Roma (15 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Alguien llamaba a la puerta de su cabaña. Levantándose con rapidez, aunque con cuidado para no despertar a Valeria, Poticio corrió a la puerta a responder la llamada. La luz del sol de la tarde le deslumbró al abrirla y convirtió al visitante en una silueta. Poticio no lo reconoció hasta que habló.

–Buenas tardes, primo. – ¡Pinario! ¿Qué haces aquí? El banquete ha terminado. ¡Pensé que no volvería a verte la cara en un año como mínimo!

–Muy grosero por tu parte, primo. ¿Me invitas a pasar? – ¿Acaso tenemos alguna cosa que decirnos?

–Invítame a pasar y lo descubrirás.

Poticio puso mala cara, pero se hizo a un lado para que Pinario entrase. Cerró la puerta.

–Habla bajo. Valeria está durmiendo. – Detrás de la cortina de mimbre que escondía su cama, seguían oyéndose sus leves ronquidos.

–He tenido tiempo de mirarla bien hoy, durante el banquete -dijo Pinario-. Sigue siendo una mujer guapa. Si hace tantos años yo hubiese actuado un poco más rápido que tú… -¿Por qué has venido?

Pinario bajó incluso más la voz.

–Se aproxima un cambio, primo. Algunos sobreviviremos a él. Otros no.

–Habla claro.

–Siempre has tenido diferencias con el rey. Te has opuesto a él una y otra vez, desde el principio de su reinado. ¿Derramarías una sola lágrima si te dijera que su reinado terminará muy pronto? – ¡Tonterías! Rómulo está más sano que cualquier hombre de la mitad de su edad. Sigue liderando a sus guerreros en la batalla y combate en primera línea. Vivirá hasta los cien.

Pinario suspiró y movió la cabeza.

–No tienes ni idea de lo que sucede, ¿verdad, primo?

Pinario siempre le hablaba igual, con acertijos, con una mezcla de lástima y burla. Pero Poticio se dio cuenta de que esa vez su primo iba en serio y de que estaba hablando de algo muy grave.

–Cuéntamelo, entonces. ¿Qué sucede a espaldas del rey?

–Los senadores se quejan de que el rey se ha vuelto excesivamente arrogante, de que ha reinado demasiado tiempo, de que da por sentado su poder y abusa de él. Ya has visto cómo se pasea por el Palatino con su túnica escarlata y su manto ribeteado en púrpura, rodeado por su camarilla de hoscos guerreros jóvenes. Lictores, les llama, utilizando la palabra etrusca que hace referencia a un guardaespaldas real… uno más de sus remilgos. El otro día, cuando se negó a asistir a una reunión del Senado, se sentó en su lujoso trono y nos contempló a todos desde arriba, sin siquiera prestarnos atención; se dedicó entonces a reír y bromear con sus lictores. Aguzó los oídos sólo cuando un despilfarrador, un porquerizo holgazán, apareció ante él inventándose una queja contra un respetable terrateniente. ¿Y cómo falló Rómulo? ¡A favor del porquerizo y en contra del senador! Y mientras estábamos todos aún boquiabiertos de rabia, anunció que repartiría entre sus soldados una parcela de tierra de cultivo de primera calidad recién conquistada… sin consultarnos previamente, y sin darnos ni una parte a nosotros. ¿Qué será lo siguiente? ¿Empezará el rey a echar del Senado a sus viejos camaradas para sustituirlos con porquerizos y personas sin importancia que llegaron a Roma ayer mismo?

Poticio se echó a reír.

–Rómulo ama a la gente normal y corriente, y la gente normal y corriente ama a Rómulo. ¿Y por qué no? ¡Fue criado por un porquerizo! Tal vez viva en un palacio, pero tiene el corazón en la pocilga. Ama a sus soldados, y ellos le aman a él. Nació para ser un alborotador y un demagogo. ¡Lo siento por los pobres senadores que se han vuelto demasiado avariciosos y demasiado gordos para conservar el amor del rey! Te quejas de su arrogancia, pero ¿qué más te da que Rómulo se pasee por ahí con un manto de color púrpura? Lo único que te importa es proteger tus privilegios de los recién llegados y de la gente corriente que no conoce cuál es su lugar.

Pinario tensó la mandíbula.

–Tal vez sea así, primo, pero las cosas no pueden continuar de esta manera. Se acerca un día de ajuste de cuentas, un día marcado en el calendario de los cielos.

Poticio refunfuñó.

