Vermoulian hizo una breve inclinación de cabeza hacia sus ahora intranquilos huéspedes. Subió al belvedere de control, donde lanzó un conjuro de Flotabilidad sobre el palacio; éste se alzó lentamente y flotó en la brisa matutina como una nube en forma de pináculo. Vermoulian consultó su Almanaque Celeste y tomó nota de algunos símbolos, que inscribió sobre la rueda de control de cornalina, que inmediatamente puso en rotación; los signos fueron arrojados al interflujo, para determinar una ruta a través del universo. Vermoulian prendió una velita y la arrimó al incienso acelerador; el palacio partió; la vieja Tierra y el moribundo sol quedaron atrás.
Rhialto permanecía de pie junto a la balaustrada de mármol. Ildefonse se reunió con él; ambos observaron mientras la Tierra se encogía en la distancia hasta convertirse en un creciente color rojo rosado. Ildefonse dijo con voz melancólica:
—Cuando alguien empieza un viaje de este tipo, del que se desconoce el final, los pensamientos acuden sin buscarlos. ¿Crees haber dejado todos tus asuntos en orden?
—Mi casa aún no está en condiciones —dijo Rhialto—. Puiras ha demostrado ser insatisfactorio; cuando está borracho, canta y da saltos grotescos; cuando está sobrio, es tan lúgubre como una sanguijuela, sobre un cadáver. Esta mañana lo he rebajado al rango de minúsculo.
Ildefonse asintió con aire ausente.
—Me siento intranquilo por las malas interpretaciones que puedan producirse entre nuestros colegas, por muy apreciables compañeros que puedan ser.
—¿Te refieres a los «resplandecientes campos» de piedras IOUN? —señaló delicadamente Rhialto.
—Exacto. Como declaró categóricamente Vermoulian, nuestra finalidad es el rescate de Morreion. Las piedras IOUN sólo pueden significar una distracción. Si descubrimos un depósito, sospecho que serviremos mejor a los intereses de todos si efectuamos una distribución altamente selectiva, pese a las quejas del venal Gilgad.
—Hay mucho que decir al respecto —admitió Rhialto—. Habría que llegar a un acuerdo previo sobre un asunto tan intrínsecamente propenso a la controversia. Por supuesto, Vermoulian tiene derecho a una parte.
—Eso ni hay que decirlo.
En aquel momento Vermoulian descendió al pabellón, donde fue abordado por Mune el Mago, Hurtiancz y los demás. Mune hizo una pregunta relativa a su destino.
—La cuestión de nuestro destino es importante. Vermoulian, ¿cómo sabes cuál es la dirección exacta que nos llevará a Morreion?
—Una buena pregunta —dijo Vermoulian—. Para responderla, debo citar una condición intrínseca del universo. Basta con que nos dirijamos hacia cualquier dirección que parezca adecuada; todas ellas conducen al mismo lugar: el extremo del universo.
—¡Interesante! —declaró Zilifant—. En este caso es inevitable que encontremos a Morreion; una perspectiva reconfortante!
Gilgad no se sentía completamente satisfecho.
—¿Qué hay de los «resplandecientes campos» de la referencia? ¿Dónde están localizados?
—Este es un asunto de segunda o tercera importancia —le recordó Ildefonse—. Sólo debemos pensar en el héroe Morreion.
—Tu solicitud llega con varios eones de retraso —observó Gilgad con tono agrio—. Es posible que Morreion se haya impacientado un tanto.
—Intervinieron otras circunstancias —dijo Ildefonse con el ceño irritadamente fruncido—. Estoy seguro de que Morreion comprenderá la situación.
—La conducta de Xexamedes resulta cada vez más desconcertante —señaló Zilifant—. Como archivolte renegado, no tiene ninguna razón ostensible para obligar ni a Morreion, ni a los archivoltes, ni a nosotros.
—El misterio será resuelto a su debido tiempo —dijo Herark el Heraldo.
Así prosiguió el viaje. El palacio derivaba por entre las estrellas, por debajo y por encima de nubes de llameantes gases, cruzando abismos de profundo espacio negro. Los magos meditaban en las pérgolas, intercambiaban opiniones en los salones sobre copas de licor, se tendían en los bancos de mármol del pabellón, se reclinaban contra la balaustrada para contemplar las galaxias que pasaban bajo ellos. Los desayunos eran servidos en las suites individuales, las comidas se celebraban normalmente al fresco en el pabellón, las cenas eran suntuosas y formales y se prolongaban hasta bien entrada la noche. Para animar aquellas veladas, Vermoulian apeló a las más encantadoras, alegres y hermosas mujeres de todas las eras pasadas, en sus sorprendentes y espléndidos atavíos. Ellas hallaban el palacio peregrino no menos notable que el hecho de su propia presencia en él. Algunas creían estar soñando; otras conjeturaban su muerte; unas pocas entre las más sofisticadas acertaban con la suposición correcta. Para facilitar las relaciones sociales, Vermoulian las dotó con el idioma contemporáneo, y las veladas fueron con frecuencia tremendamente divertidas. Rhialto se enamoró de una tal Mersei, de la región de Mith, sumergida desde hacía mucho en las aguas del océano Shan. El encanto de Mersei residía en su esbelto cuerpo y en su grave rostro pálido, tras el que podían captarse pero no verse sus pensamientos. Rhialto la acosó con todo tipo de galanterías, pero ella no le correspondió, limitándose a mirarle con desinteresado silencio, hasta que Rhialto se preguntó si sería débil mental o mucho más sutil que él. Cualquiera de los dos casos le incomodaba, así que no lo lamentó cuando Vermoulian devolvió al olvido aquel grupo en particular.
