Irrumpieron en casas y las saquearon. Las viejas heridas quedaron saldadas con una violencia incontrolable.
Aquel día se derramó mucha sangre en Roma… aunque no la sangre de Apio Claudio. Sólo su muerte habría satisfecho a las masas enfurecidas; sólo la visión de su cadáver junto al de Verginia habría acallado el motín. La silla presidencial estaba destrozada y el tribunal desmantelado; pero Apio Claudio no se hallaba entre los escombros. Los hombres se abrieron paso entre los lictores, irrumpieron en el salón de reuniones y recorrieron todas las estancias; el decenviro no estaba por ningún lado. Su inexplicable desaparición fue como una jugarreta contra las masas, un insulto deliberado a su justificada rabia.
Casi olvidado entre tanto caos, Verginio depositó el cuerpo de su hija en el suelo y se arrodilló a su lado, junto a Lucio. Padre y amante lloraron desconsoladamente, sumando sus lágrimas a la sangre que manchaba el pecho de Verginia.
El cambio que íntimamente más la afectó fue la muerte de su padre. Un día, mientras caminaba por el Foro, Icilio se había llevado la mano al pecho y había caído al suelo. Cuando llegó a casa, transportado en una litera, su corazón había dejado ya de latir.
Después de la muerte de su padre, Lucio, el hermano de Icilia, se convirtió en el paterfamilias.
Era Lucio quien decidiría el destino de Icilia, y el destino del hijo aún por nacer.
En la ciudad se habían producido también grandes cambios.
El trágico final de Verginia había sacudido los cimientos de Roma. ¿Se habría imaginado Apio Claudio las fuerzas que acabaría desencadenando su loco plan? Resultaba difícil pensar cómo un hombre, por muy cegado por la lujuria o la arrogancia que estuviese, podía haber llevado adelante un proyecto tan temerario. Durante generaciones, su nombre se convertiría en sinónimo de lo que los griegos denominaban hybris, un orgullo tan abrumador que lo mismos dioses se ven coaccionados a aniquilar al infractor. ¿Habría anticipado Apio Claudio la intención de Verginio de matar a su hija? ¿Habría permitido que sucediese expresamente, habiendo determinado a sangre fría que ésa era la mejor línea de actuación? Después de la insubordinación, algunos eran de esta opinión. Decían que Apio Claudio ya había conseguido lo que quería de la chica y que ya no la necesitaba para nada más. Se había convertido en una carga para él y su muerte le aliviaría de la responsabilidad de determinar su identidad, y ¿qué mejor solución que incitar a su padre para que cometiera aquel acto? Apio Claudio pensó que había encontrado la manera de conseguir lo que quería sin tener que pagar un precio por ello. Si un hombre tenía poder, y era listo y lo bastante desvergonzado como para llevar adelante un plan malévolo, entonces podía albergar esperanzas de evitar el castigo aun habiendo cometido el crimen más terrible.
Otros decían que ni siquiera Apio Claudio podía llegar a ser tan frío y calculador. Habiendo deseado a Verginia con tanta desesperación como para llevar a cabo un plan tan peligroso, era evidente que un día y una noche no podían agotar el apetito que de ella tenía. El hecho de que su rostro no mostrara reacción alguna ante su muerte era porque la acción de Verginio lo había dejado conmocionado.
Fueran cuales fuesen sus intenciones, el deseo que el decenviro pudiera sentir por Verginia no había tenido nada que ver con la política, pese a que el padre de la chica y su prometido lograron convencer a sus compañeros plebeyos de lo contrario. Un patricio despiadado había desflorado a una virgen plebeya, golpeado y humillado a su ultrajado pretendiente plebeyo y conducido a su desesperado padre plebeyo a cometer un acto de tremenda vergüenza y desesperación.
