Roma (33 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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En Roma, el pontífice máximo pidió el castigo para Quinto Fabio, diciendo que toda la culpa debía recaer en un solo hombre para exonerar de este modo al resto de los ciudadanos y evitarles el merecido desquite divino. Pero la opinión popular aplaudió a Quinto Fabio por su imprudencia. La gente se burlaba del desquite de los dioses o de los galos. ¿Acaso no había demostrado Quinto Fabio lo fácil que era matar a un galo, por gigantesco que fuera, y acaso los dioses no lo habían devuelto sano y salvo a casa? Las elecciones estaban a la vuelta de la esquina y, en lugar de castigar a Quinto Fabio, el pueblo lo eligió como tribuno militar, junto con sus hermanos. Breno, al enterarse, se enfureció más aún. Sus discursos incitaron a los galos. La inmensa horda descendió a toda velocidad por el valle del Tíber y se acercó rápidamente a Roma.

Había un hombre con capacidad demostrada para unificar las fuerzas romanas y liderarlas hacia la victoria, incluso ante un contingente tan apabullante como aquél, pero ese hombre estaba en el exilio: Camilo. De noche, las vestales rezaban por su retorno, aunque vieran presagios por todos lados vaticinando un desastre. Pero nadie hizo volver a Camilo de su exilio, ni se nombró un dictador para gestionar la emergencia, sino que los Fabio y los otros tres tribunos militares consideraron adecuado dividirse el mando entre ellos. A pesar de que consiguieron reunir un ejército que equiparaba en número al de los galos, la inmensa mayoría de los reclutados eran soldados rasos. Muchos no habían sujetado en su vida una espada, ni arrojado una lanza; fanfarrones como sus líderes, eran desobedientes, indisciplinados y excesivamente confiados. En vísperas de la batalla, y todavía en desacuerdo con el sacerdocio que había exigido el castigo de Quinto Fabio, los comandantes se negaron a escuchar los auspicios o a ofrecer más sacrificios a los dioses. Roma iba a enfrentarse a los galos sin Camilo, sin un ejército lo suficientemente entrenado y sin el favor de los dioses.

La batalla tuvo lugar en el solsticio de verano. El día más largo del año se convirtió en el día más triste de la historia de Roma.

Las fuerzas romanas avanzaban río arriba junto al Tíber, mal agrupadas y desordenadas debido a las instrucciones contradictorias que recibían de sus mandos. A medida que se aproximaban a la confluencia donde el río Alia corría a lo largo de un abrupto cañón para unirse con el Tíber, a unas diez millas de distancia de la ciudad, oyeron un sonido similar al de una multitud de animales bramando. El sonido se hizo más fuerte y más cercano, hasta que los romanos se dieron cuenta de que debía de tratarse de una marcha entonada por los galos en su tosco idioma. Los soldados de reconocimiento no habían avisado de nada y parecía imposible que los galos hubieran llegado tan lejos con tanta rapidez. Un escalofrío de terror recorrió las primeras filas. Y al instante se encontraron cara a cara con el enemigo.

El pánico cundió entre los romanos, rompieron filas y salieron corriendo. Fueron empujados a miles al río, muriendo muchos de ellos ahogados. Miles más huyeron en dirección al estrecho cañón, y los que no fueron arrollados por sus propios hombres, fueron masacrados por los galos.

Los que sobrevivieron a la batalla lo hicieron sólo porque Breno, sorprendido ante la facilidad de la victoria, sospechaba una trampa. Impidió que sus hombres avanzaran a la velocidad que les habría gustado, lo que permitió a los romanos arrojar sus armas, deshacerse de sus armaduras y correr más que sus perseguidores, salvándose pero despojándose de cualquier vestigio de dignidad. Al estar más cerca, muchos huyeron hacia Veyes, no hacia Roma. Sólo un puñado de ellos consiguió llegar a la ciudad y comunicar la noticia del desastre.

El ejército romano quedó destruido. Lo que quedaba del mismo fue desarmado y se dispersó.

Regocijados con su buena suerte, pero agotados después de la carnicería, los galos descansaron aquella noche. Al día siguiente, se dedicaron a hacerse con el botín de los muertos en combate: había tantos romanos que pasaron el día entero dedicado a ello.

A la mañana siguiente, los galos se dirigieron a Roma. A su llegada, al caer la noche, tomaron una ciudad con las puertas abiertas y sin ningún centinela en las murallas. Todo estaba tranquilo y en silencio. Tan misterioso era aquello, que aquella noche Breno acampó fuera de las murallas, temiendo de nuevo una trampa. Esperó hasta el nuevo día para aventurarse en la ciudad indefensa.

Sola en el templo de Vesta, Pinaria dormía. Ni siquiera la diosa estaba presente, pues la llama sagrada de Vesta se había extinguido. En el hogar no quedaban más que cenizas.

