Al final, ya no se pudo negar la realidad económica: la mayoría de las familias necesitaban de modo acuciante el salario de las mujeres. En consecuencia, el trabajo retribuido dentro de los confines del hogar llegó a ser una propuesta más viable, aceptada por los ideólogos de clase obrera y de clase media. A comienzos del siglo XX el trabajo a domicilio fue propuesto como la mejor opción laboral para las mujeres, pues les permitía combinar sus deberes de ama de casa con el trabajo asalariado.
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La contribución de las mujeres españolas a la economía familiar quedó demostrada por su participación masiva en el trabajo a domicilio durante la I Guerra Mundial. En este período de expansión productiva debido a la neutralidad española, el trabajo a domicilio aumentó como un mecanismo que permitió a la economía satisfacer el aumento de la demanda sin verse obligada a emprender la renovación tecnológica ni aumentar los costes. Este sistema de producción descentralizado, basado en la subcontratación, el trabajo intensivo, el control obrero y los bajos salarios se estableció sobre un mercado laboral informal compuesto principalmente de mujeres.
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Entre 1914 y 1918, el aumento de la inflación acarreó un enorme deterioro del nivel de vida de la clase obrera española. En este contexto, la necesidad vital de contribuir a la economía familiar explica que hubiera una oferta constante de trabajo femenino a domicilio y que aceptaran sueldos de hambre como única estrategia que sobrevivir en un momento en el que las alternativas laborales para las mujeres estaban seriamente limitadas.
A principios del siglo XX, una serie de factores configuraron el mercado laboral femenino: la falta de formación profesional de las mujeres limitaba sus opciones únicamente a trabajos no especializados, lo que reforzaba la segregación laboral discriminadora. Además, los prejuicios acerca de la incorporación de la mujer al trabajo remunerado y la presunción de que el trabajo femenino era temporal y simplemente un sustituto o complemento del salario del hombre ayudaba a legitimar la discriminación salarial. Hacia el final del siglo XIX, las mujeres ganaban la mitad de lo que ganaban los hombres incluso en categorías laborales equivalentes. Esta tendencia continuó a lo largo del siglo XX y, a pesar de que la discriminación salarial se intentó remediar durante la Segunda República y la Guerra Civil, la desigualdad persistió, si bien en menor grado.
Debido a su tradicional falta de formación profesional, las mujeres tenían pocas oportunidades de acceder a puestos de trabajo mejor retribuidos. Los empleos que obtenían se consideraban en armonía con los talentos femeninos supuestamente “naturales”: la industria textil y el servicio doméstico. Hacia 1930, las mujeres sólo representaban el 12.65% de la población activa y se distribuían en la agricultura (26.67%), la industria (31.82%) y los servicios (41.51%). La integración de la mujer en los trabajos no manuales de cuello blanco era muy lenta pues hasta 1918 no se le permitió entrar en la Administración pública y, desde luego, había muy pocas en las profesiones liberales, así que la elevada cantidad de mujeres en el sector terciario venía representada fundamentalmente por aquellas que trabajaban en el servicio doméstico (75%). Naturalmente, las cifras oficiales no consideraban todo el abanico de trabajos femeninos, ya que la estadística oficial no tenía en cuenta el mercado laboral sumergido. Asimismo, los datos oficiales no revelaban la cantidad significativa de mujeres que trabajaban en la agricultura.
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Libertad, pan y “malas” mujeres: cambio social y género
A finales del siglo XIX y principios del XX, el Estado reforzaba las medidas discriminatorias que aseguraban la subordinación femenina mediante la discriminación legal, la desigualdad educativa y política y las restricciones laborales. La ideología conservadora predominante también fortalecía los mecanismos de dominación y subordinación de género. Sin embargo, las mujeres estaban lejos de ser meras víctimas de una sociedad patriarcal; eran protagonistas de la dinámica social, agentes potenciales del cambio en un proceso histórico completo en el que, como grupo social, eran actores con un papel importante que jugar.
En muchas ocasiones la experiencia colectiva de las mujeres sobrepasó las fronteras del hogar y dio lugar a relaciones complejas entre los ámbitos público y privado. A pesar de los numerosos obstáculos, las mujeres exigieron, unas veces tímida, otras enérgicamente, un remedio de los agravios y lograron algunos adelantos culturales y educativos. No siempre se consideraban víctimas de su rol tradicional de esposas y madres y para defender los intereses de sus familias llegaron en alguna ocasión a la movilización violenta y a las incursiones en la esfera política. Algunas mujeres excepcionales rompieron las cadenas de la conformidad expresando públicamente su descontento y exigiendo mayores oportunidades educativas y políticas. Además, surgieron algunas voces que exigieron el derecho al voto femenino.
