Retrato en sangre (50 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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—No, yo no…

Jeffers cambió la voz para imitar el sonido metálico y enloquecido de la radio:

—¡El domingo! ¡El domingo! ¡En el fabuloso circuito de carreras de Aquasco! ¡Coches trucados! ¡Estrafalarios cacharros con motor de inyección! ¡No se pierda la participación del Gran Papuchi en el Okie de Fenokee en una eliminatoria de tres carreras! ¡El domingo! ¡Vea a la Bruja de Mamá con su motor a reacción de dos mil caballos de vapor! ¡El domingo! ¡Aún quedan entradas! ¡El domingo!

Anne Hampton sonrió.

—Me acuerdo —dijo—. Pero el nombre del sitio era diferente.

—Aquasco está a las afueras de Nueva York, en Long Island, creo. En Nueva Jersey oíamos el mismo anuncio para la pista de carreras de Freehold. Y en verano la familia se trasladaba a Cape Cod y oíamos lo mismo pero referido al circuito de Seekonk, nada más pasar Providence. Mi hermano y yo hacíamos juntos una imitación bastante buena de ese anuncio, gritando a los cuatro vientos: «¡Vean los fabulosos Cacharros! ¡Coches trucados con motor de inyección! ¡El domingo! ¡El domingo! ¡El domingo!»

—Había olvidado qué día era.

—Un día de ocio para la mayoría. Pero para nosotros, no. Tenemos mucho trabajo.

Jeffers maniobró para tomar la interestatal.

Llegó el mediodía antes de que se aproximaran a la salida que conducía al circuito de carreras. La interestatal se hallaba casi vacía durante las horas de la mañana, y Jeffers se mantuvo a una velocidad constante, un poco por debajo de la media de los dieciocho ruedas que los adelantaban produciendo con sus motores de gasóleo un ruido inmenso que parecía amenazar con aplastar todo lo que encontraran a su paso y abofeteando el coche con la velocidad del viento. «Los camioneros que conducen los domingos por la mañana invariablemente llegan tarde. Encajan el palo de una escoba en el acelerador, dopan con café a un par de bellezones negros y tan pronto se te echan encima como te adelantan», pensó Jeffers.

Adelantó a un par de policías del estado de Pensilvania con radar que estaban explorando la carretera, y decidió que la próxima vez que hiciera un viaje por carretera se haría con un buen detector de radares, de los que leen varias bandas del radar de la policía. Pensó también que al invertir en un escáner policial portátil podría seguir el tráfico de radio de la policía. Estudió la posibilidad de volar hasta Miami a fin de hacer una visita a una tienda de la que le había hablado un periodista que acababa de regresar de un viaje a Colombia para escribir un reportaje en relación con la droga. Según el periodista, aquella tienda era de las preferidas de los que trabajaban en el ramo. Estaba especializada en equipos de vigilancia y lo último en electrónica de alta tecnología. Aparatos que permiten saber si te han pinchado el teléfono. Aparatos que arrancan el motor del coche desde una distancia de cincuenta metros, perfectos para personas a las que tal vez preocupe qué más puede suceder al accionar el contacto de su coche. Prismáticos de visión nocturna y radios portátiles de canales invulnerables. Jeffers no estaba seguro del todo de que lo que tenía aquella tienda fuera a serle de utilidad, pero se dijo que estamos entrando en una era más tecnológica y es importante estar al día. Sabía que la policía estaría actualizada. Y luego pensó que en efecto aquella forma de pensar era derrotista. Todo su método se basaba en la suposición de que la policía jamás se pondría a buscarlo a él.

«Soy invisible.»

«Anónimo. Mortalmente.»

«Y eso es lo que me mantiene totalmente a salvo.»

Lanzó una mirada a Anne Hampton y vio que parecía estar dando cabezadas.

—¿Boswell? —susurró, pero ella no contestó. De modo que decidió dejarla dormir.

