Authors: James Clavell
Rey sacó el aceite y dos huevos y cerró con llave la caja. Entonces sus pupilas miraron a Peter Marlowe, vio que sus ojos volvían a estar en guardia, y su rostro inexpresivo.
—¿Cómo prefiere su huevo? ¿Frito?
—No me parece muy noble aceptar. —A Peter se le hacía difícil hablar—. Supongo que usted no acostumbra a ofrecer huevos con tanta facilidad.
Rey sonrió. Era sonrisa agradable, y Peter Marlowe se animó.
—No se preocupe por eso. Considérelo un anticipo por servicios. Semejante al
Lend Léase.
Un estremecimiento de ira cruzó el rostro del inglés y los músculos de su mandíbula se endurecieron.
—¿Qué le pasa? —preguntó Rey.
Después de una pausa Peter Marlowe contestó:
—Nada.
Miró el huevo. Hacía cinco días que le tocó el último.
—Si está seguro de que no voy a perjudicarle, lo prefiero frito.
—En marcha.
Rey supo que había cometido un error, pues el enojo de Marlowe era auténtico. «Los extranjeros son fantásticos —pensó—. Nunca se sabe cómo van a reaccionar.» Colocó el fogoncillo eléctrico sobre la mesa, y lo enchufó.
—¿Perfecto, eh? —preguntó complacido.
—Sí.
—Max me hizo la instalación —dijo mirando al fondo del barracón.
Peter Marlowe siguió su mirada. Max levantó la vista, al presentir los ojos sobre él.
—¿Necesita algo?
—No. Sólo explicaba que usted montó la instalación del fogón.
—¿Va bien?
—Desde luego.
Peter Marlowe se dirigió a la ventana y gritó en malayo:
—No me esperes. Te veré mañana, Suliman.
—Muy bien,
tuan.
La paz sea contigo.
—Y contigo.
El joven sonrió y volvió a sentarse mientras Suliman se marchaba.
Rey partió los huevos limpiamente y los dejó caer sobre el aceite que humeaba. La yema tenía un color amarillo intenso. La clara empezó a salpicar entre siseos tan pronto se puso en contacto con el calor. El olor de huevo frito tardó poco en extenderse por la estancia, inflamando los corazones y poniendo alas al pensamiento. Pero nadie dijo ni hizo nada. Excepto Tex, que se levantó y salió del barracón.
Los hombres que caminaban por la carretera percibían la fragancia y volvieron a odiar a Rey. El olor descendió por el declive y llegó hasta el barracón del preboste. Grey y Masters adivinaron su origen.
Grey se levantó malhumorado y se acercó al umbral. Se disponía a marcharse para no percibir el aroma, pero entonces cambió de idea.
—Vamos, sargento. Haremos una visita al barracón de los norteamericanos. Es un momento propicio para comprobar la historia de Sellars.
—Conforme —dijo Masters casi desmoralizado por el olor—. El maldito bastardo podría cocinar antes de comer, o inmediatamente después, pero no cuando faltan cinco horas para la cena.
—Los norteamericanos tienen hoy el segundo turno. No han comido aún.
Dentro de su barracón, los norteamericanos intentaban reanudar las suspendidas actividades. Dino quiso dormir de nuevo. Kurt continuó su costura. El juego de póquer volvió a empezarse. Y Míller y Byron Jones III reanudaron su partida de ajedrez. Pero el ruido de los huevos en el aceite que hervía destruyó el esfuerzo dramático de todos. Kurt se clavó la aguja en un dedo y juró obscenamente, las ganas de dormir de Dino se esfumaron y Byron Jones III contempló apesadumbrado cómo Miller le arrebataba la reina con un piojoso peón.
—¡La repanocha! —exclamó Byron Jones III—. Quisiera que lloviese.
Nadie contestó. Los demás sólo tenían oídos para el ruidito de la fritada.
