Todo el campamento se vio sacudido por el pánico delante de aquellos cincuenta asesinos revestidos de acero que galopaban pinchando y rajando al pasar a los chipriotas medio dormidos y medio desnudos; sus gritos de terror ahogaban nuestros gritos de victoria, mientras tajábamos y abatíamos las sombras que trataban de huir en la noche. Les perseguimos por entre las tiendas bamboleantes, atropellando a los fugitivos, golpeándoles del revés y del derecho con la espada, antes de picar espuelas en busca de una nueva víctima. Me alegré de no poder ver con claridad el resultado de nuestro paso mientras cruzábamos al trote largo por entre los árboles y golpeábamos sin discriminación aquellas caras pálidas de terror. Estoy seguro, y ruego a Dios que me perdone por tan grave pecado, de que por lo menos una o dos de mis víctimas fueron mujeres, pero no me detuve a evaluar el coste de nuestra carga para el enemigo porque, en el centro del campamento, había un círculo de antorchas y, a su luz parpadeante, pude ver una gran tienda listada de color verde y amarillo; a su lado, fláccido por la falta de brisa, guardado por dos caballeros montados e iluminado por las antorchas, el estandarte dorado del propio emperador parecía dudar de lo que veía.
Espoleé a
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y me dirigí hacia aquella luz. No fui el único en hacerlo; a mi izquierda y derecha vi a otros jinetes, algunos muy conocidos por mí y otros bastante menos, pero todos con el mismo objetivo, el de converger sobre el emperador y apoderarnos de él antes de que la alarma despertara a todo el campamento y miles de espadas de hombres montados y armados buscaran nuestras vidas.
Una forma oscura se acercó tambaleante en la oscuridad por mi izquierda, y le golpeé en la cabeza con mi maza. Otro hombre vino directamente hacia mí, y cambié ligeramente la orientación de
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con las rodillas para atravesarlo de parte a parte con mi espada. La hoja se encajó entre las costillas, y casi perdí mi arma; sólo pude liberarla con un fuerte tirón que me produjo un dolor vivo en la muñeca, antes de que
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saltara por encima de su cuerpo.
Al acercarme a la tienda imperial, vi que se había entablado una lucha encarnizada alrededor del círculo de antorchas; pude ver al rey en el lance de abatir a un caballero griego con un golpe de su espada, y tajar a otro casi simultáneamente. Robin estaba a su lado, y también sir James de Brus, cada uno de ellos peleando con un enemigo montado. Uno de los portaestandartes fue arrancado de su silla por una lanza bien dirigida por un caballero al que no conocía, y el otro, el que empuñaba el estandarte dorado, tiró de las riendas, hizo dar media vuelta a su caballo y saltó hacia el refugio de la oscuridad.
Yo grité «¡Westbury!», tendí al frente mi espada ensangrentada y taloneé los flancos de
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; el hombre se volvió a medias y espoleó a su montura para escapar de mí. Pero tenía a otro de los caballeros de Ricardo en la oscuridad, frente a él; no llegué a ver más que los colores escarlata y azul celeste de la sobreveste del otro caballero, y antes de que pudiera ver más, el portaestandarte dio la vuelta otra vez para evitar a su nuevo enemigo, y galopó directamente hacia mí. Levantó su espada cuando nuestros caballos se encontraron morro contra morro, y lanzó un gran tajo hacia mi hombro izquierdo; yo lo paré con el mango de hierro de mi maza y, casi al mismo tiempo, la punta de mi espada lo alcanzó en el ojo.
Hubo un chasquido como el de una rama pequeña al romperse, y percibí un latigazo de dolor al perder la espada dejando mi mano derecha torcida en un ángulo feo. Pero cuando me volví a mirar al portaestandarte, vi que se tambaleaba, muerto pero aún en la silla de montar, con mi espada incrustada en el cráneo, mientras su montura disminuía su carrera, primero al trote y luego al paso. Di media vuelta, y después de guardar la maza en el cinto y llevarme la mano de la muñeca lesionada al pecho, me coloqué junto al caballo del jinete muerto y, con la mano izquierda, arranqué el estandarte dorado de su funda en la silla de montar. Eché atrás la cabeza y grité, a medias por el triunfo y a medias por el dolor cada vez más intenso que sentía en mi mano derecha.