Nuestro conocimiento histórico es insuficiente aún para poder calibrar hasta qué punto la movilización femenina en España era específica de género a sólo parte de unos conflictos sociales más generales. La experiencia histórica de las mujeres españolas todavía no está documentada del todo y por ello es difícil discernir qué estrategias de resistencia utilizaron y cómo y por qué se movilizaron y con qué objetivo. El silencio que rodea su memoria colectiva está empezando a romperse, de modo que lo que se puede vislumbrar acerca de su participación en la acción colectiva es sólo una impresión forzosamente incompleta. No obstante, los datos tienden a apoyar la idea de que el protagonismo femenino en el terreno de la acción social durante el siglo XIX fue mayor de lo que nos había hecho creer la historiografía hasta hace poco.
Todavía ha de estudiarse el papel que jugaron las mujeres en la lucha entre las fuerzas liberales y el Antiguo Régimen absolutista y represivo. Sin embargo, algunos acontecimientos —como la existencia de un batallón femenino liberal que apoyó al general Lacy en las primeras luchas del liberalismo español, la ejecución de Mariana Pineda por ayudar al movimiento liberal clandestino y la imagen elocuente de las obreras de Barcelona que en los años 1820 ayudaron a la causa liberal formando varios escuadrones de milicianas armadas con picas que tenían la tarea de asistir a los heridos—[
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indican que tuvieron una cierta participación en la lucha liberal que tuvo lugar a principios del siglo XIX.
También existen pruebas que demuestran la importante participación de las mujeres en el complejo conflicto económico y socio-político que se vivió en Barcelona en el verano de 1835. Mientras duró el conflicto, ardieron seis conventos, el representante de más alto nivel del gobierno de Madrid fue asesinado y se destruyeron públicamente documentos oficiales al grito de “¡Viva la Patria! ¡Viva la Libertad!”
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. Finalmente, la recién inaugurada fábrica textil de El Vapor, símbolo del floreciente capitalismo industrial catalán, fue incendiada. La cadena de acontecimientos está íntimamente ligada a la crisis del absolutismo español y al comienzo de la revolución ligada en España. Los ingredientes de esta revuelta popular hay que buscarlos en la respuesta a una crisis económica que combinaba factores tradicionales y nuevos: por un lado, la clásica revuelta de subsistencias producida por el aumento del coste de los productos alimenticios y, por otro, la lucha de los obreros contra la introducción de nuevas tecnologías en la industria textil. La creciente proletarización debida a una industrialización en auge afectaba también a la situación de las mujeres en tanto que trabajadoras. La revuelta también tuvo connotaciones políticas, pues supuso una lucha por el poder fuerzas rivales durante la transición a un nuevo Estado liberal en España.
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Al parecer las mujeres jugaron un papel importante en estos conflictos. En el verano de 1835, las autoridades publicaron un bando en el que les prohibían expresamente reunirse en las calles y participar en las protestas. Las mujeres estaban sometidas a una clara diferenciación de género, pues el bando proclamaba que aquellas que tomaran parte en los disturbios serían calificadas de “mujeres públicas”, es decir, prostitutas, y castigadas como tales:
Las mujeres que sigan el tumulto sobre contravenir los bandos, demuestran tener un alma poco delicada y ser de procedencia poco decorosa, por tanto se reputarán como mujeres públicas, y se les aplicará la pena que las leyes tienen establecidas...
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Los escritores que comentaron estos conflictos en fechas posteriores subrayaron el importante papel de estas “malas mujeres” a las que, por lo visto, había que desacreditar por introducirse en la esfera pública y transgredir los códigos aceptados de conducta de género.
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Los motivos que les llevaron a participar en las protestas parecen derivar en parte de sus roles de madres y proveedoras de las primeras necesidades de sus familias. Parece probable que su apoyo al cambio político y su participación en este conflicto social fuera una estrategia en pro de la supervivencia familiar como parece indicar su consigna “
Vinga Cristina I vinga farina
! (Venga Cristina [la Regente] y venga harina)”
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. Ya en 1835, las mujeres participaban en los conflictos sociales y se movilizaban por asuntos que les incumbían como trabajadoras, ciudadanas y madres. Como muestra su consigna con referencia a la Reina Regente, estas mujeres eran igualmente conscientes tanto de su entorno político como de sus roles sociales de género.