–Siempre ha habido confabulaciones contra Rómulo… y Rómulo siempre las ha impedido. ¿Estás aquí para decirme que se está tramando otra confabulación? ¿Estás pidiéndome que tome parte en ella? – ¡Primo, siempre adivinas mis pensamientos! – Pinario sonrió-. Nunca te cuento la verdad… pero no tengo secretos para ti. Poticio negó con la cabeza.

–No tengo nada que ver con cualquier confabulación que pretenda hacer daño al rey. – Detrás de la cortina, Valeria suspiró y siguió durmiendo-. No quiero oír hablar más del asunto. Deberías irte.

–Eres tonto, Poticio. Siempre lo has sido.

–Tal vez. Pero nunca seré un traidor.

–Entonces, como mínimo, mantente a distancia del rey si quieres conservar la cabeza en su sitio. ¿Cómo es aquel dicho etrusco? «Cuando la guadaña corta las malas hierbas, corta también la hierba verde». Sabrás que ha llegado el momento del ajuste de cuentas cuando caiga la luz del sol y el día se convierta en noche. – ¿De qué hablas?

–Tus etruscos te enseñaron muchas cosas sobre adivinación, Poticio, pero no te enseñaron nada sobre los fenómenos celestiales. Ese estudio estaba reservado para mí. Hace años, Rómulo me encargó que buscara hombres sabios capaces de predecir los movimientos del sol, la luna y las estrellas, para de este modo concretar mejor las estaciones y fijar los días de los festivales. Existen formas de conocer de antemano cuándo se producirán ciertos sucesos excepcionales. Está a punto de llegar un día en el que, durante un breve momento, la luz del sol desaparecerá y los dioses retirarán sus favores al rey Rómulo. Rómulo abandonará esta tierra, junto con cualquiera que esté demasiado cerca de él. ¿Lo has comprendido? – ¡Comprendo que estás más loco aún de lo que pensaba!

–Ya te he alertado, primo. He hecho todo lo posible para salvarte. Pero si sueltas una palabra de todo esto a alguien, la encantadora Valeria se quedará viuda antes de lo necesario. – ¡Sal de mi casa, primo!

Sin decir nada más, Pinario se fue.

Después de la visita de Pinario, Poticio sufrió noches de insomnio. No tenía la menor duda de que lo que su primo sabía sobre una confabulación contra el rey era cierto; tampoco dudaba de la sinceridad de la amenaza de Pinario al salir de su casa. ¿Tenía que avisar a Rómulo? Mentalmente, Poticio se imaginaba haciéndolo, una y otra vez, pero no encontraba la fuerza necesaria para actuar. ¿Sería porque temía a Pinario? ¿O sería porque, pese a sus exhibiciones de lealtad, sus relaciones con el rey estaban tan tensas como las de los demás senadores?

Pinario le había dejado con la sensación de que el atentado contra Rómulo era inminente. Sólo unos días después, Roma celebraba el festival de las Consualia, con los habituales rituales y competiciones para conmemorar los primeros juegos atléticos y el rapto de las sabinas. Los deberes de Poticio como arúspice exigían su asistencia al acto junto al rey, y el día de las Consualia fue una agonía de suspense. Se realizó el sacrificio en honor a Consus, el dios de las deliberaciones secretas, a quien Rómulo había rezado cuando formuló su plan para raptar a las sabinas, y a quien Rómulo había erigido un altar después de su éxito. El altar de Consus se mantenía enterrado durante todo el año y se sacaba a la luz sólo para las Consualia, cuando el rey solicitaba al dios que siguiera bendiciendo sus planes secretos. ¿Había, acaso, un día más apropiado para un atentado planeado en secreto contra Rómulo? Pinario asistió también al rey en los rituales, y Poticio lo observó con suma atención; pero Pinario no mostró signos de tensión ni de grandes emociones. El sacrificio a Consus fue propicio, los juegos fueron bendecidos con un tiempo espléndido y el día transcurrió sin incidentes.

Pasaron más días sin ningún atentado contra Rómulo, pero Poticio seguía sin quitarse de encima la ansiedad que le impedía dormir. Se descubrió observando al rey y a los senadores bajo una nueva perspectiva. Todo lo que Pinario había dicho era cierto. El rey se había vuelto arrogante e indiferente, y manifestaba abiertamente su desprecio hacia sus antiguos camaradas. Los senadores ocultaban su rabia en presencia del rey, pero después de que hubieran pasado por delante de ellos el rey y sus jóvenes lictores, el odio estallaba en sus rostros y se ponían a murmurar… murmullos que cesaban en el instante en que Poticio se acercaba lo suficiente como para escucharlos.

