El conductor, cuya lanzadera no corría sobre ruedas sino que permanecía a unos centímetros del suelo en todo momento, había pasado por corredores especiales reservados para tales vehículos y 1o había hecho con tal rapidez que justificaba el nombre que se le daba. Ahora salió a un corredor normal que corría paralelamente, aunque a cierta distancia, a la izquierda de una autopista. La lanzadera, más lenta ahora, hizo un giro a la izquierda, zumbó por debajo de la autopista, salió al otro lado y después, medio kilómetro más allá, se detuvo ante un edificio de adornada fachada.
La puerta se abrió automáticamente. Daneel salió primero, esperó a que lo hiciera Giskard y entregó al conductor una hoja metálica que había recibido de D.G. El conductor la miró detenidamente, luego se cerraron las puertas de golpe, y escapó a toda velocidad sin decir media palabra.
Hubo una pausa antes de que se abriera la puerta en respuesta a su llamada y Daneel supuso que los habían estado observando. Cuando se abrió, una joven les guió rápidamente por el interior del edificio. Evitó mirar a Giskard, pero mostró algo más que curiosidad por Daneel. Encontraron a la subsecretaría Quintana sentada tras una mesa enorme. Les sonrió y dijo con una alegría algo forzada:
–Dos robots, sin la compañía de seres humanos. ¿Estoy segura?
–Enteramente, señora –respondió gravemente Daniel–. Para nosotros tampoco es corriente ver a un ser humano sin la compañía de sus robots.
–Les aseguro que también tengo robots. Les llamo subordinados y uno de ellos les ha acompañado hasta aquí. Me asombra que no se haya desmayado al ver a Giskard. Creo que lo hubiera hecho si no la hubiera advertido antes y si usted no fuera tan extraordinariamente interesante de aspecto, Daneel. Pero dejemos esto. El capitán Baley insistió tanto en su deseo de que les recibiera, y mi interés por mantener buenas relaciones con un importante mundo colonizador es tanto también, que he aceptado la entrevista. Pero, mi jornada sigue muy cargada y les agradeceré que terminemos pronto... ¿Qué puedo hacer por ustedes?
–Señora Quintana... –empezó Daneel.
–Un momento. ¿Pueden sentarse? Anoche le vi sentado.
–Podemos sentarnos, pero estamos igualmente cómodos de pie... No nos importa.
–Pero a mí, sí. Para mí no sería cómodo estar de pie... y si me siento me dolerá el cuello de tanto mirar hacia arriba. Por favor, acerquen sillas y siéntense. Gracias... Ahora, Daneel, ¿de qué se trata?
–Señora, supongo que se acuerda del incidente del desintegrador disparado anoche contra la tribuna, después del banquete.
–En efecto. Y lo que es más, sé que fue un robot humanoide el que sostenía el arma, aunque no vamos a admitirlo oficialmente. Y aquí me tiene sentada con dos robots, detrás de mi mesa, y sin protección. Y uno de ustedes también es humanoide.
–Pero yo no tengo desintegrador, señora –sonrió Daneel.
–Espero que no... El otro humanoide no se le parecía nada, Daneel. Usted es una obra de arte, ¿lo sabía?
–Estoy perfectamente programado, señora.
–Me refiero a su apariencia. Pero, ¿qué me decía del desintegrador?
–Señora, ese robot tiene una base en alguna parte de la Tierra y debo saber dónde está. He venido de Aurora para encontrar esa base y evitar semejantes incidentes que puedan romper la paz entre nuestros mundos. Tengo razones para creer...
–¿Usted es el que ha venido? ¿No es el capitán? ¿No es Gladia?
–Nosotros, señora, Giskard y yo. No estoy en posición de poder contarle toda la historia de cómo nos hicimos cargo de la tarea, y tampoco puedo darle el nombre del ser humano bajo cuyas instrucciones trabajamos.
–¡Vaya! ¡Espionaje internacional! Fascinante. ¡Qué lástima que no pueda ayudarles!, pero no sé de dónde procede el robot. No tengo la menor idea de dónde se encuentra su base. Ni siquiera sé por qué han venido a mí en busca de esta información. En su lugar, Daneel, yo hubiera ido al Departamento de Seguridad... –Se inclinó hacia él–. ¿Tiene piel verdadera en su rostro, Daneel? Es una imitación extraordinaria, si no lo es...
–Alargó la mano hacia él y la posó delicadamente en su mejilla–. Incluso el tacto es perfecto.
–Sin embargo, señora, no es verdadera piel. Si se corta... no se cura sola. Por el contrario, un desgarrón puede remendarse fácilmente o puede ponerse un parche.
–¡Uf! –Y Quintana arrugó la nariz. –Pero ya hemos terminado, porque no puedo ayudarles en cuanto al hombre del desintegrador. No sé nada.
–Señora, permítame que le explique algo más. Este robot puede formar parte de un grupo interesado en los procesos primitivos para la obtención de energía, que usted me describió anoche..., la fisión. Créalo así, que hay gente interesada en la fisión y en el contenido de uranio y torio en la corteza terrestre. ¿Dónde podría haber un lugar conveniente para que lo utilicen como base?
