Y entonces, de repente, se vio sacada de aquella negrura y alzada, sin aliento, hasta la luz del sol.
Era su padre.
La zambullida de él lo había arrastrado directamente encima de su hija. Había sido él quien la había hundido más, y también él quien la había sacado.
Recordó unas pocas lágrimas que se secaron rápidamente al calor de la tarde. El resto del día lo pasó jugando a salvo en la arena; pero por la noche, acurrucada en su cama, cuando la luz del día ya se había oscurecido y su habitación se hallaba sumida en las sombras, lloró amargamente y juró no volver a meterse en las olas nunca más, no volver a experimentar nunca aquella sensación del mar cerrándose por encima de ella y no volver a meterse jamás en el agua.
Qué cabezota. Una niña cabezota que cumplió la promesa que se había hecho a sí misma.
Rió suavemente: aquella niña no había cambiado lo más mínimo en treinta y tantos años. Y probablemente no cambiaría jamás.
Miró otra vez la foto y sonrió. John poseía un cuerpo esbelto y musculoso, cubierto de gotitas de agua que relucían al sol. Se acordó de cómo se burlaba su padre de su pecho sin un solo pelo y cuánto presumía del propio, con su mata de vello negro y rizado, hinchándolo exageradamente para parodiar a un culturista.
«Aquéllos eran buenos tiempos», se dijo.
Se fijó en el rostro de su padre. El sol le hacía guiñar los ojos, apenas, y ello le daba una expresión a lo Elvis Presley. Ahora sí que rió y dijo en voz alta.
—¿Qué dirías tú acerca de este caso?
Se lo estaba preguntando al hombre de la foto.
La matemática, le sermonearía su padre con su mejor estilo académico, prefiere una procesión calmosa de datos para llegar a una conclusión esquiva. Pero ése no era siempre el caso: a veces se puede probar un teorema mediante la ausencia de información en contra.
De pronto sintió un espasmo de desesperación.
No iba a haber forma de probar que Sadegh Rhotzbadegh no había cometido el asesinato de su sobrina.
Probar algo negativo. Su padre negaría con la cabeza y sonreiría. Claro que eso, diría él, requiere un intelecto de verdad, un poco de razonamiento puramente matemático.
A ella le entraron ganas de gritar.
Entonces respiró hondo y bebió un sorbo de vino.
Reflexionó, irritada, sobre el concepto de prueba. Una prueba legal. Una prueba que se presenta y se tiene en cuenta en un tribunal. Una prueba que resuelve casos de asesinato. Una prueba circunstancial más oportunidad es igual a suposición de culpa, y, por último, la ausencia de hipótesis alternativas equivale a un veredicto. El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. «La lógica —se dijo—, es insidiosa. Toda la lógica apunta al árabe. Vivimos en un mundo que insiste en la acomodación. Para cada acción existe una reacción igual y opuesta.»
Pero todos los instintos apuntan en otra dirección.
¿Qué tenía? Un asesinato que tiene lugar no exactamente como quisieran los investigadores. Un sospechoso que encaja casi a la perfección en el nicho en que se quiere que encaje…, salvo por uno o dos detalles cruciales.
«Empieza por el origen del dilema», hubiera dicho su padre.
Aquello era bastante fácil, pensó. Y supo adonde debía dirigirse a la mañana siguiente. Sintió una oleada de emoción y apuró lo que quedaba en la copa de vino. Contempló por última vez la foto del álbum que descansaba sobre sus rodillas.
Dos semanas después de que su madre tomara aquella foto, terminó el verano. Guardaron en el viejo y ajado monovolumen las esterillas, las toallas, las sombrillas y el resto de la parafernalia de viaje. El regreso al final del período de vacaciones fue horrendo, un coche pegado al parachoques del de enfrente, todos a noventa y cinco por hora. Recordó a su padre aferrando el volante y maldiciendo en voz baja, quejándose mientras los demás vehículos daban volantazos y se les echaban encima. Una invitación al asesinato, eso fue lo que comentó él. Lo decía todos los años cuando hacían las maletas al finalizar las vacaciones y emprender el regreso a casa. «No me extraña que muera tanta gente en la carretera —se quejó—. Se dejan el cerebro en la playa.» Una hora se convirtió en dos, luego en tres, hasta que por fin tomaron la calle que llevaba a su casa. Recordó que su padre adoptó su mejor acento a lo Charles Laughton y se apoyó contra el volante exclamando: «¡Repugnante perspectiva!», mientras la agotada familia lanzaba vítores. Contempló una vez más la instantánea y vio de nuevo a todos descargando el coche y a su madre volviéndose hacia su padre y diciéndole: «En casa no hay nada para cenar, échate una carrera hasta la tienda de la esquina y compra unas hamburguesas.» Su padre asintió, subió otra vez al coche y se despidió asegurando: «Vuelvo dentro de quince minutos.»
