—¡Imposible! —dijo Ildefonse—. Todos debemos estar presentes durante las deliberaciones. Si lo recuerdas, estamos juzgando un caso contra Rhialto.
—¡Pero ya no hay ningún caso contra Rhialto! —baló Byzant el Necropo. ¡El proceso carece de validez! ¡Debemos volver a casa para cuidar de nuestras propiedades!
—¡A Boumergarth, todos! —tronó Ildefonse—. ¡No aceptaré más reluctancias!
A regañadientes, los magos regresaron al remolino y se sentaron en silencio durante el vuelo de regreso. Tres veces alzó Hache-Moncour un dedo como para dirigirse a Ildefonse, pero cada vez se lo pensó mejor y contuvo su lengua.
En Boumergarth, los magos ocuparon lúgubremente sus puestos en el Gran Salón. El hombre de negro seguía en las sombras, como si no se hubiera movido en absoluto.
—Ahora reanudaremos las consideraciones sobre la acción presentada por Rhialto y su contracción —dijo Ildefonse—. ¿Hay alguna opinión que merezca ser escuchada?
La sala guardó silencio.
Ildefonse se volvió hacia el hombre de negro.
—Rhialto, ¿qué tienes que decir tú?
—He presentado mi caso contra Hurtiancz y sus conspiradores. Ahora aguardo su resolución.
—Las personas presentes aquí se hallan divididas en dos categorías —señaló Ildefonse—: Rhialto, el demandante, y los demandados, que somos el resto de nosotros. En un caso así sólo podemos recurrir a la guía de los Azules, y no hay ninguna duda respecto a las respuestas. Rhialto: como Preceptor, declaro que has probado justamente tu caso. Certifico que tienes derecho a recuperar tus bienes secuestrados más una penalización estipulada.
Rhialto avanzó para apoyarse contra el atril.
—He conseguido una victoria triste y sin provecho, contra personas a quienes consideraba en mayor o menor grado como mis amigos.
Rhialto miró a todos los reunidos en la estancia. Pocos le devolvieron la mirada. Con voz llana, Rhialto prosiguió:
—La victoria no ha sido fácil. He conocido el sufrimiento, el miedo y la decepción. Sin embargo, no pretendo sacar provecho de las circunstancias. Hago la misma proposición a cada uno de vosotros, excepto a uno: devolved a Falu todas las propiedades que me arrebatasteis, con el añadido de una sola piedra IOUN cada uno como penalización.
—Rhialto, tu acción es a la vez generosa y sabia —dijo Ao de los Ópalos—. Naturalmente, has ganado muy poca popularidad con tu victoria; de hecho, observo que Hurtiancz y Zilifant rechinan los dientes. De todos modos, no has incurrido en ninguna nueva enemistad. Admito mi error; acepto la penalización y te pagaré una piedra IOUN con humildad. Animo a mis compañeros a que hagan lo mismo.
—¡Bien dicho, Ao! —exclamó Eshmiel—. Comparto tus sentimientos. Rhialto, ¿quién es la persona a la que exceptúas de la penalización, y por qué es así?
—Excluyo a Hache-Moncour, cuyas acciones no pueden ser disculpadas. Con su ataque a nuestra ley nos atacó a todos nosotros; vosotros no sois menos víctimas que yo, aunque vuestros sufrimientos aún tienen qué venir.
»Hache-Moncour debe perder toda su magia y toda su capacidad para la magia. Ildefonse se ha encargado ya de ello mientras yo os hablaba. El Hache-Moncour que veis aquí no es el mismo hombre que se sentaba en este lugar hace una hora, y en estos momentos Ildefonse está llamando ya a sus sirvientes. Lo llevarán a la tenería local, donde se le adjudicará un empleo adecuado.
»En cuanto a mí, mañana regresaré a Falu, donde mi vida proseguirá más o menos como antes, o al menos eso espero.
