–Hija, madre, esposa, viuda -repitió-. ¿Cuál es el principal papel de la mujer en la vida? ¿Qué opinas, Menenia?
–Pienso… -Su amiga sonrió con cierta timidez. Menenia era de la misma edad que Cornelia e, igual que Cornelia, era viuda. Aun sin ser tan bella, se movía con suma elegancia y las cabezas se volvían tanto hacia ella como hacia Cornelia cuando entraban juntas en alguna parte-. Pienso, Cornelia, que has olvidado una categoría. – ¿Cuál?
–Amante. – Con una mano, Menenia acarició el talismán que llevaba colgado al cuello, un antiguo fascinum que había heredado de su abuelo. Con la otra mano, acarició con delicadeza el brazo del hombre sentado a su lado y los dos intercambiaron una mirada larga y cómplice.
Blosio era un filósofo nacido en Cumas. Con su cabello largo y canoso y su barba recortada, desprendía un aire de dignidad equiparable al de Menenia. Cornelia se sintió conmovida por aquella chispa especial que existía entre su más querida amiga y el tutor de sus hijos. Eran dos personas adultas y maduras que habían superado con creces la edad de los romances apasionados, pero ambos habían encontrado no sólo una pareja, sino también un alma gemela. – ¿Qué te ha llevado a formular esta pregunta? – dijo Blosio. Como pedagogo de la escuela de los estoicos, tenía la costumbre de devolver las preguntas en lugar de responderlas.
Cornelia cerró los ojos y levantó el rostro en dirección a la cálida luz del sol. Era un día tranquilo en el Palatino y se oía el trino de un pájaro en los tejados.
–Reflexiones triviales. Estaba pensando que Menenia y yo perdimos a nuestros padres a temprana edad. Y que ambas somos viudas, después de habernos casado y haber enterrado a esposos considerablemente mayores que nosotras. Después de la muerte de mi padre, mis parientes acordaron que me casara con el viejo y querido Tiberio Graco. Y tú fuiste la segunda esposa de Lucio Pinario, ¿verdad?
–La tercera, de hecho -dijo Menenia-. El pobre buscaba más una cuidadora que una yegua que le diera descendencia.
–Pero aun así, te dio un hijo envidiable, el joven Lucio.
–Sí. Y Tiberio te dio muchos hijos.
–Doce, para ser exactos. Todos ellos maravillosos para mí. ¡Por desgracia, sólo sobrevivieron tres!
–Pero esos tres son unos hijos admirables -dijo Menenia-, y en gran parte gracias a las enseñanzas de Blosio. – Apretó la mano de su amante-. Tu hija Sempronia está ya felizmente casada, y el mundo espera grandes cosas de tus hijos Tiberio y Cayo.
Cornelia asintió.
–Creo que, al menos por lo que a mí se refiere, hemos respondido a la pregunta que se ha planteado. Ya que no tengo ni padre ni esposo con vida, y ya que no tengo tiempo para amantes, la maternidad se ha convertido en mi papel principal. Mi logro serán mis hijos. Pretendo hacer cosas tan grandes para ellos que, cuando mi vida termine, la gente no dirá que fui la hija de Escipión el Africano, sino la madre de Tiberio y Cayo Graco.
Blosio hizo una mueca.
–Una aspiración muy noble. ¿Pero crees que una mujer debe existir sólo a través de los hombres de su vida: padres, esposos, hijos… amantes? – Lanzó a Menenia una mirada cariñosa-.
El estoicismo nos enseña que cualquier hombre es valioso por sí mismo, sea cual sea su posición en la vida. Ciudadano o esclavo, cónsul o soldado raso, todos ellos llevan consigo una chispa única de esencia divina. ¿Y las mujeres? ¿No poseen ellas también un valor intrínseco, por encima y más allá del papel que puédan desempeñar en relación con los hombres de su vida?
Cornelia se echó a reír. – ¡Querido Blosio, sólo un estoico se atrevería a expresar un concepto tan radical! Una generación atrás, te habrían exiliado por el simple hecho de proponer una idea así.
–Tal vez -dijo Blosio-. Pero una generación atrás, es poco probable que se hubiera permitido a dos mujeres sentarse solas y sin vigilancia en un jardín para discutir ideas con un filósofo.
–Incluso hoy en día, más de un romano anticuado se asustaría al escuchar nuestra conversación -dijo Menenia-. Pero aquí estamos. El mundo cambia.
–El mundo siempre ha ido cambiando -coincidió Blosio-. A veces para peor.
–Entonces, de nuestros hijos dependerá cambiarlo de nuevo para mejor -declaró Cornelia.
Menenia sonrió. – ¿Y cuál de tus hijos hará más para cambiar el mundo?
