Robin Hood II, el cruzado (27 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Por una vez, yo no prestaba atención a Nur. Estaba mirando a sir James y pensaba en cómo sería posible derrotar a la caballería sarracena, y vi que su boca se abría de par en par, de sorpresa. Cuando Nur se hubo ido, se inclinó hacia mí y me preguntó en voz baja:

—Te ruego que me perdones, Alan, si soy impertinente, pero esa preciosa zagala, ¿es tu compañera de cama?

Yo enrojecí y contesté:

—Por supuesto que no. No es una ramera ordinaria. Es una buena chica, una criada joven a la que voy a ayudar a reunirse con su familia cuando lleguemos a Tierra Santa.

—Pero te das cuenta de que está enamorada de ti de la cabeza a los pies, ¿verdad? —siguió diciendo sir James—. Quiero decir… que se nota a una milla de distancia.

Yo me quedé sin habla. La verdad es que no se me había ocurrido que mis sentimientos hacia Nur pudieran ser recíprocos.

Sir James pareció darse cuenta de que se había metido en un terreno resbaladizo, y se puso a hablar al buen tuntún, para darme tiempo a recuperarme.

—Conocí una vez a una zagala preciosa como ésa, bueno, no tan preciosa, y ella también me amaba, pero encontré un rival en su afecto —dijo—. Ocurrió en Escocia… oh, hace ya mucho tiempo de eso… pero recuerdo muy bien su cara. Se llamaba Dorotea, o Dotty…

Yo no le escuchaba. Quería correr detrás de Nur y estrecharla en mis brazos y preguntarle si me amaba o no. Pero conseguí controlarme y pregunté distraído:

—¿Fue ésa la razón por la que te fuiste de Escocia? ¿Por amor?


Ach
no, no fue tan bonito. Por una muerte. Maté a un Douglas, y si matas a un Douglas has de andarte con cuidado porque irán todos a por ti, una olla hirviendo con todos ellos metidos buscando vengarse. Son tan malos como los Murdacs para la venganza, pero claro, por supuesto los Murdacs estaban de nuestro lado.

—¿Qué es lo que ocurrió? —pregunté, sintiendo despertarse mi curiosidad a pesar mío.

—Fue sólo una sucia riña en una taberna de Annandale, pero los ánimos se calentaron, salieron a relucir las espadas y, antes de que me diera cuenta, el joven Archie Douglas estaba muerto a mis pies. Fui al castillo a visitar al jefe de los Brus, mi tío Robert, para ver qué podíamos hacer al respecto, y me expresó sus simpatías con mucha sinceridad. El también había tenido problemas con una muerte accidental. De modo que pagó a los Douglas un precio de sangre (no es que Archie valiera gran cosa, era un holgazán y un borrachín, y Brus era un hombre rico), pero como parte del acuerdo para evitar la ruptura entre nuestros dos clanes tuvo que mandarme fuera. El conde de Huntingdon, que residía en el castillo en aquella época y que es pariente de la condesa de Locksley, sugirió que me uniera a la caballería de Robin y les ayudara a ponerse en forma. Y te voy a decir una cosa, Alan, estoy encantado de haberlo hecho. Nunca he sido tan feliz como después de enrolarme con esa tropa de bandidos andrajosos.

Me dedicó otra de sus horribles sonrisas retorcidas…, y me di cuenta de que le creía.
Era
feliz; el ceño y sus actitudes tremebundas eran sólo una manera de disimular sus sentimientos, de protegerse a sí mismo y de proteger su dignidad de familiaridades excesivas.

—¿Qué es lo que has dicho antes sobre los Murdacs? —pregunté.

—Oh, son peores que el mismo diablo en lo que se refiere a las venganzas —dijo sir James—. Si te tropiezas con un Murdac, seguro que habrá una muerte, decimos en mi familia.

—¿No has dicho que estaban de vuestro lado?

