El pasillo del hospital estaba desierto, y pasó rápidamente por delante de la entrada de una de las salas. Se asomó por la ventanilla de la puerta y vio la misma imagen letárgica que veía todos los días: unas cuantas personas de pie, dispersas por la sala y hablando, otras hablando para sí mismas. Algunos leían, otros jugaban al ajedrez o a las damas. En un hospital psiquiátrico, una buena parte del tiempo se empleaba simplemente en pasar de un día al siguiente. Los pacientes se volvían expertos en el arte de alargar el tiempo: las comidas eran interminables. Las actividades se prolongaban muchísimo. Se desperdiciaba el tiempo a propósito, apasionadamente. Aquello no resultaba tan irrazonable, pensó, para unas personas para las cuales el tiempo había perdido toda su urgencia.
Cuando llegó a su despacho descubrió una nota pegada en la puerta: «Llame al despacho del doctor Harrison lo antes posible.» El doctor Harrison era el administrador del hospital. Jeffers observó la nota preguntándose de qué asunto se trataría. Abrió la puerta con la llave y dejó los papeles sobre la mesa. Por un momento contempló la vencida estantería abarrotada de papeles, expedientes y libros de texto. En una pared había un calendario con paisajes de Vermont. De pronto le vino un recuerdo agradable a la memoria; allí había diversión. Pescar, acampar. Se acordó de una trucha que pescó Doug y después devolvió al agua mientras su padre se reía: «Se morirá», comentó el farmacéutico. «Al tocarlas, les quitas parte de la baba que les protege el cuerpo, así que se enfrían y se mueren. No se puede devolver una trucha al agua, no, señor.» Luego su padre siguió riéndose, señalando a su hermano. Martin Jeffers se preguntó por un momento si aquello sería verdad, porque nunca lo había consultado. Sintió una absurda vergüenza al pensar cómo le habría ido en la vida estando convencido, a partir de aquel momento, de que no se puede devolver una trucha al agua sin matarla al mismo tiempo. Al doctor Harrison le gusta pescar, pensó: «Mira tú por dónde, se lo voy a preguntar a él.»
Cogió el teléfono y marcó la extensión de administración. Contestó la secretaria.
—Hola, Martha. Soy Marty Jeffers. He visto tu nota. ¿Qué tiene en mente el jefe?
—Oh, doctor Jeffers —respondió la secretaria—, no lo sé exactamente, pero ha venido una detective desde Florida. Desde Miami, según dice, y desea hablar con usted…
La secretaria calló un momento, y Jeffers se imaginó playas y palmeras.
—Yo no he estado nunca en Miami —aseguró—. Aunque siempre he querido ir.
—Oh, doctor —continuó la secretaria—. La detective dice que se trata de la investigación de un asesinato.
Jeffers se preguntó por un instante si la trucha sabría, después de que la hubieran tocado, que estaba condenada a morir, si se marcharía nadando en busca de algún solitario remolino oculto tras unas piedras donde extinguirse tiritando, cruelmente confundida y traicionada por su propio entorno.
—Enseguida voy —dijo.
Aquellas palabras se repetían en su interior: «trazas de alcohol».
Al principio se preguntó si no tendría las mejillas surcadas de cicatrices a causa del llanto, igual que sentía el corazón roto y destrozado por la pena inconsolable. Se miró en el espejo, esperando a medias ver en su piel unos surcos rojos y perennes que marcasen la trayectoria que había seguido su dolor. Pero no había ninguno. Se frotó los ojos con fuerza y sintió un profundo agotamiento en todo el cuerpo, una fatiga que apartaba y arrollaba las barreras de la perseverancia y la decisión y se apoderaba de su interior. Expulsó el aire lentamente para combatir la sensación de vértigo y las náuseas residuales.
La detective Mercedes Barren deseaba desesperadamente organizar sus ideas, pero se veía derrotada por las emociones. Asió los bordes del lavabo y se mantuvo así unos instantes, intentando vaciar su mente de todo, como si creando una tabla rasa pudiera controlar lo que pensaba y sentía. Respiró hondo y, con movimientos exageradamente lentos, abrió los grifos. Se notaba congestionada y acalorada, así que se echó agua fría en las muñecas, recordando que había sido su marido el que le dijo que aquello servía para refrescarse rápidamente, un truco de atletas. A continuación se mojó la cara y volvió a mirarse en el espejo para contemplarse detenidamente.
«Soy vieja», pensó la detective Barren.
«Soy delgada, frágil, estoy cansada, me siento desgraciada y tengo arrugas en la frente y unas patas de gallo en los ojos que hace poco no tenía.» Se miró las manos y contó las venas del dorso. «Son manos de vieja.»La detective Barren dio la espalda al espejo y regresó al cuarto de estar de su pequeño apartamento. Miró momentáneamente las varias pilas de informes y expedientes repletos de declaraciones, análisis de pruebas, fotografías, transcripciones, informes psicológicos y listas de objetos encontrados que conformaban la sustancia en papel de una investigación criminal. Todo estaba amontonado sin orden ni concierto sobre su pequeño escritorio. Fue hasta allí y comenzó distraídamente a ordenar y colocar los documentos, con la intención de imprimir un poco de razón en aquella montaña de material. El legado de Susan…, y una vez más hubo de reprimir las lágrimas.