Shalukhe la Nadadora estaba sentada al lado del río Ts, bajo los álamos azules que crecían junto a sus orillas y ocultaban parcialmente Falu de la vista. Rhialto, con sus propiedades devueltas al lugar que les correspondía, salió para reunirse con ella. La muchacha volvió la cabeza, lo observó acercarse, luego reanudó su contemplación del río.
Rhialto se sentó cerca y, reclinándose, observó el rielar de la tenue luz del sol en la moviente agua. Finalmente volvió la cabeza y estudió primero el delicado perfil, luego las graciosas curvas de su cuerpo. Hoy la muchacha llevaba unos pantalones color arena cerrados en los tobillos y anchos en las caderas, zapatillas negras, una blusa blanca y un cinturón negro. Una cinta roja sujetaba su oscuro pelo. En su tiempo, reflexionó Rhialto, había sido un Dechado de Excelencia, lo Mejor de lo Mejor, y ahora, ¿qué podía esperar?
Ella se dio cuenta de su inspección y volvió hacia él una mirada interrogadora.
—Shalukhe la Nadadora, Furud Trama del Alba: ¿qué voy a hacer contigo?
El Dechado volvió a su contemplación del río.
—Yo también me pregunto lo mismo —murmuró.
Rhialto alzó las cejas.
—De acuerdo: esta era, la última que se conoce en el planeta Tierra, es en muchos sentidos tenebrosa e inquietante. Sin embargo, no te falta nada; no eres atormentada por ningún enemigo; eres libre de ir y venir por donde te plazca. ¿Qué es pues lo que te turba?
Shalukhe la Nadadora se encogió de hombros.
—Parecería capcioso que me quejara de algo. Tu conducta ha sido cortés; me has tratado con dignidad y generosidad. Pero estoy sola. Os observé en vuestro coloquio, y me recordasteis un grupo de cocodrilos tomando el sol en las lodosas orillas del río Kuyike.
Rhialto se echó hacia atrás.
—¿Yo también?
Shalukhe, ensimismada en sus propios pensamientos, ignoró la observación.
—Yo era Dechado en la corte de la Luna de Levante, lo Mejor de lo Mejor. Los caballeros de rango acudían ansiosos a tocar mi mano; cuando yo pasaba, mi perfume evocaba suspiros de anhelante pasión y a veces, tras mi paso, oía ahogadas exclamaciones, que tomaba como signos de admiración. Aquí se me evita como si fuera lo Peor de lo Peor; nadie se preocupa de si dejo un perfume a mi paso o el olor de una porqueriza. Me he vuelto melancólica y llena de dudas. ¿Soy tan blanda, torpe y aburrida que instilo la apatía allá donde voy?
Rhialto se reclinó en su asiento y miró al cielo.
—¡Tonterías! ¡Espejismos! ¡Locas ensoñaciones!
Shalukhe sonrió con una trémula sonrisa agridulce.
—Si me hubieras tratado vergonzosamente y me hubieras sometido a tus deseos, al menos me hubiera quedado mi orgullo. Tu cortés desprendimiento me deja sin nada.
Rhialto consiguió al fin hallar su voz.
—¡Eres la más perversa de todas las doncellas! ¡Cuántas veces me han hormigueado las manos con el deseo de aferrarte; siempre las he apartado para que te sintieras segura y tranquila! ¡Y ahora me acusas de tener la sangre fría y me llamas cocodrilo! Consideras mi graciosa y poética contención una incapacidad senil. ¡Soy yo quien debería sentir dolor!
Rhialto se puso en pie y fue a sentarse al lado de ella; tomó sus manos.
—¡Las más hermosas doncellas son también las más crueles! ¡Incluso ahora utilizas medios sutiles para agitar mis emociones!
—¿Oh? Cuéntame cuáles son, para que pueda volver a hacerlo.
—Estás turbada porque parecía que yo ignoraba tu presencia. Pero, siguiendo ese mismo razonamiento, te hubieras sentido igualmente disminuida en tu orgullo si el hombre hubiera sido Dulce-Lolo con sus pies expresivos, o Zilifant, o incluso Byzant el Necropo. ¡El hecho que fuera yo, Rhialto, quien te tratara tan mezquinamente, parece ser incidental! Ahora, mi propia vanidad me atormenta; ¿soy tan poco atrayente? ¿No sientes ni la más ligera emoción hacia mí?