–Es difícil decirlo. Son muy diferentes. Tiberio es muy serio y muy concienzudo para sus dieciocho años, muy maduro para su edad. Ahora que es soldado, que está lejos luchando contra esos pobres cartagineses, o contra lo que queda de ellos, espero que sus planteamientos no se tornen más sombríos aún. El pequeño Cayo sólo tiene nueve años, pero ¡qué distinto es! Me temo que es incluso demasiado impulsivo y acalorado.
–Pero muy seguro de sí mismo -dijo Blosio-, sobre todo para un chico de su edad. Como tutor de ambos, diría que los dos hermanos destacan por la seguridad que tienen en sí mismos, una característica que atribuyo a su madre.
–Yo la atribuyo a su abuelo, aunque muriera mucho antes de que ellos nacieran. Cómo me gustaría que los chicos lo hubiesen conocido y que yo hubiera podido conocerlo más de lo que lo hice. Pero he hecho todo lo que he podido para infundir en los chicos un profundo respeto hacia los logros de su abuelo. Llevan con mucho orgullo el nombre de Graco, y así debe ser, pero están también obligados a estar a la altura de los designios marcados por Escipión el Africano. – Menenia suspiró. »En cuanto a mi Lucio, lo único que espero es que regrese sano y salvo de la guerra de Catón. – Éste era el nombre que mucha gente en Roma había dado a la renovada campaña que se libraba contra Cartago. Catón no había vivido lo suficiente para presenciar el estallido de la guerra, pero jamás había cesado de apoyarla. Durante años, independientemente de cuál fuera el tema (construcción de calzadas, asuntos militares, reparación del alcantarillado) había terminado invariablemente cualquier discurso en el Senado con la misma frase: «Y como conclusión… ¡Cartago debe ser destruida!». Todo el mundo se reía de su tenaz obsesión, pero al final, desde la tumba, las intenciones de Catón habían prevalecido. Parecía por fin que su sueño iba a hacerse realidad. Según los últimos despachos recibidos desde África, las fuerzas romanas habían sitiado Cartago y sus defensores no esperaban poder resistir durante mucho tiempo.
Cornelia pestañeó y se protegió los ojos con la palma de la mano. De pronto, en el jardín empezaba a hacer mucho calor y la luz del sol resultaba deslumbrante. Los pájaros se habían quedado en silencio.
–Dicen que ya no se trata de si Cartago es destruida…
–Sino de cuándo -añadió Blosio.
–Y cuando esto suceda…
–Cartago será la segunda ciudad que en cuestión de meses sufre este destino a manos de Roma.
–El filósofo vivía en casa de Cornelia y los dos se veían casi a diario; sus ideas solían ir en paralelo, como caballos enganchados-. Cuando el general Mumio se hizo con Corinto, las calles de Roma se llenaron de júbilo. – ¡Y las de Corinto de llanto! – Cornelia meneó la cabeza-. ¡Todos sus hombres muertos, todas sus mujeres esclavizadas! Una de las ciudades más refinadas y opulentas de toda Grecia, aniquilada por las armas romanas.
Blosio levantó una ceja.
–«Un ejemplo para cualquiera que se atreva a desafiar nuestra supremacía», según Mumio.
–Profanaron los templos. Obras de arte de valor incalculable fueron destruidas por los soldados exaltados. Incluso los romanos reaccionarios más contrarios a los griegos se avergonzaron ante el barbarismo de Mumio…
Cornelia se quedó de pronto en silencio. Siguió a la escucha. En lugar del canto de los pájaros, un sonido distinto empezaba a invadir el ambiente. – ¿Habéis oído? Hay mucho revuelo. – ¿En el Foro? – dijo Menenia.
–Más cerca, me parece. ¡Mirón! – Un joven esclavo que estaba sentado en el suelo se levantó de un brinco. Cornelia le envió a averiguar qué sucedía. Mientras esperaban su regreso, los tres permanecieron sentados en silencio, compartiendo la misma inquietud. Aquel revuelo significaba noticias, del tipo que fuese. Las noticias podían ser buenas o malas…
Mirón regresó por fin, sin aliento pero sonriente. – ¡Ama, hay noticias importantes de África! Cartago ha sido tomada. ¡La guerra ha terminado!
Esta mañana ha atracado un barco en Ostia y acaban de llegar los mensajeros a Roma. Es todo lo que he podido averiguar hasta ahora, pero, si lo deseas, puedo bajar corriendo hasta el Foro.
Menenia se echó a llorar. Blosio la abrazó. Los dos parecían haberse olvidado de la presencia de Cornelia. Observándolos, se sintió de repente muy sola. El calor del jardín la hacía sentirse débil. La luz del sol la hacía llorar.
–Sí, Mirón, averigua todo lo que puedas. A lo mejor hay alguna noticia sobre… los heridos romanos.
