—¡En absoluto! —declaró Ao de los Ópalos—. Estamos interesados en tus experiencias.
—¡Por supuesto! —dijo Gilgad.
La boca de Morreion se retorció en una sonrisa que era a la vez dura y sardónica, y también algo melancólica.
—Muy bien, contaré su historia, pues, como si estuviera contando un sueño.
»Parece que fui enviado a Jangk con una misión…, ¿quizás averiguar la procedencia de las piedras IOUN? Tal vez. Oigo susurros que me dicen esto; es posible… Llegué a Jangk; recuerdo bien su paisaje. Recuerdo un notable castillo excavado en una enorme perla rosada. En aquel castillo me enfrenté a los archivoltes. Me temían y retrocedieron, y cuando les manifesté mis deseos, nadie puso objeción. Me llevaron pues a recoger piedras, y así partimos, volando por el espacio en un medio cuya naturaleza no puedo recordar. Los archivoltes permanecían silenciosos y me miraban de soslayo; luego se volvieron amables, y me pregunté qué preparaban. Pero no sentía miedo. Conocía toda su magia; llevaba contraconjuros en las uñas de mis dedos, y en caso de necesidad podía arrojárselos de forma instantánea. Así pues cruzamos el espacio, con los archivoltes riendo y bromeando de una forma que consideré alocada. Les ordené que se detuvieran. Lo hicieron instantáneamente y se quedaron sentados, mirándome.
»Llegamos al borde del universo, y penetramos en una triste región calcinada, un lugar horrible. Allá aguardamos en medio de carcasas de estrellas consumidas, algunas aún calientes, otras frías, algunas calcinadas hasta ser meros caparazones… Ocasionalmente veíamos los cadáveres de estrellas enanas, resplandecientes bolas de materia tan pesadas que un átomo de ellas superaba en peso al de una montaña de la Tierra. Vi objetos de no más de quince kilómetros de diámetro, conteniendo la materia de un sol como el enorme Kerkaju. Dentro de esas estrellas muertas, me dijeron los archivoltes, era donde se hallaban las piedras IOUN. ¿Y cómo son extraídas?, pregunté. ¿Debemos cavar un túnel hasta el interior de su resplandeciente superficie? Se rieron burlonamente de mi ignorancia; les amonesté seriamente; al instante guardaron silencio. El portavoz era Xexamedes. Por él supe que ninguna fuerza conocida por hombre o mago podía perforar una materia tan densa. Así que debíamos esperar.
»La «Nada» se perfilaba en la distancia. A menudo, en sus órbitas, los cascarones a la deriva se acercaban a ella. Los archivoltes mantenían una atenta vigilancia; anotaban y calculaban, se impacientaban y volvían a calcular; finalmente, una de las esferas golpeó contra la «Nada» y perdió la mitad de su masa. Cuando siguió su órbita, alejándose, los archivoltes llevaron su aparato hacia la superficie plana que se había producido en el punto de contacto. Allí todos nos aventuramos fuera, con grandes precauciones; desprotegido contra la gravedad, un hombre se convierte rápidamente en menos que una hoja de papel sobre aquella superficie. Nos dirigimos a ella sobre planchas deslizadoras inmunes a la gravedad.
»¡Qué maravillosa visión! La «Nada» había dejado una superficie finamente pulida; aquella llanura como un espejo se extendía a lo largo y ancho de veinticinco kilómetros, sin más variación que una serie de cicatrices negras en el mismo centro. Allá era donde se encontraban las piedras IOUN, en alvéolos de polvo negro.
»Recoger aquellas piedras no era una tarea fácil. El polvo negro, como las planchas deslizadoras, contrarresta la gravedad. Resulta seguro saltar de las planchas deslizadoras al polvo, pero hay que tomar otras precauciones. Puesto que el polvo niega la sustancia que hay debajo, los otros cuerpos celestes ejercen su tirón, de modo que uno tiene que anclarse para mantenerse en su lugar. Los archivoltes llevan pequeños garfios que hunden en el polvo, y se atan a ellos con una cuerda, y esto les funciona perfectamente. El polvo es sondeado por medió de un instrumento especial… ¡una tarea tediosa! ¡El polvo es muy denso! De todos modos, me puse a trabajar con gran energía y, a su debido tiempo, conseguí mi primera piedra IOUN. La alcé en mi mano, exultante, pero, ¿dónde estaban los archivoltes? Habían dado un rodeo a mi alrededor, ¡estaban volviendo a su aparato! Busqué mi plancha deslizadora… ¡en vano! ¡Me habían engañado!