Rey vigilaba atento la sartén. Se enorgullecía de que nadie le aventajase en el modo de freír un huevo. Para él un huevo frito requería ojo de artista y ser rápido sin precipitarse.
Levantó la mirada y sonrió a Marlowe, si bien los ojos de éste permanecían clavados en los huevos.
—¡Cristo! —exclamó suavemente a modo de bendición y no de blasfemia—. Huele muy bien.
Rey se sintió halagado.
—Espere que termine. Entonces verá usted el más colosal huevo que jamás haya visto.
Los espolvoreó con pimienta, y luego añadió sal.
—¿Le gusta cocinar? —preguntó.
—Sí —repuso Marlowe. Su voz le sonó irreal—. Suelo cocinar para mi grupo.
—¿Cómo prefiere que le llame? ¿Pete? ¿Peter?
Peter Marlowe ocultó su sorpresa. Sólo los amigos íntimos llaman a uno por el nombre de pila, pero no aquellos que gozan de una simple amistad. Miró a Rey, y, a su pesar, dijo:
—Peter.
—¿De dónde procede? ¿Dónde está su familia?
«Preguntas, preguntas —pensó Peter Marlowe—. Luego querrá saber si estoy casado y cuánto tengo en el Banco.»
La curiosidad le había impelido a aceptar la cita, pero ahora casi se maldecía por ser tan curioso, si bien le confortaba la gloria de los huevos fritos.
—Portchester —contestó—. Es una pequeña aldea en la costa sur, en Hampshire.
—¿Casado, Peter?
—¿Y usted?
—No.
Rey hubiera seguido preguntando, pero los huevos estaban en su punto. Apartó la sartén del fogoncillo e hizo una seña a Peter.
—Los platos están detrás de usted. —Luego añadió con manifiesto orgullo—: ¡Mire aquí!
Eran los mejores huevos fritos que Peter Marlowe había visto jamás. El joven les dedicó el mayor elogio factible en el mundo inglés.
—No están mal —dijo llanamente—. No están mal.
Después alzó sus ojos y miró a su anfitrión, manteniendo su rostro tan impasible como antes su voz, lo cual también era un cumplido.
—¿Qué diablos está usted diciendo, hijo de perra? —exclamó furioso Rey—. ¡Éstos son los más formidables huevos fritos que ha visto en su vida!
Peter Marlowe quedó estupefacto, mientras el barracón se sumía en un silencio de muerte.
De pronto un agudo silbido rompió el silencio. Dino y Miller corrieron hacia Rey, y Max se situó en la entrada. Los dos primeros empujaron la cama de Rey hasta situarla en el rincón y recogieron las alfombras que ocultaron debajo del colchón. Luego arrastraron otras camas, y todo quedó igual que en el resto de aquel mundo que era Changi. El espacio que ocupaba Rey se redujo a un metro veinte por un metro ochenta centímetros. El teniente Grey apareció en el umbral. Detrás de él, bastante nervioso, se hallaba el sargento Masters.
Los norteamericanos miraron a Grey, y después de una pausa demasiado larga para ganar tiempo, todos a una se levantaron. Transcurrida otra pausa del mismo signo insultante, Grey saludó brevemente, y dijo:
—Descansen.
Peter Marlowe era el único que seguía sentado en la butaca.
—¡Levántese! —susurró Rey—. O le echará el reglamento encima. ¡Levántese!
Sabía por larga experiencia que Grey estaba a la expectativa. Por primera vez los ojos del teniente no le miraban desafiantes, parecían clavados en Marlowe. Rey no pudo reprimir un sobresalto.
Grey anduvo despacio a través del barracón, hasta llegar a la altura de Peter Marlowe. Apartó sus ojos de él y observó los huevos. Luego miró a Rey, y, nuevamente, a Marlowe.
—Está usted lejos de casa, ¿eh, Marlowe?
Peter sacó su caja de tabaco y colocó un poco en una hojita de junquillo. Lió el cigarro y se lo llevó a sus labios. La prolongación de su silencio era una bofetada a Grey.