Se preguntó cuánto tiempo llevaba llorando.
Se acercó a la ventana y contempló el cielo azul claro de la mañana. Estaba libre de nubes y despedía una luminosidad que resultaba opresiva. Tuvo la impresión de que el aire estaba lleno del reflejo del sol, que explotaba sobre aquella extensión de mar azul, tan cerca de la ciudad. Hacía un día sin oscuridad, sin ni siquiera una pizca de desorden, y eso la irritó. Apoyó una mano en el cristal de la ventana y sintió el calor tropical. Por un instante le entraron ganas de echar hacia atrás el puño y estrellarlo contra la ventana; deseó oír cómo el cristal se hacía pedazos y caía al suelo. Quería sentir dolor físico. Pero se contuvo al darse cuenta de que su mano ya se había cerrado en un puño por sí sola, se apartó de la ventana y recorrió el apartamento con la vista.
—En fin —se dijo a sí misma en voz alta—, pues ya está. —Se sintió como si hubiera finalizado algo y estuviera iniciándose otra cosa distinta, pero no estaba segura de qué era exactamente. Se enjugó una lágrima del ojo y respiró hondo una vez, después otra. En lo alto de la estantería de libros había una foto de su sobrina en un sencillo marco de plata, y fue hasta allí, despacio, para mirarla de cerca—. En fin —repitió—, supongo que ha llegado el momento de volver a empezar.
Dejó la foto donde estaba y sintió una oleada de tristeza que le invadió todo el cuerpo, como un viento frío que sopla momentos antes de que caiga un aguacero.
Lo sentía, realmente lo sentía muchísimo.
Pero no estuvo muy segura de a quién pedía disculpas.
La agente del mostrador de recepción de la Oficina del Sheriff de Dade County fue brusca:
—¿Tiene usted cita?
—No. No creo que necesite cita… —replicó la detective Barren.
—Pues lo siento, pero no puedo dejarla pasar a Homicidios a no ser que la esté esperando alguien. ¿A quién quiere ver?
La detective Barren suspiró audiblemente, irritada, y se apresuró a sacar su placa dorada del bolso.
—Quiero ver al detective Perry. De inmediato. Coja el teléfono, agente, y llame a su despacho. Inmediatamente.
La mujer tendió una mano para ver la placa. La detective Barren se la entregó, y ella anotó cuidadosamente el número en un formulario. Acto seguido se la devolvió y, sin mirar a la detective a los ojos, marcó el número de Homicidios. Al cabo de un momento pidió:
—Detective Perry, por favor. —Hubo una pausa momentánea—. ¿Detective Perry? Aquí hay una tal detective Barren, que desea verlo. —Otra pausa. La agente colgó—. Tercera planta —dijo.
—Ya lo sé —replicó la detective Barren.
El trayecto en ascensor se le antojó mucho más largo de lo que recordaba. De pronto deseó que hubiera un espejo a mano; quería revisarse el maquillaje, cerciorarse de que todas las señales externas de dolor hubieran quedado debidamente disimuladas. Irguió la postura. Aquella mañana había seleccionado la ropa que ponerse con más esmero que de costumbre, pues sabía que las apariencias eran importantes cuando guardaban relación con lo que iba a decir. Había descartado los trajes azul oscuro y gris que usaba para el juzgado, a favor de una sencilla americana de algodón de color claro y una falda sport. Quería ofrecer una imagen libre, cómoda y relajada, es decir informal. La chaqueta tenía un corte estiloso por lo grande. En otra época, pensó mientras se la ponía, la habrían considerado ancha; ahora era de talla grande. Pero resultaba excelente para ocultar la sobaquera en la que llevaba su nueve milímetros. No era el arma que solía elegir. Por lo general simplemente se metía en el bolso un revólver treinta y ocho de cañón corto y se olvidaba de él durante el resto del día. Pero esta vez, después de vestirse, la había invadido una inseguridad irracional, levantó la vista de pronto al oír un ruido al otro lado de la puerta y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Se sorprendió a sí misma calzándose la gran pistola automática sin pensarlo siquiera, y ahora notaba su peso y su bulto y se sentía mejor.
Las puertas del ascensor se abrieron con un susurro.
—¡Eh, Merce! ¡Es por aquí!
Se giró y vio al detective Perry haciéndole señas desde un pasillo. Fue deprisa hacia él. Perry tenía la mano extendida y ella se la estrechó. El también se la agitó ligeramente, y echó a andar en dirección a su mesa.
