–Tu tío también ha muerto, edil. Debido a las tormentas, me vi obligado a esperar muchos días para poder partir en barco desde Hispania. Y llegó otro mensajero justo cuando estaba embarcando.
Traía noticias de la batalla en la que había fallecido Cneo Cornelio Escipión. El enemigo sitió su campamento y superó las defensas. Él se refugió en la torre vigía. Incendiaron la torre. El comandante y sus hombres salieron de ella y murieron luchando. No sé más detalles, pero estoy seguro de que murió tan heroicamente como lo hizo su hermano antes que él.
Escipión mantenía la mirada fija en la llama oscilante de la lámpara que alumbraba la estancia.
Su voz sonó extrañamente distante.
–Mi padre… mi tío… ¿muertos los dos?
–Sí, edil. – ¡Imposible!
–Te lo aseguro, edil… -¿Y quién está ahora comandando las legiones en Hispania?
–No… no estoy seguro, edil.
Escipión permaneció un largo rato contemplando la llama. El centurión, acostumbrado a esperar órdenes, permaneció inmóvil y en silencio. Kaeso apenas se atrevía a mirar a su amigo -a la cara, temeroso de ver la angustia reflejada -en ella. Pero Escipión, con su pelo largo y sus atractivas facciones, parecía una efigie de Alejandro. Sin moverse, inexpresivo, siguió contemplando la llama.
Por fin se movió. Se incorporó y observó su cuerpo poco a poco con expresión de perplejidad, como si hubiera olvidado quién era y tuviera que examinarse para entenderlo. Entonces salió de la habitación.
Kaeso le siguió. – ¿Dónde vas, Escipión?
–Allí donde me reclaman los dioses -dijo Escipión, sin dar más explicaciones. Se detuvo en el vestíbulo para mirar los bustos de cera de sus antepasados. Entonces, sin cambiarse, vestido como iba con una sencilla túnica y zapatillas, abrió la puerta y salió de la casa.
Caminó sin detenerse por las calles oscuras y desiertas, descendió hasta el Foro y se dirigió hacia el camino que le conduciría a la cima del Capitolio. Kaeso le seguía a cierta distancia. En poemas y obras había leído sobre hombres poseídos por los dioses, pero él nunca lo había visto personalmente. ¿Estaría Escipión poseído por un dios? Su reacción ante las terribles noticias era tan extraña, sus movimientos tan controlados y deliberados, que a Kaeso le costaba creer que Escipión estuviera actuando por su propia voluntad.
Llegados a la cima del Capitolio, Escipión entró en el templo de Júpiter. Kaeso se detuvo a los pies de la escalinata. No le parecía correcto seguir a Escipión hasta el interior.
Kaeso esperó. El paisaje nocturno le resultaba desconocido y ligeramente misterioso. El sagrado recinto de los templos y las gigantescas estatuas permanecían inmersos en el silencio, como si los dioses estuvieran dormidos.
Pero no esperó mucho tiempo. Pronto llamó la atención de Kaeso el resplandor de unas antorchas. Se aproximaba un grupo de magistrados y sacerdotes, encabezado por el pontífice máximo.
El sacerdote lo saludó con un ademán de cabeza.
–Eres el joven primo de Máximo.
–Sí. Kaeso Fabio Dorso. – ¿Te has enterado? ¡Una catástrofe! ¡La peor derrota desde Cannas!
–Me he enterado de la noticia cuando estaba con el edil curul -dijo Kaeso en voz baja-. Lo he seguido hasta aquí. – ¿Está el joven Escipión en el interior del templo?
–Júpiter lo ha llamado. – ¿Que lo ha llamado?
–Eso es lo que ha dicho Escipión.
El pontífice máximo miró dubitativo las puertas abiertas del templo. Igual que Kaeso, él y los demás decidieron esperar a los pies de la escalinata. Pronto llegó más gente, pues la noticia del desastre había corrido rápidamente por la ciudad, igual que la de la vigilia en solitario que estaba guardando Escipión en el interior del templo. Poco a poco se congregó una multitud. El ambiente estaba lleno de murmullos de lamentación y gritos de dolor. La luz de las abundantes antorchas convirtió la noche en día. Si los dioses dormían, pensó Kaeso, habrían acabado despertándose.