Finalmente, Shalukhe la Nadadora sonrió.
—Rhialto, te diré esto: si fueras Dulce-Lolo, o Zilifant, o Byzant, o cualquier otro distinto a Rhialto, no estaría ahora sentada aquí dejando que me sujetaras las manos de una forma tan fuerte.
Rhialto suspiró aliviado. La atrajo más hacia sí; sus rostros se encontraron.
—Confusiones y malentendidos: todo se ha esfumado; quizás ahora el vigesimoprimer eón te parezca una época menos deprimente.
Shalukhe miró de soslayo hacia el sol, allá donde colgaba, bajo, sobre el río Ts.
—En cierta medida. De todos modos, ¿qué ocurrirá si el sol se apaga mientras estamos sentados aquí?
Rhialto se puso en pie y tiró de ella para que le imitara; besó su rostro vuelto hacia arriba.
—¿Quién sabe? ¡El sol puede parpadear y vacilar todavía durante otro centenar de años!
La doncella suspiró y señaló.
—¡Oh! ¡Observa cómo parpadea ahora! ¡Parece cansado y turbado! Pero quizá goce de una noche tranquila.
Rhialto susurró un comentario en su oído, a fin de que ella no esperara lo mismo. Dio un tirón a su brazo y los dos, muy juntos, caminaron lentamente de vuelta a Falu.
El archivolte Xexamedes, enfrascado en desenterrar raíces de genciana en el bosque Were, empezaba a sentirse acalorado por el ejercicio. Se quitó la capa y siguió con su trabajo, pero el reflejo de sus escamas azules fue observado por Herark el Heraldo y el diabolista Shrue. Se acercaron subrepticiamente y lo sorprendieron; luego, pasando un par de nudos corredizos en torno a su flexible cuello, lo sujetaron de modo que no pudiera causar ningún daño.
Tras grandes esfuerzos, un centenar de amenazas y muchos tirones, sacudidas y cargas por parte de Xexamedes, los dos magos consiguieron arrastrarlo hasta el castillo de Ildefonse, donde los demás magos de la región no tardaron en reunirse, enormemente excitados.
En otros tiempos, Ildefonse había servido a los magos como Preceptor, de modo que ahora se hizo cargo de los procedimientos. Primero inquirió el nombre del archivolte.
—¡Como muy bien sabes, viejo Ildefonse, soy Xexamedes!
—Sí —dijo Ildefonse—. Ahora te reconozco, aunque lo último que vi de ti fue tu espalda, cuando te enviamos de vuelta a Jangk. ¿Te das cuenta de que has incurrido en una pena de muerte volviendo aquí?
—No es así, Ildefonse, puesto que ya no soy un archivolte de Jangk. Soy un inmigrante en la Tierra; me declaro revertido al estado de hombre. Incluso mis semejantes me tienen en poca estima.
—Muy bien —dijo Ildefonse—. De todos modos, tu expulsión fue y es explícita. ¿Dónde te alojas ahora?
La pregunta fue hecha de forma casual, y Xexamedes respondió del mismo modo.
—Voy y vengo; saboreo el dulce aire de la Tierra, tan distinto de los vapores químicos de Jangk.
Ildefonse no se dejó engañar.
—¿Qué pertenencias has traído contigo? Específicamente: ¿cuántas piedras IOUN?
—Hablemos de otros asuntos —sugirió Xexamedes—. Deseo unirme a vuestra camarilla local y, como futuro camarada de todos los presentes, encuentro esos vínculos humillantes.
Hurtiancz, haciendo gala de su sempiterno mal genio, gritó:
—¡Ya basta de temeridades! ¿Qué hay de las piedras IOUN?
—Llevo unas cuantas de esas baratijas —respondió Xexamedes con dignidad.
—¿Dónde están?
Xexamedes se dirigió a Ildefonse.
—Antes de responder, ¿puedo inquirir cuáles son tus intenciones?
