Authors: James Clavell
—No quiero oír nada. Sólo las noticias. —Con manifiesta amargura, Smedly-Taylor le tocó el hombro—. Lo siento.
—Es más seguro, señor.
Larkin se alegraba de que Smedly-Taylor no quisiera saber su intento. El plan acordado era decirlo a dos personas cada uno. Larkin a Smedly-Taylor y a Gavin Ross; Mac, al comandante Tooley y al teniente Bosley, ambos amigos personales; y Peter a Rey y al padre Donovan, el capellán católico. Ellos pasarían las noticias a otras dos personas en quienes confiaran, y, así, sucesivamente. «Un buen plan», pensó Larkin. Peter tampoco les dijo de dónde procedía el condensador. Buen muchacho.
Más tarde, cuando Marlowe regresó a su barracón, después de ver a Rey, Ewart, totalmente despierto, asomó la cabeza entre la mosquitera y susurró excitado:
—Peter. ¿Se ha enterado de las noticias?
—¿Qué noticias?
—Que los rusos están a sesenta y cuatro kilómetros de Berlín. Que los yanquis han desembarcado en Iwo Jima y Corregidor.
Marlowe sintió un terror interno. «¡Dios mío! ¿Tan pronto?»
—Rumores sin fundamento, Ewart. Tonterías.
—No¿no lo son, Peter. Hay otra radio en el campo. Es verdad. No es rumor. ¿No es eso grande? ¡Oh, Cristo, olvidé lo mejor! Los yanquis han liberado Manila. Ahora ya no tenemos para mucho, ¿eh?
—Lo creeré cuando lo vea.
«Quizá sólo hubiéramos debido decirlo a Smedly-Taylor, y a nadie más —pensó mientras«se acostaba—. Si Ewart lo sabe ya..., sin comentarios.»
Nervioso, escuchó a través del campo. Casi captaba la creciente excitación de Changi. El campo sabía que ya volvía a tener contacto.
Yoshima, lleno de temor, permanecía cuadrado frente al enfurecido general.
—¡Usted, estúpido, incompetente loco!
Yoshima se preparó para el golpe que veía venir, y llegó la mano abierta, cruzándole el rostro.
—¡Encuentre esa radio o será degradado! Su traslado queda cancelado. ¡Fuera!
Yoshima saludó marcialmente, y su inclinación fue una perfecta demostración de humildad. Salió de las dependencias del general, agradecido de haber terminado tan bien librado. ¡Malditos y pestilentes prisioneros!
En los cuarteles hizo formar a su personal, y, furioso, abofeteó sus rostros hasta que le dolió la mano. Era su turno. Los sargentos abofetearon a los cabos, y, éstos, a los soldados coreanos. La orden fue tajante.
—¡Conseguir la radio!
Durante cinco días no sucedió nada. Luego los carceleros cayeron sobre el campo y casi lo destrozaron. Pero sin resultado. El traidor aún no sabía dónde estaba la radio. Nada sucedió, excepto la amenaza de reducir las raciones. El campo volvió a sufrir los largos días sin apenas comida, si bien les consolaba tener noticias. No eran rumores, eran noticias auténticas. Y noticias muy buenas. La guerra de Europa estaba casi terminada.
Aun así, cundió el desánimo entre los hombres. Pocos tenían reservas alimenticias. Y la buena información encontraba sus ánimos decaídos. Si la guerra terminaba en Europa, mandarían más tropas al Pacífico. Luego era de temer un ataque a las islas del Japón. Y semejante ataque conduciría a los carceleros a... Todos esperaban un solo fin para Changi.
Marlowe caminó hacia el área de los gallineros, con su cantimplora colgando de la cadera. Mac, Larkin y él consideraban más seguro llevarlas encima tanto tiempo como fuera posible, por si había una repentina investigación.
Estaba de buen humor. Del dinero ganado ya no les quedaba absolutamente nada. No obstante. Rey le adelantó comida y tabaco a cuenta de futuros beneficios. «¡Señor, qué hombre! —pensó—. Si no fuera por él, Mac, Larkin y yo estaríamos tan hambrientos como el resto de Changi.»