Escipión salió por fin del templo. La gente gritó su nombre, junto con los de su padre y su tío, y clamó a Júpiter por su protección y salvación. Gran parte de la ansiosa y doliente multitud creía que Escipión había estado en comunicación con el dios y esperaba su mensaje.
Escipión permaneció un buen rato en el pórtico del templo, tan imperturbable y dando la impresión de que no se había percatado del gentío allí congregado, que Kaeso empezó a temer que su amigo hubiera perdido la cabeza.
De pronto, Escipión dio un paso al frente, levantó los brazos y gritó: -¡Ciudadanos! ¡Callaos! ¿Acaso no oís la voz de Júpiter que os habla? ¡Callaos!
La multitud se quedó en silencio. Todas las miradas estaban clavadas en Escipión. Él ladeó la cabeza y respondió a la mirada del gentío con otra de desconcierto. Por fin, como si acabase de solucionar un rompecabezas, levantó las cejas y movió afirmativamente la cabeza.
–No, ninguno de vosotros puede oír lo que yo oigo… pero podéis oír mi voz, así que escuchad lo que tengo que deciros. ¡Ciudadanos! En una ocasión salvé la vida de mi padre en la batalla, hace mucho tiempo, junto al río Ticino. Pero cuando la combinación de la furia de nuestros enemigos lo rodeó por completo en Hispania, yo no estaba allí, y no pude salvarlo. Cuando volcaron su cólera contra su hermano Cneo, mi padre no estaba allí para ir en su rescate, y yo tampoco estaba. »Mi padre ha muerto. Mi tío ha muerto. Las legiones de Hispania están destrozadas y sin un líder. Roma está indefensa contra nuestros enemigos del oeste. Si Asdrúbal consigue reunirse con su hermano Aníbal en Italia… si consigue sumar a sus fuerzas las de ese granuja númida llamado Masinisa… ¿Qué será de Roma? – En la multitud hubo gritos de alarma. »¡Es algo que jamás debe suceder! – gritó Escipión-. Tenemos que suturar la herida sangrante sufrida en Hispania. Tenemos que expulsar de allí a Asdrúbal y a Masinisa. Debemos castigar a los suesetanos. Esta noche, aquí ante todos vosotros, en la escalinata de la morada del dios, hago el juramento que Júpiter me exige. Prometo ocupar el puesto de mi padre… si el pueblo de Roma considera adecuado dármelo. Prometo vengar su muerte. Prometo expulsar de Hispania a sus asesinos, y una vez cumplida esta tarea, prometo expulsar a ese demonio tuerto de Italia, junto con todos los mercenarios mestizos que luchen bajo su mando. En Oriente, Filipo de Macedonia será castigado por haberse aliado con nuestro enemigo. Llevaremos la guerra hasta Cartago. Haremos que se arrepientan de haberse atrevido a desafiar la voluntad de Roma. »Tal vez me lleve muchos años conseguirlo, puede que me lleve todos los días que me quedan de vida, pero cuando haya acabado, me aseguraré de que Cartago nunca vuelva a suponer un peligro para nosotros. Hago esta promesa delante de todos vosotros, y hago esta promesa delante de Júpiter, el más grande de todos los dioses. A Júpiter, le pido fuerza. A vosotros, os pido que me otorguéis el puesto de mando de mi padre.
La multitud reaccionó. Los lamentos y las lágrimas se transformaron en gritos de euforia. La gente empezó a entonar: -¡Enviad al hijo a Hispania! ¡Enviad al hijo a Hispania! ¡Enviad al hijo a Hispania!
Kaeso observó las caras de los magistrados y los sacerdotes situados al frente de la multitud. No se sumaron a los gritos, pero no se atrevieron a detenerlos. Los hombres más sabios podían argumentar que Escipión era demasiado joven e inexperto para ostentar un puesto de mando tan elevado, igual que había sido demasiado joven para ser nombrado, edil curul. Pero había pedido directamente al pueblo el mando de Hispania, ¿y quién dudaba de que fuera a recibirlo?