—Ven por aquí… ¿Quieres un café? Bueno, ¿y qué tal te va? —le preguntó, pero tras apenas una pausa esperando una posible respuesta, aceleró—: ¿Sabes?, el otro día me acordé de ti. Encontramos a un violador asesino, el del sur de Miami, justo al lado del canal. Es probable que lo hayas visto en los periódicos. Y lo único que se me ocurrió fue que debía de ser ese tipo que detuviste tú. La intuición no sirve para obtener una orden judicial, ¿no fue eso lo que dijiste? Sea como sea, tuve la corazonada de que ese homicida en realidad no era un asesino. Me refiero a que fue una violación en toda regla, pero la chica tenía el cráneo fracturado. Cuando murió se hallaba inconsciente, según el forense. Y me dio por pensar que a lo mejor él ni se enteró, ¿sabes? A lo mejor no se dio cuenta de que la había golpeado demasiado fuerte. Así que me llevé a un par de tíos y a una mujer policía vestida de adolescente y anoche estuvimos vigilando el lugar en cuestión, el mismo punto, ¿te lo puedes creer?, donde tuvo lugar el primer crimen, y ¡premio! Quién se iba a acercar hasta nuestra agente, sino un tipo cubierto de marcas de arañazos por toda la cara. ¿Quieres pasarlo bien?, pregunta el cabrón. Y va y le contesta ella: yo sí que tengo diversión para ti. El tipo se entregó por fin, después de un par de horas negándolo todo. ¿Sabes una cosa, Merce? Todos nosotros estaríamos de más si los malos no fueran tan memos la mayoría de las veces. Así que, como puedes ver, he tenido una nochecita de aúpa, de las que hacen que esto merezca la pena… —Antes de proseguir miró a la detective Barren, quizás esperando una respuesta por parte de ella, o una opinión. Prosiguió—: De modo que aquí estaba yo, terminando el papeleo antes de irme a casa con mi mujer y mis hijos, y hete aquí que me llaman desde el vestíbulo. Imagino que no se trata de una visita de cortesía, ¿a que no? Siéntate. —Indicó una silla que había frente a su mesa, y ambos tomaron asiento—. Estás de lo más callada.
—Parece un buen arresto. Muy bueno. —Pensó que le caía bien el detective Perry, y de pronto se entristeció porque sabía que no le iba a caer bien a él cuando terminaran la conversación—. Algo es algo —dijo.
—¿El qué?
—Que tantos de ellos sean unos memos.
El se echó a reír y miró a la detective Barren por encima del montón de papeles.
—Merce —le dijo en tono suave—, ¿a qué has venido?
Ella titubeó unos segundos antes de responderle en el mismo tono suave:
—No lo hizo él.
El detective Perry se la quedó mirando mientras a ambos los envolvía el silencio. A continuación se levantó de su asiento y se puso a pasear. Ella lo observó con atención.
—Merce —respondió por fin el detective Perry—. Déjalo.
—No fue él.
—Déjalo, Merce.
—¡No fue él!
—Está bien. Digamos que no fue él. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar segura?
—Por lo del alcohol.
—¿Qué?
—Las trazas de alcohol. Se tomaron muestras en la marca de mordisco que tenía Susan en el cuerpo y se encontró saliva que fue analizada. Han encontrado trazas de alcohol.
—Sí, me acuerdo. ¿Y qué?
—Él dijo que era musulmán chií.
—Así es.
—Y sincero.
—Sí, eso fue lo que dijo. ¿Y?
—No puede tocar ni una gota de alcohol. Ni una cerveza, ni un whisky, ni un vaso de vino.
El detective Perry se sentó dejándose caer.
—¿Y ya está?
—Ya está para un principiante.
—¿Tienes algo más?
—Aún no.
—Merce, ¿por qué te estás haciendo esto a ti misma?
—¿Cómo?
—¿Por qué te castigas?
—No me castigo. Simplemente estoy intentando encontrar al asesino de Susan.
—Ya lo hemos encontrado. Está en la cárcel, para toda la eternidad. Y cuando se muera probablemente se irá al infierno. No hay ninguna duda. Merce, ríndete.
—¡No me estás escuchando, maldita sea! ¡Han hallado trazas de alcohol!
—Merce, por favor… —Su voz tenía un deje de derrota y tristeza—. Estoy cansado, cansado de verdad. Tú sabes tan bien como yo que ese tipo escogía a la mitad de sus víctimas en bares o en asociaciones de alumnos. ¿Me estás diciendo que nunca se tomó una cerveza? ¡Chorradas! ¡Es un loco, Merce! Es un loco enfermizo. Hubiera hecho cualquier cosa, ¡cualquier cosa!, con tal de captar a sus víctimas. Lo demás, toda esa basura religiosa, no es más que… No sé, una mierda para justificarse, encubrimiento, locura, yo qué sé…
—Tú que sabes…
El detective Perry se echó hacia atrás en su silla.
—Estoy cansado, Merce. Precisamente a ti no hace falta que te diga que las malditas pruebas de saliva dan trazas de alcohol si el criminal se enjuaga la boca con un colutorio antes de cometer el crimen. Pero si tú lo sabes mejor que yo. La experta eres tú.
—No lo hizo él.
—Merce, lo siento, pero fue él. Él la mató. Las mató a todas. Vas a tener que aprender a vivir con ello. Por favor, Merce. Por favor, aprende a vivir con ello.