Hacía frío. La lluvia del día anterior hizo desaparecer el polvo. Era casi hora de comer. Mientras se acercaba a los gallineros se apresuró. Quizás habría más huevos. Luego, perplejo, se detuvo.
Cerca de las jaulas correspondientes a su grupo vio una pequeña multitud, enfurecida y violenta.
Grey estaba allí. Frente a él se hallaba el coronel Forster, con un simple taparrabos, que saltaba como un loco, y daba gritos casi incoherentes acusando de abuso a Johnny Hawkins, que abrazaba protector a su perro contra su pecho.
—¡Eh, Max! —dijo Marlowe que llegaba a la altura de las jaulas de Rey—. ¿Qué pasa?
—Hola, Pete —contestó Max, levantando sus manos.
Advirtió la reacción instintiva de Marlowe al oírse llamar «Pete». «¡Oficiales! —pensó despectivo—. Uno intenta tratar a un oficial como a un tipo corriente, lo llama por su nombre, y se vuelve loco. ¡Al diablo . . con ellos!»
—Hola Pete. —Lo repitió para no rectificar en el acto—. Todo el infierno se vino abajo hace una hora. Parece que el perro de Hawkins penetró en el gallinero del griego y mató una de sus gallinas.
—¡Oh, no!
—Seguro que le entregarán su cabeza; seguro.
Forster chillaba:
—¡Quiero otra gallina y que me pague los perjuicios! ¡La bestia mató a uno de mis hijos, quiero un veredicto de muerte!
—Pero, coronel —decía Grey con su paciencia agotada—. Era una gallina, no un niño. No puede jurar que...
—¡Mis gallinas son mis hijos, idiota! Gallina, niño, ¿qué diferencia hay? Hawkins es un sucio asesino. ¡Un asesino! ¿Oye usted?
—Comprenda, coronel —replicó Grey enfurecido—. Hawkins no puede darle otra gallina. Dijo que lo sentía. El perro se soltó de su correa.
—Quiero un consejo de guerra. Hawkins es un asesino, y su bestia otro asesino. —La boca del coronel Forster tenía flecos de espuma—. Esa maldita bestia mató a mi gallina, y se la comió. ¡Se la comió y sólo quedan plumas de lo que fue mi hija!
Rugiendo, se lanzó de repente contra Hawkins. Sus manos abiertas,
con uñas como garras, arañaron al perro en los brazos de Hawkins.
—¡Te mataré a ti y a tu maldita bestia!
Hawkins evitó a Forster. El coronel cayó al suelo y
Rover
aulló de temor.
—He dicho que lo siento —dijo Hawkins—. Si tuviera el dinero con gusto le daría dos, diez gallinas; pero no puedo. Grey... —Hawkins, desesperado, se volvió a él—. Por amor de Dios, haga algo.
—¿Qué diablos quiere que haga? —Grey estaba cansado y loco, y tenía disentería—. Usted sabe que no puedo hacer nada. Tengo que informar de ello. Pero es mejor que se desembarace de su perro.
—¿Qué quiere decir?
—¡Por Júpiter! —Grey estalló—. Quiero decir que se desembarace de él, que lo mate. Y si usted no puede, que alguien lo haga. Pero, ¡pardiez!, procure que no esté en el campo a la caída de la noche.
—Es mi perro. Usted no puede ordenar...
—¡El infierno no puedo!
Grey intentó controlar los músculos de su estómago. Le gustaba Hawkins, siempre le había gustado, pero aquello no tenía significación entonces.
—Usted conoce los reglamentos. Se le ha advertido que lo mantenga atado fuera de esta área.
Rover
mató y se comió la gallina. Hay testigos que lo vieron.
—Voy a matarlo —musitó—. He de matarlo yo. Ojo por ojo.
Grey se plantó delante de Forster que se disponía a otro ataque.
—Coronel Forster. Se dará parte de este asunto. Se ha ordenado al capitán Hawkins que mate a su perro.
Forster no pareció oírle.
—Quiero esa bestia. Voy a matarla. Igual que él mató a mi gallina,! Es mío! Voy a matarlo —empezó a avanzar—. Igual que él mató a mi hija.
