Authors: James Clavell
Llegó a la celda cincuenta y cuatro. La puerta estaba cerrada, la abrió y entró. Mac y Larkin ya se hallaban dentro.
—jPardiez! ¡El olor de este lugar me mata!
—A mí también, camarada —contestó Larkin.
Mac sudaba. El aire estaba corrompido y las paredes de cemento mostraban su característica humedad, con manchas antiguas.
La celda tenía aproximadamente metro ochenta centímetros de ancho por dos cuarenta de largo y tres de alto. En el centro, sujeta con cemento a una pared había una cama, que era un sólido bloque de cemento de noventa centímetros de alto por otros noventa de ancho y un metro ochenta de largo. Sobre ella se veía una almohada también de cemento. A un lado había un lavabo y, en el suelo, un agujero que empalmaba con la cloaca, que no funcionaba. Una diminuta ventana embarrada aparecía a dos metros y medio de altura en la pared, pero el cielo no era visible porque la pared tenía un grosor de sesenta centímetros.
—Mac. Le concederemos unos minutos, luego nos marcharemos de este condenado lugar —dijo Larkin.
—¡Ay, compañero! —suspiró Mac.
—Por lo menos abramos la puerta —dijo Marlowe, bañado en su propio sudor.
—Mejor tenerla cerrada, Peter. Es más seguro —aconsejó Larkin, intranquilo.
—Preferiría estar muerto a vivir aquí.
—Demos gracias a Dios por estar fuera.
—¡Eh, Larkin! —Mac indicó las sábanas que había sobre la cama de cemento—. No comprendo donde están los hombres que viven en esta celda. Todos no pueden estar en una partida de trabajo.
—No lo sé tampoco. —Larkin se ponía nervioso—. Salgamos de aquí.
La puerta se abrió para dar paso a Rey que destellaba satisfacción.
—Hola, muchachos.
En sus brazos sostenía algunos paquetes.
Tex entró también cargado.
—Pongámoslo en la cama.
Tex sacó el fogón eléctrico y la gran cacerola, y luego dio una patada a la puerta para cerrarla mientras ellos miraban sorprendidos.
—Ve a buscar agua —dijo Rey.
—No faltaría más.
—¿Qué pasa? ¿Por qué quiere usted vernos? —preguntó Larkin.
Rey se puso a reír.
—Vamos a cocinar.
—¡Por Júpiter! ¿Quiere decir que nos hizo venir aquí para eso? ¿Por qué diablos no podíamos hacerlo allí abajo?
Larkin estaba furioso. Rey le miró sonriente. Se volvió de espaldas y abrió el paquete. Tex regresó con el agua y puso la cacerola sobre el fogón eléctrico.
—Raja, mire que... —Marlowe se detuvo.
Rey vertía la mayor parte de novecientos gramos de
katchang idju
en el agua. Añadió sal y dos cucharadas colmadas de azúcar. Luego abrió otro paquete envuelto en hojas de banano y lo enseñó.
—¡Virgen Santa!
Rey mostróse satisfechísimo con el efecto de su sorpresa.
—Se lo dije, Tex —sonrió—. Me debe un dólar.
Mac alargó la mano y tocó la carne.
—
¡Mahlu!
Es real.
Larkin hizo lo mismo.
—Había olvidado el aspecto de la carne —dijo con la voz apagada por la sorpresa—. ¡Diablos! Es usted un genio. ;Un genio!
—Es mi cumpleaños. Pensé que podríamos celebrarlo. Y he conseguido esto —dijo Rey mostrando una botella.
—¿Qué es?
—Vino.
—No puedo creerlo —dijo Mac—. Vaya, aquí hay los cuartos traseros de un cerdo. —Se inclinó hacia delante y lo olió—. ¡Dios mío, es real, real, real, y fresca como un día de mayo! ¡Hurra!
Todos rieron.
—Mejor que cierre con llave, Tex. —Rey se volvió a Marlowe—. ¿Conforme, socio?
Éste aún miraba la carne.
—¿De dónde diablos la ha sacado?
