Abandonando el bosque, Xexamedes se acercó a la casa de Rhialto y se ocultó junto al aviario. Las mujeres —pájaro dieron la alarma y el viejo Funk, el sirviente de Rhialto, salió cojeando a investigar.
Gilgad estaba espiando a Xexamedes y ejecutó su Esfuerzo Eléctrico Instantáneo, una tremenda y prolongada descarga que no sólo hizo llamear a Xexamedes sino que destruyó el aviario de Rhialto, hizo pedazos su antiguo poste indicador y envió al pobre viejo Funk danzando por el césped sobre una alfombra de crepitantes y destellantes puntos de luz azul.
Había una hoja de tilo pegada a la puerta delantera de la casa de Rhialto, clavada con un espino. Un soplo de viento, pensó Rhialto, y la arrancó y echó a un lado Pero su nuevo sirviente, Puiras, la recogió y, con una gruñona voz ronca, leyó:
NADA AMENAZA A MORREION
—¿Qué tiene esto que ver con Morreion? —preguntó Rhialto. Tomó la hoja e inspeccionó los diminutos caracteres plateados—. Una forma gratuita de asegurarse. —Echó a un lado por segunda vez la hoja, y dio a Puiras sus últimas instrucciones—. A mediodía prepara la comida de los minúsculos: gachas y té será suficiente. Al anochecer les servirás paté de tordo. Luego, quiero que pulas y enceres las baldosas del gran salón. No utilices arena, que acaba poniendo mate el barniz. Después, limpia el césped del jardín sur; puedes utilizar el eolo, pero ve con cuidado; emplea solamente el soplo amarillo; el negro produce una galerna, y ya hemos sufrido bastante devastación. Arregla el aviario; recupera todo el material aprovechable. Si encuentras cadáveres, ocúpate adecuadamente de ellos. ¿Está todo claro?
Puiras, un hombre delgado y de flojas articulaciones, con un rostro huesudo y lacio pelo negro, asintió sombríamente.
—Excepto un detalle. Cuando haya acabado con todo eso, ¿qué más hago?
Rhialto, que se estaba poniendo los guantes de hilo de oro, miró de soslayo a su sirviente. ¿Estupidez? ¿Celo? ¿Burdo sarcasmo? El rostro de Puiras no ofrecía ningún indicio. Respondió con voz átona:
—Una vez completadas todas esas tareas, el tiempo que te sobre es tuyo. No trastees con los aparatos de magia; tampoco consultes, bajo riesgo de tu vida, los portafolios, los grimorios o los compendios. A su debido tiempo te instruiré en algunos trucos menores; hasta entonces, ¡ve con cuidado!
—Así lo haré.
Rhialto se ajustó su sombrero negro de satén de seis pisos y se colocó la capa con un floreo que le había proporcionado su apodo de «el Prodigioso».
—Voy a visitar a Ildefonse. Cuando haya cruzado la puerta exterior impón el conjuro de los Límites; no lo alces bajo ninguna circunstancia hasta mi regreso. Espérame al anochecer: un poco antes, si todo va bien.
Sin hacer ningún esfuerzo por interpretar el gruñido de Puiras, Rhialto se dirigió con paso tranquilo hacia el portal norte, apartando los ojos del desastre de su maravilloso aviario. Apenas había cruzado el portal cuando Puiras activó el conjuro, haciéndole dar un apresurado salto hacia delante. Rhialto se ajustó el sombrero. La ineptitud de Puiras sólo era una más de una serie de desgracias, todas ellas atribuibles al archivolte Xexamedes. Su aviario destruido, el poste indicador destrozado, el viejo Funk muerto. ¡De algún lado tenía que salir una compensación!
Ildefonse vivía en un castillo encima del río Scaum: una enorme y compleja estructura con un centenar de torretas, balcones, pabellones elevados y paseos. Durante las eras finales del vigesimoprimer eón, cuando Ildefonse sirvió como Preceptor, el castillo había bullido de actividad. Ahora sólo era utilizada un ala de aquel monstruoso edificio, y el resto estaba abandonado al polvo, a los búhos y a los fantasmas arcaicos.