Todo el descontento acumulado por la tiranía de los decenviros alcanzó su punto crítico con el ultraje cometido contra Verginia. Por vez primera en toda una generación, los plebeyos protagonizaron una secesión, similar a la que los había llevado a obtener el derecho a elegir tribunos. Los plebeyos residentes en la ciudad la abandonaron, los campesinos plebeyos dejaron de lado sus arados, los soldados plebeyos se negaron a combatir. Sus exigencias fueron el fin de los decenviros y, en particular, supusieron el arresto, juicio y castigo de Apio Claudio.
Al final, después de mucha grandilocuencia y numerosas negociaciones, los diez decenviros abdicaron de su cargo. Algunos consiguieron evadirse del juicio. Otros fueron declarados culpables de mala conducta y se les prohibió abandonar la ciudad. Entre estos últimos estaba Apio Claudio, que se parapetó en su bien protegida casa y se negó a salir de ella. Sus abusos eran los más flagrantes de todos los cometidos por los decenviros, pero parecía el menos compungido.
Amargado e inquebrantable hasta el final, Apio Claudio acabó ahorcándose antes de enfrentarse al juicio en los tribunales.
Marco Claudio, el cómplice del decenviro, fue demasiado cobarde para seguir el ejemplo de su maestro; fue llevado a juicio y condenado. Verginio solicitó personalmente que el villano fuese exculpado de la pena de muerte, y Marco recibió permiso para exiliarse. Se decía que el día que abandonó Roma, el fantasma de Verginia, que durante meses había estado vagando por las casas de las Siete Colinas, llorando y lamentándose por las noches, aterrorizando a niños y rompiendo en pedazos los corazones de sus padres, encontró por fin la paz y dejó de rondar por la ciudad.
Se reorganizó el Senado. Se eligieron nuevos magistrados. Entre los nuevos tribunos de la plebe estaban Verginio y el joven Lucio Icilio.
El rencor que inspiraban los decenviros, como hombres y como tiranos, era casi universal, pero su trabajo como legisladores fue ampliamente respetado. Las Doce Tablas fueron aceptadas por el consenso tanto de patricios como de plebeyos, y se convirtieron en la ley del territorio.
Las nuevas leyes se grabaron en tablillas de bronce y fueron colocadas en el Foro para que cualquier ciudadano pudiera leerlas, o pudiera pedirle a alguien que se las leyera. La ley romana dejaría así de ser una cuestión de tradición oral (una acumulación de precedentes dispersos, caprichos momentáneos, conjeturas nebulosas y recónditas deducciones) conocida tan sólo por senadores y juristas experimentados; las Doce Tablas estaban allí para que todos pudieran verlas.
Prácticamente todo ciudadano tenía alguna que otra pega relacionada con un par de cláusulas de las nuevas leyes, pero estas objeciones quedaban arrinconadas por el abrumador valor de las Doce Tablas en su conjunto. En su día, la palabra hablada de los reyes había sido la máxima autoridad, después lo fue la de los cónsules elegidos; ahora imperaba la palabra escrita, a la que todo ciudadano tenía acceso.
El día en que se expusieron las tablillas de bronce, Icilia se vistió con la sencilla túnica de una de sus esclavas y salió a hurtadillas de casa. Esperó en el lugar solitario cerca del mercado, donde había sido concebido su hijo. Tito tenía que reunirse allí con ella. No conocía aún la existencia del niño.
Tito llegó tarde. Consiguió esbozar una sonrisa al aparecer por entre el denso follaje del ciprés.
La besó. Pero al retirarse, la sonrisa había desaparecido. Su mirada lúgubre reflejaba la de ella.
–Vengo del Foro -dijo-. Han publicado las Doce Tablas. – ¿Las has leído?
–No del todo. Pero he leído la parte referente al matrimonio. – Bajó la vista-. Justo lo que nos temíamos. No puede haber matrimonio entre patricios y plebeyos.
Icilia respiró con dificultad. Tenía la ilusión, aunque sin esperanza, de que el matrimonio con Tito fuera aun posible. Se había aferrado con desesperación y durante mucho tiempo a esa fantasía; y se había esfumado. Pese a los brazos que la rodeaban, tenía miedo y se sentía tremendamente sola.