—Larga historia.
Rey sacó un cuchillo, troceó la carne y la colocó en la cacerola. Todos miraban fascinados mientras él añadía sal y ajustaba el recipiente al mismo centro del hornillo. Luego tomó asiento en la cama de cemento y cruzó las piernas.
—¿No está mal, eh?
Pasó un largo rato sin que nadie hablara.
Un repentino torcimiento del pomo de la puerta rompió el silencio. Rey hizo seña a Tex, que abrió la puerta, primero un poquito, y, luego, del todo. Entró Brough.
Miró a su alrededor sorprendido. Vio el hornillo, se acercó y observó el contenido de la cacerola.
—¡Será el no va más!
Rey volvió a reír.
—Es mi cumpleaños. Pensé que podía invitarles a comer.
—Consiguió un invitado. —Brough tendió su mano a Larkin—. Don Brough, coronel.
—Grant es mi nombre de pila. ¿Conoce a Mac y a Peter?
—Desde luego —Brough les sonrió y se volvió a Tex—. Hola Tex.
—Celebro verle, Don.
Rey indicó la cama.
—Siéntese, Don. Luego nos pondremos a trabajar.
Marlowe se sorprendió de que los soldados y oficiales norteamericanos se llamaran tan fácilmente por el nombre de pila. Sin embargo no sonaba a chabacano ni había adulación. Todo parecía casi correcto. También observó que Brough era siempre obedecido como jefe, pese a que le llamaran Don.
—¿Qué trabajo es ése? —preguntó Brough.
Rey rompió algunas tiras de sábanas.
—Vamos a tener que sellar la puerta.
—¿Qué dice? —preguntó Larkin incrédulo.
—Desde luego —explicó Rey—. Cuando esto empiece a cocer es probable que provoque una revolución. Si esos tipos de fuera lo huelen, ¡diablos! imagínenselo, son capaces de destrozarnos. Es el único lugar donde podemos guisar en privado. El olor se irá por la ventana, si sellamos bien la puerta. No podíamos cocinar fuera, sin un mínimo de seguridad.
—Larkin, Rey tiene razón —dijo Mac volviéndose hacia él—. Es usted un genio. Nunca hubiera pensado en ello. Créame —añadió riendo—. Los norteamericanos, de ahora en adelante se cuentan entre mis amigos.
—Gracias, Mac. Ahora es mejor que lo hagamos.
Los huéspedes de Rey cogieron las tiras de sábanas y cubrieron los resquicios de la puerta y cerradura. Cuando acabaron, Rey inspeccionó el trabajo.
—Bien —dijo—. Y ahora, ¿qué hacemos con la ventana?
Miraron hacia la pequeña abertura enrejada, y Brough propuso:
—Dejémosla abierta hasta que el estofado empiece a hervir. Luego la cubriremos y aguantaremos cuanto podamos. Si es preciso, la abrimos un rato. —Miró a su alrededor, y supuso que todos estaban conformes en dejar que el olor saliera esporádicamente, como si fuesen señales de fuego indio.
—¿Hace viento?
—Maldito si me fijé. ¿Lo hizo alguien?
—¡Eh, Peter! Eléveme un poco, camarada —dijo Mac.
Era el más bajo de todos y Marlowe lo sostuvo sobre sus hombros. Mac miró a través de las barras, se mojó un dedo, y lo sacó fuera.
—De prisa, Mac. Hombre... que no es un polluelo, ¡caramba! —gritó Marlowe.
—Debo probar el viento, joven bastardo.
Volvió a mojarse el dedo y a sacarlo fuera. Parecía tan atento y ridículo que Marlowe se puso a reír. Larkin le coreó, todos hicieron lo mismo. Mac cayó desde un metro ochenta centímetros de altura, dio con su pierna contra la cama de cemento y empezó a maldecir.
—¡Mire mi pierna, maldito sea! —Era sólo un rasguño, pero sangraba—. ¡Casi me arranco la piel!
—Mire Peter —dijo Larkin aguantándose el estómago— Mac tiene sangre. Siempre creí que sólo tenía leche en las venas.