Ildefonse tironeó de su rubia barba y alzó los ojos al candelabro.
—Tu destino pende de muchos factores. Sugiero que muestres tus piedras IOUN.
—Están ocultas bajo las tablas del piso de mi cabaña —dijo Xexamedes con voz hosca.
—¿Que está situada dónde?
—En el extremo más alejado del bosque Were.
Rhialto el Prodigioso saltó en pie.
—¡Aguardad todos aquí! ¡Verificaré la veracidad de esta afirmación!
El brujo Gilgad alzó los dos brazos.
—¡No tan aprisa! ¡Yo conozco exactamente la región! Yo iré.
Ildefonse dijo con voz neutra:
—Nombro un comité formado por Rhialto, Gilgad, Mune el Mago, Hurtiancz, Kilgas, Ao de los Ópalos y Barbanikos. Este grupo irá hasta la cabaña y traerá todo el contrabando. La sesión se aplaza hasta vuestro regreso.
A su debido tiempo las posesiones de Xexamedes fueron colocadas en una alacena del gran salón de Ildefonse, incluidas treinta y dos piedras IOUN: esferas, elipsoides, agujas, cada una del tamaño aproximado de una ciruela pequeña, cada una exhibiendo una cortina interna de pálido fuego. Una red impedía que flotaran como burbujas oníricas.
—Ahora poseemos una base para nuestra futura investigación —dijo Ildefonse—. Xexamedes, ¿cuál es con exactitud la fuente de estas poderosas propiedades?
Xexamedes erizó sus altas plumas negras en una clara expresión de sorpresa, real o fingida. Seguía retenido por los dos nudos corredizos. Bruma del Mar Wheary sujetaba una de las cuerdas, Barbanikos la otra, para asegurarse de que Xexamedes no pudiera tocar a nadie.
—¿Qué pasa con el indomable Morreion? —inquirió Xexamedes—. ¿No os ha revelado sus conocimientos?
Ildefonse frunció el ceño, desconcertado.
—¿Morreion? Casi había olvidado el nombre… ¿Cuáles fueron las circunstancias?
Herark el Heraldo, que conocía la historia de veinte eones, afirmó:
—Después de que los archivoltes fueran derrotados, se firmó un acuerdo. A los archivoltes se les perdonó la vida, y ellos en cambio aceptaron divulgar la fuente de las piedras IOUN. El noble Morreion recibió la orden de averiguar el secreto, y nunca más volvió a saberse nada de él.
—Fue instruido en todos los procesos —declaró Xexamedes—. Si queréis saberlo…, ¡buscad a Morreion!
—¿Por qué no volvió? —preguntó Ildefonse.
—No podría decirlo. ¿Quiere alguien más conocer la fuente de las piedras? Demostraré de buen grado el procedimiento una vez más.
Durante un momento nadie habló. Luego Ildefonse sugirió:
—Gilgad, ¿qué te parece? Xexamedes ha hecho una proposición interesante.
Gilgad se humedeció los finos labios.
—Primero deseo una descripción verbal del proceso.
—Por supuesto —dijo Xexamedes—. Permitidme consultar un documento. —Avanzó hacia la alacena, arrastrando detrás a Bruma y Barbanikos; luego saltó repentinamente hacia atrás. La cuerda colgó floja, y Xexamedes agarró a Barbanikos y exudó un impulso galvánico. De las orejas de Barbanikos brotaron chispas; saltó por los aires y cayó al suelo, desvanecido. Xexamedes dio un tirón de la cuerda, cuyo otro extremo sujetaba Bruma, y, antes de que nadie pudiera impedírselo, huyó del gran salón.
—¡Tras él! —aulló Ildefonse—. ¡No debe escapar!
Los magos partieron a la caza del huido archivolte. Xexamedes corrió cruzando las colinas del Scaum, más allá del bosque Were; los magos corrían tras él como una jauría tras un zorro. Xexamedes entró en el bosque Were por el otro lado y luego volvió sobre sus pasos, pero los magos sospecharon un truco y no se dejaron engañar.