Inmediatamente después de comer el pedazo de fruta cubierta por una capa de azúcar, Robin notó un cosquilleo, y luego perdió toda sensibilidad en la boca y la lengua. Consiguió dar aviso a Reuben, que se había incorporado de nuevo a su función de físico o médico personal de mi señor. La insensibilidad de la boca fue seguida, según susurró Robin a su amigo judío, por náuseas, vómitos y diarrea, y un dolor agudo en el estómago. Cuando Reuben lo examinó, vio que su pulso era peligrosamente lento, y el corazón a duras penas conseguía latir. Y Robin estaba ahora tendido con la tez gris, los ojos cerrados e inmóvil, mientras su cuerpo luchaba gallardamente por expulsar los malos humores de su sistema.
Reuben no pudo identificar de inmediato el veneno, pero también parecía distraído por alguna otra preocupación; el rey envió a Robin una copa de oro con cuatro esmeraldas incrustadas, y el mensaje de que los mejores doctores de Sicilia le habían informado de que las esmeraldas servían para purificar cualquier veneno contenido en el vino.
—Un cuerno de unicornio produce el mismo efecto —murmuró Reuben cuando vio la copa. No sé si lo dijo en serio, pero permitió que Robin utilizase la copa para beber grandes cantidades de vino muy aguado que le trajo William. Vino el padre Simón, y los ecos de las plegarias susurradas en latín resonaron en la habitación, y sus sahumerios purificaron el aire posiblemente contaminado. De nuevo olí el aroma punzante que había aspirado hacía ya tanto tiempo en la casa de Reuben, en York.
—¿Qué es ese olor a iglesia? —pregunté a Reuben cuando el padre Simón hubo acabado sus interminables rogativas a Dios para que librase a Robin de las garras del diablo.
—Es incienso —dijo Reuben mirándome de reojo—. ¿No lo conoces? Lo queman en todas las grandes iglesias de la cristiandad. Yo pensaba que todos los cristianos estabais familiarizados con él.
—Conozco el olor, pero ignoraba su nombre —dije con cierta altivez. Aborrecía aquellas ocasiones en que quedaba al descubierto mi ignorancia de rústico de aldea—. De modo que es incienso —añadí, paladeando la palabra como si fuera un vino exquisito—. ¿Procede de Francia?
De nuevo Reuben me dirigió una mirada de soslayo.
—¿Nunca has hablado con él de eso? —preguntó, y señaló con un gesto a mi señor, tendido en la cama y que, salvo por el leve movimiento del pecho, parecía muerto por su inmovilidad.
—No, nunca lo hemos mencionado. De modo que viene de Francia. ¿Se cultiva allí?
—No.
Reuben no dijo nada más. Yo también guardé silencio y me quedé mirando a mi amigo, invitándole a continuar.
—Oh, bueno, está bien, ya que estás empeñado en saberlo todo, se llama incienso porque se enciende, arde bien y da olor. Vale más que su peso en oro, mucho más, y no procede de Francia, sino de mi patria, Al-Yaman, en el extremo sur de los grandes desiertos de Arabia.
Luego se volvió hacia su paciente y me ignoró. Yo me senté en un taburete y pensé durante un rato en el incienso. ¿De verdad valía más que su peso en oro? ¿Y todas las grandes iglesias de la cristiandad lo quemaban en todos los oficios religiosos solemnes? Alguien debía de estar haciéndose rico con ese «incienso». Me di cuenta de que llevaba un rato con la vista clavada en el estandarte de batalla de Robin, que colgaba de la pared de su habitación: la imagen de una cabeza de lobo con las fauces abiertas, en negro sobre fondo blanco, parecía a punto de saltar de la tela para abalanzarse sobre mí.
De pronto, acudió a mi mente una idea, luminosa y veloz como un relámpago.
—Reuben —dije—, ¿sería… sería posible que fuera veneno de lobo lo que le han dado?