—¡Vayanse todos al infierno, bastardos,
mahlu!
—exclamó Mac irascible. Luego se contagió de la risa, se levantó y, cogido a Marlowe y a Larkin, empezó a cantar.
Marlowe cogió el brazo de Brough, éste el de Tex, y la cadena de hombres cantó bulliciosa moviéndose alrededor de la cacerola mientras Rey seguía sentado con las piernas cruzadas detrás de ellos.
Mac rompió la cadena.
—Ave César. Los que vamos a comer, te saludamos.
Todos a una se lanzaron sobre él y se confundieron en un montón.
—¡Suelte mi brazo, Peter!
—!Que tiene el pie sobre mí estómago, bastardo! —juró Larkin a Brough.
—Lo siento, Grant. ¡Diantre! No había reído tanto en muchos años.
—Raja —exclamó Marlowe—. Creo que deberíamos removerlo por turno para tener todos la misma suerte.
—Es mi huésped —contestó Rey.
La felicidad de aquellos hombres deparó gozo en su corazón.
Solemnemente formaron cola y Marlowe removió el estofado, que empezaba a caldearse. Mac cogió la cuchara, removió y le echó una bendición obscena. Larkin, para no quedar atrás, meneó el guiso, diciendo:
—Hierve, hierve, hierve y burbujea.
—Está fuera de quicio citando a
Macbeth
—exclamó Brough.
—¿Qué pasa?
—Que no trae suerte citar a
Macbeth.
Es como silbar en el vestuario de un teatro.
—¿Lo es?
—Cualquier tonto lo sabe.
—Estaré maldito. No lo sabía —Larkin frunció el ceño.
—De todos modos, lo citó mal —dijo Brough—. Es «doble, doble tarea y trabajo; el fuego quema y el caldero bulle».
—¡Oh, no es así, yanqui! Yo conozco a mi Shakespeare.
—Me juego el arroz de mañana.
—Cuidado coronel —dijo Mac suspicaz, conociendo la propensión de Larkin al juego—. Ningún hombre apuesta con esta ligereza.
—Tengo razón, Mac —exclamó Larkin, a quien no le gustó la expresión fanfarrona del norteamericano—. ¿Qué le hace pensar tan seguro de que la razón es suya?
—¿Hay apuesta? —preguntó Brough.
Larkin pensó un momento. Le gustaba jugar, pero el arroz del día siguiente era demasiado.
—No. Dejaré mi ración de arroz tranquila, pero maldito si la dejo por Shakespeare.
—¡Lástima! —exclamó Brough—. Hubiera podido conseguir una ración extra. Lo dice en el acto cuarto, escena primera, línea diez.
—¿Cómo diablos puede ser tan exacto?
—Nada de particular —explicó Brough—. Estudié arte en Estados Unidos. Me gusta el periodismo y la literatura. Seré escritor cuando salga.
Mac se inclinó hacia delante y observó la cacerola.
—Le envidio, amigo. Creo que escribir debe de ser casi el trabajo más importante del mundo. Si se escribe bien.
—Es una tontería, Mac —repuso Marlowe—. Hay millones de cosas más importantes.
—Eso demuestra su incultura.
—Los negocios son mucho más importantes —interrumpió Rey—. Son simplemente cosas materiales. Me gusta lo que Mac dice.
—Mac —preguntó Marlowe—. ¿Qué lo hace tan importante?
—Está bien, jovencito. Primero porque es una cosa que siempre me ha gustado hacer. Lo he intentado muchas veces, pero nunca fui capaz de terminar nada. Ésa es la parte más difícil... acabar. Pero lo más importante es que un escritor puede «hacer» una cosa completa en este planeta, y un negociante no puede hacerlo todo...
—Bobadas —interrumpió Rey—. ¿Qué le parece Rockefeller? ¿Y Morgan? ¿Y Ford? ¿Y Du Pont? ¿Y todos los demás? Su filantropía financia muchísimas investigaciones, librerías, hospitales y arte. Bueno, sin su pasta...