Pero no volvió.
Ella y John se encontraban en el césped de la entrada, metiendo las cosas en casa, y oyeron a lo lejos las sirenas de la ambulancia y de la policía; levantaron la vista, pensaron que no era nada y continuaron cargando cosas.
Dos adolescentes bebidos se habían saltado una señal de
stop
y se habían estrellado de costado contra él. El impacto lo desplazó del asiento y resultó aplastado por el vehículo, que le pasó por encima.
La detective sonrió. Seguro que su padre habría apreciado la ironía de que un matemático se convirtiera en una estadística de las fatalidades del fin de semana del fin del período de vacaciones. «Todavía lo echo de menos, pensó. Todavía los echo de menos a todos.» Volvió a mirar la foto. Ella estaba de pie entre los dos hombres de su vida, y los dos la tenían abrazada por la espalda. Recordó los momentos que precedieron a aquella instantánea; había tenido lugar una discusión en broma entre su padre y su novio acerca de cuál de los dos iba a rodearle la espalda a ella con el brazo. Los dos se querían, pensó ella, y ella los quería a los dos. La embargó un recuerdo placentero, como si pudiera percibir físicamente el peso y la presión de aquellos brazos apoyados en sus hombros y el calor que irradiaban aquellos dos cuerpos que la aprisionaban.
Los mejores momentos de la vida.
Cerró el álbum y se fue a la cama.
Estaba protegiéndose los ojos de la fuerte claridad del mediodía, y casi pasó de largo el pequeño letrero cuadrado y de color verde que había a un lado de la carretera. Se encontraba colocado unos metros más atrás que la mayoría de los carteles, lo cual, en opinión de la detective Barren, suponía una concesión al mal gusto. Nadie quiere tener de vecina una cárcel. El cartel decía: «Centro Lake Butler de clasificación y evaluación de la Universidad de Florida, próximo desvío a la derecha.» A cien metros del cartel había un camino negro y polvoriento, pavimentado con piedra, que discurría entre dos grupos de pinos muy altos cuyas agujas se habían tornado de un verde pardusco bajo el implacable sol del verano de Florida. La detective Barren condujo despacio por dicha senda, pasando por debajo de un enorme sauce que proyectaba desafiante su sombra. El camino describió una curva y atravesó un campo de color marrón en el que vio algo de ganado pastando beatíficamente, y entonces divisó por primera vez un conjunto de construcciones bajas y de color gris que parecían resplandecer al calor del mediodía. Detuvo el coche para leer un cartel grande, negro y amarillo, que dominaba el costado del camino: «Atención: se registrará a todo el que rebase la línea amarilla. Se procederá judicialmente, hasta sus últimas consecuencias, contra todo el que introduzca material de contrabando en el Centro Lake Butler.» Pintada de través en el camino había una ancha banda amarilla. La detective Barren aceleró suavemente y vio por primera vez una valla metálica de tres metros y medio de altura y coronada por alambre de espino que rodeaba el conjunto de edificios.
Aparcó el coche en el área designada como «visitas» y fue a pie hasta unas amplias puertas acristaladas. Otro cartel la informó de que en aquel edificio se encontraba la administración de la prisión, aunque no mencionaba la palabra «prisión». Era típico.
«Vivimos en una época ilustrada que está supeditada a los eufemismos», pensó. Así que las prisiones eran correccionales, no eran vigiladas por guardias sino por funcionarios del correccional, y los reclusos eran pacientes. Si cambiamos la designación, de algún modo nos convencemos de que la realidad es menos malvada y desagradable, aunque de hecho no cambie nada. Traspuso las puertas y pasó al interior del edificio, fresco y oscuro, en el que quedó cegada por el súbito cambio de iluminación. Sus ojos fueron adaptándose poco a poco. Entonces se dirigió a la recepción.
Minutos después había entregado su arma automática a un guardia de seguridad uniformado que la miró con suspicacia cuando ella sacó la pesada pistola y la acompañó hasta un pequeño despacho que lucía un rótulo con el nombre y el cargo de Arthur González, Encargado de Clasificación. Era un espacio reducido, lleno de armarios archivadores, una mesa pequeña y atestada de objetos y dos sillas. Había una ventana que daba a la zona de ejercicio de los reclusos. La detective Barren se asomó por ella y vio a un grupo de hombres jugando al baloncesto. Estaban desnudos hasta la cintura y el sudor daba lustre a sus cuerpos mientras se movían de un lado a otro de la cancha. La ventana estaba cerrada para que no se escapara el aire acondicionado, con lo cual la detective Barren no pudo oírlos, pero sabía qué ruidos estaban haciendo: la fricción de las zapatillas contra el cemento y el choque de los cuerpos unos con otros.
