Los dioses tienen muchos disfraces.
Los dioses llevan las crisis al clímax y el hombre, mientras, hace conjeturas.
El final anticipado no ha sido consumado.
Pero el dios ha encontrado una forma que ningún hombre esperaba.
Y así termina la obra.
–Pues bien, mis queridos amigos, la «obra» no ha terminado, ni mucho menos. ¡No ha hecho más que empezar! Pero los dioses han encontrado ya una forma «que ningún hombre esperaba». ¿Quién de entre todos nosotros podía, nueve años atrás, cuando murió mi hermano Tiberio, haber previsto que llegaría este día?
Cayo hizo una pausa deliberada para permitir que sus palabras calaran en el público. Contó en silencio hasta diez. La pausa deliberada y oportuna era una técnica de orador que Tiberio le había enseñado: «Corres demasiado, hermanito. Detente de vez en cuando, sobre todo después de haber dicho alguna cosa inteligente o bien pensada. Inspira hondo, cuenta hasta diez, permite que tu audiencia piense y sienta por un momento…».
Cayo no estaba en el Foro, arengando a un variopinto grupo de ciudadanos, sino en casa de su madre, en el Palatino, en el jardín iluminado por la luz de las lámparas y dirigiéndose a un pequeño grupo de sus más ardientes seguidores. Era la celebración de una victoria. Cayo Graco, que había jurado mantenerse alejado de la política después de la muerte de su hermano, acababa de ser elegido tribuno de la plebe, siguiendo los pasos de Tiberio.
–A lo mejor mi madre sí lo habría previsto. – Cayo hizo un ademán en dirección a Cornelia, que permanecía recostada en un triclinio-. No hubo día en mi infancia en que no fuera exhortado a hacer honor al ejemplo de vida de mi abuelo. Pero aun así, es el ejemplo de mi madre el que más me inspira, el que supone para mí un mayor reto. ¿Ha existido otro mortal, hombre o mujer, con más fortaleza y coraje? Todos, uníos a mí en el saludo: ¡Cornelia, hija del Africano, esposa de Tiberio Graco, que fue cónsul dos veces y cuya escultura está erigida en el Foro, madre de Tiberio, el mártir del pueblo!
Cornelia sonrió, con una elegancia tal que cualquier observador pensaría que jamás había oído aquellas palabras. De hecho, durante la campaña, había aparecido numerosas veces al lado de Cayo, tanto en Roma como en las zonas rurales, representando el papel de madre orgullosa y radiante receptora de los extravagantes tributos de su hijo. Los seguidores de Cayo adoraban a Cornelia, y adoraban a Cayo porque él la adoraba a ella.
En los últimos días de la campaña, el tamaño de las multitudes que se acercaban a escuchar los discursos de Cayo había aumentado, superando todas las expectativas. Ni siquiera Tiberio, en la cúspide de su popularidad, había logrado congregar a tanta gente. Cuando llegó el día de las elecciones, se produjo en Roma una aglomeración tan enorme de gente dispuesta a votar que las posadas no dieron abasto. Los hombres se vieron obligados a dormir en los árboles, en las cunetas y en los tejados.
Uno de los resultados de la masacre de los Graco había sido el cambio de lugar para la celebración de las votaciones. Las elecciones habían dejado de celebrarse en la cumbre de un atiborrado Capitolio para tener lugar en el Campo de Marte, fuera de las murallas de la ciudad, donde había espacio suficiente para que las tribus pudieran reunirse con holgura. Se construyeron unas estructuras que recordaban a los rediles para que los votantes pudieran ir pasando, de uno en uno, a depositar su voto. Pero incluso esta nueva reorganización se quedó corta para la gran cantidad de votantes que se desplazó para dar su apoyo a Cayo. En más de una ocasión, la aglomeración había amenazado con acabar en disturbios, pero al final las votaciones concluyeron sin derramamiento de sangre. Cayo se había erigido como claro vencedor con la intención de llevar a cabo una serie de reformas más radicales aún que las propuestas por su hermano.
Después del saludo a Cornelia, Cayo dirigió su mirada a otra de las personas sentadas a su lado.