«Va a necesitar fuerzas, pero no durante mucho más tiempo», pensó. Reflexionó sobre la carretera que se extendía frente a él y concluyó que las autopistas de Estados Unidos tenían algo intrínseco que resultaba reconfortante. Se extendían formando líneas interminables, trazando bucles adelante y atrás, cientos de miles de pequeñas conexiones que hacían una gran red del país, igual que las arterias en un organismo vivo. «No existe ni principio ni fin», pensó.

A su lado, Anne Hampton se revolvió.

Nada tiene fin.

Descubrió una valla publicitaria que indicaba el circuito de carreras y sintió una oleada de emoción. «Una lección de ventajas», pensó.

Una lección para ayudar a Anne Hampton a rematar su comprensión de las cosas.

Anne Hampton despertó cuando Jeffers paró en la cabina de peaje. Estiró los brazos todo lo que pudo dentro del reducido espacio del coche y empujó las piernas contra el habitáculo interior en un intento de infundir nuevo vigor a los músculos.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó.

—Casi. Nos faltan dos o tres kilómetros. Sólo hay que seguir las indicaciones y los bólidos.

En aquel momento pasó rugiendo junto a ellos un Chevrolet de diez años de color rojo fuego con el tubo de escape levantado. Anne Hampton supo que se trataba de un Chevrolet porque llevaba todas las ventanillas adornadas con enormes calcomanías blancas con la palabra «Chevy».

—¿Cómo hará ese tipo para ver algo? —dijo en un impulso.

Jeffers rompió a reír.

—No ve nada. Pero tienes que entender que eso no es lo más importante. Las apariencias son algo crucial, tienen prioridad por delante de cualquier consideración trivial, como la seguridad, por ejemplo.

—Pero ¿no lo para constantemente la policía por llevar las ventanillas tapadas? Y tampoco lleva silenciador.

—En primer lugar, sí que tiene silenciador. Probablemente un conjunto de celdas de vidrio. Por lo menos, eso es de lo que hablaba todo el mundo hace veinte años, cuando yo estaba en el instituto. Había que tener un silenciador de vidrio y un «hemi-motor», lo que quiera que eso sea. O que lo fuera entonces. Y la razón por la que la mayoría de los polis no detienen a un chaval que conduce uno de esos trastos es que no hace tanto que ellos eran también chavales como ésos. Y se acuerdan muy bien de lo mucho que mareaban ellos a la pasma de su pueblo hace un par de años, así que ahora que tienen pistola y placa, saben que es mejor dejar el asunto en paz. Ese chaval tendría que ir a ciento treinta para poder detenerlo. O el poli debería haber tenido una discusión con su mujer esa mañana, los niños que llegan tarde al colegio chillando como unos descosidos, el café que quema, los nervios de punta, todo su buen humor echado a perder. Sería como ponerle una multa a él por todo lo que te ha pasado a ti. —Jeffers miró a Anne Hampton, la cual sonrió y afirmó con la cabeza—. Como ves —concluyó—, todo termina volviendo.

Tuvieron que hacer fila tras casi una veintena de vehículos a la entrada del circuito. Anne Hampton bajó la ventanilla y absorbió los ruidos que provenían de las gradas. I a rugir y gemir de los motores al principio le sonó igual que el ruido de animales en busca de contrincantes a los que enfrentarse. Luego se dio cuenta de que cada motor emitía un sonido distinto, único en sí mismo, y que todos juntos se mezclaban formando un muro de diversos tonos y timbres. Era como una colcha tejida con muchos trozos de tela distintos.

El aparcamiento era una explanada polvorienta, repleta de varias hileras de coches y camiones de vivos colores que destacaban sobre el color marrón del suelo de tierra. Jeffers estacionó el suyo junto a un poste de teléfonos que estaba marcado con un signo escrito a mano que indicaba el área 12A.

—Aguarda un minuto —dijo.

