Robin Hood II, el cruzado (29 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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—El rey está impresionado ya por tus talentos de cortesano —continuó él—. Le gusta tu música; quedó muy admirado por tu interpretación de
Tristón e Isolda
, el mes pasado. De hecho, vengo con el encargo de traerte una invitación para cenar con él la noche de Navidad. El rey desea que cantes para la fiesta. ¿Qué te parece?

Era un gran honor, pero como suele ocurrirme en presencia de grandes hombres, me vi incapaz de formular una respuesta adecuada. Sólo murmuré algo acerca de lo agradecido que estaba, e hice una nueva reverencia.

—Pasado mañana a mediodía, entonces. En el nuevo castillo —dijo, y señaló hacia la mole oscura de Mategriffon, que se alzaba sobre nosotros. Luego sonrió, hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó, seguido por sus caballeros.

—Es un raro privilegio —dijo sir James—. Cenar con el rey. Te convendrá tener cuidado para no caer en desgracia.

Estaba en lo cierto, y además yo tendría que actuar. Me despedí rápidamente de él y volví con prisas al monasterio para empezar a trabajar en la música; tenía que crear algo muy especial, me dije a mí mismo. Pero en mi cabeza las palabras «sir Alan Dale» «sir Alan de Westbury» y «Alan, el señor de Westbury» revoloteaban como una bandada de gorriones encerrados en una sala.

Robin se alegró por mí cuando le dije que cantaría delante del rey. Estaba levantado y daba de comer a
Quilly
los restos de un plato de cordero hervido. Había perdido mucho peso, pero parecía contento, habida cuenta de lo cerca que había estado de la muerte.

—He decidido que tengo que buscar más diversiones —declaró—. La vida es corta y la muerte nos espera a todos, y como sin duda estoy ya condenado para toda la eternidad por mis muchos pecados, he decidido permitirme algún placer antes de enfrentarme al fuego del infierno. Así pues, ven a mi lado, Alan, bebamos una frasca de vino y canta alguna cosa para mí.

Hice lo que pedía mi señor. Pasamos una velada muy agradable cantando, bebiendo y bromeando. A medianoche, con la cabeza que me daba vueltas y las manos acalambradas de tanto tocar la viola, dejé a un lado mi instrumento y me despedí. Nur me estaría esperando en la celda en que me alojaba, y ansiaba estar desnudo con ella bajo las mantas.

—Alan —dijo Robin, al ver que me levantaba y me dirigía a la puerta con pasos inseguros—, siéntate otra vez unos momentos. Quiero hablar contigo.

Yo tomé asiento, obediente, en un taburete colocado junto a la mesa.

—Quiero que hagas algo por mí —dijo Robin, y parecía enteramente sobrio, con los ojos relucientes a la luz de las velas—. Quiero que encuentres al que está intentando matarme. Con discreción y rapidez, descubre de quién se trata, e infórmame. Ha habido tres intentos en el último año, y por pura suerte he sobrevivido a los tres. Pero no siempre seré tan afortunado. Si quieres servirme bien, encuentra al culpable.

Yo había esperado a medias una cosa así. Robin tenía razón; las cosas no podían seguir de ese modo, con un asesino suelto oculto entre la «familia» de Robin.

Dije a mi señor que aceptaba el encargo. Y él insistió.

—Cuéntame lo que sabemos hasta ahora de los tres atentados…

—Bueno —dije—, el primer intento, en tu alcoba de Kirkton, fue obra del arquero Lloyd ap Gruffud. Owain descubrió en sus investigaciones en Gales que un hombre de Murdac prometió a Lloyd las cien libras de plata alemana, y también que le amenazaron con matar a su único hijo si no intentaba acabar contigo. Desde luego, para entonces Lloyd ya estaba muerto, pero su viuda se apresuró a contar al enviado de Owain todo lo que sabía; quería asegurarse de que no hubiera represalias por nuestra parte. Owain le envió un puñado de monedas por su sinceridad, y se trajo a ella y a su hijo al castillo de Kirkton para tenerlos a buen resguardo. Sin embargo, aunque Lloyd haya muerto, el dinero manchado de sangre de Murdac puede haber inducido a otra persona, un arquero, un soldado o incluso un caballero, a intentar reclamarlo.

—Me gustaría poder reclamarlo yo mismo —dijo Robin, sombrío. Yo sabía que se veía en serios apuros de dinero; el rey todavía no le había pagado un solo penique, y el dinero que recibió a préstamo en Inglaterra casi se había acabado. Pero no quise distraerle de la discusión sobre el asesino, de modo que ignoré su comentario y seguí diciendo:

—También sabemos que, sea quien sea, se trata de alguien cercano a ti porque, en las dos ocasiones, la de la serpiente y la de la fruta envenenada, el asesino tuvo libre acceso a tu alcoba privada o a tu tienda; por tanto, forzosamente debe tratarse de alguien cuya presencia no llama la atención. Pero ese dato no reduce gran cosa las posibilidades. Casi todas las personas que están a tu servicio tienen motivos para entrar aquí; si se les pregunta, pueden decir que traen un mensaje de Owain, o de Little John, o de sir James, por ejemplo. De manera que eso no nos sirve de mucha ayuda.