Reuben se volvió a mirarme fijamente, con un sobresalto.
—¡Oh, Dios mío, qué tonto he sido! —dijo—. Tonto rematado. Estaba pensando en los venenos sicilianos más exóticos. O en algo más sutil, persa tal vez…
De pronto, pareció tomar una decisión: se volvió hacia Robin y empezó a darle palmadas muy suaves en la cara.
—Robert, Robert, despierta. Tengo que verte los ojos —dijo el judío.
Mientras Robin se esforzaba por emerger de las profundidades del sueño, Reuben le examinó los ojos. Pareció satisfecho de lo que había visto y se volvió hacia mí.
—Ha sido envenenado con acónito, como con toda la razón has supuesto; lo que nosotros llamamos comúnmente veneno de lobo, o matalobos. Así pues, necesito que me consigas una pequeña cantidad de calzones de zorra —dijo—. Es la única cosa que conozco capaz de curarlo. Y no le dejes beber más vino. A partir de ahora, sólo agua hervida.
Miré a Reuben desconcertado. Los calzones de zorra son una planta venenosa muy conocida; ¿por qué iba a querer dar más veneno a un hombre que ya había sido envenenado? ¿Y cómo me las iba a arreglar para encontrar una planta inglesa en Sicilia?
Reuben debió de darse cuenta de mi indecisión.
—Ve al herborista de la ciudad vieja, la tienda siguiente a la del carnicero en la calle principal. Di que vas de mi parte, es un buen tipo y varias veces hemos discutido los dos sobre temas de medicina; dile que necesito una onza de hojas de
Digitalis
en polvo. ¿Recordarás el nombre latino?
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, como los dedos. Y date prisa, tu señor se nos muere.
Me di prisa. Encontré la herboristería con facilidad y compré los polvos. Pero no las tenía todas conmigo cuando entregué a Reuben el pequeño paquete y le vi preparar una pócima con agua hirviendo, miel, salvia y el polvo de
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. Se dio cuenta de que le observaba con sospecha y me dirigió una mirada dura:
—Déjanos, chico —dijo—. Deja que tu amo tenga un poco de paz para reponerse.
Me fui, pero no pude evitar que negros pensamientos referentes a Reuben se agolparan en mi cabeza. ¿Podía ser él quien estaba intentando matar a Robin? Era imposible, sin duda. Robin había salvado la vida de Reuben en York. Pero aquel mismo día, argumentaba el lado oscuro de mi mente, Robin también había sido el responsable indirecto de la muerte de su querida hija Ruth.
Hasta ese momento, había dado más o menos por supuesto que el envenenamiento fue cosa de algún miserable a sueldo de Malvête. Él había amenazado directamente a Robin, y a mí mismo, la noche del saqueo de Messina, cuando encontré a Nur. Podía imaginar sin esfuerzo que la Bestia sobornara a algún soldado con dinero más la promesa de una buena posición a su servicio, le pasara una caja de frutas escarchadas envenenadas; Incluso me parecía verlo partiéndose de risa al saber que Robin se encontraba a las puertas de la muerte. Pero el gusano negro de la duda me corroía los sesos: ¿podía haber sido Reuben? No, nunca, Reuben era leal a Robin. Nunca se propondría envenenar a su amigo. Si tenía alguna cuestión con Robin lo abandonaría o bien, si se trataba de un punto de honor serio, lo retaría a un duelo. Pero ¿envenenarlo? Nunca.