Pensó distraídamente en su marido, que adoraba el baloncesto. «Hay una zona, Merce, un momento, supongo, no sé, en que te vas calentando. No se parece a ningún otro deporte, pero es que uno se siente poseído por la sensación de poder lanzar cualquier cosa hacia la canasta, que entrará. Un calor, una corriente eléctrica, supongo. Resulta difícil de describir, pero hay ocasiones en que uno tiene la sensación de poder saltar un poco más, un poco más rápido, y que la canasta de pronto parece estar más cerca, que el aro es más ancho, y entonces tienes la seguridad de que todo lo que lances va a entrar. Y eso sólo pasa durante el partido. No sé por qué. Y luego, justo cuando experimentas esa sensación, desaparece otra vez. El balón empieza a rebotar y se sale. Se te paran los pies. La magia se evapora. A lo mejor se traslada a otro jugador. De pronto, tristemente, te vuelves mortal. Pero esos momentos de inmortalidad, Merce, son increíbles. Es como si uno hubiera sido tocado por algo divino, por algún dios del atletismo. Y hasta que ese estado de ánimo se transforma y se traslada a otro jugador, uno está exultante…» Sonrió.
En verano, John la llevaba algunas mañanas a las canchas al aire libre y se ponían a jugar el uno contra el otro. Al principio él se limitaba a lanzar sólo con la mano izquierda. Pero una mañana ella lo venció con una carrera y un salto magníficos.
Sonrió de nuevo, pensando qué tontos se ponían los hombres con sus deportes. Tontos pero a la vez maravillosos. Lo que le gustaba de John era que la mañana en que le ganó en la cancha él fue el primero en anunciar el acontecimiento a la familia de ella. Sin coartada, además. Naturalmente, al día siguiente de pronto cambió el balón de izquierda a derecha y se escabulló por delante de ella. Así fue como anunció que las reglas del juego habían cambiado.
—¡Tramposo! —vociferó ella.
—No, no, no —replicó él—. No hago más que volver al debido equilibrio entre sexos.
Aquella noche él fue especialmente tierno y tímido al tocarla.
La detective Barren sacudió la cabeza y no pudo evitar que aquel recuerdo la hiciera sonreír.
Se giró al oír que se abría la puerta a su espalda. El recuerdo y la sonrisa se esfumaron.
Entró un individuo corpulento, vestido con un pantalón de punto recio de color tostado y una guayabera blanca. Extendió una mano y la saludó:
—Hola, detective, ¿en qué puedo ayudarla?
Se lo dijo en un tono que indicaba que le apetecía verla o ayudarla tanto como pillar una enfermedad contagiosa. Al instante enterró la cabeza en los montones de papeles, como si quisiera indicar que la presencia de ella exigía tan sólo una porción mínima de su atención. Ella recordó que todos los detectives odian tratar con el personal de prisiones. Porque siempre actúan de este modo. Les preocupa la logística, la contención, quién es enviado al centro y qué cama ocupa. No las cuestiones de inocencia o culpabilidad.
La detective Barren se sentó justo enfrente de él.
—Sadegh Rhotzbadegh.
—Es uno de mis clientes, sí…
Un nuevo eufemismo, se dijo la detective Barren.
—Quisiera interrogarlo, por favor.
—¿Se trata de otro caso como los otros en los que se ha defendido?
—Sí.
—¿Y ésta es una petición oficial?
—No, en realidad no. Es informal.
—¿No? Aun así, creo que aconsejaría a mi cliente que solicitara asistencia legal antes de hablar con usted…
«Pero ¿de parte de quién está usted?», pensó la detective Barren, irritada. Sin embargo se guardó sus pensamientos para sí.
—Señor González, ésta es una investigación informal. Estoy convencida de que al señor Rhotzbadegh se le ha relacionado injustamente con un crimen, y creo poder aclarar el asunto rápidamente. Por supuesto, él tiene derecho a solicitar un abogado. Le leeré sus derechos, si es necesario…
Lanzó una dura mirada al otro lado de la mesa.
—… Pero está más claro que el agua que usted no tiene derecho a decirle nada. Y mucho menos a darle consejos. Bien, si desea que hable con su supervisor… —dijo González de mala gana.
—No, por supuesto que no, eso no es necesario.
Revolvió más papeles, nervioso.
—Bien, en estos momentos el señor Rhotzbadegh se encuentra en un período de actividades. Después viene un rato de descanso, justo antes de la cena. Entonces podrá usted hablar con él…, si él accede a verla. Le asiste el derecho a negarse…
—Pero usted se encargará de que no ejerza ese derecho —afirmó la detective.
—Bueno, yo no puedo…
—Claro que puede. No he hecho un viaje de tres horas y media en coche para que un asesino convicto me diga: «No, gracias, hoy no.» Vaya a buscarlo y llévelo a una sala en la que podamos hablar. Si él quiere sentarse y no decir nada, en fin, eso será algo entre él y yo. A usted no le incumbe.
—Puedo organizar lo de la sala, pero…
—Pero ¿qué?