—Aparte de la riqueza de la isla, que es considerable —seguí explicando—, y del hecho de que Isaac no cuenta con títulos suficientes para reclamar el trono, si tomamos Chipre y lo mantenemos, contaremos con una base desde la que atacar cualquier punto de la costa de Ultramar. Si perdemos Acre, que es prácticamente nuestra última posesión en el Levante, aún podremos reagruparnos en Chipre. Robin cree que Ricardo siempre tuvo intención de apoderarse de la isla, y que el desaire cometido con sus mujeres sólo le ha dado una excusa decente para la invasión.
—¡Pero costará meses! —protestó Will—. Si los señores locales respaldan al emperador, nos veremos metidos en una guerra larga, dura y costosa.
—Puede ser, pero Reuben me ha dicho que los caballeros chipriotas no quieren a Comneno. Con suerte, Ricardo podrá tomar la isla en una o dos batallas. Si las gana, los señores locales se apresurarán a pasarse a nuestro bando.
Will seguía preocupado, pero yo pensé que sería muy satisfactorio para mí enfrentarme al hombre que había negado a mi Nur agua fresca y víveres, y que ahora, mientras nosotros estábamos sentados aquí comiendo, la torturaba haciéndole pasar hambre y sed. Acabamos nuestra sopa en silencio.
♦ ♦ ♦
La costa de Chipre se extendía ante nosotros como una fulana desnuda: lozana, seductora, pero dispuesta a rendirse sólo a cambio de un precio. Frente a las bonitas casas encaladas de la ciudad de Limassol, apiñadas en torno a una gran iglesia y mostrándose alegres a la luz del sol primaveral, se extendía una larga cinta de playa amarilla, llana, limpia y bordeada de árboles, el lugar perfecto para el desembarco de botes de fondo plano. Más allá de la ciudad, se extendían hasta donde abarcaba la vista exuberantes huertas de naranjos y limoneros, alternadas con olivares que ascendían por las laderas de las colinas bajas del fondo, de un color verde con toques purpúreos.
Habíamos recogido a las damas reales la noche antes y cuando se hubieron refrescado y lavado, Ricardo las invitó a una fiesta en la cubierta; allí juró en público vengar la afrenta hecha a su honor, costara lo que costara. Yo me perdí su discurso porque estaba anudado en un abrazo apasionado con Nur, en un rincón oscuro del gran barco del rey, besando una y otra vez su rostro encantador y prometiéndole que nunca volvería a dejarla sola.
—Siempre he sabido… tú vienes… buscarme —dijo en su francés rudimentario. Y aquello conmovió mi corazón. La estreché en mis brazos y después de besarla en los labios le juré que, en adelante, siempre la libraría de todo daño; y con eso, empezamos a hacer el amor. Ni una sola vez en la siguiente media hora pensé que le había hecho la misma promesa que en tiempos hice a la judía Ruth.
Cuando nuestro deseo quedó satisfecho, nos quedamos tendidos dormitando el uno en los brazos del otro, hasta que me sobresaltó la voz de William, que, sin resuello por la excitación, me dijo que había vuelto la delegación enviada con una embajada al emperador. Me subí apresuradamente las bragas y las calzas, pasé impaciente mi túnica por la cabeza, me alisé el pelo y fui a escuchar las novedades en el puente superior, donde se había reunido en torno al rey una gran multitud.
Llegué justo a tiempo de oír decir al heraldo:
Y entonces, sire, cuando le hube remitido vuestras exigencias formales de restitución, se limitó a mirarme como si fuera una sabandija que se arrastrara por entre las rocas, y dijo «¡Tproupt, señor!», y me despidió.
—¿Dijo qué? —preguntó el rey con sus hermosas facciones surcadas de arrugas debidas a su asombro. Se había recuperado por completo de su enfermedad, y se mostraba animoso y emprendedor.
—«Tproupt», creo que dijo, «tproupt, señor».
El heraldo parecía un tanto desconcertado. A su alrededor, varios caballeros repitieron aquella palabra extraña, parecida al zureo de las palomas: «¡Tproupt, tproupt, tproupt!».
