El niño contempló el amuleto que tenía en la mano.

–Su origen es desconocido. Ni siquiera conozco el nombre del dios que representa. Pero cuando lo recibí, me dijeron que este talismán es más antiguo que Roma. Ha sido transmitido en herencia en nuestra familia durante muchas generaciones, desde antes de la época de Rómulo.

El joven Lucio miró el objeto con curiosidad, incapaz de averiguar lo que pretendía representar.

Después de tantos años y de tantos portadores, los detalles del falo alado se habían desdibujado. El perfil de la figura recordaba una sencilla cruz, no muy distinta, pensó el niño, a los crucifijos donde los romanos solían ejecutar a los criminales.

–En su día me fue transmitido a mí -dijo su abuelo-, y yo ahora te lo entrego, tocayo mío.

Tienes que jurarme que harás lo mismo con la generación que te siga.

El niño miró el colgante y se lo pasó solemnemente por la cabeza.

NOTA DEL AUTOR
Los orígenes y el desarrollo inicial de Roma representan una de las áreas de estudio histórico más excitantes del mundo actual. Durante la mayor parte del siglo XX se puso de moda desestimar los relatos de fundación procedentes de fuentes antiguas por considerarlos meras invenciones, pero recientes descubrimientos arqueológicos han otorgado nueva credibilidad a historias que en su día fueron rechazadas como leyendas. De ahí el epigrama extraído de The Foundation of Rome: Myth and History, de Alexandre Grandazzi, que abre este libro: «La leyenda es histórica, igual que la historia es legendaria».

Inicié mi investigación para Roma leyendo y releyendo Los orígenes de Roma, c. 1000-264 a.C.:

Italia y Roma de la Edad de Bronce a las Guerras Púnicas (editado en España por Editorial Crítica, Barcelona, 1999). Si desea conocer las fuentes específicas para este periodo y comprender el estado de los actuales estudios sobre Roma, recomiendo la lectura del libro de Tim Cornell.

En sus primeras páginas, me impactó el comentario del autor de que «toda historia contiene un elemento de ficción», y su observación de que los historiadores de la antigüedad, a diferencia de sus homólogos modernos, practicaban abiertamente ciertas técnicas comunes a las empleadas por los novelistas históricos modernos. En la novela histórica, apunta Cornell, «y en la historiografía premoderna […] los autores tienen permitido reconstruir, a partir de su propia imaginación, los sentimientos, aspiraciones y motivos de personas y grupos, para evocar escenas verosímiles -en el campo de batalla, en las calles o en la alcoba-, e incluso poner sus propias palabras en boca de los personajes del drama. Estas normas eran aceptadas sin que nadie las pusiera en duda en la antigüedad, cuando la historia era, al menos en parte, un ejercicio retórico».

R. M. Ogilvie (citado por Betty Radice en su introducción a Livy: The War with Hannibal) compara explícitamente al gran historiador romano con un escritor de ficción: «Como un novelista

[Livio] subordinaba la precisión histórica a las exigencias del personaje y la trama. Daba rienda suelta libremente a la invención y a la imaginación para presentar una imagen con vida». Incluso así, tal y como Radice apunta irónicamente, Livio «nunca cae en el error de intentar crear una atmósfera extraída de las páginas de Baedeker.*[…] George Eliot y lord Lytton intentaron tenazmente hacer todo lo posible con Florencia y Pompeya, pero las piedras no hablan. Lo que hace, en cambio, es minimizar las descripciones y recrear el espíritu de Roma penetrando en los sentimientos de la gente de la época […]».

*Nombre por el que se conoce la serie de guías turísticas editadas por la editorial alemana fundada por Verlag Karl Baedeker. (N. de la T)

Tito Livio vivió durante el reinado de Augusto. Su historia monumental, Ab Urbe Condita (Desde la Fundación de la Ciudad), es nuestra principal fuente de información para los primeros siglos de la historia romana, desde sus míticos orígenes hasta los inicios de su imperio mediterráneo. Por puro placer y evasión, la lectura directa de la obra de Livio es una experiencia comparable a la lectura de Tolkien, Tolstoi o Gibbon; es decir, es una de las grandes experiencias lectoras de las que se puede disfrutar en la vida.

Otras fuentes antiguas de la historia de Roma son las biografías de Plutarco, De República de Cicerón, la Geografía de Estrabón, las historias de Dionisio de Halicarnaso, Diodoro Sículo, Dión Casio y Polibio, las obras de Plauto, y los Fasti de Ovidio, una obra poco conocida del gran poeta latino que ofrece detalles fascinantes sobre la práctica y el origen de diversas costumbres y ritos religiosos romanos. Nuestras fuentes para la época final de la República son la historia de Apiano y la biografía de Julio César escrita por Suetonio.

Los libros escritos por autores modernos que he encontrado especialmente estimulantes son The Foundation of Rome, de Augusto Fraschetti (Edinburgh University Press, 2005; publicado originalmente en Italia como Romolo II Fondatore, en 2002), Remus: A Roman Myth, de T. P.

Wiseman (Cambridge University Press, 1995), The Rise of Rome to 264 B.C., de Jacques Heurgon (University of California Press, 1973), The Punic Wars 264-146 B.C., de Nigel Bagnall (Osprey, 2002) y Daggers in the Forum: The Revolutionary Lives and Violent Deaths of the Gracchus Brothers, de Keith Richardson (Cassell, 1976).

También encontré inspiración en Lays of Ancient Rome, de Thomas Babington Macaulay, una imaginativa «reconstrucción» del siglo XIX de baladas de la antigua Roma, la tragedia de Shakespeare, Coriolano y el largo poema narrativo de Shakespeare, La violación de Lucrecia.

