El cuerpo de Caco fue arrastrado lejos del poblado. Los buitres trataron repetidamente de cernirse sobre él. La gente los apartaba, hasta que el pastor les dio a entender que debían desistir y permitir que los buitres se hiciesen con las delicadezas que allí encontraran. Cuando los buitres salieron volando con los ojos y la lengua de Caco, el pastor los aplaudió.
–Se ve que este hombre tiene en gran estima a los buitres -comentó Poticio-. ¿Y por qué no? ¡Dondequiera que vea un buitre, es posible que sea porque alguno de sus enemigos ha muerto!
Satisfechos después de que los buitres estuvieran saciados, los lugareños apedrearon el cadáver de Caco y le prendieron fuego. Un viento del suroeste arrastró el fétido humo cielo arriba y lo alejó de la ruma. Los numina del fuego y del aire parecían estar de acuerdo con los habitantes del poblado, a quienes sólo les cabía esperar, desaparecida la perniciosa influencia del monstruo, que los demás numina de la región volvieran a mostrarse amables y favorables con ellos.
Aquella noche hubo fiesta en el poblado. El buey que Caco había matado fue despiezado y su carne asada para celebrar un gran banquete en honor al extranjero. Su hambre era voraz; comió todo lo que le pusieron por delante.
Poticio estaba tan emocionado que quiso dar un discurso.
–En nuestro recuerdo no hay nada tan terrible como la llegada del monstruo. Ni nada tan maravilloso como la destrucción del monstruo. Estábamos al borde de la desesperación y de abandonar este lugar. – Miró entonces de reojo a su primo Pinario-. Y hemos sido salvados por un suceso que seguramente nadie podría haber previsto: la llegada de un extranjero capaz de equipararse con el monstruo. Esto es una señal de que estamos destinados a vivir siempre en la tierra de la ruma. Suceda lo que suceda, debemos tener fe en que nuestro destino es especial. En los momentos más oscuros debemos recordar que estamos protegidos por el gran poder de los benéficos numina.
El vino había sido siempre un bien excepcional y preciado en el poblado; y más aún después de que los mercaderes dejaran de frecuentar el lugar. Aun así, las reservas que quedaban, mezcladas con agua, fueron suficientes para que todos los asistentes al banquete pudieran tener su ración y el pastor de bueyes disfrutara de raciones adicionales (sin agua y la cantidad que le apeteciera beber, que resultó ser enorme). Animado por las risas y los gritos, imitó repetidamente con gestos su batalla contra Caco, riendo y dando tumbos en torno al asador hasta caer exhausto y profundamente dormido.
Los habitantes del poblado estaban ebrios y saciados. Muchos de ellos llevaban sin dormir bien desde la llegada de Caco, y decidieron acompañar felizmente al extranjero en su viaje hacia la tierra de los sueños.
Todos dormían… excepto Poticia, que temía que el sueño le trajera sólo pesadillas.
Encontró un lugar donde poder dormir sola, alejada de los demás, y se acostó sobre una alfombrilla de lana bajo las estrellas. La noche era cálida e iluminada por la luna. En una noche así, siendo niña, habría subido a la cueva y habría dormido en ella, a salvo y segura. Nunca volvería a repetirse. El monstruo había destrozado para siempre la cueva y los recuerdos que tenía de ella.
Poticia se abrazó y lloró… y dio un brinco al detectar la presencia de alguien. Olió su aliento, cargado de vino. Su imponente silueta bloqueaba el paso de la luz de la luna. Se estremeció, pero cuando él se arrodilló y la tocó con delicadeza, dejó de llorar. Él le acarició la frente. Besó las lágrimas que corrían por sus mejillas.
Se colocó sobre ella, igual que Caco se había colocado sobre ella, pero de una forma muy distinta. El olor de su cuerpo era fuerte pero agradable. Caco había sido brutal y exigente, pero ahora las caricias eran delicadas y reconfortantes. Caco le había hecho daño, mientras que el pastor lo único que le provocaba era placer. Cuando se retiró, temeroso de que su peso la abrumara, ella lo agarró igual que un niño se agarraría a su madre y lo acercó más a ella.
Pasado el paroxismo del primer encuentro, ella se quedó un rato inmóvil, sintiéndose tremendamente relajada, como si flotase en el aire. Entonces, de repente, se puso a temblar. Se estremeció y empezó a llorar de nuevo. Él la abrazó con fuerza. Sabía que había sufrido una dura experiencia que ni siquiera podía imaginarse y se afanó, torpemente pero con una delicadeza exquisita, en consolarla.