—¿Y qué se supone que quiere decir eso? —exclamó el rey—. Bien, no importa. Supongo que es un insulto grifón, o cosa parecida. ¡Tproupt! ¡Qué extraordinario! Así pues, la situación es la siguiente: hemos cumplido ya con las formalidades y empieza la diversión. Caballeros…
Y el rey empezó a repartir una catarata de órdenes a sus hombres para el asalto a la fortaleza de Chipre.
♦ ♦ ♦
Apenas había espacio para respirar en la barcaza. Aquella embarcación de fondo plano estaba abarrotada de soldados de Robin; diecisiete guerreros armados hasta los dientes en un espacio destinado a no más de diez. Robin, Little John y sir James formaban la primera línea, delante del mástil, y Will Scarlet y yo estábamos apretujados en el centro, debajo de la gris vela cuadrada, con una docena de jinetes sin sus monturas. Un marinero canoso situado en la popa nos guiaba con una mano puesta en el timón.
Nos vimos forzados a dar el asalto inicial en la playa con sólo una fracción de nuestra hueste: tan sólo trescientos hombres. Pero el rey pensaba que serían suficientes, y había pedido a cada uno de los comandantes que seleccionara a sus mejores guerreros, dejando al resto de espectadores en los barcos. Los diecisiete que estábamos en aquella barca plana éramos la élite de la fuerza de Robin y me sentí orgulloso al pensarlo. El problema de Ricardo era la falta de barcos pequeños —se aprontaron todos los botes, esquifes, barcas de remo y faluchos de la flota para el asalto—, porque sólo era posible utilizar barcas de fondo plano para el desembarco en la playa. Y todas se llenaron de guerreros: caballeros y soldados en la primera oleada, seguidos en la segunda por los cien arqueros de Robin más dos botes con ballesteros de Aquitania muy sensibles al mareo.
Las bordas bajas de la barcaza quedaban peligrosamente cerca del agua, y si zozobrábamos todos nos habríamos ahogado de inmediato debido al peso de la armadura que llevábamos. Pero, cosa extraña, no sentí miedo. Una vez más, la presencia del rey, dos barcas por delante de nosotros, me inspiró un valor desmedido. Mi rey poseía esa maravillosa cualidad: desde luego la nobleza y el valor le sobraban, pero además nos hacía sentir que, bajo su mando, todo era posible. Éramos trescientos hombres dispuestos a tomar toda una isla…, y bien defendida además.
El emperador había estado muy atareado los últimos días. En la playa de Limassol se había levantado una gran barricada con el fin de impedirnos el desembarco. Había sido construida, al parecer, con los materiales de toda clase que se encontraron a mano: grandes piedras, cercas de ganado, cascos desfondados de botes de remos, viejos tablones y árboles muertos, y también enormes ánforas para guardar aceite de oliva, apiladas junto a cualquier cosa de madera que se encontrara en la ciudad: mesas, sillas, taburetes, puertas e incluso un altar de la iglesia se amontonaban en una larga línea que nos cortaba el paso hacia la playa de una manera sorprendentemente eficaz. Y detrás de la barricada esperaban casi dos mil hombres: caballeros griegos de cascos redondos pulidos y relucientes, mercenarios armenios de piel morena, ciudadanos de Limassol armados con picas y ballestas, campesinos chipriotas reclutados en los campos sin más armas que lanzas confeccionadas por ellos mismos y las herrumbrosas espadas de sus abuelos. Tenían todas las ventajas de su lado, la barricada, el número y la patria por la que luchaban. Nosotros les atacábamos desde el mar con un puñado de hombres fatigados por el viaje, lejos de nuestros hogares y con las ropas más pesadas de lo habitual por la espuma marina que las empapaba. Y sin embargo, al ver el rostro impaciente del rey Ricardo, cuando se agachó para tomar impulso y saltar a tierra desde el primer bote, tuve la certeza instantánea de que saldríamos victoriosos.