»Vacilé, caí; lancé una andanada de conjuros contra los traidores. Alzaron ante ellos sus recién obtenidas piedras IOUN; la magia fue absorbida como agua penetrando en una esponja.
»Sin una palabra, sin siquiera una señal de triunfo, tan poco me consideraban, penetraron en su aparato y se fueron. En aquella región contigua a la «Nada» mi destino era inevitable…, de eso podían estar seguros.
Mientras Morreion hablaba, las piedras rojas palidecieron; su voz tembló con una pasión que no había exhibido hasta entonces.
—Me quedé solo —dijo Morreion roncamente—. No podía morir, con el conjuro del Alimento Incansable conmigo, pero no podía moverme ni un paso, ni un centímetro de la cavidad de polvo negro, o me convertiría instantáneamente en una simple huella sobre la superficie del resplandeciente campo.
»Permanecí rígido, inmóvil…, ignoro cuánto tiempo. ¿Años? ¿Décadas? No puedo recordar. Ese período parece un sueño aletargado. Busqué mentalmente algún recurso, y la desesperación me hizo atrevido. Cavé en busca de piedras IOUN, y conseguí éstas que ahora me atienden. Se convirtieron en mis amigas y me proporcionaron consuelo.
»Entonces me embarqué en una nueva tarea que, de no haber enloquecido con la desesperación, nunca hubiera intentado. Saqué partículas de polvo negro, las mojé con sangre hasta hacer una pasta; moldeé esa pasta en una plataforma circular de un metro de diámetro.
»Cuando estuvo lista subí a ella; me anclé con los pequeños garfios y floté hacia arriba, alejándome de la semiestrella.
»¡Estaba libre! Me puse de pie en mi disco y contemplé el vacío. Estaba libre, pero solo. Nadie puede sentir lo que sentí yo a menos que él también se haya puesto en pie en medio del vacío, sin saber qué hacer ni dónde ir. Muy lejos vi una estrella solitaria: una vagabunda. Me encaminé hacia ella.
»Tampoco puedo decir el tiempo que necesité para efectuar el viaje. Cuando calculé que había recorrido la mitad del camino, di la vuelta al disco y frené mi movimiento.
»Recuerdo poco de aquel viaje. Hablé a mis piedras, las hice participes de mis pensamientos. El hablar parecía calmarme, porque durante los primeros cien años de aquel viaje sentí una furia prodigiosa que parecía abrumar todo pensamiento racional; ¡para poder infligir un simple pinchazo a uno solo de mis adversarios hubiera muerto un centenar de veces bajo tortura! Maquiné deliciosas venganzas, me recreé en el dolor imaginado que podía llegar a infligir. Luego, en ocasiones, sufrí una inexpresable melancolía, mientras en otros momentos gozaba de las cosas buenas de la vida, los festines, la camaradería, las caricias de las mujeres queridas. Y durante todo aquel tiempo permanecía allí, solo en la oscuridad. Hay que restablecer el equilibrio, me aseguraba a mí mismo. Mis enemigos sufrirán lo mismo que yo he sufrido, ¡y más! Pero la pasión se desvaneció, y mientras mis piedras empezaban a conocerme me bañaron con sus hermosos colores. Cada una tiene su nombre; cada una es individual; conozco cada piedra por su movimiento. Los archivoltes las consideran los huevos cerebrales de los seres de fuego que viven dentro de las estrellas; no puedo decir nada al respecto.
