La inestabilidad política, el conflicto social y la guerra civil durante los seis años del Sexenio Democrático llevaron finalmente a la restauración de la monarquía y de la dinastía borbónica en la figura de Alfonso XII, hijo de la reina Isabel, que fue proclamado rey de España en 1875. La Restauración borbónicas representó una nueva etapa del desarrollo político español que, a la larga, iba a limitar los progresos en el campo de los derechos de las mujeres. Según el historiador José María Jover Zamora, el sistema constitucional ficticio de la Restauración se parece a los submodelos de los regímenes parlamentarios del sur de Europa en la época del imperialismo. Este modelo se basa fundamentalmente en un dualismo: la existencia de una constitución liberal formal que, en la práctica, se mezclaba con el funcionamiento real de un sistema político basado en el caciquismo, la desvirtuación del sistema parlamentario, elecciones fraudulentas, el mantenimiento de un grupo de poder de elite minoritario y la exclusión política de grandes proporciones de la población.
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Este complejo sistema político garantizaba la existencia de las estructuras sociales e impedía que las fuerzas políticas que cuestionaban los fundamentos del régimen accedieran al poder. De este modo, la estructura política de la España de finales del siglo XIX resultó poco propicia al avance del feminismo liberal político tal como había surgido en Gran Bretaña y los Estados Unidos, países en los que el clima social y político era indudablemente más favorable que el español al desarrollo de un feminismo que exigía derechos políticos. Esto se debía en parte al auge de la democracia liberal en estos países y a la búsqueda de coherencia dentro de una política liberal basada en la igualdad y la no discriminación en razón del sexo, al menos entre la comunidad blanca.
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También está claro que el desarrollo del feminismo occidental del siglo XIX no fue un proceso lineal o exclusivamente político, ni tampoco el resultado automático del grado de desarrollo político de estos países.
El análisis del sistema político español de finales del siglo XIX pone de manifiesto que interpretar la igualdad y los derechos políticos individuales como la base para la construcción del feminismo español parece limitado. Los modelos angloamericanos o norte-europeos de interpretación del desarrollo del feminismo no necesariamente resultan válidos para algunos países del Mediterráneo. La sociedad española de comienzos del siglo XX solía, en la práctica, ignorar los derechos individuales. Ni siquiera la legitimación social de los derechos individuales llegó a ser el factor clave de la tradición democrática y liberal española hasta mucho más tarde, coincidiendo con la etapa de la Segunda República en los años treinta. Así, el asentamiento de una estructura política oligárquica resultó sumamente desfavorable al avance del feminismo liberal político basado en el sufragio y los derechos políticos individuales.
En la España de finales del siglo XIX, la fragilidad del sistema político liberal y la asociación popular de su mal funcionamiento con el propio sistema, conllevó el desarrollo de una cultura política que no identificó necesariamente el progreso con los derechos políticos. Desde esta perspectiva se puede entender la expansión del movimiento anarquista y el distanciamiento de muchas fuerzas sociales de la participación política. En estas circunstancias, no es sorprendente que las mujeres estuvieran también ausentes del ámbito político y que entendieran que el sufragio y la concesión de los derechos políticos no representaban el eje de su agenda de actuación.
La Restauración reforzó la ideología conservadora en relación con las mujeres y se perpetuó a través de una serie de restricciones legales que delimitaban claramente su rol social. Éstas iban a tener consecuencias duraderas ya que la base de esta legislación se mantuvo prácticamente intacta hasta la llegada de un nuevo período republicano, liberal y democrático en 1931: la Segunda República. Por entonces los cambios políticos y estructurales que empezaron a producirse en los años treinta aceleraron el ritmo del cambio social en el conjunto del país y también en la situación específica de las mujeres.
Perfecta casada y ángel del hogar: las limitaciones de la condición femenina
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la representación cultural dominante sobre las mujeres se basaba en el discurso de la domesticidad que evocaba el prototipo femenino de la perfecta casada, cuyo rol primordial era el cuidado del hogar y la familia.
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La representación cultural más frecuente de las mujeres era la de “ángel del hogar”, proveedora seráfica que sostenía a la familia. Conforme a este modelo, las mujeres debían ser modestas y sumisas y dedicarse amorosamente a sus hijos, maridos o padres, pero también debían desempeñar eficazmente su función de gobernantas de la casa. Su deber social como guardianas de la familia no se consideraba ni mucho menos trivial. Por el contrario, los numerosos libros y fascículos que se publicaron para aconsejar a las mujeres sobre esta tarea esencial hacían hincapié en la vital importancia que tenía su rol de ama de casa en la formación y mantenimiento de la familia.