Sin embargo, argumentaba mi gusano desconfiado, él entiende de venenos y de medicinas —¿no acaba de confesar que ha discutido sobre esos temas con el herborista de Messina?—, y aun así no reconoció un tóxico tan corriente como el veneno de lobo, cosa muy extraña… a menos que sí reconociera el veneno de lobo porque él mismo lo hubiera dado a Robin. Y ahora iba a obligarlo a ingerir otro veneno… ¡calzones de zorra! A punto estuve de volver corriendo a la habitación de Robin para enfrentarme a Reuben y lanzarle la acusación a la cara, pero al fin la razón recuperó su trono y el gusano fue expulsado a su fétido agujero. Reuben era leal; Reuben era un verdadero amigo. Además, yo no podía hacer nada. No tenía pruebas. Si acusaba a Reuben, podría ofenderse y suspender el tratamiento a Robin, y en ese caso mi señor moriría. Por lo que me había dicho, los calzones de zorra bien podían resultar una cura milagrosa…
A fin de cuentas, no hice nada, pero recé con fervor por el rápido restablecimiento de Robin y me prometí visitar a mi señor con regularidad para controlar su estado de salud. Si empeoraba, tal vez acudiría a consultar al físico personal del rey. Y si moría, me tomaría una venganza implacable con el judío.
Lo que en realidad sucedió fue que Robin empezó a recuperarse. Poco a poco al principio; su pulso se hizo más fuerte y regular, mejoró su color y, al cabo de tres días podía sentarse en la cama a sorber las tisanas calientes que le preparaba Reuben. Me sentí enormemente aliviado y feliz: Reuben no era el envenenador y, gracias a sus cuidados, Robin viviría. Pero tenía otra razón aún para sentirme inundado de gozo: Nur y yo nos habíamos… unido.
♦ ♦ ♦
Una noche llegué tarde a mi celda después de velar a Robin durante varias horas, y encontré a William muy preocupado. Me esperaba fuera de la puerta de la pequeña estancia.
—Cre-creo que al-algo va mal con Nur —me dijo cuando me vio venir por el pasillo hacia él—. Llo-llora mucho, pero no en-en-entiendo cuál es el pro-problema.
Entré en la celda monacal y vi a Nur sentada en la losa almohadillada que me servía de cama, y envuelta en mi capa verde de lana. Tenía los ojos enrojecidos y el kohl negro con el que se pintaba corría desteñido por sus mejillas. Parecía una niña perdida, y sentí que el corazón se me derretía. Cuando me vio, rompió en un sollozo incontrolable y se lanzó a mis brazos.
—Tú… no… me… amas —dijo, entre hipo e hipo. Lo dijo como una frase memorizada, igual que un loro. Y pensé que yo sabía quién se la había enseñado: cierto judío entrometido, que también era un amigo maravilloso, milagroso, capaz de devolver la vida. Abracé a Nur con ternura y acaricié su sedoso cabello negro, alisándolo sobre la cabeza y la espalda. Mis manos descubrieron que estaba desnuda debajo de la capa, y apenas tuve tiempo para despedir con un gruñido a William, que nos miraba boquiabierto desde la puerta, y ver cómo salía de la habitación y cerraba la puerta despacio a su espalda, antes de rendirme a la ardiente pasión que me había arrasado interiormente en las últimas semanas, y apretar contra la mía su suave boca.
¿Qué puede escribir un viejo sobre el acto amoroso? Cada nueva generación cree haberlo descubierto por primera vez, y piensa que los mayores resultan grotescos cuando copulan. Pero incluso ahora que soy viejo, y entonces no lo era, recuerdo la primera vez que hice el amor con Nur como la noche más hermosa, conmovedora y maravillosa de mi vida.
Después del beso inicial, que fue como un largo trago de vino dulce, nos lanzamos el uno sobre el otro como fieras salvajes en nuestra pasión. Ella me arrancó las ropas y yo la monté sin la menor vacilación, y un exquisito escalofrío recorrió mi cuerpo al deslizarme en su interior y sentir el calor que invadía mi bajo vientre, el tacto suave de sus senos contra mi pecho. Rápidamente me sentí arrastrado por un torbellino de placer; salté, penetré, besé, nuestros dientes entrechocaron hasta que me abrí paso en su boca, y sentí la presión insoportable que crecía en mis partes a punto de explotar, cada nuevo empujón más placentero que el anterior, hasta que me vacié dentro de ella con una larga serie de jadeos estremecidos.