—Oh sí, mi madre era una Murdac; era la hija de sir William Murdac de Dumfries y de Mary Scott de Liddesdale. Pero claro está,
su
padre, el de Mary quiero decir, era un condenado Douglas de Lanarkshire…

Yo sólo le oía a medias, otras cosas más urgentes ocupaban mi mente: tenía que saber lo que sentía Nur por mí, y para eso era indispensable hablar con ella.

Encontré a Reuben en la ciudad vieja, de nuevo en su cómodo alojamiento en la casa del mercader judío. Después de un buen rato de adularlo, consintió en enseñarme los rudimentos del árabe; me daría una lección cada día, y empezaríamos al amanecer del día siguiente. Podía pedir a Reuben que me sirviera de intérprete, pero decidí que prefería hablar con Nur yo mismo, y adivinar sin intermediarios sus verdaderos sentimientos hacia mí. En un momento de ternura, no me apetecía que otro hombre se interpusiera entre nosotros.

Volví cabalgando de la ciudad vieja y de mi reunión con Reuben muy animado, pero al llegar al monasterio, encontré a todo el mundo aterrorizado. El diablo rondaba, me susurró al oído un soldado veterano que vigilaba las puertas, y había clavado su garra roja en el conde de Locksley.

Y era cierto. Robin estaba gravemente enfermo y había sido conducido a su lecho, lívido y empapado en su propio vómito…, pero ni por un momento creí que aquello fuera obra del diablo. Alguien hospedado en el monasterio había envenenado a mi señor; la misma persona, sin duda, que había intentado matarlo en Borgoña.

Capítulo X

L
a hueste entera de Robin —casi cuatrocientos hombres entre arqueros, caballería y lanceros— estaba alineada a un lado de la bahía para presenciar el castigo. El día era oscuro, las espesas nubes grises soltaban de tanto en tanto breves ráfagas de lluvia, y el pálido sol únicamente asomaba a largos intervalos. El preso, un marinero llamado Jehan, de mi propio y odiado barco, la
Santa María
, había estado jugando a los dados con un pescador local. Perdió el juego y debía al grifón cinco chelines; más de lo que podía permitirse. De modo que se negó a pagar la deuda, alegando que, en su condición de peregrino camino de Tierra Santa, sus deudas debían quedar congeladas hasta su vuelta de aquel viaje sagrado. Era un argumento desvergonzado y casi herético para eludir el pago, porque era cierto que el Santo Padre, el papa en persona, había establecido que las deudas contraídas por cualquier participante en la Gran Peregrinación debían quedar en suspenso hasta el regreso del deudor a su hogar. Pero la intención de aquel decreto era estimular a la nobleza terrateniente con grandes hipotecas sobre sus posesiones a acudir a luchar a Jerusalén. Lo que desde luego no estaba en el ánimo de Su Santidad era permitir que los jugadores de fortuna faltaran a sus compromisos. El pescador grifón se había quejado a los caballeros hospitalarios, que controlaban aquel sector de Messina, y ellos dieron parte al rey, y Ricardo había decidido hacer un escarmiento ejemplar con aquel pobre hombre. Jehan tendría que pagar o, en su lugar, atenerse a lo dispuesto en el decreto del rey Ricardo que prohibía el juego con los grifones.

Tenía que ser pasado por la quilla, un castigo duro que implicaba arrastrar el cuerpo del reo vivo bajo la quilla de un barco, de la proa a la popa. Y es mucho peor de lo que parece: después de meses en el mar, la quilla de cualquier barco queda cubierta por pequeños moluscos, con unas conchas duras como la roca que sobresalen menos de un cuarto de pulgada, pero tan agudas que cortan la piel y el músculo del cuerpo que se roza con ellas. Por supuesto, el segundo peligro es ahogarse. El reo debe aguantar la respiración bajo el agua mientras sufre la agonía de ser arrastrado bajo los moluscos de la quilla. Son muchos los que se han ahogado durante el castigo, y los que no, quedan terriblemente magullados. El rey Ricardo había ordenado que aquel hombre fuera pasado bajo la quilla tres veces en tres días sucesivos. En la práctica, era una sentencia de muerte.