Pero ni siquiera Poticia comprendía la causa de su llanto. Recordaba algo que había estado intentando olvidar. En el momento de máximo odio y desesperación, mientras Caco estaba dentro de ella, presionándola y aplastándola por todos lados, ella le había mirado a los ojos. No eran los ojos de una bestia, sino de un ser humano como ella. En ese instante, había visto que Caco tenía dentro más sufrimiento y más miedo de lo que ella podía imaginar. Y entre su odio y su asco, empezó a sentir algo más: pena. Era una sensación que la taladraba como un cuchillo. Ahora, con todas sus defensas bajas, lloraba no por lo que Caco le había hecho, sino por Caco y por lo terrible de su existencia.
Al día siguiente, cuando el poblado entero se despertó con resaca, el extranjero había desaparecido. También sus bueyes y su perro.
Pinario dijo que debían mandar a alguien en su busca, pedirle que regresara. Poticio se opuso a la idea; igual que la llegada del extranjero había sido completamente imprevista, también lo había sido su partida, y la gente del poblado no haría nada que interfiriese con las idas y venidas de su salvador.
La noticia de la muerte de Caco se difundió enseguida. Uno a uno, los comerciantes empezaron a regresar al poblado. Cuando escuchaban el relato sobre el pastor de bueyes, proponían muchas ideas sobre quién podía ser y de dónde podía haber venido.
Fueron los navegantes fenicios, los más viajados de todos los comerciantes, quienes sugirieron la propuesta más atractiva. Declararon que el pastor era el atleta de sus propias leyendas, un semidiós llamado Melkart. Un semidiós, explicaron, era el descendiente de la unión de un dios con un ser humano. Los pobladores se mostraron de acuerdo en que el extranjero había hecho gala de una fuerza superior a lo meramente mortal.
–Oh, sí, lo más seguro es que el héroe que os ha salvado sea Melkart -declaró el capitán fenicio-. Todos los fenicios lo conocen y unos cuantos incluso se han cruzado con él. El hecho de que vistiera con una piel de león viene a corroborar su identidad. La muerte de un león es una de las hazañas más famosas de Melkart, y se viste con su piel a modo de trofeo. Sí, fue Melkart, seguramente, quien acabó con vuestro monstruo. Deberíais construirle un altar, igual que construisteis altares para los numina que habitan en los manantiales de las aguas termales. ¡A buen seguro que Melkart ha hecho más por vosotros que lo que hayan podido hacer esos manantiales! Deberíais ofrecerle sacrificios. Deberíais rezar por la continuidad de su protección.
–Pero ¿cómo es posible que este… semidiós… haya venido hasta aquí, tan lejos de las tierras en las que es conocido? – preguntó Poticio.
–Melkart es un gran viajero. Es conocido en muchas tierras, por muchos nombres. Los griegos le llaman Heracles. Dicen que su padre era el dios del cielo al que llaman Zeus.
Los pobladores de aquel lugar tenían apenas una vaga noción de quiénes eran los griegos, pero el nombre de Heracles les resultaba más agradable al oído que el de Melkart, aunque la pronunciación del capitán cuando hablaba en griego fuese un poco confusa. Decidieron llamarle Hércules.
Tal y como el capitán fenicio había sugerido, erigieron un altar en honor a Hércules, muy cerca del lugar donde Poticia lo había encontrado durmiendo. Y ya que los fenicios sabían más que ellos sobre el culto a los dioses, fueron consultados sobre la mejor manera de rendir honores a Hércules.
Decidieron que era necesario mantener a perros y moscas alejados de su altar, pues, durante la batalla, su aliado el perro le había fallado y las moscas habían luchado en su contra. Había favorecido a los buitres, así que se decidió que el buitre sería un animal sagrado en su recuerdo.
Quedó decidido también que siempre que se hiciese una ofrenda deberían comerse todas las partes del animal sacrificado, igual que Hércules había hecho, demostrando un apetito sincero y desenfrenado.
Así pues, aunque Fascinus fue el primer dios nativo y el primer dios en recibir las oraciones de un habitante de aquel lugar, una deidad que ya era venerada en otras tierras fue quien, en el territorio de la ruma, recibió el primer altar dedicado a una divinidad.
Poticia estaba embarazada. Su padre sospechaba que entre su hija y el extranjero podía haber habido algo más que un simple flirteo, y el embarazo vino a confirmar sus sospechas. Poticio se sentía satisfecho. Según la leyenda de la familia, mucho tiempo atrás, una antepasada había mantenido una relación con un numen; Poticia era, en parte, descendiente de Fascinus, cuyo amuleto llevaba. ¿Habría visto en Poticia, el semidiós Hércules, aquella chispa sobrenatural? ¿Sería por esto que la había encontrado merecedora de llevar a un hijo suyo en su vientre? ¿Y sería aquel niño algo nuevo y especial sobre la tierra al llevar en sus venas la esencia de un numen, un semidiós y un ser humano? Poticio daba vueltas a esas ideas y se sentía satisfecho.
