–Muy pronto, Publio Pinario, los tres llegaremos a la edad de poder entrar en batalla. Todos los romanos entran en batalla; es el deber más elevado que Roma exige a sus ciudadanos, que cada primavera se entrenen y cada verano salgan en busca de nuevos botines. Pero no todos los romanos alcanzan el mismo grado de gloria. Los plebeyos más pobres, con sus espadas oxidadas y sus desvencijadas armaduras, que tienen que combatir a pie porque no pueden permitirse un caballo, lo pasan muy mal; sólo podemos sentir lástima por ellos y esperar poca gloria de sus matanzas. Pero de los terratenientes, como nosotros, que pueden permitirse las mejores armas y armaduras, que tienen tiempo para entrenarse y la oportunidad de dominar el arte de la equitación, los romanos esperan mucho más. Lo que más importa en este mundo es la gloria. Sólo el guerrero más grande obtiene la gloria más elevada. Y en eso pretendo convertirme, aunque sólo sea para que mi madre se sienta orgullosa de mí: en el mayor guerrero que Roma haya visto nunca. Así que por ahora, Publio, puedes burlarte de mí todo lo que quieras, porque aún no somos más que niños, sin gloria. Pero pronto seremos hombres. Entonces los dioses verán quién de nosotros puede llamarse romano con más orgullo.
Publio movió la cabeza. – ¡Advenedizo! ¡Plebeyo petulante!
Cneo dio media vuelta y se marchó con la cabeza bien alta.
Tito reaccionó ante el discurso de Cneo de un modo muy parecido al que había tenido ante la escultura de Vulca y, siguiendo a su amigo con la vista, murmuró la misma palabra: -¡Magnífico!
Publio lo miró de reojo y le dio una palmada en la nuca.
–Me parece que estás más enamorado de Cneo que de tu pederasta etrusco. – Publio acababa de aprender la palabra, de origen griego, y le encantaba utilizarla. – ¡Calla la boca, Publio!
Aquella noche, el abuelo de Tito presidió una gran cena familiar a la que asistieron el padre de Tito y sus tíos con sus familias. Había además dos invitados: un joven primo del rey Tarquinio, llamado Cola-tino, y su esposa, Lucrecia. Las mujeres cenaron con los hombres pero después de la comida, cuando una criada llegó con una jarra de vino, no se les ofrecieron copas a las mujeres. Cuando Colatino hizo un brindis por la salud del rey, las mujeres se limitaron a mirar.
Era un hombre de aspecto agradable y carácter alegre, un poco chillón y dominante, pero no tan arrogante como los hijos de Tarquinio. Su trato afable era el principal motivo por el que el anciano Poticio había decidido cultivar una relación con él, pensando que Colatino le proporcionaría acceso al monarca sin tener que pasar por la desagradable situación de tener que tratar con los hijos del rey.
Después del brindis, en lugar de beber sólo un sorbo, Colatino acabó con su copa de un trago.
–Un vino excelente -declaró, relamiéndose y mirando de reojo a su esposa-. Es una pena que no puedas probarlo, querida.
Lucrecia bajó la vista y se sonrojó. En aquel momento, la mirada de todos los hombres de la estancia se posó en ella, incluyendo la de Tito, que creía no haber visto en su vida una mujer más bella. El sonrojo sólo servía para aumentar la perfección de su blanca piel. Tenía el cabello oscuro y brillante, y tan largo que era posible que no se lo hubiera cortado nunca. Aunque iba vestida con modestia, con una estola de manga larga de lana azul oscuro, las líneas de la ropa sugerían un cuerpo de proporciones exquisitas. Cuando el sonrojo aminoró, sonrió y volvió a levantar la vista.
El corazón de Tito dio un vuelco cuando sus verdes ojos se cruzaron por un breve instante con los suyos. Luego, Lucrecia miró a Colatino.
