Hubo un estruendo en la cámara. Los miembros gritaban: «¡Este asunto está ya cerrado!» y «¡Los plebeyos no son enemigos!». Pero otros se sentían animados por las palabras de Cneo, incluyendo entre ellos a Apio Claudio, que se puso en pie y gritó: -¡Aclamad a Coriolano, el hombre que se atreve a decir la verdad!
Cneo levantó las manos. Cuando la algarada disminuyó, un senador gritó: -¿Qué es lo que nos propones exactamente, Cneo Marcio? – ¿Qué te parece? Propongo la abolición de los tribunos. – ¡Esta propuesta es ilegal! – gritó un senador-. ¡Retírala enseguida! – ¡No lo haré! Respaldo mis palabras y os pido, colegas, que las respaldéis también. ¡Se cometió un grave error y debe ser rectificado, por el bien de Roma!
Si Cneo esperaba sacar adelante una propuesta formal y pedir el voto, fracasó. Los senadores de la cámara se pusieron en pie y exigieron en voz alta reconocimiento. Los gritos desembocaron en insultos, y después en empellones. En pleno caos, Cneo, que estaba acostumbrado a la disciplina del ejército y a sus claras normas de autoridad, alzó los brazos asqueado y salió de la cámara dando grandes zancadas.
Tito lo atrapó mientras descendía la escalinata del Senado. – ¿Adónde vas, Cneo?
–A cualquier parte con tal de escapar del tumulto. El Senado es tal y como me lo esperaba: todo reyes y ninguna corona. No entiendo cómo consiguen hacer algo. Aunque no te lo creas, justo esta mañana Cominio estaba diciéndome que debería plantearme presentarme a cónsul. Pero ¿me ves tú buscando los favores de esa tropa y, además, de la chusma? ¡Me parece que no!
–Normalmente no hay tanto… desorden. – Tito rió-. La verdad es que los has enfurecido.
–Lo he hecho, ¿verdad? ¡Porque lo necesitaban! – La sonrisa de Cneo desapareció de repente.
Estaban en el centro del Foro, encarados con un numeroso grupo de hombres. Uno de ellos dio un paso al frente. – ¿Eres Cneo Marcio, a quien llaman Coriolano?
–Sabes bien quién soy. ¿Quién eres tú?
–Espurio Icilio, tribuno de la plebe. Me han informado de la amenaza que has proferido contra mí y contra el bienestar de todos los plebeyos. – ¿De qué me hablas? – ¿No has hecho, hace sólo un momento, una propuesta en la cámara del Senado pidiendo la abolición del tribunal de la plebe y has amenazado, por lo tanto, la seguridad y la protección de todos los plebeyos? – ¿Y cómo lo sabes? ¿Tienes espías dentro del Senado?
–Los ojos y los oídos de los tribunos están por todas partes. Somos los protectores del pueblo.
–No sois más que unos gamberros. – ¿Has amenazado a los tribunos o no?
–Lo que antes dije frente al Senado, te lo diré a ti a la cara: ¡los tribunos deben ser abolidos por la supervivencia de Roma!
–Cneo Marcio, te arresto por amenazas a un tribuno de la plebe y por interferir en su misión. Tu destino será decidido por votación de la asamblea del pueblo. – ¡Esto es ridículo!
–Vendrás conmigo. – ¡No lo haré! ¡Quítame las manos de encima! – Cneo rechazó al tribuno con tanta fuerza que el hombre tropezó y cayó de espaldas al suelo.
Algunos de los hombres que acompañaban a Icilio sacaron garrotes y se pusieron desafiantes.
Cneo golpeó a uno de ellos directamente en la nariz y lo envió rodando al suelo y, a continuación, esquivó hábilmente una porra que pretendía darle en la cabeza. Golpeó a otro hombre y lo noqueó.