Alcé el estandarte dorado hacia el cielo y volví a gritar. Estaba solo en el campo de batalla, vencedor, con el estandarte enemigo, el depositario de su honor, en la mano; todos los grifones parecían haber huido o encontrado escondrijos en las tinieblas. Pero entonces, por el rabillo del ojo vi de pronto algo que se movía. Un caballo se acercaba al paso, sorteando los cuerpos esparcidos por el suelo, y montado en él, con la sobreveste escarlata y azul manchada de sangre, venía sir Richard Malvête.
Se detuvo a una docena de pasos de mí, e inclinó la cabeza a un lado. Estábamos completamente solos en el campo sumido en la penumbra, y lo único que se oía eran gemidos ahogados y gritos lejanos en la oscuridad.
—Veo que has perdido la espada, niño cantor —dijo sir Richard. Y soltó una carcajada, ronca, llena de malicia—. Será mejor que me pases a mí esa bonita bandera.
Por alguna extraña razón pensé en Reuben, y en las extrañas palabras que utilizó en la batalla de York.
—Ven tú y cógela, bastardo —dije, con los dientes apretados para reprimir el dolor de mi muñeca rota. Pero sir Richard no parecía escucharme siquiera; se había echado hacia atrás y desataba algo sujeto a la grupa de su caballo, una cuerda o una correa de cuero, supuse, que sujetaba alguna cosa. Luego se irguió y me dirigió una sonrisa torcida.
—Eso voy a hacer —dijo. Y el estómago me dio un vuelco al ver que sostenía con las dos manos una ballesta cargada y montada, y que el arma apuntaba directamente a mi cuerpo.
Disparó, el virote voló, y sentí un golpe como la coz de un caballo en mi costado derecho. Caí de lado, desmontado de la silla debido a la fuerza del proyectil, y apenas fui consciente de que mis hombros chocaban con el suelo antes de sumirme en una oscuridad profunda.
S
arah, la esposa de Dickon, vino a verme la noche pasada. Su marido el porquerizo tendrá que presentarse mañana al tribunal de Westbury, si decido presentar cargos contra él. Si quisiera, podría incluso enviarlo al tribunal del rey por el delito de robo con felonía. Sufriría un duro castigo de ser considerado culpable por los jueces itinerantes del rey, y su culpabilidad puede ser demostrada con facilidad. Media docena de testigos le oyeron jactarse de que robaba mis lechones, y los testigos son aparceros míos, gentes a cuyas familias puedo echar a la calle si su conducta me disgusta de alguna manera.
Marie hizo entrar en la sala a Sarah donde yo estaba sentado solo al lado del fuego, ya entrada la noche, con una jarra de cerveza caliente en la mano. Era casi la hora de acostarme, pero al verla me sacudí el cansancio. Las lágrimas corrían por sus mejillas arrugadas, y se postró delante de mí sobre la esterilla de juncos que cubría el suelo, despertando a uno de mis podencos de su sueño. El perro la miró con aire apenado y se alejó con un trotecillo cansino en busca de un lugar más tranquilo donde dormir.
Sus botas estaban cubiertas de nieve, y también tenía el chal salpicado de copos blancos. Me pregunté si íbamos a tener un invierno muy duro, y esperé a que hablara.
Llamé a los criados a la sala para que echaran otro leña al fuego y les pedí que trajeran a Sarah un taburete para sentarse y otra jarra de cerveza.
Marie demostró su furia por esas pequeñas cortesías apilando con mucho ruido las escudillas vacías que retiraba con los restos de la cena. Pero yo la ignoré y dije:
—Levántate del suelo, Sarah, y siéntate. Dime qué es lo que quieres. ¿Por qué vienes a estorbar mi descanso en una noche tan fría?