–A veces cuando me besas, esposo mío, recibo un débil sabor a vino de tus labios. Con eso me basta.
Colatino sonrió y le cogió la mano. – ¡Lucrecia, Lucrecia! ¡Cómo eres, esposa mía! – Se dirigió a los demás-. Fue una ley muy sabia la que promulgó el rey Rómulo prohibiendo a las mujeres beber vino. Dicen que los griegos que viven en el sur permiten beber a sus mujeres y tienen conflictos continuamente. Hay incluso gente en Roma que se ha vuelto permisiva y deja hacer, hombres de los rangos más altos, que deberían de tener más juicio. – Tito intuyó que Colatino se refería a sus reales primos-. Pero eso no puede traer nada bueno, y me alegro de ver que esa vieja virtud y ese sentido común siguen estando vigentes entre los Poticio, tal y como corresponde a la categoría de una de las familias más antiguas de Roma.
El abuelo de Tito movió afirmativamente la cabeza para agradecer el cumplido y sugirió un nuevo brindis. – ¡Por la vieja virtud!
Colatino apuró de nuevo su copa. Tito, al ser un muchacho, bebía el vino mezclado con agua, pero Colatino bebía el vino sin diluir y empezaba a notar sus efectos.
–Si brindamos por la virtud -dijo-, entonces deberíamos hacer un brindis especial por la persona más virtuosa que tenemos hoy aquí… mi esposa Lucrecia. ¡No hay mujer mejor en toda Roma! Después del brindis, os contaré una historia para demostrar a qué me refiero. ¡Por Lucrecia! – ¡Por Lucrecia! – dijo Tito.
Se sonrojó ella de nuevo y volvió a bajar la vista.
–Hace unas noches -dijo Colatino-, estaba yo en casa de mi primo Sexto. Sus dos hermanos se hallaban también presentes, así que estábamos allí reunidos todos los hijos del rey y yo.
Bebimos, tal vez un poco más de lo que deberíamos… ¡esos hijos de Tarquinio lo hacen todo con exceso!… y surgió un debate sobre quién de todos nosotros tenía la esposa más virtuosa. Bueno, acabo de decir que «surgió un debate» pero de hecho, quizá, fui yo quien sacó el tema a relucir, ¿y por qué no? ¿Por qué tiene que guardar silencio el hombre que se siente orgulloso de algo? Mi esposa Lucrecia, les dije, es la más virtuosa de las mujeres. No, no, dijeron ellos, nuestras mujeres son también las más virtuosas. Tonterías, dije yo. ¿Os atrevéis a apostar por ello? ¡Los Tarquinio nunca se resisten a una apuesta! »De modo que, uno a uno, fuimos a visitar a nuestras esposas. Encontramos a la esposa de Sexto lejos de su ala de la casa, jugando a un juego de mesa y chismorreando con uno de sus criados. ¡Poca virtud en su caso! Salimos y fuimos a casa de Tito. Su esposa… que debe de ser como tres Lucrecias… estaba tumbada en un triclinio, comiendo un pastelito de miel tras otro, rodeada por una montaña de migas. ¡La glotonería no esconde mucha virtud! Fuimos entonces a por la esposa de Arruno. Siento deciros que la encontramos, junto con algunas amigas, bebiendo vino. Cuando Arruno fingió sorprenderse, ¡ella le dijo que no fuese tonto y le sirviera otra copa! Es evidente que es una costumbre en ella y que no tiene el menor temor a ser castigada. «Me ayuda a dormir», dijo. ¡Ya podéis imaginaros! »Entonces fuimos a ver a Lucrecia. Empezaba a ser tarde. Supuse que estaría ya durmiendo, pero ¿sabéis qué estaba haciendo? Estaba sentada en su rueca, tejiendo mientras cantaba una nana a nuestro bebé recién nacido, acostado en la cuna a su lado. ¡Os lo digo, en mi vida me había sentido más orgulloso! No sólo gané la apuesta, sino que deberíais haber visto la cara que pusieron los hermanos Tarquinio cuando vieron a Lucrecia. Siempre está bella, pero sentada allí en su rueca, con un vestido sencillo de color blanco sin mangas, sus brazos desnudos, el resplandor de la lamparilla en su cara… me quedé sin aliento. ¡Los Tarquinio estaban celosos! Me hiciste sentir muy orgulloso, querida.