Kaeso inclinó la cabeza y se preguntó por su propia audacia. ¿Cómo podía habérsele pasado por la cabeza, aunque fuera sólo por un momento, poder pretender el afecto de un hombre tan amado por tanta gente? Destinado al triunfo o a la derrota, Escipión se había embarcado en un camino que Kaeso nunca podría pretender seguir.
–Creo que debo haberme sentido como debía sentirse la gente en presencia de Alejandro Magno -dijo Kaeso.
Plauto le lanzó una mirada irónica. – ¿Locamente enamorado de ese tipo, quieres decir? Kaeso le ofreció una sonrisa torcida. – ¡Qué idea tan absurda! – Incluso en el ambiente desinhibido de la casa del dramaturgo, se sentía incómodo hablando de sus sentimientos hacia Escipión. – ¿Tan absurda es? – dijo Plauto-. Todos los hombres de Alejandro estaban enamorados de él, ¿y por qué no? Decían que nunca hubo un hombre más bello o más lleno de fuego… de un fuego divino, de la chispa de los dioses. Y Alejandro amaba como mínimo a uno de ellos, a Hefestión, su compañero de toda la vida. Dicen que se volvió loco de dolor cuando Hefestión murió y por eso corrió a reunirse con su amado en el Hades. ¿Y quién dice que no podrías ser tú a Escipión, como Hefestión a Alejandro? – ¡No seas ridículo! Para empezar, Hefestión era tan atleta y tan guerrero como Alejandro.
Además, los griegos son griegos y los romanos somos romanos.
Plauto movió la cabeza.
–Los hombres son iguales en todas partes. Por eso la comedia es universal. ¡Gracias a los dioses! Una carcajada es una carcajada, en Corinto o en Córcega… o en Cartago, me atrevería a decir. A todo hombre le gusta reír, comer, dejar su semilla y dormir luego a rienda suelta… normalmente en este orden.
Kaeso se encogió de hombros y bebió un poco de vino. El dramaturgo sonrió con afectación.
–Con chispa divina o no, tu amigo Escipión va rezagado en lo que a compromisos sociales se refiere. ¿No te dijo que me invitaría para celebrar nuestro éxito mutuo? Ha pasado casi un mes desde los Juegos Romanos y aún espero mi invitación a una cena.
–No puedes hablar en serio, Plauto. ¿Te imaginas lo ocupado que debe de estar Escipión preparándose para tomar el mando en Hispania? ¡No le queda tiempo para divertirse! Seguramente yo fui la última persona con quien se sentó y disfrutó de una cena.
–En este caso, tendrías que sentirte afortunado y honrado.
–Y así me siento. Pasará mucho tiempo, me imagino, antes de que Escipión vuelva a sonreír como sonrió aquella noche… relajado y feliz y sin apenas preocupaciones. Ahora, lleva sobre sus hombros todo el peso del destino.
Plauto movió afirmativamente la cabeza.
–Se ha impuesto una tarea muy difícil que hará de él alguien muy importante o lo destrozará.
–El tiempo lo dirá -susurró Kaeso. Rezó a Júpiter una oración en silencio para que cuidara de su amigo.
Después de sus decisivas victorias en Hispania, Escipión inició la guerra en África y amenazó Cartago. Todo ello se hizo con fuertes objeciones por parte de Fabio Máximo, quien argumentó ante el Senado que Aníbal debía ser derrotado de una vez por todas en Italia antes que expulsado, y quien alertó sobre las incertidumbres y complicaciones que suponía una campaña africana. Pero la estrategia de Escipión fue un éxito brillantísimo. Presas del pánico, los cartagineses reclamaron la presencia de Aníbal, que seguía en Italia, para defender su ciudad. Igual que muchos aliados celosos y muchos súbditos de Roma habían traicionado a la ciudad, también traicionaron a Cartago muchos de sus vecinos. Escipión presionó y se benefició de la situación. La larga guerra alcanzó su momento decisivo en la batalla de Zama, a cien millas de Cartago.