Anne Hampton se quedó sentada en silencio, observando cómo Jeffers salía del coche. Lo vio correr por el pasillo que formaban los vehículos aparcados. Lo vio detenerse detrás de un par de coches deportivos. Escribió algo y seguidamente regresó. Pero antes de abrir la portezuela paró un momento junto al maletero y sacó varios objetos que ella no alcanzó a ver.

«Forma parte de un plan», pensó.

El alma se le cayó a los pies, y contempló algunas de las parejas y grupos de personas que cruzaban el aparcamiento y se dirigían a la pista de pruebas. La marea de gente era incesante, y calculó que iba a haber un público considerable.

Sintió calor, luego frío, y si hubiera podido vomitar, lo habría hecho. Se acordó del vagabundo y del hombre de la calle de San Luis.

«Vamos a hacerlo otra vez.»

Movió la cabeza en un gesto negativo, temblando ligeramente. Por alguna razón, el hecho de visitar los recuerdos de Jeffers y los puntos que marcaban éstos, con independencia de lo macabro que fuera, al menos resultaba seguro, separado de la acción.

Jeffers le abrió la portezuela y ella salió.

Pero al ponerse de pie se le doblaron las rodillas, y Jeffers tuvo que sostenerla.

La miró fijamente durante unos instantes.

—¡Aaah! —dijo por fin, con cierto timbre de diversión pero con un horrible tono frío y calculador que ella no le había oído desde lo de San Luis—. Has adivinado que no estamos aquí sólo porque nos gusten las carreras…

No terminó la frase. En lugar de ello, la agarró por el brazo y la guió hacia la parte de atrás del coche.

En primer lugar sacó dos chalecos de fotógrafo de color caqui de una bolsa. Uno se lo puso a ella y el otro se lo puso él.

—Te queda bien —dijo.

—Esto, yo…

Acto seguido, Jeffers sacó media docena de tubos con carretes de película de un estuche y los introdujo en las trabillas de la pechera de ella. Después le colgó una bolsa fotográfica alrededor del cuello.

—Esto —dijo cogiendo un largo objetivo negro— es obviamente el teleobjetivo. —Volvió a dejarlo en la bolsa—. Este más corto es el gran angular. Cuando yo te pida uno u otro, o la cámara, tú me los entregas tal cual, como si fueras una experta.

—Sí.

Luego se colgó él mismo un par de cámaras del cuello. Una de ellas se la sujetó a un arnés del pecho, la otra quedó colgando suelta.

—Muy bien —dijo. Extrajo de su bolsa un montón de tarjetas de visita blancas, abrió el bolsillo delantero del chaleco de Anne Hampton y las guardó dentro de él—. Dale una a todo el que te la pida.

Tomó una y se la mostró. Decía lo siguiente:

JOHN CORONA

FOTÓGRAFO PROFESIONAL

Representante de
Playboy
, Penthouse

y otras publicaciones

Nuestra especialidad es la discreción

Oficina: 1313 Hollywood Boulevard, Beverly Hills

213-555-6646

—El nombre es una broma privada —explicó Douglas Jeffers—, sobre todo para los californianos. Por supuesto tú debes llamarme señor Corona. O John, si resulta apropiado. Eres mi ayudante. Ya te presentaré. Escucha atentamente y enseguida tendrás entendida la historia. ¿Preparada? —Ella afirmó con la cabeza—. Quiero oír tu voz —exigió en tono áspero.

—Preparada —se apresuró a contestar Anne Hampton.

—Quítate de la cara esa expresión de niñita asustada y prueba otra vez.

Ella tragó saliva.

—Estoy preparada —dijo con firmeza.

—Bien. —Jeffers la miró fijamente—. No debería tener que recordarte estas cosas.

—Lo haré bien —aseguró ella.

—Demuéstramelo.

Aquello fue más una amenaza que una petición. Ella asintió.