–Y no nos olvidemos de mi querido amigo Lucio Pinario. Ni siquiera él preveía mi regreso a la política. Pero aun así, cuando decidí presentarme a tribuno, este hombre consagró por completo a mi campaña tanto su persona, como su considerable fortuna. Lucio representa una fuerza nueva y poderosa en esta ciudad: la clase de hombres que denominamos «ecuestres», en honor a la tradición de nuestros antepasados de recompensar a sus mejores guerreros con un corcel pagado con dinero público. Hoy en día, es el censor quien admite a los ciudadanos dentro de las filas de los caballeros, y lo que los distingue no es la caballería ni el heroísmo, sino la acumulación de riqueza; son hombres con medios que han decidido renunciar a la carrera política y que, por lo tanto, forman una clase de elite distinta a la del Senado. Lucio Pinario es un hombre de negocios tan excelente que juraría que lleva el comercio en la sangre, igual que yo llevo la política en la mía. Los miembros del orden ecuestre de Roma, que trabajan duro y arriesgan su fortuna para que esta ciudad sea cada vez más próspera, son el futuro. Los senadores ociosos que consumen más riqueza de la que generan, y que miran a los demás por encima del hombro, representan un pasado que ya ha muerto. »Lucio es constructor, responsable de proyectos repartidos por toda la ciudad. Tiene una esposa entregada y un hijo, y todo el éxito mundano que cualquier hombre podría desear. Lucio y yo llevamos muchos años como socios en el mundo de los negocios. Nos conocemos tan bien que… -¿…cuando uno empieza una frase el otro la acaba? – apuntó Lucio. – ¡Eso es! Pero cuando decidí presentarme a tribuno, nadie se quedó más sorprendido que Lucio. Y nadie se quedó más sorprendido que yo cuando Lucio se metió de cabeza en política a mi lado, o detrás de mí, diría más bien, pues él prefiere desempeñar el papel de persona influyente entre bambalinas. Uníos a mí en el saludo: ¡Lucio Pinario, distinguido caballero, mi amigo, mi apoyo financiero, mi confidente más leal!
A diferencia de Cornelia, Lucio no estaba acostumbrado a ser elogiado en público. Rondaba los cuarenta, pero se sonrojó como un chiquillo.
Todo el mundo conocía la historia de Graco: el trauma que le había provocado el asesinato de Tiberio, su retirada del terreno público, el final y triunfal retorno a la política. Pero nadie sabía la historia de Lucio, excepto el mismo Lucio. Sólo él conocía la maraña de emociones que lo habían llevado hasta aquella noche. La vergüenza de su falta de actividad antes y después del asesinato de Tiberio nunca había dejado de corroerle. Su carrera profesional le había proporcionado una distracción lucrativa, la vida familiar le había aportado muchas recompensas, su estatus como ecuestre le había dado mayores satisfacciones si cabe. Pero ni siquiera todos aquellos logros habían conseguido apaciguar su sensación de fracaso. Únicamente había encontrado la redención siguiendo la estela de Cayo, olvidándose de todas sus precauciones y plantando cara a las fuerzas reaccionarias que habían destruido la felicidad de su madre y su propia autoestima.
–Al lado de Lucio está sentada su madre, la virtuosa Menenia. Y a su lado, mi encantadora esposa, Licinia -dijo Cayo-. Os agradezco a las dos las noches que habéis permanecido junto a mi madre cuando yo llegaba tarde a casa después de invitar a una ronda de vino a los votantes.
Su esposa agachó la cabeza tímidamente.
–Pero Cayo, querido, ¿era necesario invitar a una ronda todas las noches, a todos los votantes, en todas las tabernas de Roma?
El comentario provocó carcajadas entre los presentes y peticiones de una nueva ronda de vino.
–Queridos amigos, podría pasarme la noche entera reconociendo públicamente el esfuerzo realizado por cada uno de vosotros y dando las gracias personalmente a cada votante, pero ésta es una fiesta para celebrar la victoria y lo que vais a escuchar es un discurso de victoria. Ya habéis oído mis compromisos, lo sé, pero aquí está la diferencia: antes salían de boca de un simple candidato, ¡ahora los oiréis en boca del recién elegido tribuno de la plebe! – Cayo esperó a que la estruendosa ovación fuera amainando. »En primer lugar, en referencia a la milicia, propongo que el Estado pague la ropa a sus soldados en lugar de exigir que corran ellos con ese gasto. Propongo además que nadie menor de diecisiete años de edad tenga que servir en el ejército. Y lo que es más importante, se establecerán nuevas colonias para proporcionar nuevas granjas para nuestros veteranos. Hoy en día, hay hombres valientes vagando sin rumbo fijo por las calles, hombres que dieron años de servicio y arriesgaron sus vidas y sus cuerpos a cambio de la promesa de una vida mejor. ¡Esa promesa tiene que ser cumplida! »Por el bien común, propongo que el Estado sea quien establezca el precio del grano. No estoy diciendo con ello que el grano vaya a entregarse gratuitamente, como afirman mis oponentes, sino que el grano tendrá un precio razonable, estabilizado mediante subsidios del tesoro y la construcción de graneros en la ciudad para almacenar el excedente. Si el Estado no puede proporcionar alimento al ciudadano trabajador y a su familia, ¿para qué sirve entonces el Estado? »Propongo un programa gigantesco de construcción de calzadas, supervisado por caballeros cualificados y que dé empleo a ciudadanos sanos y robustos, no a esclavos. El tesoro está inflado gracias a las conquistas extranjeras; ¿por qué dejar que el dinero se quede sin trabajar cuando podemos ponerlo en manos de los trabajadores y conseguir, a cambio, nuevas y mejores calzadas? »Debe producirse también una reforma en los tribunales. Desde tiempos inmemoriales, solamente los senadores, y no los demás ciudadanos, han tenido el derecho de juzgar. Dirigen los tribunales civiles y criminales. Se juzgan incluso entre ellos; cuando un gobernador provincial es acusado de extorsión, sus compañeros senadores son quienes determinan su inocencia o culpabilidad. Al conjunto de trescientos senadores elegibles como jueces, propongo añadir trescientos caballeros. ¡El sistema judicial recibirá una muy necesaria reorganización y quizá así empezaremos a ver una verdadera responsabilidad en la gestión! »Esto, amigos míos, resume el programa que hoy han refrendado masivamente los votantes.