»Finalmente llegué a mi mundo. Había hecho arder toda mi rabia. Me sentía tranquilo y plácido, tal como me conocéis ahora. Había comprendido la futilidad de mi viejo anhelo de venganza. Dediqué mi mente a una nueva existencia, y a lo largo de los eones fui construyendo mis mojones y mis edificios; viví mi nueva vida.
»Los sahars excitaron mi interés. Leí sus libros, estudié sus costumbres… Quizás empecé a vivir un sueño. Mi vieja vida estaba lejos; una discordante bagatela a la que cada vez daba menos importancia. Me sorprende que el idioma de la Tierra haya vuelto a mí tan fácilmente. Quizá las piedras mantuvieron vivo mi conocimiento, y lo volvieron a desplegar cuando era necesario. Ah, mis maravillosas piedras, ¿qué haría yo sin ellas?
»Ahora estoy de vuelta entre los hombres. Sé como ha transcurrido mi vida. Todavía hay zonas confusas; a su debido tiempo lo recordaré todo.
Morreion hizo una pausa para meditar; varias de las piedras azules y escarlatas se empañaron rápidamente. Morreion se estremeció, como tocado por una esencia galvánica; su corto pelo blanco pareció erizarse. Dio un leve paso hacia delante; algunos de los magos se agitaron intranquilos.
Morreion habló con una voz nueva, menos reflexiva y reminiscente, con un duro sonido raspante en su base.
—Ahora confío en vosotros. —Dirigió el fulgor de sus ojos negros a cada rostro, uno tras otro—. He dicho que mi ira se había desvanecido con los eones; es cierto. Los sollozos que laceraron mi garganta, el rechinar que partió mis dientes, la furia que hizo que mi cerebro se estremeciera y me doliera, todo eso desapareció; porque no tenía nada con lo que alimentar mis emociones. Tras la amarga reflexión llegó la trágica melancolía, luego finalmente la paz, que vosotros habéis alterado.
»¡Ahora me siento invadido por nuevas sensaciones! A medida que el pasado se convierte en algo real, he ido retrocediendo sobre mis pasos. Pero hay una diferencia. Ahora soy un hombre frío y cauteloso; quizá nunca pueda experimentar los extremos de pasión que en una ocasión me consumieron. Por otra parte, algunos períodos de mi vida siguen siendo aún imprecisos. —Otra de las piedras rojas y escarlatas perdió su vívido resplandor; Morreion se envaró, su voz adoptó un nuevo filo cortante—. ¡Los crímenes sobre mi persona exigen una compensación! ¡Los archivoltes de Jangk deben pagar, caro y hasta la última moneda! ¡Vermoulian Caminante de Sueños, borra los actuales símbolos de tu rueda de mando! ¡Nuestro destino es ahora el planeta Jangk!
Vermoulian miró a sus colegas en busca de su opinión.
Ildefonse carraspeó.
—Sugiero que nuestro anfitrión Vermoulian haga primero una pausa en la Tierra, para descargar a aquellos que tienen urgentes asuntos que resolver allí. Los demás continuarán con Vermoulian y Morreion a Jangk; de este modo actuaremos a conveniencia de todos.
—Ningún asunto es tan urgente como el mío que ya ha sido retrasado demasiado tiempo —dijo Morreion con voz ominosamente tranquila. Se volvió a Vermoulian—: ¡Aplica más fuego al incienso acelerador! ¡Directos hacia Jangk!
Bruma del Mar Wheary dijo con voz tímida:
—Me sabría mal no recordarte que los archivoltes son magos poderosos; como tú, también tienen piedras IOUN.
Morreion hizo un movimiento furioso; cuando su mano barrió el aire, dejó un rastro de chispas.
—¡La magia deriva de la fuerza personal! ¡Mi pasión sola derrotará a los archivoltes! Me recreo ya en la confrontación. ¡Oh, lamentarán sus acciones!
—La indulgencia ha sido considerada como la más noble de las virtudes —sugirió Ildefonse—. Los archivoltes han olvidado hace mucho incluso tu existencia; tu venganza les parecerá una injusta e innecesaria tribulación.
Morreion recorrió con su intensa mirada a toda su audiencia.
—Rechazo el concepto. ¡Vermoulian, obedece!