Ildefonse fue al encuentro de Rhialto en el portal de bronce.
—¡Mi querido colega, espléndido como siempre! ¡Incluso en una ocasión como la de hoy! ¡Haces que me avergüence!
Ildefonse retrocedió unos pasos para admirar mejor el austero y atractivo rostro de Rhialto, su fina capa azul y sus pantalones de terciopelo rosa, sus brillantes botas. El propio Ildefonse, por oscuras razones, se presentaba bajo la forma de un sabio jovial, con el cráneo calvo, el rostro lleno de arrugas, pálidos ojos azules y una irregular barba rubia, a todas luces una condición natural que la vanidad no le había permitido descartar.
—Entra —dijo Ildefonse—. ¡Como siempre, con tu sentido de lo espectacular, eres el último en llegar!
Desembocaron en el gran salón. Allí había ya catorce magos: Zilifant, Perdustin, Herark el Heraldo, Bruma del Mar Wheary, Ao de los Ópalos, Eshmiel, Kilgas, Byzant el Necropo, Gilgad, Vermoulian el Caminante de Sueños, Barbanikos, el diabolista Shrue, Mune el Mago, Hurtiancz. Ildefonse exclamó;
—El último de nuestra cábala ha llegado: ¡Rhialto el Prodigioso, en cuya casa se produjo el golpe definitivo!
Rhialto se descubrió para saludar al grupo. Algunos le devolvieron el saludo; otros: Gilgad, Byzant el Necropo, Mune el Mago, Kilgas, se limitaron a lanzarle una fría mirada por encima del hombro.
Ildefonse llevó a Rhialto hasta el bufet. Rhialto aceptó un vaso de vino, que probó con su amuleto.
Ildefonse protestó con burlona indignación:
—El vino es correcto; ¿te he envenenado alguna vez en mi casa?
—No. Pero las circunstancias nunca han sido las de hoy.
Ildefonse hizo un gesto de sorpresa.
—¡Las circunstancias son favorables! Hemos vencido a nuestro enemigo; ¡sus piedras IOUN están bajo nuestro control!
—Cierto —dijo Rhialto—. ¡Pero recuerda los daños que he sufrido! Reclamo los beneficios correspondientes, de los que mis enemigos se sentirán complacidos de privarme.
—Oh, vamos —protestó Ildefonse—. Hablemos de algo más alegre. ¿Cómo va la renovación de tu poste indicador? ¿Los minúsculos tallan con celo?
—El trabajo avanza —admitió Rhialto—. Pero sus gustos no dejan de ser extravagantes. Durante esta semana su mayordomo ha exigido dos onzas de miel, un galón de Misericordia, una dracma y media de espíritu de malta, todo ello aparte de las galletas, aceite y una ración diaria de mi mejor paté de tordo.
Ildefonse agitó la cabeza, desaprobador.
—Cada vez se vuelven más exigentes, ¿y quién paga
las facturas? Tú y yo. Así va el mundo. —Se volvió para llenar de nuevo el vaso del corpulento Hurtiancz.
—He realizado mi investigación —dijo Hurtiancz con voz fuerte—, y he descubierto que Xexamedes llevaba varios años entre nosotros. Al parecer era un auténtico renegado, tan indeseable en Jangk como en la Tierra.
—Y todavía puede seguir siéndolo —señaló Ildefonse—. ¿Quién halló su cuerpo? ¡Nadie! Bruma declara que la electricidad es a un archivolte lo que el agua a un pez.
—Así es —declaró Bruma del Mar Wheary, un hombre pequeñito de ardientes ojos.
—¡En ese caso, los daños sufridos por mi propiedad son más irresponsables que nunca! —exclamó Rhialto—. Solicito una compensación antes de que se llegue a cualquier otro acuerdo.
Hurtiancz frunció el ceño.
—No acabo de comprender lo que quieres decir.
—Es elegantemente simple —dijo Rhialto—. He sufrido un grave daño; debe restablecerse el equilibrio. Pretendo reclamar las piedras IOUN.
