—Bueno, acabamos de terminar la evaluación, y él tiene programado salir de este centro a finales de semana…
—¿Sí?
—En fin, lo enviarán al centro psiquiátrico de Gainsville. Opinamos que no está a salvo con la población normal.
—¡Opinan que no está a salvo! —exclamó ella.
—Bueno, es inestable…
—¡Opinan que hay que protegerlo!
—Ésa es la opinión del personal de evaluación y clasificación —dijo González con desapego.
—¿De modo que van a enviarlo a un club de campo? —preguntó la detective conteniendo la indignación.
—Es una unidad de máxima seguridad.
—Claro.
—Pues ahí es adonde va a ir —concluyó González.
—No lo entiendo.
—Detective, si lo enviamos a la prisión estatal, lo matarán. Es un individuo…, en fin, no hay otra palabra para describirlo, odioso y casi psicótico. A los otros hombres no les gusta oírlo musitar sus oraciones. Ni sus posturas engreídas. Los violadores ya tienen bastantes problemas con la población general, que no muestra esas…, en fin…, características. ¿Qué puedo decir?
La detective Barren asimiló lentamente la noticia. Tenía la boca seca y el estómago revuelto. Movió la cabeza en un gesto negativo.
—Usted prepare la sala de interrogatorios —dijo.
Sadegh Rhotzbadegh entró en el pequeño despacho moviendo los ojos a un lado y al otro, casi como si intentara grabar la distribución del mismo en su cerebro. Tras aquella valoración momentánea, por fin posó la mirada en la detective Barren, que se hallaba sentada pacientemente detrás de la pequeña mesa colocada en el centro. Aquella mesa y dos sillas constituían todo el mobiliario. Rhotzbadegh la observó fijamente y a continuación dio un paso adelante, se detuvo y retrocedió otra vez; sus ojos reflejaron primero ira, luego miedo, y por último adoptaron una expresión de confusa obediencia. Permaneció inmóvil, esperando a que la detective hiciera algún movimiento, y lo hizo: le indicó con la mano la silla vacía que tenía enfrente. La detective Barren advirtió que el preso había engordado y perdido parte de esa fuerza fibrosa que tenía.
Pensó en el exceso de féculas de la comida de la cárcel. Rhotzbadegh tomó asiento, se removió unos momentos en la silla y por fin se quedó sentado en el borde, ligeramente inclinado hacia delante y con la mirada fija en la detective Barren. Ella le sostuvo la mirada hasta que él desvió el rostro. Luego habló:
—En primer lugar deseo informarlo de cuáles son sus derechos. Tiene derecho a guardar silencio, tiene derecho a un abogado…
Él la interrumpió.
—Ya sé esas cosas. Las he oído muchas veces y no necesito oírlas otra vez más. ¡Dígame por qué ha venido a ver a Sadegh Rhotzbadegh! ¿Por qué ha interrumpido su descanso?
—Ya sabe por qué.
Él se echó a reír.
—No, dígamelo usted.
—Por Susan Lewis. Mi sobrina.
—Me acuerdo del nombre, pero un poco en una nebulosa. Dígame algo más para que me acuerde mejor.
—Septiembre. En una asociación de alumnos de la Universidad de Miami.
—Para mí sigue siendo un misterio. —Rió otra vez, y luego continuó—: ¿Por qué habría de acordarme de esa persona? ¿Qué motivos tengo para acordarme de esa persona? ¿Se trata de algún personaje notable? ¿Alguien importante, quizá? Me parece que no. Por consiguiente, no existe motivo alguno para que Sadegh Rhotzbadegh se acuerde de esa persona.
Lanzó una risita femenina.
Rhotzbadegh se reclinó en su asiento, se relajó y cruzó los brazos sobre el pecho con una sonrisa de íntima satisfacción.
La detective Barren aspiró profundamente antes de hablar y empleó un tono de voz grave y lento:
—Porque si no empieza a acordarse, le destrozaré personalmente la cara, aquí, ahora mismo.