Tito, contagiado por la excitación, se unió a la lucha justo en el momento en que llegaban más hombres armados con porras. – ¡Debemos huir, Tito! – gritó Cneo. – ¿Huir? ¡Creía que Coriolano nunca huía! – Tito esquivó un palo. – ¡Cuando va desarmado y le superan en número, incluso Coriolano se decanta por una retirada estratégica!
Los hombres del tribuno bloquearon el camino de regreso al Senado. Tito y Cneo corrieron en dirección contraria, hacia el Capitolio, con el tribuno y sus hombres persiguiéndolos. La última vez que los dos habían subido a la colina había sido el día del desfile triunfal, cuando Cneo había recibido su título por aclamación popular. Tito pensó que era muy posible que algunos de los que les perseguían hubieran estado entre los que aquel día gritaban «¡Coriolano!». ¡Cuánto amaban a Cneo aquel día y cuánto lo odiaban ahora! Pero creía que Cneo tenía razón. La chusma era caprichosa y voluble y no merecía tener a un guerrero como Coriolano luchando sus batallas.
Subieron corriendo el sinuoso camino y se aproximaron a la cima. – ¿Se te ha ocurrido que cuando lleguemos arriba ya no tendremos dónde ir? – preguntó Tito, respirando con dificultad. – ¡No existe retirada estratégica sin estrategia! – dijo Cneo-. Entraré en el templo de Júpiter y pediré asilo. ¡Si la chusma encuentra asilo en el templo de Ceres, estoy seguro de que Júpiter podrá dar cobijo a un senador!
Pero cuando se acercaban a la escalinata del templo, fueron bloqueados por un grupo de hombres que había conseguido llegar allí antes que ellos. No les quedaba otra elección que seguir corriendo, hasta que llegaron a la roca Tarpeya y ya no pudieron correr más.
El más rápido de sus perseguidores, pisándoles los talones, gritó a los demás: -¿Podéis creerlo? ¡Los dioses los han conducido directamente al lugar de ejecución! – ¡Apartaos! – exclamó el tribuno Icilio-. Hoy nadie será ejecutado. Este hombre queda arrestado.
Pero a medida que la muchedumbre se acercaba, se oían con más fuerza gritos de «Justicia rápida!» y «¡Empújale!» o «¡Mátale ahora mismo!».
Tito, mareado después de tanto correr, miró por el precipicio y se tambaleó. Sentía náuseas y el corazón le latía con fuerza.
–Ahora vemos el tipo de hombres que en realidad sois -dijo Cneo-. ¡Asesinos a sangre fría! – ¡Nadie será asesinado! – insistió Icilio. Se abrió camino hacia la vanguardia de la multitud. Le seguía una oleada de gente. Bajó el tono de voz.
–Senador, apenas puedo contener a estos hombres. ¡No hagas nada que los provoque aún más!
Por tu seguridad, senador, debes acompañarme. – ¡No lo haré! No reconozco que nadie tenga autoridad para arrestar a un ciudadano romano que simplemente expresa lo que piensa. ¡Aparta tus chuchos, tribuno, y déjame en paz! – ¿Te atreves a llamarnos perros? – Uno de los hombres situados detrás de Icilio arrojó su porra. Pasó rozando a Cneo, pero tocó de refilón la sien de Tito. Tito perdió pie y se tambaleó sobre el precipicio. Cneo saltó para sujetarlo y, por un instante, pareció que ambos acabarían cayendo.
Cneo consiguió finalmente recuperar el equilibrio y tiró de Tito hasta salvarlo.
La muchedumbre, que había contemplado la escena excitada y casi sin respirar, rugió defraudada y se abalanzó sobre ellos. Icilio extendió los brazos para retenerlos, pero eran demasiados.