El día anterior, mientras las demás se preparaban para huir, corriendo de un lado a otro de la casa de las vestales presas del pánico, Pinaria se había visto superada por el deseo de pasar unos momentos más en el templo de Vesta, antes de marchar. Pretendía hacer una escapada rápida al templo para volver luego con toda prontitud, pero las masas de gente que invadían las calles habían frustrado sus intenciones. Los ciudadanos de Roma salían de ella a millares. Algunos huían a pie, sin nada más que las prendas que llevaban encima. Otros empujaban carretillas cargadas con sus pertenencias. Y otros más habían enganchado asnos a sus carretas para llevarse con ellos todas sus posesiones.

Mientras Pinaria se abría camino entre el tropel de gente, algunos, viendo sus atuendos sagrados, intentaban abrirle paso, pero en muchos puntos la multitud estaba demasiado apiñada. Pinaria recibió empellones por todos lados. El calor del día de pleno verano era abrasador y sofocante. La gente lanzaba lastimeros gemidos de angustia. Una mujer gritaba y lloraba porque su hijo había caído al suelo y estaba atrapado entre los pies de la gente. Pinaria se volvió a mirar, pero la multitud la arrastró en contra de su voluntad.

Llegó por fin al templo. Se apartó del gentío y subió corriendo los peldaños vacíos. La puerta estaba abierta. En el interior no había nadie. Pinaria cerró la puerta a sus espaldas y respiró hondo. ¿Por qué había vuelto? Vesta ya no estaba allí; dondequiera que estuviese la llama, allí se encontraría la diosa. La llama eterna había sido trasladada a un brasero portátil para ser llevada lejos de Roma, a un lugar seguro. El pontífice máximo y la virgo máxima habían supervisado la lúgubre ceremonia mientras las vestales observaban y lloraban; siempre y cuando la llama de Vesta se conservase, habría una oportunidad, por débil que fuese, de que la ciudad de Roma sobreviviera.

El santuario circular se hallaba oscuro y vacío. La cámara estaba inmersa en un sorprendente silencio; las pesadas puertas amortiguaban el vocerío de la muchedumbre en el exterior. Y cuando se encontró sola en el templo de Vesta, Pinaria se sintió inundada por una increíble sensación de calma. – ¿Para qué ha servido la profecía? – dijo en voz alta, aunque no había nadie allí que la oyera.

Marco Cedicio había alertado a magistrados y sacerdotes sobre la llegada de los galos, pero su advertencia no había servido para nada. Pese a sus esfuerzos por impedir su llegada, de hecho, debido precisamente a esos esfuerzos, los galos estaban ahora entrando en Roma y nada podía detenerlos. La profecía de Cedicio no había sido más útil que las profecías de la princesa troyana Casandra, que vaticinó la desgracia de su ciudad pero, aun así, no pudo hacer nada por evitarla. ¿Sería el destino de Troya también el destino de Roma?

Pinaria se estremeció y cerró los ojos. De repente estaba rendida. Se arrodilló en el suelo y se recostó en el hogar vacío.

No pretendía quedarse dormida. De hecho, creía que era imposible dormirse, teniendo en cuenta el estado de sobreexcitación tanto de la ciudad como de ella misma. Somnus, el dios del sueño, se apoderó de ella, acompañado por su hijo Morfeo, el creador de sueños.

Pinaria se despertó. Lo hizo de repente, con una molesta sensación de estar desubicada en el tiempo y el espacio. ¿Dónde estaba? Pestañeando, se dio cuenta de que se hallaba en el templo de Vesta. Sintió una punzada de pánico. ¿Se había quedado dormida atendiendo la llama sagrada? Miró el hogar. ¡Estaba frío y oscuro, y la llama apagada! El corazón se le aceleró y se sintió mareada, pero entonces lo recordó: los galos venían de camino. Habían retirado la llama para transportarla a un lugar seguro.

Intuyó que habían transcurrido muchas horas desde que había entrado en el templo. El murmullo de la multitud había dejado de traspasar las gruesas puertas, no se oía ningún ruido procedente del exterior. No era de noche, la luz del sol se filtraba a través del estrecho hueco que se abría bajo las puertas.

Pinaria abrió las puertas y se protegió los ojos, deslumbrada por la potente luz diurna. La mano de Somnus había caído con fuerza sobre ella, haciéndola dormir un día entero.

Morfeo la había visitado también, pues ahora recordaba el sueño que la había obsesionado toda la noche. Foslia aparecía en él, charlando sin parar, exhibiendo toda su erudición. Todo lo que decía contrariaba a Pinaria y la inquietaba cada vez más…

«Rómulo desfilaba a pie en sus procesiones triunfales. ¿Crees que Breno paseará por Roma montado en una cuadriga, como Camilo? Me pregunto si Breno es tan atractivo como…».

Había más, aunque en el sueño Pinaria protestaba e intentaba no escuchar.

«Las mujeres troyanas fueron tomadas como esclavas. ¿Crees que las vestales nos convertiremos en esclavas? No me imagino que los galos permitan que sigamos siendo vírgenes durante mucho tiempo…».

Y aunque Pinaria protestaba, Foslia continuaba, decidida a dejar patente su irrefutable lógica religiosa.