–Tito, tengo que decirte una cosa.
Él le apartó un mechón de pelo que le caía sobre la mejilla y notó la calidez de sus lágrimas en los dedos. – ¿Qué tienes que contarme, Icilia? Sea lo que sea, no puede ser tan malo como lo que yo acabo de decirte.
–Tito, llevo un bebé en mi vientre. Tu hijo.
Los brazos de él se quedaron rígidos. Pasado un instante, la abrazó con fuerza y entonces, con la misma brusquedad, se retiró, como si temiera hacerle daño. La expresión de su rostro era completamente nueva para ella, feliz y desesperada al mismo tiempo. – ¿Y tu hermano?
–Lucio aún no lo sabe. Nadie lo sabe… excepto tú. Lo he ocultado a todo el mundo. Pero no puedo seguir haciéndolo por más tiempo. – ¿Cuándo? ¿Será pronto?
–No estoy segura. No sé mucho sobre estas cosas… ¡y no se lo puedo preguntar a nadie! – Sus mejillas volvieron a cubrirse de lágrimas. – ¡Icilia, Icilia! ¿Qué vamos a hacer? Tendrás que explicárselo a Lucio. Siempre habéis estado muy unidos. A lo mejor… -¡Ya no! Ahora le tengo miedo. Desde que Verginia murió, es una persona distinta. Sufre por los golpes que le dieron los lictores; uno de sus ojos ha quedado dañado para siempre. Está lleno de rabia, de amargura. Antes no odiaba a los patricios, pero ahora se muestra más vengativo incluso que mi padre. No habla de otra cosa que no sea hacer daño a los que odia. No podemos pedirle ayuda, Tito.
–Pero tendrá que enterarse, tarde o temprano. La decisión es suya. – ¿Decisión? – No estaba muy segura de a qué decisión se refería Tito.
Él se apartó, lo suficiente para poder retirar el collar que llevaba colgado. El talismán dorado al que llamaba Fascinus se iluminó con un rayo de sol.
–Para nuestro hijo -dijo, pasándoselo a ella por la cabeza.
–Pero Tito, esto pertenece a tu familia. ¡Es tuyo por derecho de nacimiento!
–Sí, ha pasado de generación en generación desde el principio de los tiempos. El hijo que llevas dentro es mío, Icilia. Y quiero darle el talismán a mi hijo. La ley impide nuestro matrimonio. Y aun permitiéndolo la ley, tu hermano lo prohibiría. Pero ninguna ley, ningún hombre, ni siquiera los dioses, pueden impedir que nos amemos. La vida que llevas dentro es prueba de ello. Te doy a Fascinus, y tú se lo darás al hijo que llevas dentro.
Icilia sentía el colgante frío junto a su piel, y sorprendentemente pesado. Tito decía que traía buena suerte, pero Icilia recordaba perfectamente bien sus dudas.
–Oh, Tito, ¿qué será de nosotros?
–No lo sé. Lo único que sé es que te quiero -susurró él. Él se refería a los dos, pero Icilia pensaba en sí misma y en la vida indefensa que llevaba en su seno. En aquel momento, notó al bebé moverse y dar una patada, como si los temores de su madre lo hubieran despertado.
Cuando Lucio, furioso, consultó a las comadronas, todas coincidieron en lo mismo: pese a que había formas de acabar con un embarazo (la inserción de una fina rama de sauce o la ingestión de un veneno llamado cornezuelo), era demasiado tarde para hacerlo sin poner a Icilia en grave peligro. A menos que su hermana no le importara, debía permitírsele tener el niño.