—Oh, no lo sé, viejo —dijo suavemente—. Un inglés está en casa dondequiera que esté, ¿no le parece?
—¿Dónde está su brazal?
—En mi cinturón.
—Debe llevarlo en el brazo. Ésas son las órdenes.
—Son órdenes japonesas. No me gustan las órdenes de los japoneses.
—Son también órdenes del campo.
Sus voces sonaban tranquilas y para oídos norteamericanos sólo había en ellas una chispa de irritación, pero Grey y Marlowe sabían que no era así. Acababa de producirse una repentina declaración de guerra entre ellos. Peter odiaba a los japoneses y Grey los representaba, pues era el encargado de hacer cumplir las órdenes del campo, que también eran japonesas. Así, los dos se profesaban el odio más profundo: el innato odio de clases. Peter Marlowe sabía que Grey le despreciaba por su nacimiento y su acento, cosa que el teniente deseaba más que ninguna otra, pero que nunca poseería.
—¡Póngaselo! —Grey estaba en su derecho al ordenarlo.
Marlowe se encogió de hombros, tiró del brazalete y se lo colocó en el brazo izquierdo. Allí era visible su rango. Teniente de la R.A.F.
Los ojos de Rey se agrandaron: «¡Diantre, un oficial! —pensó— y yo estaba a punto de proponerle...»
—Lamento mucho haber interrumpido su comida. Pero alguien ha perdido algo.
—¿Perdido algo?
«¡Señor! —casi gritó Rey—. ¡El «Ronson»! ¡Oh, Dios mío! Debo desembarazarme del maldito encendedor.»
—¿Qué sucede, cabo? —preguntó Grey, al ver el sudor que perlaba su rostro.
—Hace calor, ¿no le parece? —contestó Rey.
Sentía cómo su camisa almidonada se manchaba de sudor. Sabía que Grey estaba jugando con él. Pensó rápidamente en huir, pero Marlowe se hallaba entre él y la ventana, y Grey le alcanzaría fácilmente.
Oyó su voz y se sintió entre la vida y la muerte.
—¿Qué dijo usted, señor? —y el «señor» no fue esta vez un insulto, pues Rey miraba sobresaltado al preboste.
—El coronel Sellars ha denunciado el robo de una sortija de oro —anunció con acento severo.
La cabeza de Rey pareció perder peso. No se trataba del «Ronson». Su pánico había sido gratuito. Se trataba de la maldita sortija de Sellars, que él vendiera hacía tres semanas por cuenta de su dueño. Por cierto que le dejó un beneficio muy saneado. Ahora bien. Sellars había denunciado su robo. ¡Embustero hijo de perra!
—Vaya, hombre —dijo con un hilo de risa en su voz—. Eso es un bulo. ¡Robada! Pero, ¿lo cree usted posible?
—Yo sí —contestó ásperamente Grey—. ¿Y usted?
Rey no respondió si bien deseó sonreír. ¡No era el encendedor! ¡Estaba salvado!
—¿Conoce usted al coronel Sellars? —preguntó Grey.
—De modo superficial, señor. He jugado al bridge con él una o dos veces. Ahora sentíase totalmente tranquilo.
—¿Le enseñó alguna vez su sortija?
Antes de responder repasó sus recuerdos. El coronel Sellars le había enseñado dos veces la sortija. Una cuando le pidió que se la vendiera, y otra en el momento de pesarla.
—No, señor —contestó con simulada inocencia.
Nadie podía contradecirle, pues no hubo testigos.
—¿Está seguro de que nunca la vio? —insistió Grey.
—Desde luego.
El teniente experimentó una repentina sensación de mareo ante aquel juego del gato y el ratón, acentuada por el hambre que despertaba en él los huevos. Hubiera hecho cualquier cosa por uno de ellos.
—¿Tiene lumbre, viejo? —preguntó Marlowe.
No llevaba consigo su encendedor, y necesitaba fumar. Era como una necesidad violenta. Su encono hacia Grey había secado sus labios.