Desnudaron al hombre hasta dejarlo únicamente con unas bragas de lino, y sus manos y sus pies fueron atados a unas sogas muy largas. Estaba tendido, desmadejado, con los ojos cerrados y la piel de gallina por el frío, en la proa de la
Santa Maña
, anclada a unos veinte metros del muelle, mientras un cura recitaba plegarias sobre su cuerpo flaco y tembloroso. La lluvia empezó a caer con más fuerza.

Nuestros hombres estaban formados, en silencio. Nadie había protestado demasiado por el castigo: Jehan se había comportado como un estúpido, y estaban de acuerdo en que el castigo era brutal, pero no injusto. Todos habíamos sido advertidos sobre el juego; Jehan había desoído la advertencia y además, mucho peor, luego había intentado zafarse sin pagar. Los hombres odiaban a los malos pagadores. Además, aunque lo conocíamos, no era uno de los nuestros; sólo un marinero provenzal, contratado en Marsella para el viaje.

Yo estaba recostado al lado de William en el muro que daba a la bahía, mordisqueando una pata de pollo y pensando en Nur. A mis pies se había instalado un chucho tiñoso, un sucio perro callejero de los arrabales de Messina; la mitad de su pelaje estaba roída por la tina, dejando expuesta una piel rosada costrosa; las orejas no eran más que guiñapos destrozados después de alguna feroz batalla canina, y no tenía más que un ojo de color amarillo. Sin embargo, aquel perro repulsivo parecía sentir una extraña atracción por mí. Me había seguido a lo largo de todo el camino desde el monasterio hasta la bahía, y no conseguí espantarlo por muchos gritos y patadas que le solté. Me di cuenta de que era una perra, y tendida a mis pies sobre las ásperas piedras de la bahía, me miraba fijamente con su patético ojo amarillo y me adoraba en silencio. Se me ocurrió que me miraba exactamente del mismo modo como miraba yo a Nur.

—Da-da-dadle el hueso del pollo —dijo William—. Es to-to-todo lo que quiere, y a lo me-mejor se va.

William siempre era un chico amable, y creí que su plan podía funcionar, de modo que arrojé el hueso del pollo al maloliente chucho amarillo que tenía a mis pies. El perro atrapó el hueso en el aire con una rapidez sorprendente, y se escurrió por entre nuestras piernas. «Muy bien —pensé para mí con una sonrisa—, ¡se acabó el amor!»

En la cubierta de la
Santa María
, Jehan había sido levantado en vilo por dos de sus camaradas de la tripulación que lo sujetaban por la cabeza y los pies, mientras dos más se hacían cargo de las cuerdas. Con muy pocos miramientos, lo tiraron al agua por la proa, y los dos hombres que sostenían las cuerdas atadas respectivamente a sus manos y sus pies empezaron a caminar rápidamente por los dos costados del barco, tirando de sus sogas tras ellos.

—¡Parad! —tronó una voz profunda desde la popa del barco—. ¡Parad, gusanos, en nombre del rey!

Era sir Richard Malvête. Ricardo le había asignado una nueva responsabilidad: ahora era el caballero encargado de la disciplina y los castigos de todo el ejército. Era una misión que se ajustaba como un guante a su negra alma. Pero me preocupó ver que la Bestia se había convertido en un íntimo de Ricardo y que éste le confiaba responsabilidades.

Al oír la orden de Malvête, los dos marineros que tiraban de su infortunado compañero por debajo del barco pararon en seco. Sólo pude imaginar lo que sentiría la pobre víctima, inmóvil, sangrando por cien cortes y ahogándose poco a poco bajo la quilla de la
Santa María
.