La noticia contrarió a Lucio. La comadrona más anciana y decrépita de todas, que había visto de todo en cuanto a nacimientos se refiere, lo cogió por su cuenta y le dijo:
–Cálmate, tribuno. En cuanto el bebé haya nacido, es fácil eliminarlo. Si deseas salvar a tu hermana y evitar los chismorreos, eso es lo que yo te aconsejo…
Icilia fue enviada lejos de Roma y se instaló en casa de una pariente de la comadrona que vivía en un poblado de pescadores cercano a Ostia. Lucio no necesitó inventarse excusas para explicar la ausencia de su hermana. Una mujer joven y soltera tenía escasa vida pública; poca gente echó de menos a Icilia, y los que lo hicieron aceptaron sin problemas la explicación de que estaba recluida y seguía de luto por su padre.
El parto de Icilia fue largo y laborioso. Se prolongó durante un día y una noche, el tiempo suficiente para avisar a su hermano en Roma, y también para que él llegara al poblado mientras el bebé aún estaba naciendo.
Después, cuando Icilia recuperó el sentido, lo primero que vio en aquella habitación en penumbra fue a Lucio cerniéndose sobre ella. Una pequeña luz de esperanza hizo que el corazón le diera un vuelco. A buen seguro, no se habría desplazado desde Roma si pretendía ahogar al bebé en el Tíber o arrojarlo al mar. – ¡Hermano! Ha sido tan doloroso…
Él movió afirmativamente la cabeza.
–He visto las sábanas. La sangre.
–El bebé…
–Un niño. Fuerte y sano. – Su voz sonaba inalterable. Resultaba difícil leer algún tipo de expresión en su cara. Ya no sonreía nunca, y dejó caer el párpado superior de su ojo lastimado. – ¡Por favor, hermano, tráemelo! – Icilia estiró los brazos. Lucio negó con la cabeza.
–Es mejor que no veas nunca a ese niño. – ¿Pero qué dices?
–Tito Poticio vino a verme hace unos días. Me pidió… no, me suplicó, que le permitiese adoptar a tu hijo. «No es necesario que nadie sepa de dónde viene», dijo. «Diré que era un huérfano de las guerras, o el hijo de un primo lejano. Le he pedido a mi padre que me deje hacerlo, y me ha concedido su permiso». – Lucio sacudió la cabeza-. Y le dije a Tito Poticio: «Pese a todo, seguirá siendo un bastardo». «Eso no importa», me dijo él. «Si es un niño, le daré mi nombre y lo criaré como mi hijo». Y por eso hoy he venido, hermana. – ¿Para poder entregarle el niño a Tito? – Icilia sollozaba, en parte de alivio, en parte de tristeza.
Lucio gruñó. – ¡Todo lo contrario! Le dije a esa escoria patricia que bajo ninguna circunstancia tendría nunca el niño en su poder. Por eso he venido. Temía que Poticio descubriese tu paradero e intentara ponerle la mano encima al bebé. Me aseguraré de que esto no suceda.
Icilia lo agarró por el brazo. – ¡No, hermano… no debes matarlo!
Lucio levantó una ceja, lo que hizo que la otra cayera más aún.
–Ésa era mi intención. Pero ahora que he visto al niño, he tenido una idea mejor. Me lo llevaré a Roma conmigo, donde lo criaré como esclavo, para que me sirva a mí y a mi casa. ¡Imagínatelo! ¡Un patricio bastardo, sirviendo a base de azotes en una casa plebeya! – Sonrió torvamente, satisfecho con la idea.
–Pero Lucio, este niño es tu sobrino. – ¡No! El niño es mi esclavo. – ¿Y qué será de mí, hermano?
–Conozco un mercader griego de Crotona, un rincón lejano de la Magna Grecia. Ha accedido a tomarte como esposa. Mañana partirás en barco desde Ostia. Nunca hablarás del niño. Nunca volverás a Roma. Tu vida será aquélla en la que quieras convertirla. Tú y yo no volveremos a hablarnos jamás. – ¡Lucio! Qué crueldad…
–Las Parcas son crueles, Icilia. Fortuna es cruel. Me robaron a Verginia… -¿Y por eso me robas tú ahora a mi hijo?
–El niño es un bastardo y no merece vivir. No es más que un acto de clemencia, hermana. – ¡Déjame verlo!