—Oh, señor, es por ese viejo bobo de Dickon. Se ha emborrachado otra vez con el hidromiel de la viuda Wilkins, y maldice de una forma horrible, y… —Hizo una pausa, y yo la animé a continuar. Bebió un sorbo de cerveza—. Oh, señor, dice que él mismo se va a cortar el cuello. Dice que vos lo enviaréis al tribunal del rey y que lo colgarán…, y jura que no va a morir de ese modo. Asegura que antes prefiere morir por su propia mano, como un soldado, y arriesgarse a la condenación eterna, que morir ahorcado como un vulgar ladrón. Le dije que vos no lo enviaríais a los jueces, no por un par de lechones, y que todo se reduciría a un juicio en la mansión y a una multa. Pero está loco, señor, y se encierra en nuestra casa murmurando, jurando y bebiendo más aún, y afilando su cuchillo. Oh, señor, decidme que no vais a enviarlo al tribunal del rey.
—Me ha robado —dije, en el tono más frío que pude emplear—. Y lo admite. Año tras año, se ha quedado con mi propiedad y se ha reído de mí mientras me robaba. ¿Qué quieres que haga? Tiene que haber justicia en Westbury.
Rompió otra vez en violentos sollozos que parecían llegar a su misma alma. Y como el viejo tonto blando que soy, me sentí conmovido por sus lágrimas.
—Vamos, Sarah, eso no está bien. Ve a casa ahora mismo y dile a Dickon que debe presentarse aquí mañana por la mañana, sobrio y limpio, y arrepentido, y que entonces discutiremos los dos el asunto de hombre a hombre.
Cuando la mujer se hubo ido, me dirigí al gran arcón en el que guardo mis posesiones más queridas, y rebuscando en el fondo encontré lo que quería: una vieja espada ordinaria enfundada en una vaina rozada de cuero. Extraje la hoja de su vaina y, al contemplar aquel metal gris, vi mi cara reflejada en él. Cuántos hombres había matado con esa espada, pensé: demasiados para poder contarlos, seguramente. Y con todo era el símbolo tradicional de la justicia; en manos del rey significaba el poder de matar en nombre de la ley. Di un golpe al aire, sólo como experimento, y la hoja cortó limpiamente el humo que invadía la sala; mi brazo derecho había perdido la costumbre de soportar el peso de la espada, y la muñeca que una vez me rompí temblaba un poco, pero me sentí bien con ella en la mano. Di un nuevo tajo, y otro más, moviendo los pies según las antiguas reglas que me había inculcado mi viejo amigo sir Richard at Lea, y tiré estocadas y las paré, combatiendo con un adversario imaginario.
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo una voz severa. Era Marie—. Guarda eso antes de que ocurra una desgracia. Ya no tienes veinte años, ¡ni siquiera el doble!
Por un instante, apenas un segundo, el diablo me inspiró el deseo urgente de acuchillar a mi nuera por sus palabras irrespetuosas. Por un momento, deseé sinceramente darme la vuelta y lanzar un tajo a su cuello y dejarla estremecida en un charco de sangre. Me vi con toda claridad a mí mismo de pie junto a su cadáver, con el cuerpo lleno otra vez del vigor de la batalla, del poder de la juventud. Y entonces recuperé la sensatez, Dios sea loado y deslicé de nuevo la vieja espada en su vaina, la guardé y me senté otra vez a la luz parpadeante del fuego.
Marie se acercó y pasó un grueso chal de lana alrededor de mis hombros.
—Hace frío esta noche —dijo en tono amable. Yo ni siquiera me digné a contestar. Me limité a beber otro sor de mi cerveza caliente, endulzada con miel.
♦ ♦ ♦
Una faja brillante de luz amarilla bailaba delante de mis ojos; ¿tal vez un ángel que me mostraba el camino del paraíso? No era un ángel. Y mirarlo me resultaba demasiado doloroso. Me costó mucho rato darme cuenta de que se trataba de la luz cálida del sol reflejándose en una pared encalada. Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, la faja amarilla se había movido, y su base era más ancha. Poco a poco me di cuenta también de los ruidos: el roce de unos pies calzados con sandalias en la piedra; el murmullo de una conversación en voz baja; de vez en cuando, un grito de dolor o el líquido removido en un cuenco. Mi boca estaba seca como un hueso blanqueado por el sol, mi lengua tiesa como un leño; cerré otra vez los ojos y dormí.