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De este modo, las madres, esposas e hijas tenían asignado, paradójicamente, el doble papel de “ángeles” etéreos y agentes vitales para el correcto funcionamiento de la familia. Un folleto publicado en 1886 en la colección “Biblioteca para Señoritas” describía la compleja lista de obligaciones que se atribuía a las mujeres y que iban desde el gobierno de la economía doméstica a la elevación del tono moral de la familia:
El bienestar de la familia depende de la mujer... Ella, cual hada protectora, vigila a un tiempo en obsequio del orden, de la salud de los hijos, del contento del marido y de la prosperidad que es consecuencia de la razonable economía. La mujer es el gobierno de la casa, es el elemento primordial a cuya influencia se reparan pérdidas y quebrantos, se conserva la adquirida fortuna, se inculcan ideas de moralidad, se traza a cada individuo sus deberes y todo esto no con la expresión de la fuerza, sino con el hermoso prestigio del amor, pues la mujer del hogar domina sobre todas las almas.
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Así, las mujeres se caracterizaban por ser dulces, mágicas y angelicales, pero también por ser administradoras tenaces del hogar, guardianas de la fortuna familiar y árbitras del progreso moral. Por lo tanto, esta actitud ideológica sobre la maternidad contiene un concepto positivo de la valía social de la mujer y de su contribución a la familia. Un ejemplo del valor que se le atribuía es la demanda que en 1916 hizo la inspectora de primera enseñanza Leonor Serrano de Xandri para que se retribuyera el trabajo doméstico, se reconociera como una profesión y que la maternidad se considerara una labor social y recibiera por ello protección del Estado.
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A pesar de esta percepción sobre la valía social del papel femenino en la sociedad, la mayoría de las actitudes hacia la “Perfecta Casada” eran ambivalentes, ya que colocaban a la mujer en una posición claramente inferior a la de los hombres en un manifiesto orden jerárquico de género a pesar del reconocimiento de su valor en el ámbito doméstico. La sociedad era representada como un orden social de definición masculina cuyos rasgos característicos claves eran la jerarquización social, la supremacía del hombre y la subordinación de la mujer.
Muchos textos de finales del siglo XIX y principios del XX todavía afirmaban públicamente la inferioridad femenina. Un artículo aparecido en
La Vanguardia
declaraba en 1889:
Desde su inteligencia a su estatura, todo en ella es inferior y contrario a los hombres. Todo en ella va de fuera a dentro. Todo es concentrado, receptivo y pasajero; en un hombre todo es activo y expansivo... En sí misma, la mujer no es como el hombre, un ser completo; es sólo el instrumento de la reproducción, la destinada a perpetuar la especie; mientras que el hombre es el encargado de hacerla progresar, el generador de inteligencia, a la vez creador y demiurgo del mundo social. Así es que todo tiende hacia la no igualdad entre los sexos y la no equivalencia; de modo que las mujeres, inferiores a los hombres, deben ser su complemento en las funciones sociales.
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Aunque a comienzos del siglo XX tales afirmaciones respecto a la inferioridad de la mujer tendían a ser desplazadas por otras más sutiles que defendían una condición igual pero complementaria, muchas mujeres seguían todavía interiorizando este discurso de género y los valores culturales que transmitía. Con frecuencia, las mujeres que estaban interesadas en mejorar su suerte seguían siendo conservadoras en lo que respecta a su idea de rol social femenino y a veces aceptaban la supremacía masculina en un sistema claramente patriarcal.
Ese fue el caso de Dolors Monserdà (1845-1919), escritora y una de las figuras más destacadas del nacionalismo conservador catalán y del movimiento reformista católico dedicado a la promoción de la mujer a principios del siglo XX. Monserdà era una mujer muy culta que no sólo estaba comprometida con la escritura, sino con la promoción activa de la mujer en la educación, el trabajo y la cultura. Sin embargo, combinaba estas actividades con declaraciones públicas en las que apoyaba al hombre. Su postura es indicio también de la abrumadora omnipresencia en la España de aquella época de la doctrina católica en las cuestiones relativas a la mujer. Aunque se autoproclamaba feminista y creó su propia versión del feminismo católico conservador catalán, Monserdà también reconocía la subordinación femenina y la atribuía tanto a las leyes naturales como divinas:
No es mi intención hablar o minimizar en lo más mínimo la sumisión que la mujer, por ley natural, por mandato de Jesucristo y por propia voluntad al contraer matrimonio, debe tener al hombre, ya que esta sumisión es del todo necesaria para el adecuado gobierno de la familia y la sociedad; sumisión, que en la mujer es un impulso del corazón al que siempre obedece, siempre que la supremacía reconocida por las leyes divinas y humanas se combine con la superioridad moral del hombre que la impone.