Grey extendió su mano.
—¡No! Lo hará Hawkins.
—Coronel Forster —dijo Hawkins humildemente—. Le suplico, por favor, le suplico, que acepte mis excusas. Permita que retenga mi perro, no sucederá otra vez.
—No, no sucederá —el coronel Forster rió como un enajenado—. ¡Está muerto, y es mío!
Avanzó y Hawkins volvió a retroceder; Grey sujetó al coronel por el brazo.
—¡Basta! —gritó—. O voy a arrestarle. ¡Éste no es el modo de conducirse un oficial mayor! ¡Apártese de Hawkins! ¡Fuera!
Forster se desprendió de Grey. Su voz era poco más que un murmullo cuando habló directamente a Hawkins.
—¡Incluso acabaré contigo! ¡Incluso contigo!
Regresó a su gallinero, y se arrastró dentro. Era su hogar, el lugar donde vivía, dormía y comía con sus hijas, sus gallinas.
Grey se volvió a Hawkins.
—Lo siento, Hawkins, pero desembarácese de él.
—Grey —suplicó Hawkins—. ¡Por Dios! Retire la orden. Por favor, se lo ruego, haré cualquier cosa, cualquier cosa.
—No puedo. —Grey no tenía alternativa—. Sabe que no puedo, Hawkins, viejo. No puedo. Mátelo. Y hágalo rápidamente.
Dio media vuelta y se marchó.
Las mejillas de Hawkins estaban húmedas por las lágrimas, mientras seguía abrazado a su perro. Entonces vio a Marlowe.
—Peter, por amor de Dios, sálveme.
—No puedo, Johnny. Lo siento; es algo que nadie puede hacer.
Totalmente apesadumbrado, Hawkins miró a los hombres silenciosos que le rodeaban. Lloraba abiertamente. Aquéllos empezaron a marcharse; ninguno podía hacer nada. Si un hombre hubiera matado una gallina, bueno, pues, hubiera sido casi lo mismo, quizá lo mismo. Todos sintieron lástima. Luego, Hawkins, corrió sollozando con el perro en sus brazos.
—¡Pobre hombre! —dijo Marlowe a Max.
—Sí, pero a Dios gracias, no fue una de las gallinas de Rey. ¡Pardiez! Me hubiera tocado a mí el lote.
Max cerró el gallinero, se inclinó ante Marlowe y se marchó.
A Max le gustaba cuidarse de las gallinas. No había nada semejante a un huevo extra de vez en cuando, ni riesgo si se chupaba rápidamente, se machacaba la cascara y se mezclaba con la comida de las gallinas. Así no quedaban pistas. Y, ¡diablos!, ¿qué importancia tenía quitarle de vez en cuando a Rey un huevo? Mientras hubiera uno diario para él, no había porqué preocuparse. ¡Diablos, no! Max, desde luego, era feliz. Aquella semana era el guardián de las gallinas.
Más tarde, Marlowe yacía en su litera, descansando.
—Disculpe, señor.
Marlowe levantó la vista y vio que Dino estaba junto a su litera.
—Hola.
Miró a su alrededor y sintió un tinte de rubor.
—¿Puedo hablar con usted, señor?
El «señor»» sonaba impertinente, como siempre. ¿Por qué los norteamericanos no saben decir «señor» tal como suena ordinariamente? Se levantó y se fue tras él.
Dino le condujo hasta un reducido claro entre los barracones.
—Pete. Rey le necesita. Y debe llevar a Larkin y Mac.
—¿Qué pasa?
—Dijo simplemente que les llevase. Deben reunirse con él en el interior de la cárcel, celda cincuenta y cuatro, cuarto piso, dentro de media hora.
Estaba prohibida la entrada a los oficiales en el recinto de la cárcel.
Era una orden japonesa, que hacía cumplir la Policía del campo. «¡Cuernos! ¡Eso es peligroso!», pensó Marlowe.
—¿Algo más?
—No, eso es todo. Celda cincuenta y cuatro, cuarto piso, media hora. Hasta luego, Pete.