Rhotzbadegh se puso rígido de pronto en su silla y se tornó tímido de inmediato.
—¡No puede hacer eso!
—No me ponga a prueba.
Se inclinó hacia delante, flexionó el brazo y le enseñó a la detective Barren lo abultado de sus músculos.
—Si cree que tiene fuerza suficiente…
Pero ella lo interrumpió y se echó adelante con ansia.
—¿Qué cree usted?
Los ojos del recluso intentaron medir la profundidad de sus intenciones. Ella también entornó los ojos hasta que éstos se convirtieron en dos rendijas, con la cara en tensión. De repente Rhotzbadegh dejó escapar un sollozo y se cubrió la cara.
—Tengo pesadillas —dijo.
—Merecido lo tiene —replicó la detective Barren.
—Veo caras, gente, pero no recuerdo sus nombres.
—Yo sé quiénes son.
En los ojos del árabe comenzaron a brotar lágrimas, y se los frotó.
—Dios no está conmigo. Ya no, ya no. Me ha abandonado.
—A lo mejor es que no estaba muy contento que digamos con lo que hacía usted.
—¡No! ¡Me lo dijo él!
—Pues lo entendió mal.
Rhotzbadegh calló unos instantes. Sacó un manoseado pañuelo de un bolsillo y se sopló la nariz tres veces, con fuerza.
—Eso —dijo en un tono teñido de desesperación— es una posibilidad. —Se limpió la nariz enérgicamente—. Aun así pienso buscarlo de nuevo. Aprenderé sus mensajes y encontraré el camino verdadero. Y entonces me acogerá en su seno en el jardín, donde residiré por toda la eternidad.
—Genial. Me alegro por usted.
Él no captó el sarcasmo.
—Gracias —contestó.
La detective Barren metió la mano en su bolso y extrajo una sencilla regla, de las que llevan los niños en la cartera del colegio.
—Extienda la mano —ordenó—. Abra los dedos.
Rhotzbadegh obedeció. Ella puso la regla junto a la mano. La distancia entre el dedo pulgar y el índice era de catorce centímetros y medio. «Maldición —pensó—. Podría haber sido él el autor de las marcas.»
—Mis manos se elevan hacia Dios —dijo Rhotzbadegh.
—Si consigue tocarlo, dígamelo —replicó ella.
Rhotzbadegh volvió a recorrer la habitación con la mirada.
Luego empujó su silla hacia atrás y se levantó. Dio unos pasos y apoyó la espalda firmemente contra una de las paredes. Acto seguido, contando en voz alta, midió la distancia en pasos y chocó con la pared de enfrente cuando llegó a veintiuno. Ejecutó una media vuelta de estilo militar y regresó a su asiento.
—Veintiún pasos —declaró, meneando la cabeza como si estuviera sorprendido—. Veintiún pasos enteros.
Entonces volvió a levantarse de un brinco y se situó junto a la pared enfrente de la detective Barren. A continuación echó a andar desde allí pasando junto a la detective sin mirarla.
—¿Veintiún pasos hacia dónde?
—¡Diecinueve pasos! —Y volvió nuevamente a su silla—. Mi celda mide sólo nueve pasos por ocho. A veces me da la sensación de tener el corazón enjaulado. —Puso la cabeza entre las manos y lanzó un sollozo—. No me permiten salir al patio con los demás hombres —gimió—. Temen por mi seguridad. Creen que me ejecutarán. No puedo dormir por las noches. No puedo comer. La comida me sabe a veneno. Han puesto algo en el agua para adormecer me, y entonces vendrán a matarme. Tengo que luchar contra ellos a cada paso.
—¿Y las chicas?
—Ellas son lo peor. Se me aparecen en sueños y ayudan a esos hombres que quieren matarme.
—¿Quiénes son?
—No lo sé…
—¡Y una mierda que no! ¡Piense! Maldita sea, quiero respuestas.