—Pero hicieron el dinero a expensas de alguien —dijo Brough crispado—. Les sería fácil devolver sus millones a los hombres que los hicieron por ellos. Esos chupadores de sangre...
—Supongo que es usted demócrata —dijo Rey acalorado.
—Ya ve qué dulce vida me doy. Piense en Roosevelt. Piense en lo que hace con el país. Lo arrastró por los cordones de las botas, pese a los malditos republicanos.
—Eso es basura y usted lo sabe. Los republicanos no tienen nada que ver con eso. Fue un ciclo económico...
—Basura a los ciclos económicos. Los republicanos...
—jEh, amigos! —intervino Larkin suavemente—. Nada de política hasta que hayamos comido, ¿qué les parece?
—Bueno, conforme —dijo Brough malhumorado—. Pero este tipo es de abrigo.
—Mac, ¿por qué es tan importante? Todavía no lo sé.
—Bueno, un escritor puede trasladar una idea o un punto de vista a un pedazo de papel. Si dice algo bueno puede mover a la gente, aunque sea escrito en papel de tocador. Y si es el único experto en economía moderna y sabe hacerlo, puede «cambiar» el inundo. Un hombre de negocios no puede, sin gastarse una fortuna. Un político, tampoco, si no ocupa una importante posición en el poder. Un plantador ni hablar, desde luego. Y un contable, tampoco, ¿verdad Larkin?
—Desde luego.
—Pero usted habla de propaganda —dijo Brough—. Yo no quiero escribir propaganda.
—¿Escribió alguna vez para el cine, Don? —preguntó Rey.
—Nunca he vendido nada a nadie y un tipo no es escritor hasta que ha vendido algo. Pero el cine es importantísimo. ¿Saben que Lenin dijo que era el más importante medio de propaganda que se había inventado? —Vio a Rey que preparaba un asalto—. Y yo no soy comunista, hijo de perra, porque sea demócrata. —Se volvió a Mac—. Vaya hombre, sólo por leer a Lenin, Stalin o Trotsky ya le llaman a uno comunista.
—Bueno, debiera admitir, Don —dijo Rey—, que la mayor parte de los demócratas son rojos.
—¿Desde cuándo un pro-ruso es comunista? Son aliados nuestros, ¿lo saben verdad?
—Lo son de un modo histórico —dijo Mac.
—¿Por qué?
—Después tendremos mucho trabajo. Particularmente en Oriente. Aquella gente mueve un montón de jaleo; ya lo hicieron antes de la guerra.
—La televisión será el próximo futuro —intervino Peter Marlowe, vigilando un hilo de vapor que danzaba por la superficie del estofado—. ¿Saben? Vi una demostración en el «Alexandra Palace» de Londres. Baird emite un programa cada semana.
—He oído algo de la televisión —dijo Brough—. Pero nunca la he visto.
Rey asintió.
—Tampoco yo, pero eso no haría negocios.
—No en Estados Unidos, eso seguro —gruñó Brough—. Piense en las distancias. ¡Demonios! Eso estaría muy bien para uno de los pequeños países, como Inglaterra, pero no en un verdadero país como Estados Unidos.
—¡¿Qué quiere decir con eso? —intervino Peter Marlowe irguiéndose.
—Quiero decir que si no fuera por nosotros, esta guerra continuaría siempre. Bueno, es nuestro dinero y nuestras armas y nuestro poder...
—Escuche, viejo, nos desenvolvimos bien solos. Les dimos a ustedes tiempo de quitar de en medio su culo. Es «su» guerra tanto como lo es nuestra.
Marlowe le miró fijamente, y Brough le devolvió la mirada.
—¡Bobo! ¿Por qué diablos, ustedes, los europeos, no se matan como lo han hecho durante siglos y nos dejan tranquilos? Yo no lo sé, pero sí que primero tuvimos que echarles fuera de nuestro país.
En un momento todos discutían y juraban y nadie escuchaba. Cada uno tenía una opinión firme y cada opinión era la acertada.