Aquella noche duró apenas un abrir y cerrar de ojos, y quedará para siempre en mi memoria. El tiempo se borraba cuando estaba con ella, dentro de ella, y en las pausas entre abrazo y abrazo nos besábamos larga y apasionadamente, como si sorbiéramos la vida misma de los dulces labios del otro. Después de haber hecho el amor dos veces, Nur empezó a mostrarme algunas de las artes que había aprendido en la casa grande de Messina. Con la lengua y los dedos, besando y chupando y acariciando todos los lugares secretos, me llevó al límite del éxtasis para dejarme descansar allí antes de que fuera demasiado tarde. Una y otra vez me vi sin aliento por su carnalidad audaz y sedosa, por su pericia y su voluntad de proporcionarme placer por todos los medios posibles, incluidas ciertas prácticas que yo jamás había imaginado y que estaba seguro de que serían rigurosamente condenadas por cualquier sacerdote o fraile. Cerca ya del amanecer, nos tendimos el uno en los brazos del otro, exhaustos, y yo contemplé maravillado sus oscuros ojos insondables y su cuerpo esbelto e infinitamente precioso rodeado por el círculo protector de mis brazos. No hablamos, porque mi árabe no había progresado más allá de las formas de saludo y Nur sólo sabía en francés la frase que Reuben le había enseñado, pero en aquel momento no necesitamos palabras. Estábamos tendidos los dos juntos en una burbuja de amor, envuelto cada cual en la tierna mirada del otro.
Creo que me elevé hasta la cima de la felicidad en aquellas horas de la madrugada, después de nuestra primera noche juntos, con el monasterio en silencio a nuestro alrededor y aquella cabecita oscura reclinada en mi hombro; una cima que nunca desde entonces he vuelto a alcanzar. Mi cuerpo se sentía vacío y sin embargo repleto de gozo; tan ligero de alma como agotado de cuerpo hasta lo indecible.
Después de aquella noche maravillosa, mágica, ella volvió de nuevo a mi lado la noche siguiente, y la otra. William fue desterrado al dormitorio común del monasterio, y me contó que estaba abarrotado por un montón de soldados que roncaban y eructaban, pero sobrellevó su exilio con paciencia e incluso le vi sonreírme en ocasiones, feliz con mi felicidad.
Sir James de Brus no hizo comentarios sobre mi nueva situación, pero yo sabía que él sabía, y empezó a mostrarme más respeto mientras yo perfeccionaba mi técnica con el estafermo en el campo de instrucción. Un día, cuando acabábamos ya nuestros ejercicios, me di cuenta de que sir Robert de Thurnham nos había estado observando, rodeado de otros caballeros. Nos acercamos a él, y nos recibió con un alegre saludo:
—Tu entrenamiento está alcanzando un nivel muy alto, Alan —me dijo sir Robert en tono amistoso—. Eres casi tan bueno con la lanza como un caballero veterano.
—Gracias, sir Robert —le contesté, con una reverencia—. Pero me parece que el mérito principal es de mi caballo,
Fantasma
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Sir Robert se echó a reír.
—Tonterías; llevo algún tiempo observándote, y veo en ti las hechuras de un caballero de primer rango. Si consigues impresionar al rey en el campo de batalla en Tierra Santa… tal vez, si Dios quiere, algún día te concederá el honor de servirle como uno de los caballeros de su séquito; la élite del ejército. Tengo entendido que tu padre procedía de una familia noble, y que el conde de Locksley te ha dado algunas tierras.
Asentí, sorprendido de que supiese todo aquello, y muy complacido. Nunca me había pasado por la mente la idea de formar parte de la alta nobleza, de convertirme en sir Alan de Westbury. En mi fuero interno, yo seguía siendo un cortabolsas andrajoso de los suburbios de Nottingham, un huérfano, un ladrón y un proscrito. La idea me pareció maravillosa, y sonreí radiante a sir Robert.