Poticia cayó presa de los pensamientos más oscuros, pues sabía que existía la misma probabilidad de que el niño tuviese otro padre: Caco. Si lo que llevaba en el vientre era un monstruo horripilante, todo el mundo conocería su vergüenza. ¿Matarían al niño nada más nacer y también a ella? ¿Qué era lo que llevaba dentro, un dios o un monstruo? Las emociones la atormentaban. Su padre estaba perplejo y consternado por su tristeza.
Se decidió que el primer sacrificio en honor a Hércules no se celebraría el día del aniversario de su llegada, como más tarde se convertiría en costumbre, sino el día en que hacía un año que Caco había sido visto por vez primera, en primavera; de este modo, la primera Fiesta de Hércules borraría el amargo recuerdo de la llegada de Caco. Poticio y Pinario tuvieron sus disputas sobre quién debería asumir el deber de sacrificar un buey, asar la carne y colocar las distintas ofrendas sobre el altar de piedra antes de consumirlas. Finalmente decidieron compartir el deber y realizar conjuntamente los rituales. El banquete sería compartido a partes iguales por sus respectivas familias.
Pero el día elegido para el sacrificio, Pinario estaba ausente. Había ido a visitar a unos familiares que vivían en una granja río arriba y no había regresado aún. Poticio decidió iniciar el ritual sin él.
Se ahuyentó a los perros y se utilizó un plumero hecho con un rabo de buey para espantar las moscas. Sacrificaron el buey, lo despiezaron y lo asaron, y se colocaron las ofrendas sobre el altar.
Se entonó una oración de súplica utilizando las frases sugeridas por el capitán de los fenicios.
Poticio convocó a los miembros de toda su familia para compartir el festín.
–Debemos comerlo todo -les explicó-, no sólo la carne, sino también los órganos y las entrañas: corazón, riñones, hígado, pulmones y bazo. Ése fue el ejemplo que nos dio Hércules con su voraz apetito. Comer estas partes del animal sacrificado es un privilegio para nosotros y así deberíamos empezar. Ven, hija, a ti te doy una porción correspondiente al hígado.
Mientras Poticia comía, recordó la primera vez que vio a Caco y la oración que le había murmurado a Fascinus; recordó también el terror que había sentido cuando Caco la atacó y la delicadeza del hombre al que ahora llamaban Hércules. Estaba muy próxima a dar a luz, y víctima de tremendas explosiones de júbilo y desesperación. A menudo reía y lloraba al mismo tiempo.
Poticio, observándola, viendo lo pálida y demacrada que estaba, se preguntaba si su hija no sería un recipiente excesivamente delicado para recibir la semilla de un semidiós.
El banquete casi tocaba a su fin cuando llegó Pinario, acompañado de su familia.
–Llegas tarde, primo. ¡Muy tarde! Me temo que hemos empezado sin ti -dijo Poticio. El estómago lleno y una buena ración de vino, sólo ligeramente mezclado con agua, le habían puesto de buen humor-. Me temo que ya hemos acabado con las entrañas, pero todavía quedan para vosotros unos cuantos cortes de buena carne.
Pinario, enojado consigo mismo por haberse perdido la ceremonia, se puso más furioso aún con aquel comentario humillante. – ¡Esto es un agravio! Llegamos al acuerdo de que yo tenía que actuar también como sacerdote del altar de Hércules, y que comer las entrañas era un deber sagrado. ¡Pero aun así, no has dejado nada ni para mí ni para mi familia!
–Has llegado tarde -dijo Poticio, sin asomo ya de buen humor-. ¡Comerás lo que el dios te ha dejado!
La disputa subió de tono y sus palabras se tornaron más beligerantes. Los parientes de cada familia empezaron a congregarse alrededor de cada uno de los dos hombres. Daba la sensación de que el primer sacrificio a Hércules acabaría convirtiéndose en un altercado.
Pero un grito interrumpió la discusión de repente. Era de Poticia. Se había puesto de parto.
El nacimiento tuvo lugar ante el altar de Hércules, pues Poticia estaba demasiado angustiada como para poder ser trasladada a otro lugar. El parto fue corto pero intenso, y con grandes complicaciones. El bebé era demasiado grande para salir; las parteras entraron en estado de pánico.
Y junto con el dolor físico, Poticia sufría la agonía de la incertidumbre.
Por fin salió el pequeño de su vientre. Era un bebé varón. Poticia lo tocó. Las parteras lo pusieron entre sus brazos. Era grande, muy grande, sí… pero no era un monstruo. Sus miembros eran perfectos, y sus proporciones no diferían de las de cualquier otro bebé. Pero aun así, Poticia tenía sus dudas. Miró al bebé a los ojos, igual que había mirado a los ojos de Caco y también a los ojos del pastor ¡No estaba segura! Los ojos que le devolvían la mirada podían ser los ojos de cualquiera de los dos hombres.