—Bueno, pues se ha acabado —dijo Robin con decisión—. En adelante, el único medio de llegar a mi presencia, de verme y de hablar conmigo, será a través de ti… y de John, supongo. No puedo creer que John Nailor tenga intención de matarme después de tantos años. La verdad es que, si quisiera verme muerto, hace mucho que yo ya no estaría en este mundo.

»Así pues —siguió diciendo mi señor—, cualquier contacto conmigo habrá de pasar a través de ti o de John. Tú me traerás la comida, después de que la pruebe
Quilly
, por supuesto —y sonrió al bulto amarillo que se había enroscado pacíficamente en un rincón de la habitación—, me servirás el vino, cualquier orden para los hombres pasará a través de ti, y cualquiera que desee hablar conmigo tendrá que dirigirse a John o a ti para que me paséis el recado. Cuando salga de este lugar, o bien tú o bien John me acompañaréis a todas partes. ¿Está claro?

—Sí —dije—, pero ¿de verdad es necesario todo eso? Resultará muy extraño, y a los hombres no les va a gustar. Pensarán que desconfías de ellos.

—No hay forma de impedirlo —dijo Robin—. Cuanto antes encuentres al asesino, antes acabaremos con esta comedia. ¿Se te ha ocurrido alguna idea?

—Tengo la sensación de que el asesino podría ser una mujer —dije—. Y no acaba de convencerme la idea del dinero de Murdac como motivo. Muy bien podría tratarse de sir Richard Malvête. Cuando me tropecé con él en Messina, la noche después de la batalla, me juró que se vengaría de ti…, y de mí.

—Podría ser cosa de Malvête —dijo, pensativo—, pero eso querría decir que el responsable del atentado de Francia fue algún otro, porque la Bestia se incorporó al ejército en Messina. ¿Es posible que haya en realidad tres personas detrás de los asesinos, uno en Yorkshire, otro en Francia y un tercero aquí? No lo creo. Tiene que tratarse de la misma persona.

Meditó un rato, con la barbilla en la palma de la mano y la vista perdida en el infinito.

—¿Por qué piensas que puede tratarse de una mujer? —preguntó Robin al cabo de un rato.

—Por la naturaleza de los ataques —contesté—. Son solapados, silenciosos, rastreros: una serpiente en la cama, comida envenenada. Eso no es propio de un hombre, de un soldado.

—Me parece que tienes una idea exagerada del honor de nuestros combatientes —dijo Robin con una carcajada—. Y aunque no quiero alardear de mi destreza, las probabilidades de darme muerte en una lucha de hombre a hombre, cara a cara, armados los dos, son bastante escasas. Ya pesar de que el atacante sea capaz de conseguirlo, le llevaría algún tiempo despacharme y, quién sabe, el famoso espadachín Alan de Westbury podría acudir en mi ayuda. —Me estaba tomando el pelo—. No, si tienes la intención de matar a alguien, el veneno es un medio tan bueno como cualquier otro.

Guardé silencio pero, a pesar de que no podía explicarlo, estaba seguro de que el asesino no era un guerrero. No se me ocurrió cómo explicarlo con exactitud a Robin, de modo que no dije nada más sobre el tema. En cambio, discutimos los aspectos prácticos del plan de Robin de aislarse, y cómo podría funcionar en el día a día.

Cuando ya me despedía, Robin me tomó del brazo y me dijo:

—Sé que no siempre vemos las cosas de la misma manera; sé que hay veces en que, por las razones que sea, te pones furioso conmigo, pero quiero que sepas que estimo en lo que vale que hayas asumido esta misión, y soy consciente de que, si tienes éxito, te deberé la vida.

Al mirarle a los ojos recordé a Ruth, y al hombre cuya vida fue sacrificada en homenaje a un falso dios de los bosques en nuestros días de proscritos, y una docena de otras crueldades de Robin en busca de conseguir un provecho personal, pero en ese momento la rabia que había sentido en el pasado había desaparecido.

Y pensé también en todo lo que había hecho por mí, en las veces en que me había salvado, en medio de la batalla o señalando un nuevo curso a mi vida; en el señorío de Westbury, en la amistad que me había demostrado, en el honor de mi alto rango entre sus rudos oficiales.

—No hago otra cosa que cumplir con mi deber de fiel vasallo, y todo lo que hago lo has hecho tú por mí multiplicado por ciento —dije, con un sentimiento auténtico en la voz. Apreté su antebrazo y me fui antes de que mis emociones se hicieran incontrolables.