Antes de la batalla, y en un intento final de negociación, Aníbal pidió hablar con Escipión y mantuvieron un encuentro personal en la tienda de éste. Durante un prolongado lapso de tiempo, ambos hombres enmudecieron tanto de odio como de admiración. Aníbal habló primero y solicitó la paz a pesar de lo amarga que sonaba la palabra en su boca. Ofreció condiciones ventajosas para Roma, pero no lo bastante. Escipión deseaba una victoria, no un acuerdo. Su juramento ante Júpiter no quedaría satisfecho con menos.
Aníbal hizo una súplica final.
–Cuando yo inicié mi guerra contra Roma tú eras un niño. Has crecido. Y yo he envejecido. Tu sol está en ascenso. Yo tengo por delante el ocaso. Con la edad llega la fatiga, pero también la sabiduría. Escúchame, Escipión: cuanto mayor es el éxito de un hombre, menos puede confiarse en que dure. Fortuna puede cambiar el destino de un hombre en un abrir y cerrar de ojos. En estos momentos crees que en esta batalla saldrás triunfante, pero cuando empiece el derramamiento de sangre y la locura, todas esas probabilidades no contarán para nada. ¿Arriesgarás el sacrificio de tantos hombres y tantos años de lucha por el resultado de una sola hora?
Escipión no se dejó impresionar. Le comentó que Roma había hecho propuestas de paz en numerosas ocasiones, a las que Cartago siempre había hecho oídos sordos. La negociación había dejado de ser una alternativa válida. En cuanto a Fortuna, Escipión conocía muy bien sus caprichos.
Se había llevado a sus seres más queridos, pero le había dado también una oportunidad para exigir venganza.
Aníbal regresó ileso al campamento cartaginés.
Al día siguiente, los dos generales más famosos, al mando de los dos ejércitos más poderosos del mundo, entraron en batalla. La encarnizada contienda fue una prueba de resistencia para ambos bandos. Escipión había rezado por una derrota aplastante; consiguió una simple victoria, pero una victoria, de todos modos. Derrotado, agotado, abandonado por Fortuna, Aníbal regresó enseguida a Cartago.
Las condiciones impuestas por los romanos fueron muy duras. Despojada de sus navíos de guerra y de sus reservas militares, y obligada a pagar importantes compensaciones, Cartago fue reducida a poco más que a un Estado dependiente de Roma. Por fin terminaba una guerra que había causado estragos en todo el Mediterráneo durante más de diecisiete años y Roma salía de ella más fuerte que nunca, con un poder que podía rivalizar con los legendarios egipcios o con los persas, en la cúspide de sus respectivos imperios. Los supervivientes que habían combatido y ganado la guerra podían merecidamente considerarse miembros de la generación más ilustre de la historia de Roma, y el más importante entre todos ellos era, sin lugar a dudas, Publio Cornelio Escipión, conocido en la posterioridad como el Africano: el conquistador de África. – ¡Se ha cortado el pelo! ¿Cuándo fue? Nunca lo había visto sin su larga melena de color castaño.
Kaeso hablaba con melancolía. A través de la mirilla, bajo el escenario, observaba las atiborradas graderías del Circo Máximo, donde Escipión acababa de ocupar su lugar de honor. La multitud se puso en pie y lo vitoreó mucho rato, gritando «¡Africano! ¡Africano!». Con el tiempo, los espectadores empezaron a sentarse y Kaeso pudo por fin ver con claridad al receptor de los vítores. – ¿Te sientes defraudado, jefe? – dijo Plauto, mientras realizaba una inspección de último minuto de la trampilla. Una tarea tan sencilla como aquélla le hacía resoplar sin parar; el paso de los años lo había hecho engordar de éxito-. ¿No le queda bien el pelo corto? – ¡Al contrario! Le sienta muy bien. – Kaeso entrecerró los ojos para ver mejor, su vista ya no era tan buena como antes-. Ya no parece un niño… -¡Me lo imagino! Debe de andar por los treinta y cinco, como mínimo.