De pronto, se produjo un alboroto en la retaguardia del gentío. El cónsul Cominio acababa de llegar con sus lictores. Las porras de la chusma no eran nada comparadas con las hachas de los lictores, que se abrieron camino entre la multitud. – ¿Qué está sucediendo aquí, tribuno? – preguntó Cominio. – Voy a arrestar a este hombre. – ¡Eso es mentira! – exclamó Cneo-. Estos gamberros nos han perseguido a mi colega y a mí desde el Foro, con la clara intención de asesinarnos. Antes de tu llegada, estaban a punto de arrojarnos por la roca Tarpeya. – ¡Te mereces la muerte de un traidor! – gritó uno de los hombres. ¡Muerte a cualquier hombre que intente echar abajo a los protectores del pueblo! – ¡Retírate! – gritó Cominio-. Espurio Icilio, acaba con esta locura. Retira a tus hombres y retira el arresto. – ¿Te atreves a interferir en los deberes legales de un tribuno, cónsul? – Icilio clavó su mirada en Cominio, que acabó bajando la vista.
–Que haya un juicio, si insistes -dijo Cominio-. Pero mientras, deja libre a Coriolano.
Icilio se quedó mirando un largo rato a Cneo, y asintió a continuación.
–Muy bien. Dejemos que el pueblo decida su destino.
Poco a poco, refunfuñando y escupiendo con desdén a los pies de los lictores, la muchedumbre se dispersó e Icilio se retiró. Cneo rompió a reír y se aproximó para abrazar a su antiguo superior, pero la expresión del cónsul era sombría.
Tito, un poco mareado por el golpe que había recibido en la cabeza, se sentó sobre la roca Tarpeya. Parecía estar en un sueño, rodeado de fantasmas. Se encontró contemplando el templo y la majestuosa cuadriga de Júpiter en el frontón. ¡Cuánto le gustaba aquel edificio construido por Vulca!
–A veces pienso que incluso los dioses se han vuelto contra mí -susurró Cneo. Deambulaba de un lado a otro del jardín iluminado por la luz de la luna. Su rostro quedaba oculto entre las sombras, igual que los de aquellos que habían acudido en respuesta a su llamamiento. No había lámparas encendidas; el mínimo destello de luz podría alertar a sus enemigos de la reunión que estaba teniendo lugar a medianoche en casa de Cneo Marcio.
Tito estaba allí. Igual que Apio Claudio y el cónsul Cominio. Había también varios hombres vestidos con armadura, como si estuvieran listos para entrar en batalla. Daba la impresión de que eran muchos, apretujados como estaban debajo de la columnata que rodeaba el jardín. A la luz de la luna llena, Tito apreció que en su mayoría eran jóvenes y, por la calidad de las armaduras, comprendió que todos eran hombres de recursos.
En los últimos días, Cneo había atraído a muchos jóvenes guerreros, patricios en su mayoría, u hombres como él, de clase plebeya pero con sangre patricia. La devoción que sentían hacia Cneo, o hacia Coriolano, como siempre lo llamaban, rozaba el fanatismo. No menos fanática era la determinación del tribuno Icilio y sus seguidores plebeyos de ver destruido a Cneo. La acalorada disputa sobre su destino había dividido a Roma en dos. El juicio iba a celebrarse al día siguiente.
–Los dioses nada tienen que ver con esta farsa -dijo amargamente Apio Claudio-. La culpa es de los hombres. ¡Hombres débiles y estúpidos! El senado debería haberte aplaudido como un héroe, Cneo. Pero, en cambio, te ha abandonado.
–La cuestión nunca ha sido tan sencilla -dijo Cominio, suspirando-. El derecho a elegir a los tribunos lo obtuvieron los plebeyos sólo después de luchar fieramente por ello. Cuando Cneo decidió usurpárselo, se cruzó en el camino de un toro rabioso. – ¿Y no vamos a hacer nada mientras ese toro arrolla al mejor hombre de Roma? – dijo Tito, con la voz quebrada. El día en que la chusma los persiguió hasta la roca Tarpeya había significado un momento decisivo en su vida. En su interior había empezado a crecer una rabia enorme; había endurecido el corazón de Tito respecto a los plebeyos y lo había acercado más que nunca a su amigo de la infancia. ¿Cómo era posible que hubiese estado ciego durante tanto tiempo ante la amenaza que suponían los plebeyos? ¿Cómo era posible que no hubiera visto que Cneo siempre había llevado la razón? Tito se sentía culpable por no haber apoyado a Cneo con más entusiasmo desde el principio. Cuando Cneo fue abucheado por hombres más débiles por haber dicho la verdad en el Senado, Tito debería haber tenido preparado su propio discurso de apoyo.