«Ninguna ciudad es conquistada a menos que su pueblo haya ofendido a los dioses. Matar o esclavizar a los habitantes de una ciudad conquistada satisface a los dioses. Ahora los galos han conquistado Roma. ¿Qué crees que significa, Pinaria? ¿Qué nos dice eso sobre Roma?». ¡Una pesadilla terrible! Pinaria tiritó, pese al calor del día. Cuando bajó por la escalinata del templo y miró a su alrededor, lo que vio era tan inquietante como su sueño, e igual de extraño.

La calle estaba llena de objetos desechados, cosas que la gente había pensado poder llevarse en su huida pero que había abandonado al verse vencida por el pánico o el sentido común: objetos de alfarería, sacos llenos de ropa, cajas atiborradas de baratijas y recuerdos, juguetes hechos de madera o paja, incluso sillas y mesas de trípode. Carretas y carretillas abandonadas y volcadas, con su contenido esparcido al lado.

No se veía ni un alma, ni se escuchaba una voz. Pinaria había vivido toda la vida en la ciudad, estaba acostumbrada a su tremenda energía, a sus alborozadas multitudes. Ver la ciudad sin gente era extraño. Roma era como una concha vacía. Como una tumba sin cuerpo.

Incluso los dioses se habían ido. Antes de huir, los romanos habían despojado los templos de cualquier objeto sagrado. La llama sagrada de Vesta, las estatuas de los dioses, los talismanes sagrados de los reyes, los Libros Sibilinos… todo estaba guardado en lugar seguro o enterrado en rincones secretos de la ciudad. Únicamente Somnus y Morfeo seguían allí; tal vez rondaban aún cerca de Pinaria, pues se sentía como si estuviese caminando por el extraño e irreal paisaje de una pesadilla.

Deambuló por el Foro, sorprendida a veces por el eco de sus propias pisadas en los espacios públicos vacíos. Al volver una esquina, se quedó sin aliento. No estaba sola. En una silla sin respaldo, frente a la entrada de su residencia oficial, estaba el pontífice máximo. El hombre, que había oído su grito sofocado, dio un brinco y volvió la cabeza, tan sorprendido de verla como ella lo estaba de verlo a él.

Corrió hacia él. Él permaneció en su lugar, sentado con la espalda erguida y la frente fruncida. – ¡Pinaria! ¿Qué haces aquí? Todas las vestales se fueron ayer. Ella se arrodilló junto a la silla.

–Sí, pontífice máximo, y yo tenía que ir con ellas. Pero quise visitar el templo de Vesta una última vez. Pretendía que sólo fuese un momento, pero…

–Silencio. ¿Lo has oído?

Pinaria ladeó la cabeza. El sonido era lejano y vago al principio, pero fue acercándose poco a poco y haciéndose más claro. Era el sonido de hombres hablando, salpicado por gritos y risas.

–Los galos -murmuró el pontífice máximo-. ¡Por fin han llegado!

–Pero, pontífice máximo, ¿por qué sigues aquí? ¿Por qué no has huido?

–Porque hay algunos que seguimos siendo romanos. ¿Huir de la ciudad? ¡Jamás!

–Pero cuando los galos te encuentren…

–No soy el único. Si caminas por la ciudad verás que hay más gente. En su mayoría hombres de edad, como yo; hombres que jamás en su vida han huido del enemigo y no tienen intención de hacerlo ahora. Tampoco nos esconderemos en nuestras casas. Todos hemos sacado una silla frente a nuestro domicilio para sentarnos y esperar lo que tenga que venir, con nuestra dignidad romana intacta. – ¡Pero los galos son monstruos! Son gigantes, miden el doble que un hombre normal. ¡Beben sangre humana y queman vivas a sus víctimas!

–Tal vez puedan destruir mi cuerpo, pero no me robarán la dignidad. Pero escucha, Pinaria…, ¡se acercan! ¡Tienes que huir! – ¿Dónde? – ¡Cruza la calle, rápido! Escóndete entre las ramas de ese tejo y no hagas ruido, veas lo que veas. ¡Vete!

A regañadientes, Pinaria se alejó de él. Se escondió justo en el momento en que una tropa de galos asomaba por la calle, riendo y agitando las espadas por la simple emoción de oír los filos cortando el aire. Eran grandes, aunque no tan gigantescos como imaginaba Pinaria. Tampoco eran tan feos como pensaba; algunos incluso podría decirse que eran atractivos, pese a su cabello curiosamente trenzado y sus barbas sin recortar.

Los galos vieron al pontífice máximo y se quedaron un momento en silencio. Se acercaron, observándolo con curiosidad. Estaba sentado tan quieto, con las manos posadas sobre las rodillas y mirando al frente, que a lo mejor pensaron que era una estatua pintada. Lo rodearon lentamente, gruñeron algo en su salvaje idioma, rieron y simularon atizarlo con sus espadas. Él no reaccionó de ninguna manera, ni siquiera pestañeó. Por fin, uno de los galos, un gigante pelirrojo que daba órdenes a los demás, se agachó y miró fijamente al pontífice máximo, ojo con ojo y nariz con nariz.

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