–¿Una vieja mina de uranio, quizá? Ni siquiera sé dónde puede haber una. Debe comprender, Daneel, que la Tierra siente una aversión casi supersticiosa por todo lo nuclear y por la fisión en particular. Encontrará menos que que nada sobre fisión en nuestros trabajos sobre energía, y solamente lo estrictamente esencial en producción para expertos. Incluso yo sé muy poco; pero claro, yo soy administrativa, no científica.
–Una pregunta más, señora. Interrogamos al supuesto asesino sobre la situación de su base, y lo hicimos insistentemente. Estaba programado para sufrir inactivación permanente, una total congelación de sus circuitos cerebrales, en caso de interrogación y se desactivó. Pero, antes de que ocurriera, en su lucha final entre obediencia y desactivación, abrió dos o tres veces la boca, como si quisiera..., posiblemente..., decir tres sílabas. La tercera silaba, o palabra, o simplemente sonido, fue "milla". ¿Significa esto algo relacionado con la fisión?
Quintana movió lentamente la cabeza.
–No, no puedo decir que signifique algo. En todo caso no es una palabra que pueda encontrarse en un diccionario de galáctico estándar. Lo siento, Daneel. Ha sido agradable volver a verle, pero tengo la mesa llena de trabajo. Perdóneme.
Daneel dijo como si no la hubiera oído.
–Tengo entendido que milla podría ser una expresión arcaica referida a cierta unidad de longitud, algo posiblemente más largo que un kilómetro.
–Suena totalmente irrelevante, aunque fuera verdad. ¿Qué sabría un robot de Aurora sobre expresiones arcaicas y antiguas...? –Calló de pronto. Sus ojos se abrieron y palideció. Dijo:– ¿Es posible?
–¿Qué es posible, señora?
–Hay un lugar –dijo Quintana, medio perdida en sus pensamientos– que todo el mundo evita... tanto la gente como los robots. Si me gustara dramatizar, diría que fue un lugar de mal agüero. Tanto, que ha sido completamente borrado. Ni siquiera está en los mapas. Es la quintaesencia de todo lo que representa la fisión. Recuerdo haberme tropezado con el lugar en una vieja película de referencia, al principio de ocupar este cargo. Se hablaba de ello constantemente como del lugar de un "incidente” que arrancó para siempre de las mentes la idea de la fisión como fuente de energía. El lugar se llama Isla Tres Millas.
–Entonces es un lugar aislado, absolutamente aislado y libre de posibles intrusiones –musitó Daniel–, el tipo de lugar que uno encontraría consultando antiguos tratados sobre fisión, y por tanto lo reconocería como base ideal, donde guardar absoluto secreto y con un nombre de tres palabras, de las cuales "milla" es la tercera. Este es el lugar, señora... ¿Puede indicarnos cómo ir hasta allá y facilitarnos de algún modo la salida de la ciudad, y que se nos lleve a Isla Tres Millas o lo más cerca posible?
Quintana sonrió. Cuando sonreía parecía más joven:
–Está claro que si tienen entre manos un caso interesante de espionaje intelectual, no pueden permitirse perder tiempo, ¿no es cierto?
–No, señora, no podemos.
–Pues bien, entra dentro de mis obligaciones echar una mirada a Isla Tres Millas. ¿Por qué no les llevo en coche aéreo? Puedo defenderme conduciéndolo.
–Señora, su cantidad de trabajo...
–Nadie lo tocará. Estará aquí cuando vuelva.
–Pero abandonaría la ciudad...
–¿Y qué? No estamos en los viejos tiempos. Antes de la dominación espacial, la gente de la Tierra no abandonaba nunca sus ciudades, es cierto, hemos avanzado y colonizado la Galaxia por más de veinte décadas. Todavía quedan algunos, menos educados, que mantienen la vieja actitud provinciana, pero la mayoría gozamos de movilidad. Supongo que queda siempre la impresión de que podemos reunimos esporádicamente con algún grupo colonizador. Yo no pienso hacerlo, pero vuelo frecuentemente en mi aerocoche y hace cinco años volé hasta Chicago y, después, regresé... Esperen aquí. Voy a preparar el vuelo.
Salió como un torbellino. Daneel la miró y murmuró:
–Amigo Giskard, no me parece que esto sea característico en ella. ¿Has hecho algo?
–Un poco. Cuando entramos me pareció que la joven que nos acompañó se sentía atraída por tu aspecto. Yo estaba seguro de que existía el mismo factor en la mente de Quintana, anoche, en el banquete..., aunque me encontraba muy lejos de ella, y había demasiada gente en el salón para poder estar seguro. Sin embargo, una vez empezada nuestra conversación, la atracción era inconfundible. Poco a poco fui reforzándola y todas las veces que sugería que la entrevista iba a terminar, parecía menos decidida. En ningún momento se opuso a que continuaras. Por fin sugirió el aerocoche porque supongo que había llegado al punto en que ya no podía soportar perder la oportunidad de estar contigo un poco más.
–Esto puede complicar las cosa –dijo Daneel, pensativo.
