Authors: James Clavell
—Ahora pasemos al precio —dijo Cheng San—. Sugiero que discutamos esto. Cuatro mil dólares falsos por quilate. Total dieciséis mil, y cuatro mil en dólares malayos al precio de quince a uno.
Rey movió la cabeza suavemente. Luego dijo a Marlowe:
—Dígale que no voy a entretenerme regateando. El precio son treinta mil, más cinco mil en dólares malayos, ocho a uno, todo en billetes pequeños. Ese es mi precio final.
—Tendrá que regatear algo —dijo Marlowe—. Como si dijera treinta y tres, y luego...
Rey sacudió la cabeza.
—No. Y cuando traduzca use una palabra como «entretener».
Marlowe se volvió de nuevo a Cheng San.
—Mi amigo lo dice así: No va a entretenerse con las bellezas del regateo. Su precio final son treinta mil; más cinco mil en dólares malayos al precio de ocho a uno. Todo en billetes de poco valor.
Para su sorpresa, Cheng San dijo inmediatamente:
—Estoy de acuerdo.
Tampoco deseaba perder tiempo regateando. El precio era justo y Rey sería inflexible. Hay un momento en todos los tratos en que el comerciante debe decir sí o no. El raja era un buen negociante.
Se estrecharon las manos. Sutra ofreció una botella de licor y bebieron a la salud de uno y otro hasta que la acabaron. Luego estudiaron los detalles.
Al cabo de diez días Shagata iría al barracón de los norteamericanos, después del relevo de la guardia nocturna, con el dinero y comprobaría la sortija antes de entregarlo. Pasadas tres fechas, Rey y Peter Marlowe se obligaban a darla a Cheng San en el poblado. Si por alguna causa Shagata no se presentaba aquel día, iría al otro. De modo semejante, ellos retrasarían una fecha la entrevista en el poblado, en caso de impedimento.
Luego de intercambiar mutuos cumplidos, Cheng San dijo que deseaba aprovechar la marea. Se inclinó ceremoniosamente y Sutra se fue con él a la playa. Junto al bote, empezaron su cortés discusión acerca del pescado.
Rey había triunfado.
—¡Formidable, Peter! Lo conseguimos.
—¡Es usted terrible! Cuando dijo de pegarle en los dientes de aquella forma, bueno, lo creí perdido. Simplemente, ellos no hacen estas cosas.
—Comamos —fue cuanto dijo Rey.
Luego añadió, con un trozo de carne en la boca:
—Usted gana el diez por ciento..., del beneficio, naturalmente. Pero tendrá que trabajar, hijo de perra.
—¡Como una muía! Con sólo pensar en tanto dinero... Treinta mil dólares debe de ser un montón de billetes demasiado alto.
—Más —dijo Rey contagiado por la excitación.
—¡Por Dios! Tiene nervio. ¿Cómo diablos llegó al precio? Él aceptó sin más, con toda facilidad. Un rato de charla y, luego, ya es usted rico.
—Tengo bastante que hacer antes de que «sea» negocio. Montones de cosas podrían ir mal. No es negocio hecho hasta que se ha entregado el dinero y se halla en el Banco.
—¡Oh! No pensé en eso.
—En un Banco no se ingresan charlas. Sólo billetes.
—Aún no lo entiendo. Estamos fuera del campo, con más comida dentro de nosotros que la ingerida en varias semanas. Todas las perspectivas son formidables. Es usted condenadamente genial.
—Esperemos los resultados, Peter.
Rey se levantó.
—Aguarde aquí. Regresaré dentro de una hora, aproximadamente. Otro negocíejo. Mientras salgamos antes de dos horas, todo irá bien. Así estaremos en el campo al amanecer, el mejor momento. Entonces los guardianes rinden menos. Hasta luego. —Y desapareció.
Peter Marlowe se sintió solo, y bastante temeroso.