716 A.C.
El verano dio paso al otoño, el otoño al invierno, el invierno a la primavera. Se acercaba otro verano y los senadores seguían sin actuar. El reinado del rey parecía más inquebrantable que nunca. ¿Habrían cambiado de idea los conspiradores? ¿Acaso no se habría producido el fenómeno celestial vaticinado por Pinario? ¿O habría sido la invitación de su primo de unirse a la confabulación, y la negación de Poticio, motivo suficiente para su cancelación? Poticio no tenía manera de saberlo, pues los demás senadores lo habían excluido de sus consejos. Dejando pasar tanto tiempo, había perdido la oportunidad de alertar al rey; ¿cómo explicarle a Rómulo su retraso ante una amenaza de ese calibre? Poticio se encontraba solo y sin amigos.

Se decía a sí mismo que la confabulación contra Rómulo, como todas las confabulaciones anteriores, se había quedado en nada. Pero la sensación de desgracia inminente seguía allí. No podía quitársela de encima.

Hacía tiempo que Poticio había tomado la decisión de romper con una vieja tradición familiar.

En lugar de pasar el amuleto de Fascinus a su hijo cuando el chico alcanzó la pubertad, se había guardado el amuleto para él con la intención de llevarlo en ocasiones especiales hasta el momento de su muerte. Su razonamiento era que su decisión estaba de acuerdo con la ley del paterfamilias decretada por Rómulo, según la cual Poticio seguiría siendo el jefe supremo de su casa mientras siguiera con vida.

Pero acuciado por una horrible premonición, Poticio decidió pasar el amuleto a su nieto mayor.

Al principio, pensó en honrar la tradición y hacerlo con motivo del siguiente Banquete de Hércules, pero su premonición era tan urgente que reunió a la familia un mes antes de la fecha del festival.

Lloró al verlos a todos juntos, con la seguridad de que aquélla era la última vez; todos se preguntaron por sus lágrimas, que él no intentó explicar. Con toda solemnidad, llevó a cabo la ceremonia de quitarse el talismán del cuello y colgarlo en el cuello de su nieto. Una vez hecho esto, Poticio se sintió tremendamente aliviado. Fascinus era el dios más antiguo de su familia, más antiguo aún que Hércules, y ahora que Poticio había traspasado sin problemas el amuleto del dios, la obligación más antigua legada por sus antepasados quedaba cumplida.

Al día siguiente, Poticio fue reclamado para llevar a cabo los auspicios de la dedicación de un altar a Vulcano, el dios de las regiones subterráneas. El lugar era la Ciénaga de la Cabra, en el extremo occidental del Campo de Mavors, donde un riachuelo que recorría el valle situado al norte del Quirinal terminaba en un pozo de arenas movedizas calientes y burbujeantes. Con los años, más de una cabra había caído en el traicionero pozo; de ahí su nombre y la idea de que debía de ser un lugar sagrado para Vulcano. Era un lugar donde el dios reclamaba sacrificios, independientemente de que los hombres se los ofrecieran o no.

Rómulo había decidido acompañar el acto con gran pompa. Había ordenado la asistencia de todos los senadores y ciudadanos de Roma. A lo largo de la mañana, la gente, procedente de hogares repartidos por la totalidad de las Siete Colinas, fue congregándose en el Campo de Mavors.

Los guerreros que habían combatido en las numerosas campañas del rey llevaban los trofeos que habían capturado en batalla: armaduras de bronce finamente trabajadas, cascos decorados con penachos de crin de caballo teñida de vivos colores, cinturones de cuero labrado con hebillas de hierro. Incluso los ciudadanos más pobres llevaban encima lo mejor que tenían, aunque fuera una sencilla túnica sin un solo agujero.

A la hora señalada, el rey y su séquito se abrieron paso entre la multitud. Poticio iba vestido con su manto ceremonial amarillo y su sombrero cónico. El rey llevaba un manto nuevo cuyo tinte no estaba aún seco del todo; Poticio olió el aroma característico del tinte encarnado que se obtenía a partir de la roja tintoria. Los jóvenes lictores del rey iban uniformados con armaduras en perfecto estado que brillaban bajo el sol de mediodía. En una tradición que se había tomado prestada de la realeza etrusca, las armas que llevaban eran haces de varas y hachas: varas para flagelar a cualquiera que pudiera ofender al rey y hachas para ejecutar en el acto a cualquiera que el rey declarara su enemigo.