Mis compañeros inseparables fueron el Dictionary of Greek and Roman Antiquities (poseo un ejemplar de la edición de 1869, así como de sus tres volúmenes del Dictionary of Greek and Roman Biography and Mythology de 1870) y A Topographical Dictionary of Ancient Rome de Samuel Ball Platner (el mío corresponde a la edición de 1928). Es posible encontrar ambos libros en su versión electrónica, junto con muchos otros textos, mapas e información adicional en una página web llamada LacusCurtius, puesta al día por Bill Thayer; durante la investigación y la redacción de Roma, mis visitas a este extraordinario cuerno de la abundancia fueron tan numerosas que es imposible contarlas. Siempre que necesité pedir prestado un libro «de verdad», visité las bibliotecas de la Universidad de California, en Berkeley.

Los lectores que deseen conocer la localización precisa de los monumentos y puntos de referencia deberían consultar el libro Mapping Augustan Rome (Journal of Roman Archaelogy Supplementary Series, 2002), elaborado en su mayoría por especialistas de la Universidad de Pensilvania. Los mapas a gran escala que acompañan sus libros son trabajos resultado de una investigación prodigiosa y un diseño exquisito. Por puro placer, invito a los lectores a echar un vistazo al mapa Roma Arcaica (una publicación del Museo della Civilitá Romana, disponible en la American Classical League), una imagen a vista de pájaro de la ciudad tal y como sería en los primeros tiempos de la República romana.

Esta novela ha sido el proyecto más grande y complicado que he emprendido en mi vida y estoy muy agradecido a todos los que me ayudaron en su andadura. Los orígenes de Roma se remontan a Nick Robinson, de Constable, mi editor en el Reino Unido, quien me propuso intentar escribir una novela que fuera más allá del alcance de mi serie de novelas Roma Sub Rosa; fue en el piso de Nick, en Londres, donde puse en marcha la idea que acabó convirtiéndose en este libro. Fue durante un paseo por Barton Creek, en Austin, Texas, cuando comenté la idea con mi editor en St. Martin's Press, Keith Kahla, que comprendió enseguida lo que pretendía hacer; unos años (y unas veinte mil palabras) después, recibí agradecido los interesantes comentarios de Keith sobre el primer borrador.

Krystina Green, mi editora en Constable, en el Reino Unido, desempeñó también un papel muy activo en el seguimiento del desarrollo del libro. Quiero mostrar también mi agradecimiento a Gaylan DuBose, profesor de latín y autor de Farrago Latina, que leyó las galeradas y aportó sus valiosos comentarios.

Mi agradecimiento especial, como siempre, a mi compañero, Rick Solomon, y a mi agente, Alan Nevins, que nunca dejan de darme aliento cuando lo necesito.

Las a veces misteriosamente familiares batallas políticas y maquinaciones partidistas que aparecen en Roma no son resultado de mi invención, ni he tenido que hacer mucho para modernizar las expresiones empleadas en las discusiones. El largo tira y afloja entre patricios y plebeyos, la cínica táctica de la belicista clase gobernante para explotar a su favor la retórica religiosa y el miedo a las amenazas externas, el giro político de los descendientes de Apio Claudio, que pasaron de la extrema derecha a la extrema izquierda, la caza de brujas que erradicó el «subversivo» culto a Baco, el atractivo que los Graco, de alta cuna, ejercieron sobre una chusma privada de todo derecho, son incidentes que las fuentes de información nos describen con todo detalle. La República de los romanos duró casi el doble de lo que lleva durando la de Estados Unidos y se enfrentó a las paradojas y los paradigmas de la lucha de clases mucho antes que nosotros. Queda por ver si la República norteamericana terminará con la llegada al poder de un ejecutivo todopoderoso, como sucedió con la romana. ¿Fue Fascinus la primera deidad de los romanos, tal y como se explica en Roma? Según la Historia Natural de Plinio (28-7), Fascinus era el nombre de un dios venerado por las vírgenes vestales, que colocaban su imagen (un fascinum, o amuleto en forma de falo) debajo del carruaje de los que desfilaban en los triunfos para protegerlos contra la «fascinación» (lo que llamaríamos mal de ojo). Varrón nos cuenta que era frecuente colgar amuletos fálicos en el cuello de los niños romanos para protegerlos; los colocaban también en los jardines, en las chimeneas y en las fraguas.

Cualquiera que visite Pompeya verá con sus propios ojos grafitis y esculturas con formas fálicas, pero pocos se darán cuenta de que una imagen que podría parecer obscena para el ojo moderno, era sagrada para los antiguos.

El falo místico que surge de una hoguera aparece en el mito original del rey romano Servio Tulio e incluso antes, en una variante de la historia de Rómulo relatada por el historiador Promathion. Los antiguos autores griegos, como Promathion, fueron los primeros en especular sobre los principios de Roma, sobre los que solían superponer sus propios mitos; al final, serían los mismos romanos los que vincularían la fundación de su ciudad con una leyenda griega, la caída de Troya (el tema de la Eneida, de Virgilio). Tal y como T. P. Wiseman destaca en Remus: «Lo que es extraordinario sobre Promathion, es que este temprano autor griego evidentemente contaba una historia de origen romano. El falo fantasma es un concepto que no aparece jamás en el mundo griego. Los dioses griegos no se manifiestan de esa manera».

Si la descripción que Promathion hace del falo divino está extraída de un mito romano auténtico y muy temprano, y si este falo que surge de la hoguera es la misma deidad que posteriormente fue conocida como Fascinus, podría muy bien ser que Fascinus fuera el primer dios romano. Livio, me imagino, comprendería mis razones para pensarlo.

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