«¡Diablos! ¿Qué irá a hacer? ¿Dónde va? ¿Y si hace tarde? ¿Y si no regresa? ¿Y si viene un japonés al poblado? ¿Y si me quedo solo? Si no regresamos al amanecer, informarán de nuestra falta y tendremos que huir. ¿Dónde? Quizá Cheng San nos ayude. ¡Demasiado peligroso! ¿Dónde vive? ¿Podríamos irnos al muelle y conseguir un bote? ¿O ponernos en contacto con las guerrillas que se supone operan cerca?
«Compórtate, Marlowe, ¡maldito cobarde!. Actúas como un niño de tres años.» Lleno de ansiedad, se dispuso a esperar. Luego, repentinamente, recordó el condensador de acopiamiento..., trescientos microfaradios.
—Tabe tuan
—Kasseh sonrió cuando Rey penetró en su choza. —
¡Tabe
, Kasseh!
—¿Quieres comer, sí?
Él sacudió la cabeza y la abrazó. Ella se mantuvo de puntillas para colocar sus brazos alrededor de su cuello. Su pelo, una mata de oro oscuro, caía por su pecho.
—Mucho tiempo —dijo animada por su contacto.
—Mucho tiempo —repitió él—. ¿Me encontraste a faltar?
—Uh-uh —sonrió ella.
—¿Llegó ya?
Kasseh sacudió la cabeza.
—No es fácil esa cosa,
tuan.
Hay peligro.
—Todo encierra peligro.
Oyeron pisadas y pronto una sombra oscureció la puerta. Un chino de baja estatura penetró en la choza. Llevaba
sarong
y unas zapatillas indias en los pies. Sonrió, mostrando unos dientes rotos y manchados.
En su costado colgaba un grueso puñal malayo dentro de una funda. Rey notó que la funda estaba muy bien aceitada. Era fácil sacar el puñal y cortar la cabeza de un hombre... muy fácil. Entre el cinturón y el cuerpo llevaba un revólver. .
Rey había pedido a Kasseh que se pusiera en contacto con las guerrillas que operaban en Johore, y el hombre era el resultado. Como la mayoría, era un bandido convertido en guerrillero contra los japoneses, bajo la bandera de los comunistas, que les suministraban armas.
—
Tabe.
¿Hablas inglés? —preguntó Rey forzando una sonrisa. No le gustaba el aspecto del chino.
—¿Por qué quieres charlar con nosotros?
—Para hacer un trato.
El chino clavó su mirada en Kasseh. Ella se estremeció.
—Lárgate, Kasseh —dijo Rey.
Sin ruido, se marchó a través de la cortina de cuentas a la parte posterior de la casa.
El chino la siguió con la mirada.
—Tiene suerte —dijo a Rey—. Demasiada suerte. 'Apuesto que sirve bien a dos, o a tres hombres una misma noche. ¿No?
—¿Te interesa un negocio, sí o no?
—Vigila, hombre blanco. Quizá yo diga a los japoneses tú aquí. Quizá yo diga poblado es seguro para los prisioneros blancos. Entonces todos muertos.
—Tú también acabarías de ese modo.
El chino gruñó, agachándose. Sacó ligeramente el puñal, amenazador.
—Quizá yo quiera la mujer ahora.
«¡Diantre! —pensó Rey—. Posiblemente me he equivocado.»
—Tengo una proposición para vosotros. Si la guerra acaba de repente..., o si a los japoneses se les ocurre acuchillarnos a todos los prisioneros, os quiero alrededor dispuestos a protegernos. Te pagaré dos mil dólares norteamericanos cuanto esté a salvo.
—¿Cómo sabremos que los japoneses matan a los prisioneros?
—Lo sabréis. Como sabéis la mayoría de cosas que pasan.
—¿Cómo sabemos que tú pagas?
—El gobierno norteamericano pagará. Todos saben que habrá recompensas.
—Dos mil,
mahlu.
Podemos conseguir dos mil cualquier día. Matar al del blanco. Fácil.