–Enseguida, ama. – Mirón dio media vuelta y tropezó con un hombre que acababa de entrar en el jardín.
Cornelia se protegió los ojos de la luz del sol. Miró al recién llegado entrecerrando los ojos y gritó. – ¡Nicomedes! ¿Eres tú? ¿De verdad?
El hombre era uno de los esclavos de Tito. Había acompañado a su amo a Cartago.
–Pero Nicomedes, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás con Tiberio? – Pese al calor, Cornelia sintió un escalofrío.
–En lugar de hablar por mi amo, mi amo hablará por sí mismo. – Nicomedes sonrió y extrajo una tablilla de cera del interior de la bolsa cerrada que llevaba. – ¿Una carta? ¿De Tiberio?
–Grabada por mi propia mano entre las ruinas humeantes de Cartago, según lo que me dictó tu hijo, ama, que no sólo está sano y salvo, sino que además es un héroe para las legiones romanas. – ¿Un héroe?
–Lo entenderás cuando leas su carta.
Cornelia asintió con la cabeza. Se sentía extrañamente tranquila.
–Mirón, ve a buscar al joven Cayo. Tendría que estar presente para escuchar la carta de su hermano. Blosio, ¿puedes leerla tú? – Le entregó la tablilla-. Me tiemblan las manos y me parece que me costaría darle sentido a las palabras.
Cayo apareció unos momentos después, corriendo por delante de Mirón. Era un chico muy guapo, la viva imagen de su abuelo. – ¿Es cierto, madre? ¿Es cierto que han tomado Cartago y que hemos recibido una carta de Tiberio?
–Sí, Cayo. Siéntate aquí a mi lado mientras Blosio la lee. El filósofo tosió para aclararse la garganta antes de hablar.
–«A mi querida madre, hija del gran Africano: te escribo estas palabras desde la ciudad que mi abuelo conquistó en su día y que acaba de ser conquistada de nuevo por las armas romanas. Nunca tendrá que ser conquistada por tercera vez. A partir de este día, Cartago dejará de existir. »Junto con esta carta, Nicomedes te trae también un recuerdo de mi parte. Es la corona mural con la que fui galardonado por haber sido el primer soldado en escalar las murallas enemigas».
Nicomedes extrajo en aquel momento de sú bolsa una corona de plata fundida de tal modo que parecía una muralla almenada con torreones, como las que solían rodear las ciudades. Entregó la corona a Cornelia.
–Tu hijo la recibió en una ceremonia pública ante todas las tropas y la lució cuando ocupó un lugar de honor en el banquete para festejar la victoria. La ha enviado a su casa conmigo, para que su madre sea la primera persona en Roma que la vea. – ¡El primero que escaló las murallas! – susurró Cayo, mirando la corona que su madre sostenía en sus manos-. ¡El primer romano que entró en Cartago! ¿Te imaginas lo peligroso que debió de ser eso?
Cornelia se lo imaginaba perfectamente y nada más pensarlo se sintió mareada. Pero consiguió sonreír y colocar la corona en la cabeza de Cayo. Era demasiado grande para él y le resbaló hasta la altura de los ojos. Todos se echaron a reír. Cayo, enfadado, empujó la corona para quitársela y fue a caer sobre el pavimento con un estruendo metálico. – ¡No tiene gracia, madre! ¡La corona no estaba pensada para mí! – ¡Cállate, Cayo! – Con un suspiro, Cornelia se inclinó para recoger la corona y la dejó reposar en su regazo-. Oigamos el resto de la carta de tu hermano. Continúa, Blosio, por favor.
–«Tengo también buenas noticias para tu amiga Menenia. Su hijo Lucio combatió valientemente en la batalla, mató a muchos enemigos y salió ileso». – ¡Gracias a los dioses! – exclamó Menenia. Buscó la mano de Blosio, pero él estaba distraído con la carta. La miraba con atención, leyendo antes de hablar. Su rostro se tomó serio.
–Continúa, Blosio -dijo Cornelia-. ¿Qué más escribe Tiberio?
–Sólo… una pequeña descripción… de la batalla en sí. Nada personal.
–Muy bien. Oigámoslo.
–No estoy muy seguro de que deba leerlo en voz alta delante del joven. O delante de vosotras, es lo mismo. Me imagino que es una seña del profundo respeto el que Tiberio siente por ti cuando escriba a su madre con la misma sinceridad con que habría escrito a su fallecido padre…
–Pero, ¿no estabas precisamente hablando, Blosio, sobre el mérito de las mujeres?
–No es una cuestión de méritos, sino de… delicadeza.
–Tonterías, Blosio. Si no la lees tú en voz alta, lo haré yo. – Cornelia dejó la corona mural, se puso en pie y le cogió la tablilla.