—Descubrirás que eres uno entre muchos —dijo Hurtiancz.
Bruma del Mar Wheary lanzó una sardónica carcajada.
—Reclama lo que quieras.
Mune el Mago se inclinó hacia delante.
—El archivolte apenas acaba de morir; ¿debemos pelearnos tan pronto?
—¿Está realmente muerto? —quiso saber Eshmiel—. ¡Observad esto! —Mostró una hoja de tilo—. La encontré en mi curtiván de cerámica azul. Dice: «NADA AMENAZA A MORREION.»
—¡Yo también encontré una hoja así! —declaró Bruma.
—¡Y yo! —dijo Hurtiancz.
—¡Cómo pasan los siglos, uno después de otro! —murmuró Ildefonse—. ¡Aquellos sí eran días de gloria, cuando hicimos huir a los archivoltes como una bandada de grandes murciélagos! Pobre Morreion! A menudo me he preguntado acerca de su destino.
Eshmiel frunció el ceño, mirando a su hoja.
—NADA AMENAZA A MORREION…, o al menos así se nos dice. Si ése es el caso, la noticia parece superflua y no nos dice nada.
—Está muy claro —gruñó Gilgad—. Morreion fue a averiguar la fuente de las piedras IOUN; lo hizo, y ahora nada lo amenaza.
—Es una posible interpretación —dijo Ildefonse con voz pontifical—. Pero indudablemente hay más ahí de lo que ve el ojo.
—Eso no tiene por qué preocuparnos ahora —señaló Rhialto—. Respecto a las piedras IOUN aquí en custodia, sin embargo, hago una petición formal, como compensación por los daños que he sufrido en bien de la causa común.
—Esa afirmación es en sí misma engañosa —observó Gilgad—. De todos modos, esencialmente, cada uno debe beneficiarse de ellas en proporción a su contribución. No digo esto simplemente porque fuera mi Esfuerzo Eléctrico Instantáneo el que destruyera al archivolte.
—Otra suposición casuística que debe ser rechazada de plano —dijo secamente Ao de los Opalos—, ¡sobre todo teniendo en cuenta que la providencial energía permitió a Xexamedes escapar!
La discusión prosiguió durante una hora. Finalmente fue puesta a votación una fórmula propuesta por Ildefonse, y aprobada por quince votos contra uno. Los bienes propiedad del archivolte Xexamedes fueron traídos para inspección. Cada mago listaría los artículos en orden de preferencia; Ildefonse uniría las listas. En caso de presentarse algún conflicto se decidiría por suertes. Rhialto, en reconocimiento de sus pérdidas, podría elegir libremente después que hubieran sido determinados los primeros cinco artículos; a Gilgad le fue concedido el mismo privilegio después del décimo.
Rhialto hizo una última recriminación:
—¿Qué valor tiene para mí la elección después de la quinta? El archivolte no poseía nada excepto las piedras, unos cuantos artículos sin importancia y esas raíces, hierbas y elixires.
Sus palabras no tuvieron efecto. Ildefonse distribuyó hojas de papel; cada mago relacionó los artículos que deseaba. Ildefonse examinó las listas una tras otra.
—Parece —dijo que todos los presentes declaran que su primera elección son las piedras IOUN.
Todos miraron las piedras; parpadeaban y parecían hacerles guiños con su pálido fuego blanco.
—Ya que éste es el caso —dijo Ildefonse—, la decisión deberá tomarse por suertes.
Trajo un pote de loza y dieciséis discos de marfil.
—Cada cual pondrá su signo en uno de esos discos y lo meterá en el pote, así. —Ildefonse señaló uno de los discos con su marca y lo dejó caer al interior del pote—. Cuando todos hayamos hecho esto, llamaré a una sirvienta, que extraerá un solo disco.
—¡Un momento! —exclamó Byzant—. Capto perversidad; camina cerca de nosotros.
Ildefonse lanzó al sensible Necropo una mirada de ría interrogación.
—¿A qué perversidad te refieres?