Rey hizo su jugada.
—Tengo poderes de nuestro jefe supremo para garantizaros dos mil por cada norteamericano que se salve.
—No entiendo.
—Si los japoneses intentan destruirnos... matarnos. Si los aliados desembarcan aquí, los japoneses se volverán mezquinos. O si los aliados desembarcan en el Japón, entonces los japoneses tomarán represalias. Si lo hacen, lo sabrás, y quiero que nos ayudes de inmediato.
—¿Cuántos hombres?
—Treinta.
—Demasiados.
—¿Cuántos garantizas?
—Diez. Pero el precio será cinco mil por hombre.
—Demasiado.
El chino se encogió de hombros.
—Bueno. Trato hecho. ¿Conoces el campo?
El chino mostró sus dientes en una sonrisa torcida.
—Sí.
—Nuestro barracón está hacia el Este. Es pequeño. Si hemos de salir huyendo, lo haremos a través de la alambrada de allá. Si estáis en la jungla podéis cubrirnos. ¿Cómo sabremos que estaréis preparados?
Otra vez el chino se encogió de hombros.
—Si no estamos, mueren.
—¿No podríais hacernos una señal?
—No.
«Eso es una locura —se dijo Rey—. Ignoramos cuándo podemos vernos obligados a huir, y si es de repente no habrá modo de mandar un mensaje a las guerrillas. Quizás estén allí, quizá no. Pero si imaginan que cobrarán una gran cantidad por cada uno de nosotros que salven, puede ser que mantengan vigilancia desde ahora.»
—¿Vigilaréis el campo?
—Quizá jefe diga sí quizá diga no.
—¿Quién es vuestro jefe?
El chino se encogió de hombros y apretó los dientes.
—¿Trato hecho, entonces?
—Quizá —los ojos eran hostiles—. ¿Has acabado?
—Sí —Rey tendió su mano—. Gracias.
El chino miró la mano, sonrió burlón y se encaminó a la puerta.
—Recuerda. Sólo diez. El resto muertos.
Y salió.
«Bueno, vale la pena probarlo —pensó Rey—. Esos bastardos, seguro como hay infierno que necesitan dinero. Y el tío Sam, pagará. ¿Por qué no ha de hacerlo? ¿Para qué diablos pagamos nosotros los impuestos?»
—
Tuan
—dijo gravemente Kasseh desde la puerta—. No me gusta eso.
—Es una probabilidad. Si hay una matanza repentina, quizá podamos huir de ella —le guiñó el ojo—. Vale la pena probar. De otro modo es segura nuestra muerte. Si llega esa hora, puede ser que consiga una línea de retirada.
—¿Por qué no haces un trato para ti solo? ¿Por qué no te vas con él ahora y escapas del campo?
—No es fácil. Primero porque se está más seguro en el campo que con los guerrilleros, pues no son de confianza, salvo en caso de urgencia. Segundo, por un hombre solo no merece la pena ese trabajo. Por eso le propuse salvar treinta. Pero sólo podía hacerse cargo de diez.
—¿Cómo eliges los diez?
—Lo mismo me da unos que otros, mientras yo esté entre ellos.
—Quizá tu jefe no le guste sólo diez.
—Le gustará, si él es uno de los afortunados.
—¿Crees que los japoneses matarán a los prisioneros?
—Quizá, pero olvidémoslo, ¿quieres?
Ella sonrió.
—Olvídalo. Estás ardiendo. ¿Una ducha?
—Sí.
Rey se echó encima varios cubos de agua fría que le hicieron jadear.
—¡Kasseh!
Ella surgió de detrás de las cortinas con una toalla. Se quedó mirándole. Sí, su
tuan
era un hombre hermoso. Fuerte y fino y el color de su piel causaba placer.
«Wah-lah
—pensó—, tengo suerte de poseer un hombre así. Pero él es demasiado alto y yo demasiado baja. Me pasa dos cabezas.»