Esta vez, al despertar había alguien inclinado sobre mí: cabellos femeninos de azabache reluciente enmarcando un rostro blanco y tenso con grandes ojos apenados. La faja de luz solar era ahora un bloque de oro en la pared, y pensé: atardece. Me aplicaron una venda empapada y fresca en la frente —una sensación maravillosa—, y vertieron unas gotas de agua en mi boca. A mi mente acudió una sola palabra, una sola sílaba hermosa y amable: Nur.
Ella filtró un poco más de agua por entre mis labios resecos, y yo me esforcé en tragar, parpadeé e hice un esfuerzo por incorporarme, pero una manecita blanca me retuvo sin esfuerzo.
—¿Dónde estoy? —dije con voz ronca y rasposa, que a duras penas pude reconocer como mía.
—Shhh, querido —dijo Nur—. Bebe, no hables. Estás en Akka, en el cuartel de los monjes hospitalarios, en un dormitorio. Has estado enfermo, muy enfermo. Pero la fiebre ha pasado. Ahora estás bien. Yo estoy aquí.
—¿Acre? —susurré, y Nur vertió un poco más de agua en mi boca.
—Bebe, no hables —insistió—. Bebe y duerme.
Su preciosa cara se desvaneció y volvió con un cuenco de barro lleno de un líquido amargo. Acercó el borde frío a mi boca, al tiempo que sostenía mi cabeza que, cosa extraña, me pesaba más que una piedra, y yo sorbí aquel líquido espeso y, con cierta dificultad, conseguí tragar la mayor parte. El esfuerzo me dejó agotado y, dejando descansar de nuevo la cabeza en la almohada, me hundí en un abismo sin fondo.
Cuando me desperté de nuevo a la luz gris del amanecer, Nur se había ido. Volví la cabeza para mirar a derecha e izquierda: estaba en una larga sala de piedra, en una cama colocada en una fila de otras iguales, todas menos una ocupadas por hombres dormidos. En el extremo más alejado de la fila de camas, había clavada en la pared una gran cruz desnuda de madera, y debajo de ella un anciano sin más vestido que una camisa, sentado en su jergón; estaba tan flaco que parecía un esqueleto, y casi del todo calvo; tan sólo algunas hebras de cabellos blancos cubrían su cráneo rosado. Vio que me había despertado, sonrió y me hizo un gesto de saludo, pero no dijo nada. Yo le reí a mi vez, y luego aparté la mirada. Acre, pensé; al cuidado de los caballeros hospitalarios, una orden monástica consagrada al cuidado de los enfermos y a la lucha contra los paganos en nombre de Cristo. Estaba a salvo.
Fragmentos de recuerdos empezaron a agitarse dentro de mi cabeza; recordé a sir Richard Malvête y su sonrisa torcida de fiera cuando me disparó la ballesta. Y recordé las sacudidas en una litera en la bodega de un barco maloliente, un gran dolor en mi brazo derecho, y la sensación de que tenía el estómago en llamas, y delirios, y maldiciones a Reuben cuando me curaba las heridas, y haber intentado golpearlo. Y recordé una gran tienda de campaña de lona blanca en lo alto de una loma ventosa, y los gritos de los heridos y los moribundos a mi alrededor, mezclándose con los chillidos de las gaviotas, y los ojos de Robin, cargados de preocupación, mirándome, y su voz que me decía: «No te mueras ahora, Alan, es una orden». Y recuerdo más dolor, y la vergüenza de vomitar y de vaciar mis intestinos sin control… Y Nur, siempre presente; mi dulce ángel cuidando de mí como si fuera un niño pequeño, lavando mi pecho y mis piernas, e intentando darme de comer, y sujetándome cuando me agitaba poseído por la fiebre. Y más que ninguna otra cosa recordé el llanto por mí de mi amada. Y cómo aquello me hacía desear la muerte.