Colatino cogió la mano de su esposa y la besó. Tito suspiró, imaginándose a Lucrecia a la luz de la lámpara y con los hombros y los brazos desnudos, pero su abuelo puso mala cara y se agitó, inquieto.
El anciano cambió rápidamente de tema y la conversación pasó de nuevo a la política. Poco a poco y con cautela, el anciano Poticio intentó determinar con qué grado de sinceridad podía hablar ante Cola-tino. Cuanto más vino bebía Colatino, más evidente se hacía que no le tenía mucho afecto a su primo el rey. La tendencia aristocrática de su política, aunque no los detalles concretos, le hacía pensar a Tito en su arrogante amigo Cneo Marcio.
–Tantos mimos a los plebeyos por parte del rey… y no a los plebeyos de la mejor clase, gente respetable a quien tanto tú como yo invitaríamos a cenar, sino trabajadores vulgares y holgazanes; no me gusta nada, te lo aseguro -dijo Colatino-. Naturalmente, es muy inteligente por parte del rey quitarle poder al Senado mientras se granjea los favores de la chusma. Persigue a los ricos, les confisca sus riquezas y luego utiliza dichas riquezas para construir gigantescas obras públicas que dan empleo a la gentuza; esa monstruosidad de templo es el ejemplo más evidente. Envía a los patricios más valientes y osados a luchar contra los vecinos de Roma; los territorios conquistados se convierten en colonias donde pueden instalarse los plebeyos sin tierras. ¡La sangre de los mejores guerreros romanos derramada para que cualquier mendigo pueda tener su propio campo de nabos! »Si se hubiese convertido en rey siguiendo la antigua tradición, por elección, nadie podría quejarse. Dicen que los senadores de antaño tuvieron que arrodillarse y suplicarle al rey Numa que tomara el puesto. ¡Pero el primo Tarquinio tiene senadores suplicándole que no les usurpen sus propiedades! Incluso el sabio Numa necesitaba el consejo del Senado, pero Tarquinio no; siempre dispone de una fuente más elevada de conocimientos. Siempre que hay una cuestión de orden público, sea sobre hacerle la guerra a un vecino o sobre reparar una grieta en la Cloaca Máxima, Tarquinio saca de repente los Libros Sibilinos, elige un pasaje al azar, lo lee en voz alta en el Foro y declara que es una prueba de que los dioses están de su lado. ¡Tarquinio el Soberbio, claro! Tengo la boca terriblemente seca. ¿Podría beber un poco más de vino?
–A lo mejor preferirías beber un poco de agua -sugirió el abuelo de Tito.
–No me imagino por qué, teniendo el vino tan bueno que tenéis en esta casa. Ah, ahí está la criada. ¡Llénala hasta el borde, por lo que más quieras! Excelente, éste sabe aún mejor que el otro. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí… los Libros Sibilinos. Al final, el rey le pagó a la sibila por ellos, con la máxima rectitud, aun llevándose la peor parte del trato. Normalmente, se limita a coger lo que le apetece, aun de los miembros de su propia familia. Mira lo que le ha hecho a su sobrino, Bruto. La gente ama a Bruto; todo el mundo murmura que habría sido un rey mucho mejor que su tío. Es uno de los pocos hombres a quien Tarquinio no se atreve a destruir directamente. Lo que ha hecho ha sido ir despojando poco a poco a Bruto de su riqueza, hasta dejarlo en un auténtico estado de indigencia. Bruto ha soportado todo tipo de humillación sin decir palabra contra su tío, el rey. La gente le respeta al máximo por su demostración de fortaleza y abnegación.