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En otros países europeos que durante el siglo XIX experimentaron un proceso de secularización más profundo, los argumentos que se utilizaban para justificar la subordinación femenina se fueron formulando poco a poco sobre un razonamiento seglar pseudocientífico. Aunque esa línea argumental a la larga influyó en el discurso de género sobre la mujer en España, a principios del siglo XX éste todavía estaba profundamente influenciado por la doctrina católica.
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La cuestión de la capacidad intelectual de las mujeres se debatió más en otros países europeos y en los Estados Unidos que en España, en donde prácticamente todos los grupos sociales creían todavía en la inferioridad intelectual femenina. Incluso los sectores radicales y obreros expresaban de vez en cuando sus dudas acerca de dicha capacidad a pesar de sus teorías en contrario. Persistían las dudas sobre si la inferioridad intelectual de las mujeres era algo innato. En 1931, el conservador Francesc Tusquets todavía sostenía enérgicamente que:
Si la mujer ha brillado mucho menos que los hombres en el cultivo de las ciencias, las letras y las artes, este hecho no es debido más que en una parte muy pequeña a la diferencia de educación, pues principalmente lo es al talento y a la actividad naturales, que difieren bastante de un sexo a otro; y cuyas diferencias de aptitudes son innatas y, en consecuencia, fundamentales y permanentes.
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Mucho antes, otros escritores habían atribuido la supuesta inferioridad intelectual de las mujeres al hecho de que el principal motivo de todos sus actos, junto con el fundamento de su psicología, se debía de forma consciente o inconsciente, a la reproducción de la especie.
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Así, sería la matriz, y no el cerebro, lo que condicionaría la capacidad intelectual de las mujeres.
Hacia 1920 se generalizó otro argumento más sutil que alcanzó un grado de consenso notable en la sociedad española. El eminente endocrinólogo Gregorio Marañón propagó la teoría de la diferenciación y el carácter complementario de los sexos, sosteniendo que las mujeres no eran inferiores a los hombres sino sencillamente distintas. Su función principal era la de ser madres y esposas, por lo que cualquier otra actividad que emprendieran debía estar condicionada por ésa. Marañón afirmaba que sólo en circunstancias muy excepcionales, como en el caso de las viudas y solteras las mujeres podrían desempeñar actividades similares a aquellas en las que normalmente participaban los hombres.
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Así pues, la teoría de la diferenciación, al igual que la de la supuesta inferioridad intelectual femenina, apoyaba una estricta división de las esferas y la división sexual del trabajo. Tanto los escritores conservadores como los progresistas mantenían la idea de la complementariedad entre los sexos a partir de los diferentes rasgos psicológicos y biológicos de los hombres y de las mujeres.
Los prototipos de género que prevalecían en las primeras décadas del siglo XX presentaban todavía una honda diferenciación entre los sexos. Así, se decía que la razón, la lógica, la reflexión, la capacidad analítica e intelectual y la creatividad eran prerrogativas del hombre, mientras que la sentimentalidad, la afectividad, la sensibilidad, la dulzura, la intuición, la pasividad y la abnegación eran características exclusivas de las mujeres. Naturalmente, este modelo de género resultó muy eficaz para reforzar la idea de que la mujer estaba dotada de forma natural para dedicarse por completo al hombre y a la familia. Al hombre se le asignaban los ámbitos del trabajo, la política y la cultura: “Los hombres elaboraban las leyes, gobiernan las naciones, se dedican a la industria, las artes, las ciencias e incluso les estudian [mujeres]”, escribió el Dr. Polo Peyrolon en 1882, “en tanto que las mujeres crean costumbres ya que controlan directamente el corazón de los hombres como esposas y madres.
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Unos cincuenta años después, todavía se aseguraba que el “estado natural” de la mujer era el del matrimonio y que su destino era presidir su hogar y criar y educar a sus hijos.
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