—Ponemos rumbo a Jangk —dijo Vermoulian.
Ildefonse estaba sentado en un banco de mármol entre un par de limeros de plateados frutos. Rhialto se hallaba de pie ante él, con una elegante pierna apoyada en el banco; una postura que desplegaba su capa de satén rosa espectacularmente orlada de blanco. Derivaban en medio de un cúmulo de un millar de estrellas: grandes luces pasaban encima, debajo, a cada lado; las espiras de cristal del palacio devolvían millones de parpadeos.
Rhialto había expresado ya su preocupación ante el rumbo que tomaban los acontecimientos. Ahora habló de nuevo, de una forma más enfática.
—Todo lo que puede decirse es que el hombre carece de ductilidad: como él afirma, la fuerza bruta puede abrumar la sofisticación.
—La fuerza de Morreion es la de la histeria, difusa y sin dirección —dijo Ildefonse, ceñudo.
—¡Ahí reside el peligro! ¿Qué ocurrirá si por algún azar enfoca su ira sobre nosotros?
—¿Qué puede ocurrir? —preguntó Ildefonse—. ¿Acaso dudas de mi habilidad, o de la tuya?
—El hombre prudente anticipa las contingencias —dijo Rhialto con dignidad—. Recuerda, una cierta zona de la vida de Morreion permanece aún envuelta en las brumas.
Ildefonse tironeó pensativo de su barba.
—Los eones nos han alterado a todos: a Morreion no menos que a los demás.
—Eso es exactamente lo que quiero decir —señaló Rhialto—. Puedo mencionarte que hace apenas una hora probé un pequeño experimento. Morreion caminaba por el tercer balcón, observando pasar las estrellas. Aprovechando que su atención estaba distraída, proyecté sobre él un conjuro menor irritante, el Dolor Visceral de Houlart, sin ningún efecto perceptible. Luego intenté la versión disminuida del Prurito Descorazonador de Lugwiler, también sin éxito. Noté, sin embargo, que sus piedras IOUN pulsaban más brillantes mientras absorbían la magia. Probé mi propio Torbellino Verde; las piedras resplandecieron brillantes, y esta vez Morreion se dio cuenta de la atención. Por una afortunada casualidad, Byzant el Necropo pasaba cerca. Morreion lanzó una acusación contra él, que Byzant negó. Les dejé enzarzados en una discusión. De todo esto se deduce: primero, las piedras de Morreion le protegen de la magia hostil; segundo, está atento y suspicaz; tercero, no es alguien que eche de lado una ofensa.
Ildefonse asintió gravemente.
—Debemos tomar esas materias en consideración. Ahora capto el alcance del plan de Xexamedes: pretendía causar daño a todo el mundo. ¡Pero observa el cielo ahí delante! ¿No es ésa la constelación Elektha, vista desde el otro lado? Estamos de nuevo en una región familiar. Kerkaju debe estar cerca, y con ella ese extraordinario planeta, Jangk.
Los dos hombres se dirigieron a la parte delantera del pabellón.
—¡Tienes razón! —exclamó Rhialto. Señaló—. ¡Ésa es Kerkaju; reconozco su tonalidad escarlata!
El planeta Jangk apareció: un mundo con un curioso brillo deslucido.
Siguiendo las directrices de Morreion, Vermoulian dirigió el palacio hacia el farallón de los Danzarines de Humo, en la orilla sur del océano Mercurial. Protegiéndose del ponzoñoso aire, los magos descendieron los escalones de mármol y salieron al farallón, donde una vista inspiradora se abría ante ellos. La monstruosa Kerkaju colgaba hinchada en el verde cielo, con cada poro y floculación claramente apreciable y su simulacro reflejado en el océano Mercurial. Directamente debajo, en la base del farallón, el mercurio formaba charcos y chorreaba por entre las rocas de hornablenda negra; allá los «dragones» de Jangk —criaturas púrpura en forma de trinitaria de dos metros de diámetro—, pastaban el musgo. Un poco al este la ciudad de Kaleshe descendía en terrazas hasta la orilla.