Colatino pronunció su discurso arrastrando las palabras y con los párpados caídos; de pronto parecía haberse quedado sin energía. El abuelo de Tito, que tenía la sensación de que ya se había hablado demasiado, vio la oportunidad de dar por terminada la velada. Hizo ademán de levantarse, pero antes de poder despedir a sus visitas, Colatino habló de nuevo.
–Mi primo Tarquinio podría quitármelo todo a mí también, igual que se lo ha quitado todo a Bruto. ¡Podría hacerlo así! – Chasqueó los dedos-. ¡Como un rayo de Júpiter! ¡Arruinarlo todo como un terremoto enviado por Neptuno! Podría perderlo todo, excepto una cosa, ¡doy gracias a los dioses!, que el rey y sus hijos nunca podrán quitarme, la más perfecta y la más preciada de todas mis posesiones: ¡Mi Lucrecia!
A lo largo de toda la velada, ella había estado escuchándolo pacientemente, riendo elegantemente de sus chistes, sin mostrarse incómoda cuando él hablaba gritando, y sonrojándose dulcemente cuando él le lanzaba un cumplido. Le cogió graciosamente la mano entre las suyas y se puso en pie, arrastrándolo con ella. Se había dado cuenta de que era tiempo de irse, y sin ningún esfuerzo ayudó a su ebrio esposo a realizar una salida elegante.
Tito, observándola, pensó que debía de ser muy inteligente y cariñosa, además de bella.
Unos días después, Tito, con sus amigos Publio y Cneo, estaban sentados en un saliente de piedra cercano a la roca Tarpeya, observando a los trabajadores subidos al andamio que rodeaba el nuevo templo. Estaba Tito explicando cómo subirían hasta el frontón la cuadriga con Júpiter -Vulca le había descrito el proceso con todo detalle-, cuando Cneo lo interrumpió bruscamente.
Cneo tenía la costumbre de cambiar de tema cuando empezaba a aburrirse.
–Dice mi madre que habrá una revolución. – ¿A qué te refieres? – dijo Publio, aburrido también con el discurso de Tito sobre el templo.
–Los días del rey Tarquinio están contados. Eso es lo que dice mi madre. La gente, o al menos la gente que cuenta, está harta de él. Cogerán su corona y se la darán a alguien que la merezca más.
–Ya, y me imagino que Tarquinio agachará humildemente la cabeza y permitirá que le quiten la corona -dijo Publio, mofándose-. ¿Qué sabe tu madre, de todos modos? No es más que una mujer. Mi bisabuelo dice más bien lo contrario. – Publio estaba orgulloso de que su bisabuelo siguiera con vida y con todos sus sentidos funcionando a la perfección, y fuera el paterfamilias de la familia Pinario-. Dice que Tarquinio ha cortado las piernas de cualquiera que pudiera oponerse a él, de hombres como su sobrino Bruto, y que mejor que vayamos haciéndonos a la idea de que uno de sus hijos ocupará su lugar cuando él no esté. «Habrá un Tarquinio en el trono durante tanto tiempo como ha habido un Pinario cuidando del Ara Máxima», eso es lo que dice mi paterfamilias. ¿Qué dice tu abuelo, Tito? ¿Qué dice el cabeza de familia de los Poticio sobre nuestro amado rey, cuando no lo duermes explicándole detalles sobre la construcción del templo?
A Tito no le gustaba admitir que su abuelo evitaba hablar directamente con él de asuntos tan serios como aquél. Aun teniendo alguna idea sobre las opiniones de su abuelo, sabía también que éste no querría que las comentase abiertamente con Publio, que tenía fama de irse rápidamente de la lengua.
–Seguramente, mi abuelo diría que los chicos de nuestra edad no debemos entregarnos a chismorreos peligrosos.