Avanzaron a través de nubes y constelaciones, cruzando galaxias en expansión y cúmulos estelares; pasaron junto a una región donde las estrellas mostraban una peculiar tonalidad violeta y colgaban en medio de nubes de pálido gas verdoso; atravesaron una desolación donde no podía verse nada excepto unas cuantas nubes luminosas muy lejanas. Finalmente llegaron a una nueva región, donde gigantes blancas tremendamente luminosas parecían controlar una serie de torbellinos de gas rosa, azul y blanco, y los magos se reunieron junto a la balaustrada para contemplar el espectáculo.
Finalmente las estrellas se hicieron más escasas; los grandes racimos estelares se perdieron en la distancia. El espacio tenía un aspecto más oscuro y denso, y al fin llegó un momento en que todas las estrellas quedaron atrás y ante ellos no se les ofreció más que oscuridad. Vermoulian hizo un grave anuncio:
—Estamos ya cerca del extremo del universo. Debemos ir con cuidado. La «Nada» se abre ante nosotros.
—¿Dónde está exactamente Morreion? —preguntó Hurtiancz—. Seguro que no lo hallaremos vagabundeando en medio del vacío espacio.
—El espacio nunca está vacío —afirmó Vermoulian—. Aquí y allá hay estrellas muertas y errantes cascarones estelares; en un cierto sentido, estamos atravesando el campo de desechos del universo, donde acuden las estrellas muertas para aguardar su destino final; y observad, allí delante, muy lejos, una estrella solitaria, la última del universo. Debemos acercarnos con precaución; más allá se halla la «Nada».
—La «Nada» todavía no es visible —observó Ao de los Ópalos.
—¡Mira más atentamente! —dijo Vermoulian—. ¿Ves ese muro oscuro? Eso es la «Nada».
—De nuevo surge la pregunta —indicó Perdustin—: ¿dónde está Morreion? Allá en el castillo de Ildefonse, cuando establecimos conjeturas, el extremo del universo parecía un punto definido. Ahora que estamos en él, descubrimos un gran campo donde elegir.
—Toda la expedición es una farsa —murmuró Gilgad, medio para sí mismo—. No veo ningún «campo»; ni resplandeciente, ni de otro tipo.
—La estrella solitaria puede ser un objeto inicial de investigación —señaló Vermoulian—. Nos acercaremos con paso mesurado; debo frenar el incienso acelerador.
Los magos aguardaron junto a la balaustrada, observando mientras la lejana estrella ganaba en intensidad. Vermoulian regresó del belvedere para informar de la existencia de un solitario planeta en órbita en torno al sol.
—Así pues —afirmó Mune el Mago—, existe una posibilidad de que podamos encontrar a Morreion en ese planeta.
El palacio descendió hacia la solitaria estrella, y su único planeta se convirtió en un disco del color del ala de una polilla. Más allá, claramente visible a la débil luz solar, se alzaba el ominoso muro negro. Hurtiancz dijo:
—La advertencia de Xexamedes resulta ahora clara…, suponiendo, por supuesto, que Morreion habite en este melancólico y aislado lugar.
El mundo fue creciendo gradualmente de tamaño, hasta mostrar un paisaje lúgubre y erosionado. Unas pocas colinas casi desintegradas se alzaban en sus enormes llanuras; multitud de pantanos brillaban opacos a la luz del sol. Los únicos otros rasgos dignos de mención eran las ruinas de ciudades que en su tiempo debieron ser enormes, donde unos escasos edificios habían desafiado lo bastante los estragos del tiempo como para mostrar aún una achaparrada y distorsionada arquitectura.
Cuando el palacio se acercó a una de las ciudades en ruinas, un grupo de pequeños roedores con aspecto parecido a comadrejas se ocultó rápidamente entre los matorrales; no era evidente ningún otro signo de vida. El palacio prosiguió hacia el oeste su camino en torno al planeta. Finalmente Vermoulian descendió del belvedere.
—Observad esas piedras indicadoras; señalan un antiguo camino.
Otros indicadores aparecieron a intervalos de cinco kilómetros, montones de piedras cuidadosamente ordenadas de dos metros de altura; señalaban como mojones una especie de ruta en torno al planeta.
En la siguiente aglomeración de ruinas, Vermoulian, observando una zona plana y despejada, hizo que el palacio se posara para poder explorar la ciudad y su aglomeración de estructuras supervivientes.