Rhotzbadegh levantó la nariz en un falso gesto de esnobismo.
—Mis sueños me pertenecen, y no tengo por qué compartirlos con usted ni con nadie.
La detective Barren observó fijamente a aquel hombre menudo, pero suspiró para sus adentros.
«Es inútil —se dijo—. Su mente divaga por todas partes excepto por donde yo quiero.»
Volvió a rebuscar en su bolso y extrajo una sencilla foto de su sobrina, del libro de fin de curso.
—¿Se le aparece ésta en sus sueños?
Rhotzbadegh contempló la foto. La tomó de la mesa, se la acercó a la cara y luego la sostuvo a la distancia de un brazo.
—Ésta, no exactamente.
—¿Qué quiere decir?
—Que aparece en mis sueños, pero lo único que hace es observar a las demás. Llorar a solas. Son las otras las que me atormentan. —Se inclinó sobre la mesa en actitud conspiradora y añadió en voz baja—: ¡A veces se ríen! Pero soy yo el que vive y ríe el último.
La detective Barren cogió la foto y la sostuvo directamente en la línea visual de Rhotzbadegh. Alzó el tono de voz, exigente, insistente, dando miedo, resumiéndolo todo en una única pregunta:
—¿Mató usted a esta joven? —Hubo silencio—. ¿La secuestró en el aparcamiento situado delante de la asociación de alumnos de la Universidad de Miami? —Más silencio—. ¿Le destrozó la cabeza, se la llevó al parque Matheson-Hammock y la dejó morir allí?
El recluso no respondió.
La detective Barren bajó la foto y miró fijamente a Rhotzbadegh. Sintió que el odio se escapaba de su corazón y lo dejaba vacío de emociones. A él se le habían vuelto a llenar los ojos de lágrimas, acobardado por la cólera de sus preguntas. Ella no sintió ninguna compasión, nada, tan sólo la necesidad de llenar el gran vacío que notaba dentro.
Susurró:
—¡Dígamelo!
Él hundió la cara en las manos momentáneamente, y a continuación elevó éstas hacia el techo.
—¡No puedo decirle nada! —sollozó—. ¡No puedo decirle nada!
Respiró hondo y giró en su silla, como si lo abrumara un gran dolor.
—Parece como un recuerdo. Suena a algo que haría yo. Recuerdo la asociación de alumnos, con aquella corrupción de baile, alcohol y risas. Un lugar perverso. Algún día Dios lo purificará con un inmenso fuego. Estoy seguro de ello…
—¡La chica! —lo interrumpió la detective Barren.
—Yo estaba allí. Con los cuerpos a mi alrededor. Estoy seguro. Pero lo demás… —Negó con la cabeza—. Ella aparece en el sueño, pero no la conozco, no es como las demás.
—¿Por qué recortó el artículo del periódico?
—¡Tenía que dejar constancia de ello! De lo contrario, ¿cómo iba a saber Dios que había actuado según sus deseos? ¡Era una prueba!
—¿Para qué necesitaba una prueba de esta chica?
—Eso es lo que me tiene confuso —lloró—. De las otras cobré un… un premio. Pero de ésta no me acuerdo.
—Cuando se le aparece en el sueño, ¿qué dice?
—No dice nada. Se queda a un lado y observa. Yo no la odio tanto como a las otras. —Hizo una pausa—. Necesito dormir. Dios me concederá el sueño. ¿Puede ayudarme usted, detective, ayudarme a dormir? Estoy muy cansado, y sin embargo no puedo dormir. No debo. Vienen y me atormentan en sueños. Mis enemigos conspiran mientras yo tengo los ojos cerrados. Un día no despertaré.
Y continuó llorando en silencio.
—¿Eso le da miedo? —le preguntó la detective Barren.