Cuando estuvimos a un centenar de metros de la playa, Robin se volvió hacia las barcas que venían detrás, gritó una orden y empezaron a volar las flechas. Los arqueros galeses tensaron sus poderosos arcos de tejo, apuntaron alto y, con un ruido como el de la tela al desgarrarse, lanzaron una nube de flechas que se elevaron en el cielo azul y fueron a caer como la ira del Todopoderoso sobre la barricada. La primera oleada de flechas cayó como una letal lluvia gris: las puntas de acero que remataban los astiles de casi un metro de largo penetraron en las cotas de malla de los caballeros con la misma facilidad que en las rústicas túnicas de los campesinos, y les causaron horribles heridas en el pecho, los hombros y la espalda. Los hombres se agazaparon detrás de la barrera para evitar la andanada, quienes tenían escudo lo alzaron por encima de su cabeza, y quienes no, sufrieron el efecto catastrófico de aquellos proyectiles que se clavaban en sus cuerpos indefensos. Los heridos abandonaron tambaleantes la barricada, sangrando en ocasiones por más de una herida, y los muertos fueron pisoteados por pies calzados con malla de acero cuando los hombres de la línea defensiva corrieron a guarecerse después de aquella primera descarga de flechas. Y entonces cayó sobre ellos la segunda descarga, se oyó el tableteo de las flechas al clavarse en las maderas de la barricada, al atravesar una cara vuelta imprudentemente hacia el cielo, incluso al perforar un casco de calidad inferior, y varias decenas de hombres cayeron a lo largo de la línea defensiva. Poco después, se vieron abrumados aún por una tercera y una cuarta descarga. Los gritos patéticos de los griegos heridos resonaban con claridad en el aire salado, pero también oí a Little John blandir en el aire su gran hacha de batalla con un zumbido agudo que me provocó un escalofrío en la espina dorsal mientras avanzábamos hacia la playa.
Las flechas seguían realizando su siniestra tarea de adelgazar la línea de defensa enemiga. Nuestros galeses de las barcas que venían detrás disparaban ahora a voluntad, no en descargas cerradas, pero las flechas seguían cayendo como una incesante nube mortal, y los ballesteros de Aquitania, cuando llegaron a la distancia a que alcanzaban sus armas, sumaron sus virotes a la matanza. La barricada quedó tapizada de cuerpos, chorreando sangre en muchos puntos, y en los extremos de la línea vi a los primeros campesinos darse a la fuga hacia los campos para escapar de aquella barrera mortal, y a los capitanes gritándoles furiosos. Pero el centro, el núcleo duro de caballeros griegos bien protegidos que rodeaban al emperador con su estandarte dorado, seguía tan sólido como una barra de hierro.
El bote del rey Ricardo fue el primero en llegar a la playa y varar en la arena. Y al grito de «¡Dios y Santa María!», nuestro soberano saltó de la cubierta, se tambaleó ligeramente al tocar el suelo y se irguió luego en toda su estatura. Al observar la línea enemiga, a apenas treinta pasos de distancia, su yelmo rodeado por una corona de oro brilló a la luz clara del mediodía; un virote lanzado por una ballesta pasó rozando su cabeza, y él se cubrió con el escudo en el que figuraban los dos leones dorados de su blasón personal, rampantes sobre fondo rojo; alzó su espada larga en el puño derecho y, sin mirar siquiera si el resto de los hombres le seguía, nuestro rey echó a correr playa arriba hacia la barricada improvisada, directo al estandarte dorado del «emperador», hacia el lugar donde más espesas eran las filas enemigas.