–Pero está más guapo que nunca. Ya no se parece tanto a Alejandro; más bien a Hércules, quizá. Creo que casi era demasiado bello, ¿sabes? Ahora tiene un aspecto más duro, más… -¡Por Venus y Marte, deja ya de derretirte! – dijo Plauto, riendo-. No es más que un hombre. – ¿De verdad? ¿Viste la procesión triunfal?
–Un poco. Para mí es demasiado larga para aguantarla en su totalidad. – ¡Todos esos cautivos, todo ese botín! ¡El esplendor de su carruaje, la magnificencia de su armadura! La gente gritando su nombre…
–Yo sólo me alegro de que decidiera incluir una tarde de comedia en los festejos… aunque debo admitir que me quedé un poco sorprendido cuando me pidió que para la ocasión resucitara El soldado fanfarrón. – ¿Por qué no El soldado fanfarrón? Le recuerda su primer cargo electo; la gente aún habla de los Juegos Romanos de aquel año. Y es una forma inteligente por su parte de demostrar que no se toma a sí mismo muy en serio. El público podría ver la obra como una parodia cariñosa del soldado más amado de Roma, un hombre que se ha ganado el derecho a fanfarronear, el invencible Escipión el Africano. Haciendo reír el público a sus expensas conseguirá que aún lo quieran más.
–Mientras que tú, mi querido jefe, creo que no puedes amar a Escipión más de lo que ya le amas.
Kaeso no respondió. Estaba inmerso en sus pensamientos, reflexionando sobre el espectacular éxito de Escipión. En comparación, su vida parecía desesperadamente monótona y deslucida: un matrimonio tranquilo pero desprovisto de amor, una hija a quien nunca se había sentido especialmente unido, una serie interminable de coqueteos con actores y esclavos jóvenes, y un sustento suficiente ganado gracias a su compañía de teatro y a su plantilla de escribas, especializados en copiar libros griegos para venderlos a las clases altas más cultas.
Plauto le dio una palmada en el hombro. – ¡Revienta ya, jefe! Llevas toda la vida siendo la sombra de Escipión. Lo has admirado, deseado, idolatrado, envidiado… todo, me imagino, excepto odiarlo. – ¡Nunca podría hacerlo!
–Ah, pues en eso eres distinto a los demás ciudadanos. Ahora lo adoran, lo veneran como a un dios, pero algún día se pondrán en contra de Escipión. – ¡Imposible!
–Inevitable. El público es inconstante, Kaeso. Sólo tú le eres fiel, como el responsable de un altar. ¡Escipión debería apreciarte más de lo que lo hace! ¿Te ha invitado a cenar, aunque sea una sola vez, desde que nos reunimos para hablar sobre los ensayos de la obra?
–Ha estado muy ocupado. – Kaeso puso mala cara. Entonces, el destello de un movimiento llamó su atención; uno de los actores había olvidado por qué lado tenía que hacer su entrada y estaba utilizando el pasillo que había bajo el escenario para cruzarlo. El actor era nuevo en la compañía y bastante joven; cada año eran más jóvenes. Era también espectacularmente guapo, con el pelo largo y ancho de hombros. Sonrió a Kaeso al pasar por su lado.
Plauto miró por encima del hombro, luego observó de nuevo a Kaeso y sonrió.
–Ah, sí, el chico nuevo, de Masilia. A pesar del corte de pelo de Escipión, veo que no has perdido por completo tu gusto por las bellezas de cabellos largos.
–Me imagino que no -admitió Kaeso, con una sonrisa esquiva.
La obra empezó en el escenario, sobre sus cabezas. Las pisadas de los actores en la tarima resonaban en sus oídos, pero no con tanta fuerza como las primeras carcajadas del público. En la penumbra, Kaeso estaba seguro de haber oído con claridad a Escipión, riendo más fuerte que nadie.