Convenceremos a los ciudadanos más pobres con el subsidio del grano, el empleo estatal y las nuevas colonias. Convenceremos a los ricos caballeros con lucrativos contratos públicos y con los nuevos privilegios judiciales. ¡Lo siento por los pobres senadores… no les quedará otra cosa que su dignidad!
Los invitados aplaudieron calurosamente. Algunos gritaron: -¿Y qué hay sobre la reforma de la tierra?
Cayo hizo una mueca y forzó a continuación una frágil sonrisa.
–Sí, ¿y qué hay sobre la reforma de la tierra? En estos últimos nueve años ya se ha llevado a cabo gran parte de la necesaria redistribución de la tierra. Una ironía, ¿verdad? Mi hermano Tiberio veía la abrumadora necesidad de realizar una reforma en este sentido. La defendió con valentía, presionó por ella… y fue asesinado por esa causa. Después sus asesinos se dieron cuenta de que esa reforma era inevitable, que era o eso o la revolución, y lo siguiente que sabemos es que esas víboras cínicas empezaron a loar los objetivos de Tiberio, diluyeron un poco su legislación y le pusieron sus propios nombres, se dieron unas palmaditas en la espalda ¡y se felicitaron por haber salvado la República!
La voz de Cayo se elevó hasta convertirse en un grito agudo. Un criado situado detrás de él se llevó una flauta a los labios y emitió una nota. La tensión que reinaba en la estancia fue sustituida por las risas y los aplausos. Cayo se relajó visiblemente. Sonrió, se volvió y rodeó con el brazo al flautista, un hombre bajito y calvo.
–Todos conocéis a Licinio; es uno de los libertos de mi esposa. Licinio me ayuda a practicar un truco de orador que mi hermano me enseñó. Cuando empiezo a salirme un poco de madre, si me emociono o me acaloro demasiado, Licinio toca una nota con su flauta y me retengo. Me tiene bien entrenado, ¿no os parece? – Cayo estampó un beso en la calva del hombrecillo. Los invitados no paraban de reír. »Bien, volviendo a mi discurso. Llegamos al punto culminante, al proyecto más ambicioso de todos: extender la plena ciudadanía a todos los aliados que Roma tiene en Italia. Durante años, hemos sido testigos de los abusos realizados por magistrados romanos contra los súbditos de Italia, que pagan impuestos y combaten en las legiones a nuestro lado, pero no poseen los privilegios de la ciudadanía completa. Démosles ese regalo y Roma conseguirá una afluencia masiva de nuevos ciudadanos leales… y estos nuevos votantes recordarán al tribuno que les facilitó esos derechos. Con una base de poder así, ese tribuno podría guiar a Roma hacia su destino más elevado. – Cayo bajó la vista. »Cuando era niño, Blosio me habló de la Edad de Oro de Atenas, y sobre el gran líder que hizo posible esa Edad de Oro, un hombre de visión extraordinaria llamado Pericles. Roma, pese a todos sus logros, tiene aún pendiente entrar en su Edad de Oro. Pero con esta elección, rezo a los dioses para que Roma haya encontrado por fin a su Pericles.
Lucio, mientras escuchaba, cogió aire. Una nueva floritura retórica. Cayo no le había mencionado nunca una Edad de Oro, ni se había comparado con Pericles. Aquello era embriagador.
Insinuaba ambiciones que iban mucho más allá de las de Tiberio. Escuchando aquel discurso, Lucio sintió un escalofrío de excitación, pero también un temblor de auténtica aprensión. Observó los rostros de su madre, de Licinia y de Cornelia, y vio la misma reacción ambivalente.
Cayo terminó con una nota sombría.
–Por donde quiera que viajara en mi campaña para ser elegido tribuno, todo el mundo me formulaba dos preguntas: ¿Qué te convenció para iniciar la campaña? ¿No temes el mismo destino que acabó con tu hermano? »A aquellos ciudadanos, y a los que estáis aquí esta noche, ofrezco la siguiente respuesta: fue un sueño lo que me incitó a dejar de lado el miedo y la desidia y a dejar de esconderme del mundo. En el sueño, Tiberio me llamaba. Me decía: «Hermano, ¿por qué te entretienes? No hay manera de escapar del destino. Todos tenemos marcada una vida y una muerte: agota la primera y encuentra la segunda, y haz que ambas estén al servicio del pueblo».