—Vais demasiado deprisa —gruñó Malvête. Llamó a dos de sus mesnaderos y les ordenó colocarse con las espadas desenvainadas delante de los marineros que tiraban de las cuerdas, y caminar de espaldas uno a cada lado del puente; de esa forma, sólo permitían avanzar a un paso muy lento a los hombres que tiraban de las cuerdas, a menos que desearan clavarse ellos mismos las espadas. Por fin llegaron a la popa y, después de envainar su espada, sir Richard Malvête hizo seña de que los marineros podían izar a su colega.

La víctima era una masa cubierta de cortes sangrantes de la frente a las canillas; había perdido un ojo, tenía la nariz partida y aplastada contra la cara, y el pecho y el vientre mostraban cortes profundos producidos por los moluscos. Parecía haber sido rascado repetidamente en todo el cuerpo con un rastrillo de puntas muy afiladas, pero vivía. Vomitó sobre el puente lo que pareció ser un galón por lo menos de agua de mar, y mientras sus amigos de la tripulación cuidaban de sus heridas e intentaban taponarlas, él tosía derrumbado sobre el puente de madera, chorreando sangre como un jurel cuando el cocinero lo abre para limpiar las vísceras.

—Mañana al mediodía, pasará otra vez —dijo Malvête. Uno de los marineros miró temeroso a la Bestia.

—Con vuestra venia, señor, no sobrevivirá a otro paso por la quilla —dijo en tono respetuoso. El caballero se encogió de hombros.

—Mañana a mediodía —repitió, y bajó con agilidad a un esquife que en pocas paladas lo condujo a la orilla.

♦ ♦ ♦

El marinero tenía razón. El pobre hombre no sobrevivió al segundo castigo, y su cadáver ensangrentado fue izado del agua pocos minutos después del mediodía siguiente. Yo no lo vi, porque estaba cuidando de mi señor… Y dando de comer a la andrajosa perra de Messina, a la que por su aspecto pelado y magullado bauticé como «Pasada por la quilla»,
Quilly
para abreviar.

Quilly
no me había abandonado como supuse: reapareció cuando William y yo nos fuimos de la bahía después de presenciar el castigo, y nos siguió durante todo el camino de vuelta al monasterio. Su único ojo me miraba lastimero, parecía decirme que quería otro hueso de pollo, y a pesar de que le grité para desanimarla e incluso le arrojé de mala gana alguna piedra, no me abandonó. De modo que decidí envenenarla. Bueno, no exactamente envenenarla sino darle a probar una pequeña porción de todo lo que comiera Robin. Se convertiría en su catavenenos canina.

Aquel plan le gustó mucho a
Quilly
. Atamos una cuerda a su cuello flaco y la instalamos en un rincón de la habitación de Robin, alimentándola con pequeñas cantidades sacadas del cuenco de mi señor. William se encargaba de llevarla, siempre sujeta a la cuerda, hasta el huerto del monasterio por la mañana y por la noche, y después de algunos fallos en los que mojó el suelo de la alcoba de Robin, pronto aprendió dónde tenía que ir para cumplir con sus funciones naturales.

La alimentación regular obró maravillas en
Quilly
. Muy pronto echó carnes y su pelo empezó a crecer de nuevo sobre el horrible pellejo rosado. Su patético ojo único mostraba un brillo satisfecho, y al cabo de una semana más o menos, empezó a caminar de forma más airosa y más parecida al paso de una perra joven, sana y normal. Tenía buen aspecto.

No podía decirse lo mismo de Robin. Tres días antes del paso de Jehan por la quilla, comió una fruta escarchada de un cuenco colocado sobre la mesa de su habitación, y de inmediato se puso muy enfermo. Nadie pudo recordar cómo había aparecido el cuenco sobre la mesa. Los cocineros y los criados del monasterio negaron saber nada de aquello, y había docenas de vendedores de frutas escarchadas en la ciudad vieja de Messina. Cualquiera podía haber comprado aquella fruta, y cuando Robin no estaba en su habitación, como ésta quedaba sin guarda, cualquier hombre o mujer del monasterio podía introducirse en ella y colocar el cuenco con la fruta envenenada.

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