El rey estaba de un humor festivo cuando nos reunimos a cenar en la gran sala del castillo de Mategriffon. Un gran fuego rugía, preparado sobre un hogar formado por enormes piedras en el centro de la estancia, y las pavesas revoloteaban en el aire y desaparecían con la gran nube de humo oscuro que se acumulaba en lo alto, para disiparse poco a poco al encontrar salida por las aberturas practicadas junto al techo de la enorme sala. Se habían instalado mesas en forma de herradura en torno al hogar central lo que daba a aquel banquete un aire familiar en lugar del empaque solemne de una fiesta regia. En el centro de la mesa colocada en la cabecera, se sentaba el rey, que proponía brindis y felicitaciones a sus invitados —éramos poco más de una docena—, y les insistía en que probaran los bocados más exquisitos de carne en las bandejas de plata dispuestas sobre la mesa. Al lado del rey y a su derecha, ocupaba el lugar de honor Tancredo, el rey de Sicilia, un hombrecillo simiesco de cara arrugada y con una banda muy larga de pelo oscuro cuidadosamente extendida sobre el cráneo para disimular su calvicie.

Yo me senté en una de las mesas laterales, al lado de sir Robert de Thurnham, al que saludé con efusión, y de un severo caballero francés al que no conocía. El francés y yo nos saludamos con cortesía, pero sin un interés sincero; en cualquier caso, en presencia de reyes siempre es preferible prestar atención al hombre más importante de la reunión. Ricardo bromeó, rió y devoró grandes cantidades de cochinillo, desgarrando la carne de los huesos de las costillas con sus grandes dientes blancos, y al cabo de una hora aproximadamente de festín, se limpió la grasa que goteaba de su barbilla con una servilleta blanca de lino y, después de alzar en mi dirección su copa de vino, me invitó a cantar algo para sus invitados.

Yo había compuesto algo especial para la ocasión, inspirándome en mi amor por Nur; aunque, desde luego, no podía proclamar que estaba enamorado de una esclava que había servido de entretenimiento sexual a un hombre rico. De modo que utilicé el recurso habitual del amor por una gran dama, situada muy por encima de mi propia condición, a la que sólo podía adorar desde la distancia. Si lo recuerdo bien, empezaba así:

Mi alegría me invita a cantar
en esta dulce estación,
y el corazón generoso replica
que es bueno sentir de este modo…

Me acompañé con una melodía sencilla pero pegadiza de la viola, de forma que la música nunca predominara sobre las palabras, pero sí realzara su belleza y acentuara el ritmo del poema.

A Ricardo le encantó la canción. Le gustó tanto que quiso formar parte de ella, poseerla, reclamarla incluso como suya. Pidió una segunda viola —creo que pertenecía al viejo bronquista Bertran de Born—, y mientras un criado la afinaba, Ricardo daba vueltas por la sala, murmurando para sí y con el entrecejo fruncido. De pronto, se volvió hacia mí, me dirigió una sonrisa beatífica y dijo:

—Ya lo tengo, Blondel. Verso a verso, ¿sí? ¿Dándoles la vuelta?

Me parece ahora que olvidó mi nombre, concentrado como estaba en el acto de componer, y por eso me dio un apodo relacionado con mis cabellos rubios, pero no protesté. Iba a compartir mis versos con el rey. ¿Existe un honor mayor para un
trouvère
?

Richard me pidió que volviera a empezar, y canté de nuevo la primera estrofa:

Mi alegría me invita a cantar
en esta dulce estación,
y el corazón generoso replica
que es bueno sentir de este modo…

Cuando acabé de cantar los versos con su acompañamiento, el rey empuñó su viola con cierta rigidez, y repitió música y palabras; luego alteró sutilmente la letra, siguiendo el mismo ritmo de mi estrofa:

Mi corazón me ordena amar
a mi dulce señora,
y mi alegría al hacerlo
es en sí misma una generosa recompensa.

Fue un recurso muy ingenioso utilizar las mismas palabras —alegría, dulce, generoso y corazón— en un orden diferente para expresar un pensamiento similar, y confieso que me sentí algo abatido al darme cuenta de las dotes de poeta de mi soberano. Me había costado un día entero escribir la canción, y la respuesta de Ricardo había llegado en menos tiempo del que se tarda en calzar un par de botas. Pero me repuse rápidamente, y cuando acabó contesté sus versos con una estrofa mía que modifiqué ligeramente en el verso final. Cantar aquello era dar prueba de frescura, casi de insolencia, y yo lo sabía, pero a pesar de todo canté:

Un señor tiene una obligación
mayor que el propio amor
y es recompensar con generosidad
al caballero que le sirve bien…

Yo no estaba pidiendo una recompensa para mí mismo, de verdad que no, sino que deseaba con fervor que Ricardo pagase a Robin el dinero que le había prometido. De manera que utilicé un tema común en la poesía de un
trouvère
—el deber de un buen señor de mostrarse generoso—, para expresar de forma sutil un mensaje que podía beneficiar a mi señor Robin y ayudarlo en sus dificultades financieras.

El rey Ricardo no se ofendió lo más mínimo por mis versos y, después de unos acordes introductorios de su viola, replicó con la siguiente estrofa improvisada:

Un caballero que con tanta dulzura
canta las obligaciones para con su noble señor,
conoce demasiado bien las virtudes
de los modos corteses, para así contradecirlas.

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