El nuevo altar se había labrado a partir de bloques de piedra caliza y se había erigido sobre un montículo de tierra. Estaba decorado con elaboradas figuras en relieve que describían escenas de batalla de la reciente guerra contra los veyenses y la procesión triunfal de Rómulo, a pie, por las calles de Roma. Para esculpir el altar se había contratado a los mejores artistas etruscos. Cuando Poticio contempló los resultados de su intrincado trabajo, pensó en lo simple y sencilla que parecía en comparación el Ara Máxima, totalmente desprovista de adornos.

En las proximidades, la cabra que tenía que sacrificarse balaba lastimeramente, como si fuera consciente de su destino. Rómulo realizaría el sacrificio personalmente, matando a la cabra sobre el altar con la ayuda de un cuchillo ritual. El papel de Poticio consistía en examinar antes el animal para asegurarse de que no tenía ningún tipo de defecto. Verificó que los ojos de la cabra fueran transparentes, que sus orificios no tuvieran restos, que su piel estuviera intacta, sus miembros enteros y sus pezuñas en buen estado. Poticio informó a Rómulo de que la cabra era apta para el sacrificio. Mientras ataban a la cabra, Poticio observó los rostros de los senadores situados en las primeras filas. Su mirada conectó con la de Pinario.

La expresión de su primo era extraña. Sonreía, pero su mirada era triste. Con una punzada de aprensión, Poticio supo que el día que le había comentado Pinario había llegado por fin. Y aun así, ¿cómo alguien podía atreverse a atentar contra el rey en aquel lugar, en aquel momento? Estaba rodeado por sus lictores, todo el pueblo de Roma se había congregado allí y aquél era un acto sagrado.

Atada y balando, la cabra fue colocada sobre el altar. Rómulo levantó el cuchillo del sacrificio y se volvió para saludar a la gran multitud que se había reunido en el Campo de Mavors. – ¡Cuánta gente! – murmuró. Habló tan bajo que sólo Poticio, que estaba pegado a él, pudo oírlo-. ¿Pensaste alguna vez, cuando éramos jóvenes, que llegaría un día como éste? ¿Que tendríamos tanta gente ahí enfrente llamándonos rey y que sólo los dioses estarían por encima de nosotros?

Poticio oyó las palabras del rey, pero sabía que no iban dirigidas a él; era con Remo con quien hablaba Rómulo. En aquel instante, Poticio supo por qué nunca había alertado al rey de la confabulación que se tramaba en su contra. No era porque temiese a Pinario, ni por sus pequeños motivos de queja contra el rey. En los rincones más profundos de su corazón, nunca había perdonado a Rómulo el asesinato de Remo. Ni siquiera Rómulo se había perdonado a sí mismo.

El murmullo de la multitud se apaciguó ante la inminencia de la invocación del rey a Vulcano.

Poticio observó aquel mar de caras. Tuvo entonces la sensación de que se estaba produciendo un cambio gradual de luz, una penumbra cada vez mayor y de lo más peculiar, casi misteriosa. No era el único que se había percatado del cambio. Algunas personas entre la multitud volvieron la cabeza hacia el sol.

Lo que vieron era extraño e inexplicable. Una gran parte del sol se había vuelto negra como el carbón, como si parte de sus llamas se hubiesen extinguido.

La gente señalaba hacia el astro y gritaba alarmada. En un instante, todo el mundo estaba contemplando el sol. Su fuego mermó hasta convertirse en una bola de carbón negro con un borde de fuego. La multitud lanzaba gritos sofocados de sorpresa y respeto reverencial, luego los gritos se llenaron de pánico.

Al mismo tiempo, Poticio sintió un fuerte viento azotándole la cara. Era un día prácticamente sin nubes, pero ahora, por occidente, inmensos nubarrones negros avanzaban para cubrir un cielo ya oscuro. El viento le arrancó el sombrero cónico de la cabeza. Intentó en vano recuperarlo, pero acabó dejándolo marchar revoloteando en el aire. Una mano invisible pareció levantarlo por encima del altar, estrujarlo y luego dejarlo caer sobre la resbaladiza superficie de la Ciénaga de la Cabra.

Aun siendo el sombrero muy ligero, las burbujeantes arenas movedizas lo engulleron en un abrir y cerrar de ojos.

Poticio se volvió de nuevo hacia la multitud. Con una luz espectral que a cada momento se tornaba más oscura, vio que el Campo de Mavors se había convertido en un escenario de caos. Por encima del aullido del viento, se oían gritos de dolor y terror. La gente corría de un lado a otro, arrollando y pisoteando a los que caían al suelo. Los jóvenes lictores de Rómulo estaban tan asustados como los demás; en lugar de formar un cordón alrededor del rey, se habían dispersado como hojas caídas. Un rayo aserrado rasgó el cielo negro y cayó sobre la colina del Asylum. El estruendo del trueno que le siguió le rompió los oídos y a punto estuvo de tirarlo al suelo. El destello le había cegado por completo, de modo que cuando avanzó, pensando en encontrar al rey Poticio palpó el vacío, como un hombre sin ojos.