—Detecto una contradicción, una discordia; algo extraño camina entre nosotros; es alguien que no debería estar aquí.
—¡Alguien se mueve sin ser visto! —exclamó Mune el Mago—. ¡Ildefonse, guarda las piedras!
Ildefonse miró hacia uno y otro lado en el penumbroso salón. Hizo un signo secreto y señaló hacia uno de los rincones:
—¡Fantasma! ¿Estás ahí?
—Estoy aquí —dijo un suave suspiro triste.
—Responde: ¿quién anda entre nosotros?
—Remolinos estancados del pasado. Veo rostros: menos que fantasmas, los fantasmas de fantasmas muertos… Resplandecen débilmente, miran y se van.
—¿Hay cosas vivas?
—No sangre circulando, no carne pulsante, no corazones latiendo.
—Observa y vigila. —Ildefonse se volvió a Byzant el Necropo—. ¿Ahora qué?
—Capto un extraño sabor.
Byzant hablaba suavemente para expresar la exquisita delicadeza de sus conceptos.
—Entre todos los reunidos aquí, yo soy el único lo bastante sensible a la sutileza de las piedras IOUN. Deberían ser dejadas a mi custodia.
—¡Qué prosiga la suerte! —exclamó Hurtiancz—. El plan de Byzant nunca tendrá éxito.
—¡Cuidado! —advirtió Byzant. Con una tenebrosa mirada hacia Hurtiancz, retrocedió a la parte de atrás del grupo.
Ildefonse llamó a una de sus sirvientas.
—No te alarmes. Debes meter una mano en el pote, remover cuidadosamente los discos que hay dentro, y extraer uno, que depositarás sobre la mesa. ¿Comprendes?
—Sí, señor Mago.
—Adelante, hazlo.
La muchacha se dirigió al pote. Metió la mano. En aquel preciso instante, Rhialto activó el conjuro del Estasis Temporal, con el cual, en previsión de aquel tipo de emergencia, se había provisto.
El tiempo se inmovilizó para todos excepto pan Rhialto. Miró en torno, estudió a los magos en sus congeladas actitudes, a la sirvienta con una mano sobre el pote, a Ildefonse contemplando el codo de la muchacha. Rhialto avanzó tranquilamente hacia las piedras IOUN. Podía apoderarse de ellas, pero un acto así despertaría un tremendo griterío y todos se aliarían contra él. Había que utilizar un sistema menos provocativo. Se sorprendió ante un suave sonido que sonó en un rincón de la estancia, allá donde ningún sonido podía hacer vibrar el inmóvil aire.
—¿Quién se mueve ahí? —llamó Rhialto.
—Yo me muevo —llegó la suave voz del fantasma.
—El tiempo está inmovilizado. No debes moverte, ni hablar, ni observar, ni saber.
—Tiempo, no —tiempo…, todo es uno. Conozco cada instante, uno después de otro.
Rhialto se encogió de hombros y se volvió hacia el pote. Sacó los discos. Ante su sorpresa, todos estaban marcados «Ildefonse».
—¡Ajá! —exclamó Rhialto—. ¡Un truhán listo ha seleccionado un instante anterior para su truco! ¿No es siempre ése el caso? ¡Al final de esto, él y yo vamos a conocernos mucho mejor! —Rhialto borró el signo de Ildefonse en cada uno de los discos y lo sustituyó por el suyo. Luego volvió a meter los discos en el pote.
Regresó a su anterior posición, y retiró el conjuro.
El ruido volvió a llenar la estancia. La muchacha metió la mano en el pote. Removió los discos, extrajo uno de ellos y lo depositó sobre la mesa. Rhialto se inclinó sobre el disco al mismo tiempo que Ildefonse. Se estremeció. El signo pareció oscilar y cambió ante sus ojos.
Ildefonse lo alzó y, con voz desconcertada, dijo:
—¡Gilgad!
Rhialto miró furioso a Gilgad, que le devolvió una blanda mirada. Gilgad también había detenido el tiempo, pero había aguardado hasta que el disco estuvo encima de la mesa.