—No.
«Arréglate como puedas», pensó Grey, aún molesto, y se volvió para marcharse. Entonces oyó a Marlowe que decía a Rey:
—¿Me presta su «Ronson», por favor?
Grey giró lentamente. Marlowe sonreía.
Las palabras parecían quedar suspendidas en el aire. Luego, veloces, invadieron todos los ángulos del barracón.
Aturdido, intentando ganar tiempo. Rey empezó a buscar su caja de cerillas.
—Lo tiene en el bolsillo izquierdo —indicó Marlowe.
En aquel momento Rey creyó morir y nacer de nuevo. Los demás hombres no respiraban. Temían verle hecho pedazos. Estaban presenciando su caza. No tenía escape, era imposible. Ante ellos aparecían Grey, Rey y el hombre que al señalar a su anfitrión lo colocaba como si fuera un cordero en el altar de Grey. Algunos se hallaban horrorizados, otros tragaban saliva, o simplemente, lo sentían. Dino pensaba enfurecido: «¡Señor, mañana me tocaba guardarle la caja!»
—¿Por qué no se lo enciende? —inquirió Grey.
Ya no estaba malhumorado, entonces experimentó cierto calorcillo. Sabía que en la lista no constaba ningún encendedor «Ronson».
Rey sacó el mechero, y después de encenderlo, ofreció fuego a Marlowe. La llama se mantuvo erguida y limpia.
—Gracias.
Peter Marlowe sonrió, y, entonces, advirtió la enormidad de su hecho.
—Así me gusta —dijo Grey mientras cogía el encendedor.
Sus palabras tuvieron un final violentamente majestuoso.
Rey no respondió, no había respuesta. Simplemente esperó. Una vez descubierto, no sentía miedo, sólo maldijo su propia estupidez. Un hombre que cae por su propia torpeza no tiene derecho a que se le llame hombre. Y mucho menos a ser
el Rey
, pues sólo el más fuerte lo es y no precisamente por la fuerza, sino también por su astucia y suerte.
—¿De dónde sacó esto, cabo? —la pregunta de Grey era una caricia.
El estómago de Marlowe se encogió y su mente trabajó desesperadamente. Al fin dijo:
—Es mío.
Seguro que la mentira había sonado como lo que era, por ello añadió:
—Jugamos al póquer. Lo perdí. Eso fue antes de comer.
Grey, Rey y los demás le miraban atónitos.
—¿Cómo dice? —exclamó Grey.
—Lo perdí —repitió Marlowe—. Jugamos al póquer. Yo tenía una «runfla». Que se lo diga él —añadió de repente, echando la pelota a Rey para probarle.
Pese a que su mente estaba aún aturdida, sus reflejos eran buenos. Su boca se abrió para decir:
—Jugábamos tachonado. Yo tenía un completo y...
—¿Qué cartas eran?
—Ases y doses —interrumpió Marlowe sin vacilar. ¿Qué diablos es «tachonado»?, se preguntó a sí mismo.
Rey parpadeó, pese a su magnífico control. Había estado a punto de decir reyes o reinas. Grey captó su estremecimiento.
—¡Miente usted, Marlowe!
—¡Vaya, viejo, qué cosas dice!
Peter Marlowe seguía preguntándose: «¿Qué infiernos es "tachonado"?»
—Fue patético —dijo, sintiendo una mezcla de horror y placer ante el gran peligro—. Pensé que ganaría. Yo tenía una «runfla». Por eso aposté mi encendedor. Cuénteselo —invitó a Rey.
—¿Cómo juega usted el «tachonado», Marlowe?
Un trueno que estalló en el horizonte rompió el silencio. Rey quiso hablar, pero Grey lo contuvo.
—Pregunté a Marlowe —dijo amenazador.
Éste sentíase perdido. Miró a su anfitrión y si bien sus ojos no dijeron nada, Rey captó su inseguridad.