Apedreaban su cara goterones duros como piedras. Olía a roja tintoria, por lo que imaginó que Rómulo estaba cerca. Sus dedos rozaron la vestimenta de otro hombre. Agarró el tejido de lana y se aferró a él con fuerza. Un nuevo rayo rompió el cielo. Gracias a su luz blanca sobrenatural, vio enfrente de él no a Rómulo, sino a Pinario. Su primo sujetaba en una mano una espada ensangrentada. En la otra, agarrándola por un mechón de pelo, sostenía una cabeza cortada. La cara miraba hacia el otro lado, pero Poticio vio sobre la cabeza la corona de hierro de Rómulo.

El día en que Remo murió, Poticio creyó vivir una pesadilla. Ahora, pese al horror del momento, notaba su cabeza excepcionalmente lúcida, como si estuviese despertándose de un sueño. Un nuevo rayo de luz iluminó la escena. Observó, con un desapego curioso, cómo Pinario echaba la espada hacia atrás. Poticio alargó la mano con un reflejo para acariciar el amuleto de Fascinus, pero el talismán no estaba allí; se lo había regalado a su nieto el día anterior. El amuleto, como mínimo, estaba a salvo.

Con un alarido, Pinario hizo descender la roja espada sobre su cuello.

Júpiter aprobaba lo que acababa de hacer. O al menos eso creía Pinario, pues pese a que hacía mucho tiempo que había vaticinado la llegada del eclipse y planeado aprovechar el terror y la confusión que el fenómeno inevitablemente inspiraría, nunca podía haber adivinado la magnífica tormenta que lo acompañaría. Los rayos eran la mano de Júpiter. Los truenos eran su voz. El dios en persona había iluminado el recorrido de Pinario hasta el altar. El dios había rugido dando su aprobación en el momento en que Pinario había separado la cabeza de Rómulo de sus hombros.

Pinario había alertado a su primo para que no estuviese cerca del rey. Todos los demás, incluso los lictores de Rómulo, habían salido huyendo y aun así, en el momento posterior al acto, allí estaba Poticio, agarrado a sus ropajes y mirándolo fijamente. La decisión de matarlo había sido instantánea y correcta. Júpiter había rugido con un trueno ensordecedor, dando su aprobación.

Rápidamente, Pinario y sus cómplices desnudaron el cuerpo descabezado de Rómulo y lo arrojaron a la Ciénaga de la Cabra, donde se hundió sin dejar rastro. Lo mismo hicieron con el cuerpo de Poticio. Aun en el caso de que la ciénaga acabara algún día revelando sus secretos, ¿quién podría identificar dos cuerpos desnudos y sin cabeza? Varios de los senadores abandonaron el lugar con diversas prendas escondidas bajo sus mantos, dispuestos a quemar aquellas piezas de evidencia acusadora tan pronto llegaran a casa.

Pinario retiró la corona de la cabeza de Rómulo y colocó el círculo de hierro sobre el altar, donde pudiera ser fácilmente encontrado. Su intención era librarse personalmente de la cabeza de Rómulo, pero acabó entregándosela a uno de sus cómplices y le ordenó que la enterrara en un lugar secreto.

La muerte de Poticio implicaba para él una obligación más apremiante. Había sido un imbécil, pero era familiar de Pinario y sacerdote de Hércules como él; ocuparse de su cabeza seccionada era el mínimo y último favor que Pinario podía hacer para Poticio.

El eclipse pasaba. La oscuridad iba menguando poco a poco, pero la tormenta continuaba con toda su furia. No quedaba nadie en el Campo de Mavors, pero igualmente Pinario escondió la cabeza bajo su manto y emprendió camino hacia la colina del Asylum. Ascendió corriendo el empinado sendero. Los recién llegados seguían instalando sus campamentos delante del altar de Asylaeus, pero la furia de la tormenta los había ahuyentado de allí. Pinario se dirigió hacia el templo de Júpiter. A modo de agradecimiento al dios por bendecir los acontecimientos del día, Pinario enterraría la cabeza de su primo a la sombra del templo de Júpiter.

Se arrodilló en el barro y miró por última vez el rostro de su primo. Entonces, con las manos, empezó a cavar un agujero profundo en la tierra húmeda y blanda.

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