De pronto él se revolvió, se levantó bruscamente de la silla y se plantó de pie ante ella, rígido, con el pecho hinchado y los músculos en tensión. Su voz ya no era un sollozo, sino un bramido:
—¿Miedo? No hay nada que dé miedo a Sadegh Rhotzbadegh. ¡Yo no temo a nada! —Se golpeó el pecho—. ¡Óigame! ¡Nada! Dios está conmigo. Él me protege. ¡No tengo miedo de nada!
Rhotzbadegh miró fijamente a la detective Barren. Ella dejó que flotara el silencio en la habitación antes de contestar muy despacio:
—Pues debería.
Ya era tarde cuando la detective Barren llegó por fin a su apartamento. Había regresado del centro de clasificación conduciendo a una velocidad calmosa, mínima, dejando que los demás vehículos la adelantaran mientras ella se ceñía al límite de velocidad permitida. Sentía un difícil vacío en su interior, una sensación rebelde, incómoda, como si sus órganos internos se hubieran movido, como si hubieran cambiado de sitio. Sonrió al pensar cómo reaccionaría su amigo el médico forense. No le costó imaginárselo con su voz aguda alcanzando nuevos niveles de soprano al diseccionarla: «Pero ¿qué es esto? ¡El apéndice está fuera de su sitio! ¡El bazo se ha desplazado! ¡El estómago se ha ido a otro lugar! ¡El corazón ha hecho las maletas y se ha marchado!» La detective Barren lanzó una sonora carcajada.
Aquello no resultaba tan descabellado, pensó.
Le vino a la memoria una visita, dos años después de que falleciera John, de un individuo esbelto que tartamudeaba, aunque sólo levemente. Había formado parte del pelotón de John, se sentó frente a ella en un restaurante y le habló de su marido. Había sido muy valiente, aseguró aquel hombre. En una ocasión en que estaban atrapados, salió y echó a correr para rescatar al soldado que marchaba a la cabeza de la patrulla, que había caído herido. Los del Vietcong siempre hacían eso, dijo, abatir al soldado que encabezaba el pelotón. Después derriban al médico, porque el médico siempre es rescatado. Y después de él derriban a los hombres que necesitan al médico, que son todos los demás.
—John era el mejor de nosotros —aseguró. Ella afirmó con la cabeza y no dijo nada. Era algo que ya sabía sin que se lo dijeran—. Sólo quería que lo supiera —dijo el hombre, y se levantó.
—Gracias —contestó ella, más por él que por sí misma—. Algo ayuda.
Pero sabía que era mentira.
—Así lo espero —repuso el hombre. Pensó un instante—. El que iba a la cabeza del p-p-p-pelotón era yo.
Ella asintió.
—Ya me lo he imaginado. —Se miraron el uno al otro. Tras un breve silencio ella preguntó—: ¿Qué va a hacer ahora?
El hombre sonrió.
—Me toca regresar al hospital de veteranos. Más cirugía en las tripas. Ése es el problema de haber sido herido. Las balas te lo destrozan todo. Los cirujanos de guerra son grandes improvisadores; son como el chaval al que conocía todo el mundo en el instituto, el que sabía arreglar cualquier motor, un apaño aquí, un ajuste allá, hasta que conseguía que aquello funcionara. Eso es lo que me están haciendo a mí. Se encuentran con intestinos que van para el norte, otro tramo que va para el sur. Dentro de poco lo tendrán todo sobre el mapa tal como quieren.
—¿Y después?
Él se encogió de hombros. En su recuerdo, la detective Barren a menudo se imaginaba que aquel joven hundía los hombros contra la realidad. Cada vez que pensaba en la guerra, era eso lo que recordaba: un hombre herido que se encogía de hombros ante el futuro.
A veces se preguntaba si John habría hecho lo mismo. El no había tenido la oportunidad de conocer la desilusión. No llegó a conocer la frustración, ni la negación, ni la mala suerte. Nunca lo despidieron de un trabajo, ni lo rechazaron, ni le dijeron que se fuera a la mierda ni que se diera el piro. Jamás conoció la pérdida.