Los magos partieron en distintas direcciones para investigar mejor. Gilgad se dirigió a la desolada plaza, Perdustin y Zilifant al anfiteatro cívico, Hurtiancz a un cercano montón de bloques de piedra caliza. Ildefonse, Rhialto, Mune el Mago y Herark el Heraldo vagabundearon al azar, hasta que un ronco canturrear les detuvo en seco.
—¡Peculiar! —exclamó Herark—. Suena como la voz de Hurtiancz, el más digno entre los hombres.
El grupo penetró por una grieta entre las ruinas, que se abría a una gran cámara, protegida de la arena suelta por enormes bloques de piedra. La luz se filtraba a través de varias rendijas y aberturas; en su parte central había una hilera de seis grandes losas. En el otro extremo estaba sentado Hurtiancz, contemplando la entrada de los magos con mirada imperturbable. Sobre la losa frente a él había un globo de oscuro cristal marrón o piedra vitrificada. En una especie de estante a sus espaldas se alineaban otras botellas similares.
—Parece —dijo Ildefonse que Hurtiancz ha tropezado con el emplazamiento de una antigua taberna.
—¡Hurtiancz! —llamó Rhialto—. Hemos oído tu canción y hemos acudido a investigar. ¿Qué has descubierto?
Hurtiancz carraspeó y escupió al suelo.
—¡Hurtiancz! —exclamó Rhialto—. ¿Me oyes? ¿O has tomado demasiado de esta antigua botella y te hallas insensibilizado?
—En un cierto sentido he tomado demasiado —admitió Hurtiancz con voz clara—; en otro, no lo suficiente.
Mune el Mago alzó la botella de cristal marrón y olió su contenido.
—Astringente, ácido, aromático. —Probó el líquido—. Es muy refrescante.
Ildefonse y Herark el Heraldo tomaron cada uno otro globo de cristal marrón de la estantería y rompieron el precinto; Rhialto y Mune el Mago se les unieron.
Ildefonse, mientras bebía, se volvió locuaz, y finalmente empezó a especular respecto a la antigua ciudad.
—Del mismo modo que un hábil paleontólogo deduce a partir de un hueso toda la configuración de un esqueleto, un erudito cualificado puede también, a partir de un simple artefacto, reconstruir todos los aspectos de la raza que lo ha creado. Mientras pruebo este licor, mientras examino esta botella, me pregunto: ¿qué revelan las dimensiones, texturas, colores y sabores? Ningún acto inteligente carece de significado simbólico.
Hurtiancz, a medida que bebía, tendía a mostrarse ceñudo y hosco. Dijo, con voz que no comprometía a nada:
—El tema carece de importancia.
Ildefonse no se dejaba impresionar tan fácilmente.
—Parece que el pragmático Hurtiancz y yo disentimos en este aspecto. Estaba a punto de llevar mi argumentación un paso más allá, y de hecho lo haré, puesto que me siento estimulado por este elixir de una raza desaparecida. Sugiero que, al estilo de los ejemplos que acabo de citar, un científico natural, examinando un solo átomo, ¡puede ser capaz de deducir y presentar la estructura e historia de todo el universo!
—¡Bah! —murmuró Hurtiancz—. Siguiendo el mismo criterio, a un hombre sensible le basta escuchar una sola palabra para poder reconocer el conjunto de toda una sarta de pomposas tonterías.
Ildefonse, absorto en sus teorías, no le prestó atención. Herark aprovechó la ocasión para afirmar que en su opinión no uno, sino al menos dos, o mejor tres objetos de cualquier tipo eran esenciales para la comprensión.
—Cito la disciplina de las matemáticas, donde una serie no puede ser determinada por menos de tres de sus elementos.
—Admito de buen grado al científico sus tres átomos —condescendió Ildefonse—, aunque, en sentido estricto, dos de ellos son suficientes.
Rhialto se levantó de su losa y fue a mirar por una abertura medio cegada por la suciedad; descubrió una especie de pasadizo que descendía en amplios escalones hacia el interior del suelo. Hizo que le precediera una luz y descendió aquellos escalones. El pasadizo daba una vuelta, luego otra, después se abría a una amplia cámara pavimentada de piedra marrón. Las paredes contenían un cierto número de nichos, de dos metros de largo por medio de alto y ochenta centímetros de profundidad. Rhialto miró en uno de ellos y descubrió un esqueleto de curiosa estructura, tan frágil que el impacto de su mirada hizo que se desintegrara en polvo.
Rhialto se frotó la barbilla. Miró en un segundo nicho y descubrió un esqueleto similar. Retrocedió unos pasos y se quedó meditando unos momentos. Luego volvió a subir los escalones, mientras la voz de Ildefonse se hacía progresivamente más intensa:
-…del mismo modo a la pregunta: ¿Por qué el universo termina aquí y no un kilómetro más adelante? De todas las preguntas,
¿por qué?
es la menos pertinente. Da por sentado lo mismo que pregunta; asume la mayor parte de su propia respuesta; es decir, que existe una respuesta sensata. —Ildefonse hizo una pausa para dar un sorbo de la botella, y Rhialto aprovechó la ocasión para relatar sus descubrimientos en la cámara de abajo.