«¿Qué pasa ahora?» —se preguntó. Buscó a Larkin y Mac y les dijo lo que había.
—¿Qué le parece, Mac?
—Bueno, camarada —contestó cautelosamente—. No creo que Rey nos llame a los tres a la ligera y sin explicaciones, a menos que ocurra algo importante.
—¿Y de la cárcel?
—Si nos cogen —dijo Larkin— será mejor tener preparada una historia. Grey se enterará y seguro que arruga la nariz. Lo mejor que podemos hacer es ir por separado. Yo puedo decir que voy a ver a uno de los australianos confinados en la cárcel. ¿Y usted, Mac?
—Algunos del regimiento malayo están allí. Podría ir a visitarles. ¿Y usted, Peter?
—También hay tipos de la RAF que podría visitar —vaciló un momento—. Quizá será mejor que vaya solo a ver qué pasa.
—No. Si no le ven a la entrada, puede ser que lo detengan a la salida. Entonces ya no tendría oportunidad de volver a entrar. Es peligroso desobedecer una orden y volver a infringirla. No. Es mejor que vayamos, pero independientemente. —Larkin sonrió—. Misterio, ¿eh? ¿Qué será?
—Confío en que no sea ningún jaleo.
—¡Ah, jovencito! —dijo Mac—. Vivir en estos tiempos es un jaleo. No me sentiría tranquilo si no fuera... Rey tiene amigos en altos lugares. Quizá sepa algo.
—¿Qué hacemos con las cantimploras?
Pensaron un momento, luego Larkin rompió el silencio.
—Las llevaremos.
—¿No es eso peligroso? Quiero decir, que si una vez dentro de la cárcel hay cacheo, no podremos ocultarlas.
—Si hemos de ser cogidos, lo seremos. —Larkin aparecía serio y con las facciones endurecidas.
—¡Eh, Peter! —le llamó Ewart, cuando vio que abandonaba el barracón—. Se olvida la banda de su brazo.
—Gracias. —Marlowe se maldijo a sí mismo mientras regresaba a su litera.
—Yo siempre la llevo. Nunca se es demasiado prudente.
—Eso es cierto. Gracias otra vez.
Marlowe se unió a los hombres que caminaban por la carretera junto al muro. Siguió hacia el Norte, volvió el recodo y ante él apareció la puerta. Se quitó el brazal y se sintió repentinamente desnudo. Los hombres que pasaban a su lado le miraron preguntándose por qué no llevaba su banda en el brazo. Ante él, a doscientos metros, se hallaba el final de la carretera oeste. La barricada aparecía abierta, pues alguna de las partidas de trabajo regresaban de su labor. La mayor parte de los obreros estaban agotados. Marlowe recordó que dos días después le tocaba salir con una partida similar. No le preocupaban los equipos que trabajaban en el campo. Aquello era fácil. En cambio, arrastrar los troncos resultaba un trabajo peligroso. Muchos fallaban por falta de tirantes que hubieran facilitado el trabajo. Así, algunos hombres se rompían miembros o se dislocaban tobillos.
Todos tenían que ir una o dos veces por semana, pues las cocinas precisaban madera. Los aptos suplían a los impedidos, era un acto obligado de nobleza y camaradería.
Al otro lado de la puerta vio al guardián coreano que, apoyado contra la pared, fumaba como aletargado mientras miraba a los hombres que pasaban. Éstos traían a otros en parihuelas. Era corriente que algunos regresaran de aquella manera, pero tenían que estar muy cansados, o muy enfermos, para ser conducidos así a Changi.
Marlowe pasó por delante del guardián y se unió a los hombres que rodeaban al enorme bloque de cemento.
Siguió su camino hacia uno de los bloques de celdas y subió por las escaleras, pasando por entre las camas enrolladas. Había hombres por todas partes. En las escaleras, en los pasillos, y en las celdas abiertas. Por lo general, vivían cuatro o cinco en cada celda destinada a uno solo. Sintió un creciente horror hacia toda la prisión. El hedor era nauseabundo. Olor de cuerpos podridos. Olor de cuerpos sin lavar. Olor de una generación de cuerpos humanos confinados. Y, olor de paredes de prisión.