–No te preocupes por el toro rabioso, Tito -dijo Cneo. Posó la mano en el hombro de su amigo-. ¡Esa bestia nunca me tocará! Antes moriré con mi propia espada que someterme al castigo de esa chusma.
–Esa chusma, como tú la llamas, es la asamblea del pueblo -dijo Cominio-, y me temo que su derecho a juzgarte es indiscutible. La cuestión se ha debatido ya en el Senado… -¡Una vergüenza! – murmuró Apio Claudio-. ¡Hice todo lo posible por convencerles, pero no hubo manera!
–Y de este modo, esta parodia de justicia, este supuesto juicio, tendrá lugar mañana -dijo Cneo-. ¿Crees de verdad que no hay esperanzas, Cominio?
–Ninguna. Icilio ha incitado a los plebeyos hasta la locura. Esperaba que la influencia de sus mejores hombres sirviera para enfriar su sed de sangre, pero ni siquiera el soborno más flagrante ha funcionado. Mañana serás juzgado ante la asamblea del pueblo y te encontrarán culpable de poner en peligro a los tribunos y en tela de juicio su dignidad. Tus propiedades serán confiscadas y puestas a subasta; lo que se obtenga será donado al fondo para los pobres del templo de Ceres. Tu madre y tu esposa se quedarán sin nada. – ¿Y yo?
Cominio dejó caer la cabeza.
–Serás azotado públicamente y ejecutado. – ¡No! ¡Jamás! – gritó uno de los jóvenes guerreros desde la sombra de la columnata. Sus compañeros se le sumaron con gritos de rabia. Cneo levantó las manos para acallarlos. Se volvió hacia Cominio. – ¿Y si esta noche abandono Roma, por propia voluntad? ¿Y si huyo al exilio?
Cominio respiró hondo.
–Icilio podría juzgarte in absentia, pero creo que podría convencerlo de no hacerlo. Se habría apuntado la victoria que anda buscando, establecer la inviolabilidad de los tribunos. Si no hay juicio, tus propiedades permanecerán intactas. Tu madre y tu esposa tendrán con qué contar.
–Mi vida no me importa -dijo Cneo-. Que me azoten y se coman mi carne, si es lo que quieren. ¡Pero nunca permitiré que mis propiedades caigan en manos de los ediles para alimentar a la chusma holgazana de Roma! – Volvió la cara hacia la luna llena. Bajo la luz blanca, sus atractivas facciones parecían esculpidas en mármol-. ¡El exilio! – musitó-. ¡Después de todo lo que he hecho por Roma! – Bajó el rostro, envolviéndolo de nuevo en las sombras. Se dirigió a los guerreros que lo rodeaban.
–Algunos de vosotros, la última vez que nos vimos, disteis la palabra de que levantaríais la espada para derramar la sangre de un plebeyo antes que verme ejecutado o si no que me seguiríais hacia el exilio. Pero ahora que ha llegado el momento de tomar la decisión, no pido que ningún hombre cumpla su palabra. – ¡Hicimos un juramento! – objetó uno de los hombres-. ¡Un romano jamás rompe sus juramentos!
–Pero si abandonamos Roma, para no regresar nunca, ¿seguimos siendo romanos? ¡Pensad en lo que significa ser un hombre sin ciudad! Es lo que me ha marcado el destino. Pero no puedo pedir que sea el destino de otros.