En esta ocasión, las mujeres actuaron como representantes de los intereses de la casa que estaban más orientados a la familia y no eran tan específicos de género. Uno de los factores clave para entender las relaciones sociales españolas en este período es el predominio crucial de la familia. La desigualdad en el proceso de industrialización de España supuso que en las regiones con un desarrollo industrial mayor y una clase obrera en auge, como Cataluña y el País Vasco, la familia actuara como intermediaria entre los individuos y la sociedad en vías de transformación, y aunque solían actuar conforme a la división sexual del trabajo a su rol de género como protectoras de los intereses del hogar y la familia, tenían un papel decisivo que realizar contribuyendo a las estrategias familiares en pro de la supervivencia y la mejora de su nivel de vida. En efecto, la voluntad femenina de asumir este rol era lo que las proyectaba más allá de los confines de la esfera doméstica al ámbito público de la producción, la política y el cambio social. Asimismo, las mujeres asumían periódicamente esta estrategia de actuación pública aun cuando implicara que las tildaran de prostitutas, arpías, furias o rabiosas.
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Durante el Bienio Progresista (1854-1856), las mujeres tuvieron un papel importante como instigadoras de las protestas sociales
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y, al grito de “Libertad” y “Pan”, participaron en numerosos disturbios que tuvieron lugar en Castilla. El paro y la subida exorbitante del precio de los alimentos acarrearon el incendio de tiendas, fábricas y casas en el centro de España. La documentación de los juicios revela la participación de las mujeres y que su castigo no fue menos severo por razón de su sexo.
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En este caso, el motivo que había detrás de su movilización era la aceptación de la división de género del trabajo. Su rol de proveedoras de los intereses familiares parece haberlas llevado a participar en una lucha que se centraba en cuestiones tales como el suministro de alimentos y la consecución de unos precios razonables, pero estos asuntos se iban politizando más a medida que el movimiento progresaba.
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Dada la escasez de datos es difícil seguir el rastro de la participación de las mujeres en los conflictos laborales de la época o de su movilización dentro de las organizaciones de clase. Uno de los primeros episodios que se conocen de movilización masiva de las obreras sucedió en Madrid, en 1830, cuando más de 3.000 cigarreras abandonaron sus útiles de trabajo y atacaron al director de la Fábrica Estatal de Tabacos.
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Aunque el conflicto presenta alguna de las características de las clásicas protestas urbanas del siglo XVIII, la documentación parece indicar que también se trataba de un conflicto laboral de nueva cuña vinculado al lugar de trabajo. Aparentemente, las cigarreras se movilizaron en un movimiento defensivo para proteger sus condiciones laborales y sus salarios en un momento en el que el nivel de vida de la clase obrera se estaba deteriorando. Luego participaron en gran cantidad de conflictos, pero éstos parecen haber estado relacionados con asuntos laborales concretos más que con cuestiones sociales generales o las específicas de género.
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Durante el desarrollo inicial del movimiento obrero español, encontramos un cierto grado de integración femenina en las asociaciones de clase, como en el caso de las 8.000 mujeres que, en 1873, se afiliaron al Sindicato de Manufacturas. De ésas, unas 5.000 eran miembros de la Federación Regional Española, a través de la cual pretendían entrar en “el fecundo movimiento obrero universal, para cooperar al advenimiento de la Revolución Social, a fin de establecer la ANARQUÍA y el Colectivismo, a la igualdad de deberes y de derechos”
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. Para entonces, había dos sectores femeninos de la AIT española y hay datos de que las costureras de Palma de Mallorca y las hilanderas de Valencia emprendieron huelga. También hay testimonios de que las mujeres participaron en las actividades del movimiento anarquista, concretamente en Andalucía.
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A finales del siglo XIX también hallamos datos dispersos de que las obreras intentaron crear sus propias organizaciones para proteger sus intereses, como es el caso de las catalanas que, en 1891 de establecer una de las primeras asociaciones autónomas de trabajadoras. En el curso de una serie de asambleas de masas que organizaron para celebrar el 1 de mayo (Día Internacional del Trabajo), se propuso la creación de una asociación que representara a las obreras de todos los ramos y oficios con el propósito de defender sus interesas, mejorar sus condiciones laborales y “contrarrestar la codicia de los jefes que nos condenan a una pobreza vergonzosa y a un sufrimiento continuo”
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. En la primera asamblea estuvieron presentes mujeres de muy distintos ramos. Todas las oradoras eran mujeres entre las que se contaban una camisera, una encuadernadora, una zapatera, una obrera textil, una criada y una sastra.