Douglas Jeffers dio media vuelta, y ella se apresuró a seguirlo.

Cuando llevaban recorrida la mitad de la zona de aparcamiento, Jeffers empezó a hablar de nuevo, pero por su tono de voz parecía distraído.

—Una cosa que siempre me ha extrañado es por qué nos intrigan tanto determinados comportamientos animales. No logramos entender por qué los
lemmings
se arrojan al mar. Los científicos pasan años estudiando por qué las ballenas de repente se embarrancan en la playa y se dejan morir abrasándose al sol, lo cual, si se piensa un poco, debe de ser una muerte horrible. Los ecologistas las devuelven al mar, y ellas, las muy tontas, nueve de cada diez veces regresan a la playa. Y eso que son animales inteligentes. Y muy saludables, además. En cierta ocasión yo fui a fotografiar a un grupo de ballenas en una costa de Carolina del Norte, para la revista
Geo
, que pagaba bien y no tardó en quebrar. Pero las ballenas eran preciosas, negras como el azabache y muy poderosas, con un cuerpo que se parece a una bala gigantesca. Son capaces de comunicarse a través de enormes distancias gracias a una habilidad para oír y producir sonidos que los humanos sólo podemos emular electrónicamente. Son una especie antigua y orgullosa, emparentada con los animales más grandiosos. Entonces, ¿por qué de vez en cuando, misteriosamente, se suicidan en masa? ¿Qué motivos tienen? ¿Enfermedad? ¿Engaño? ¿Confusión? ¿Histeria colectiva? ¿Locura? ¿Aburrimiento? ¿Por qué llegan a cansarse de la vida? No tiene mucho sentido. Y sin embargo se suicidan. A menudo, o por lo menos con la frecuencia suficiente para suscitar interés y consternación. Lo mismo sucede con las personas. —Pareció absorto en su reflexión—. ¿Tienes idea de la frecuencia con que la gente se deja morir en la playa? No estoy hablando de las típicas personas solitarias o abatidas, clínicamente depresivas y suicidas por naturaleza, de ésas ya hay muchas. Hablo de personas que aceptan su propia muerte. De cómo contribuyen a que les ocurran las peores cosas.

«Caminaban ordenadamente hacia las cámaras de gas. A ninguno se le ocurrió nunca decir: ¡Que os jodan! ¡No pienso entrar ahí! y asirse por un momento a su propia humanidad. ¿Sabías que el primer día de la batalla del Somme los británicos perdieron sesenta mil hombres? Y, sabiendo eso, al día siguiente, cuando sonaron los silbatos, los soldados aún se lanzaron contra una pared de ametralladoras y posiciones fortificadas. Eso sucedió en 1916. ¡En el mundo moderno! ¡Imposible!

»En el corredor de la muerte, prácticamente en todos los estados, los presos a los que se va a ejecutar son estrechamente vigilados la noche anterior. Se teme que encuentren un modo de matarse ellos mismos. Al Estado —dijo con amargura— no le gusta que lo engañen, ¿sabes? Pero en el fondo, ¿qué más da? Yo creo que en última instancia el suicidio es el mayor acto de libertad. Eso es lo que quizá podríamos aprender de las malditas ballenas. Ellas están enfermas, aunque no sepamos de qué. Habrá un sida para las ballenas, o algo semejante. Así que abrevian el proceso de morir, ellas mismas se hacen cargo de su vida, asumen el control y toman la decisión. Y nosotros nos preguntamos por qué. Es inexplicable, afirman los científicos. Están desconcertados. Lo que resulta inexplicable es que nosotros no podamos entender por qué hacen algo así cuando parece ser tan obvio. —Jeffers apretó el paso. Sacudía la cabeza adelante y atrás—. Boswell —dijo en un tono que tenía resonancias de soledad—. Estoy mezclando dos cosas distintas. Dependerá de ti desgajar una de la otra.

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