–Pero es por una buena causa. Piénsalo en términos de la ley Cero.
–Y al decirlo daba la impresión de que estaba sonriendo..., si su cara permitía tal expresión.
Quintana exhaló un suspiro cuando posó el aerocoche sobre una porción de cemento adecuada para su propósito. Dos robots se acercaron al instante para el examen obligatorio del vehículo y para renovar su energía en caso necesario. Ella miró hacia la izquierda inclinándose por delante de Daneel al hacerlo.
–Está en aquella dirección –dijo–, a varios kilómetros del río Susquehanna. Hace mucho calor. –Se enderezó de mala gana y sonrió a Daneel. –Esto es lo peor al abandonar la ciudad. Aquí el ambiente está totalmente descontrolado. Imagine, permitir semejante calor. ¿No siente el calor, Daneel?
–Tengo un termostato interno, señora, que funciona a la perfección.
–Magnífico. Ojalá tuviera yo uno. En esta área no hay caminos, Daneel. Ni hay robots que puedan guiarle, porque no se acercan jamás a un área muy extensa. Podemos dar tumbos por todo el lugar sin llegar a la base, aunque pasáramos a quinientos metros de ella.
–No diga "podríamos", señora. Es absolutamente necesario que usted permanezca aquí. Lo que va a ocurrir será seguramente peligroso, y puesto que carece de acondicionamiento de aire, la tarea podría ser superior a su aguante físico, incluso sino fuera peligroso. ¿Puede esperarnos, señora? Sería muy importante para mí que quisiera hacerlo.
–Esperaré.
–Podemos tardar varias horas.
–Por aquí hay de todo y la pequeña ciudad de Harrisburg no está lejos.
–En este caso, señora, debemos ponemos en camino.
Saltó ágilmente del aerocoche y Giskard le siguió. Se dirigieron hacia el norte. Era casi mediodía y el sol de verano resplandecía reflejado en las partes bruñidas del cuerpo de Giskard.
–Cualquier indicio de actividad mental que puedas detectar será de los que andamos buscando –dijo Daniel– No debe de haber nadie más en varios kilómetros.
–¿Estás seguro de que podrás pararles, si les encontramos, amigo Daneel?
–No, amigo Giskard. No tengo la menor seguridad..., pero debemos hacerlo.
Levular Mandamus gruñó y miró a Amadiro con una sonrisa tensa en su flaco rostro.
–Asombroso –dijo– y de lo más satisfactorio.
Amadiro se secó la frente y las mejillas con un trozo de toalla, y preguntó:
–¿Qué quiere decir?
–Quiero decir que cada relevo funciona perfectamente.
–Entonces, ¿puede empezar la intensificación?
–Tan pronto como pueda calcular el grado apropiado de concentración de partículas W.
–¿Cuánto tiempo tardará?
–Quince minutos. Treinta.
Amadiro miró con aire de concentración sombría, hasta que Mandamus le dijo:
–Está bien. Ya lo tengo. Es el 2,72 en la escala arbitraria que he establecido. Esto nos concederá quince décadas hasta que alcancemos el nivel superior de equilibrio que se mantendrá sin cambios esenciales durante millones de años. Y este nivel nos asegurará que la Tierra podrá mantener unos pocos grupos repartidos en áreas libres de radiación. Sólo tenemos que esperar quince décadas y un conjunto desorganizado de mundos colonizados caerá en nuestras manos como frutos maduros.
–Yo no viviré quince décadas más –declaró Amadiro lentamente.
–Lo lamento de veras, señor –cortó Mandamus, seco–, pero estamos hablando, ahora, de Aurora y de los mundos espaciales. Habrá otros que continuarán su trabajo.
–¿Usted, por ejemplo?
–Me prometió la dirección del Instituto y, como está viendo, me la he ganado. Desde una base política, puedo razonablemente esperar ser presidente algún día y entonces llevaré a término la política que crea necesaria para asegurarme la disolución final de los, para entonces, mundos anárquicos de los colonizadores.
–Confía usted mucho en sí mismo. ¿Qué pasará si suelta el chorro de partículas W y luego viene alguien y lo cierra, en el transcurso de las próximas quince décadas?
–Imposible, señor. Una vez puesto en marcha, un mecanismo atómico interno lo fijará en dicha posición. Todo el lugar puede desintegrarse, pero la corteza terrestre continuará ardiendo lentamente. Supongo que sería posible recrear un montaje enteramente nuevo, si alguien en el planeta Tierra o entre los colonizadores duplica mi trabajo, pero si lo hacen no harán sino aumentar la velocidad de la radioactividad, jamás disminuirla. La segunda ley de termodinámica se ocupará de ello.
–Mandamus, dice usted que se ha ganado la dirección del Instituto. No se olvide que soy yo el que decide.
–No señor, no es usted. Con todo respeto, los detalles del proceso me son familiares, pero no a usted. Estos detalles están cifrados en un lugar que no encontrará, y si lo encuentra, están guardados por robots que lo destruirán antes de permitir que caigan en sus manos. No puede apuntarse ningún tanto por esto, yo sí.