No había tiempo para contemplar el ataque de nuestro más noble caballero al enemigo, porque ya nuestra barcaza tocaba la arena y hube de cuidar de mantener el equilibrio cuando nuestra quilla dejó de hendir el agua blanda y penetró en la tierra firme. Robin fue el primero en saltar a la arena, y de inmediato corrió por la cuesta para colocarse junto al rey; yo fui tambaleante detrás de él, de sir James de Brus y de Little John. En pocos segundos habíamos llegado a la barrera, a la derecha del rey Ricardo y del grupo de caballeros elegidos de su séquito que ahora lo rodeaban, y que ya intercambiaban golpes salvajes con los griegos a través del desvencijado muro defensivo. Robin gritó a Little John algo que no pude oír. El gigante rubio dejó caer su hacha de batalla y, protegido por las espadas y los escudos de sir James y del propio Robin, empezó a dar tirones a una gran mesa encajada en el centro de la barrera. Aferró una de las gruesas patas redondas, dobló las rodillas y empujó. Se oyó un fuerte crujido y la mesa se movió varias pulgadas; los caballeros griego que peleaban con Robin y sir James se echaron atrás sorprendidos, porque toda la barricada empezó a temblar; un ballestero apareció como un demonio vengador delante de Little John. Se llevó el arma al hombro, apuntó a la espalda de John… —tan cerca que era imposible fallar— y se detuvo. Su cabeza cayó hacia atrás, de la órbita de su ojo pareció brotar de pronto un metro de astil de buen fresno inglés, y cayó del otro lado de la barricada. Nuestros arqueros habían llegado a tierra firme. Yo lancé una estocada a un rostro barbado que apareció detrás de la barrera de madera y lo forcé a retroceder, y luego un hombre me asestó un golpe con una lanza desde el otro lado, y yo a mi vez hube de realizar un rápido giro sobre mí mismo para no ser alcanzado.
A mi izquierda, Little John forcejeaba todavía con la pata de la mesa, moviendo adelante y atrás el cuerpo en tirones cortos y explosivos. Dio un tremendo empujón final, los músculos de sus enormes brazos se tensaron, el sudor resbalaba en su frente, y de pronto la mesa fue arrancada con un fuerte estrépito, como el mugido de una vaca al dar a luz a su ternero ensangrentado, y dejó abierta una brecha en la línea de la defensa enemiga. John perdió el equilibrio y cayó al suelo, pero docenas de manos impacientes empezaron a destrozar el baluarte enemigo, apartando sillas, tablones y piedras, y en pocos momentos se había abierto un gran agujero en el centro del muro, por el que pasó de inmediato nuestro bravo rey, sin un momento de pausa ni un pensamiento para su propia seguridad; y todos —Robin, sir James, yo mismo y una docena de los caballeros más valerosos— cruzamos tras él como una falange implacable revestida de acero y de furia.
Yo tenía la espada en la mano derecha y el puñal en la izquierda; cubría mi cabeza con un ajustado casco semiesférico de acero, y mi cuerpo, desde las muñecas hasta la rodilla, estaba protegido por una cota de resistente malla de acero. Y estaba decidido a matar a los hombres de Chipre que habían insultado a mi Nur. Un caballero griego me gritó unas palabras de desafío y lanzó un mandoble en dirección a mi cabeza; lo evité con un quiebro e intentó golpearme con el escudo, pero yo me anticipé a su movimiento, hice resbalar mi cuerpo sobre su escudo hacia la izquierda para evitar su espada, y luego le di un tajo por detrás a la altura de sus muslos. El golpe no atravesó la malla que le cubría las piernas, pero hizo caer al caballero de rodillas y yo solté la espada, tiré hacia arriba de su yelmo con la mano libre para dejar expuesto su cuello y, con la rapidez de un relámpago de verano, le rebané el cuello con mi puñal. La sangre brotó a chorros cuando dejé caer a un lado su cuerpo convulso, y de inmediato me arrodillé para recoger la espada… Y ese movimiento me salvó la vida, porque otra espada hirió el aire por encima de mi cabeza; oí el zumbido, me di la vuelta y tiré una estocada con mi arma recién recuperada casi en un único movimiento, y hundí la punta de la espada en el escroto del soldado que me atacaba. Su armadura consistía sólo en una coraza de cuero y una especie de falda corta también de cuero. Se tambaleó, se llevó las manos a sus partes, y la sangre empezó a fluir por entre los dedos. Habíamos atravesado la línea de los chipriotas, y vi a mi izquierda al rey Ricardo en combate con un grupo de caballeros de ricas armaduras; Robin estaba a su lado, tirando tajos y estocadas como un maníaco, y también Little John, que en ese momento derribaba a un jinete de su caballo con un tremendo hachazo que hizo saltar un chorro de sangre.