Aun así, sabía que le gustaba a él. Es fácil complacer a un hombre, si la mujer no se avergüenza de serlo.
—¿De qué te ríes? —preguntó Rey.
—Ah,
tuan
, simplemente pienso: tú eres grande y yo pequeña. Pero cuando nos acostamos, no hay mucha diferencia, ¿verdad?
Rey le golpeó las caderas y cogió la toalla.
—¿Hay algo de beber?
—¿Quién sabe,
tuan?
—¿Qué más hay a punto?
Kasseh sonrió con su boca y sus ojos. Su dientes eran de un blanco brillante, sus ojos profundos y pardos, y su piel suave olía gratamente.
—¿Quién sabe,
tuan?
Y salió de la habitación.
«Es formidable —pensó Rey, siguiéndola con la mirada mientras se frotaba vigorosamente—. Soy un tipo con suerte.»
Kasseh había sido elegida por Sutra cuando Rey vino por vez primera al poblado. Los detalles se fijaron meticulosamente. Tan pronto terminara la guerra tenía que pagar a Kasseh veinte dólares norteamericanos por cada vez que hubiera estado con ella. No obstante, consiguió rebajar el precio inicial, pues el negocio era el negocio.
—¿Cómo sabe que pagaré? —le preguntó Rey.
—No lo sé. Si no lo haces, gané sólo placer. Si pagas, entonces tendré dinero y placer. —Sonrió.
Rey se calzó las zapatillas que ella había dejado dispuestas, y se dirigió al lecho oculto tras una cortina. Kasseh le esperaba.
Peter Marlowe aún contemplaba a Sutra y Cheng San en la playa. El chino hizo una reverencia y subió a la barca. Sutra ayudó a empujarla en el fosforescente mar. Luego regresó a su choza.
—
¡Tabe-lah!
—dijo Marlowe.
—¿Quieres comer algo más?
—No, gracias,
tuan
Sutra.
«Palabra —pensó Marlowe— que es un cambio de costumbres rechazar comidas.» Pero había comido tanto como quiso, e ingerir más hubiera sido descortés. Obviamente, el poblado era humilde y no debía malgastarse el alimento.
—He oído —dijo tanteando a su anfitrión— que las noticias de guerra son buenas.
—También he oído eso, pero nada que un hombre pueda confirmar. Rumores vagos.
—Es una lástima que los tiempos no sean como en años anteriores. Entonces un hombre podía conseguir una radio, oír las noticias y leer los periódicos.
—Cierto. Es una lástima.
Sutra no mostró señal de comprensión. Se acuclilló en su estera y lió un cigarrillo, que luego empezó a fumar.
—Nos enteramos de malas noticias del campo —dijo al fin.
—No tan malas,
tuan
Sutra. Nos arreglamos de uno u otro modo, pero no saber como está el mundo, desde luego, es muy malo.
—Me enteré que había una radio en el campo y que detuvieron a los dueños de ella. Ahora están en la cárcel de Outram Road.
—¿Tienes noticias de ellos? Uno es amigo mío.
—No. Sólo oímos que los llevaron allí.
—Tú conoces el lugar y como llevan allí a los hombres. Tú debes de saber lo que hacen allí.
—Cierto. Siempre se confía en que alguno tenga suerte.
—Estamos en manos de Alá, según el profeta.
—Su nombre sea alabado.
Sutra volvió a mirarle. Luego, calmosamente, chupó su cigarrillo y preguntó:
—¿Dónde aprendiste malayo?
Marlowe le habló de su estancia en Java. De cómo había trabajado en los arrozales y vivido como un javanés, que es casi igual que vivir como un malayo. Las costumbres son iguales y el idioma también, excepto las palabras propias de occidente. Pero amor, odio, enfermedad y aquellas que un hombre puede decir a otro o a una mujer, son idénticas. Las cosas importantes no sufrían variación alguna.
—¿Cuál era el nombre de tu mujer en el poblado, hijo mío? —preguntó Sutra.