El sol de la tarde se filtraba débilmente por la ventana de la biblioteca e incidía sobre el cuaderno abierto que descansaba en la mesa de Anne Hampton haciendo desaparecer las rayas azules, que quedaban difuminadas en el fuerte resplandor. La joven miró las palabras que estaba escribiendo, las observó con tal intensidad que los bordes de las letras se volvieron borrosos y confusos y la página entera se transformó en un objeto flotante y vaporoso. Aquello la hizo pensar en campos nevados en invierno, en su hogar en Colorado. Se imaginó a sí misma de pie en lo alto de una larga bajada, el sol iluminando aquella extensión de nieve todavía no hollada por los esquiadores. Serían las primeras horas de la mañana, el sol no prometería calentar mucho, sino tan sólo aportar una luz fría que inundara el blanco de la nieve. Pensó para sí cómo aquel reflejo parecía elevarse, intangible, y fundirse con el aire gélido y con el viento, creando un mundo sin fronteras, un enorme y solitario hoyo blanco en el mundo que esperaba a que ella suprimiera aquella vacilación momentánea que constituye el límite del miedo y se lanzara hacia abajo, en un impulso mareante, experimentando la sensación que provocaba la nieve al estallar a su alrededor como un sinfín de conchas marinas mientras ella iba cortando su superficie.
Soltó una carcajada. A continuación, al acordarse de dónde estaba, se llevó una mano a la cara fingiéndose avergonzada y se reclinó en la silla a la vez que miraba por la ventana un grupo de palmeras que se agitaban suavemente. «Las palmeras —pensó—, son capaces de dar con una brizna de viento incluso cuando no existe; juntan las hojas como si estuvieran ejecutando un saludo, como si sintieran la más mínima ondulación en el aire y la acogieran y la agradecieran, pensó con una insólita envidia, aun cuando ella era incapaz de detectar el más leve movimiento de alivio en el calor del verano.»
Volvió a mirar los libros que tenía esparcidos alrededor. «Tiene que ser fácil descubrir los más importantes en literatura», pensó. Dividió el montón de libros en dos grupos: a un lado del cuaderno Conrad, Camus, Dostoievski y Melville, y al otro Dickens y Twain. «La oscuridad y la luz», se dijo. Sacudió la cabeza; no iba a leer ni la mitad de aquellos libros, y en realidad no entendía por qué era tan importante que fuese a todas partes cargándolos en la mochila. Pero era precisamente lo que hacía, meterlos dentro todos los días, junto a los trabajos en curso, como si el peso de las palabras importantes sobre su espalda pudiera de algún modo filtrarse en su visión y motivar su conducta. Se preguntó si tendría algún límite de tiempo inconsciente para cargar con libros ya leídos. Se dijo que podía desarrollar un sistema de clasificación para la literatura: los libros que transportara durante más de un mes después de haberlos terminado eran auténticos clásicos; tres semanas suponía menos grandeza; dos semanas, probablemente debía cargar con ellos debido al tema que trataban, si no por cómo habían sido escritos; una semana indicaba tal vez un personaje interesante, pero no un libro interesante; ¿menos de una semana? Aspirantes.
«Sin embargo —pensó—, existe un peculiar consuelo en el hecho de saber que uno tiene cerca de sí palabras de categoría.»
A veces se preguntaba si los libros no estarían vivos, si después de cerrar la tapa los personajes, los lugares y las situaciones no cambiarían, discutirían, debatirían, para regresar a su sitio en el momento en que alguien abriese otra vez la tapa. Resultaría apropiado. Contempló el ejemplar de Camus, que descansaba en lo alto del montón correspondiente a la oscuridad. «A lo mejor —se dijo—, Sísifo descansa cuando el libro está cerrado; se sienta jadeando, con la espalda derrumbada contra su roca, preguntándose si esta vez la roca se tambaleará al llegar a la cima y luego, de modo milagroso, se quedará quieta. Luego, al percibir que las páginas del libro se abren por donde se habla de él, se incorpora, arrima el hombro contra la roca y, sintiendo el reconfortante frescor de la dura superficie, flexiona los músculos, hace acopio de fuerzas y vuelve a empujar.»
De repente se sintió tentada de alargar la mano y abrir el libro de improviso, para ver si pillaba a Sísifo descansando.
Sonrió otra vez.
Levantó la vista y sus ojos se cruzaron momentáneamente con los de un hombre que se hallaba sentado al otro extremo de la sala. Estaba leyendo, aunque no logró distinguir el título. Al parecer, él había levantado la vista en el mismo instante. Sonrió. Ella le sonrió a su vez. «Será un joven profesor», pensó. Desvió la mirada y la dirigió hacia la ventana. Después dejó que sus ojos volvieran a posarse en aquel individuo. Había vuelto a su lectura.
Miró sus libros. Miró sus apuntes. Miró otra vez por la ventana. Miró de nuevo al hombre, pero éste había desaparecido.
De pronto se acordó de la queja de su madre:
—¡Pero en Florida no vas a conocer a nadie!
Y en la respuesta que ella le dio:
—Pero es que no necesito conocer a nadie.
—Pero vamos a echarte de menos…, y Florida está muy lejos —dijo la madre con tristeza.
—Yo también os echaré de menos, pero necesito tiempo para escapar.
—Pero si allí hace calor todo el tiempo.
—Madre.
—Está bien. Si es lo que quieres.
—Es lo que quiero.
«No hacía calor todo el tiempo», se dijo. Su madre estaba equivocada. En invierno hacía un frío inevitable, alguna masa de aire ártico a la deriva que, perdida en su persecución del estado de Massachussets, tropezaba con el centro del país y terminaba aterrizando despatarrada sobre la península de Florida. Era un frío cruel, carente ele la belleza y la aterradora quietud de las montañas de Colorado, Era simplemente un frío irritante; las palmeras parecían encogerse sobre sí mismas, los edificios, mal dotados en lo que se refería a aislamiento, parecían aguantar tenazmente en medio del aire helado. Eran jerséis y chaquetones bajo un cielo que por lo visto sólo sabía hablar con propiedad de playas. Le resultaba irónico que hubiera pasado mucho más frío en un día de enero en Tallahassee de lo que había pasado en su casa en toda su vida.
Contempló el sol que iluminaba su mesa. Había que dar gracias a Dios por el calor del verano, se dijo. La sorprendió la curiosa observación de que en tres años y medio no había conseguido hacer una sola amistad, a pesar del calor, a pesar de la familiaridad que éste fomentaba.
«Amigos de pizzas», pensó.
«Amigos de cervezas, amigos de playa. Amigos de los que te preguntan qué tal te ha ido en el examen. Amigos de los que quieren acostarse contigo.»
«De ésos no había muchos», dijo riendo para sí.
Pero no porque no lo hubieran intentado.
Acercó el cuaderno y escribió en el margen: Afróntalo, eres una persona fría. Se sintió complacida. Era una fácil asociación de ideas: una persona fría y Camus.
Se recostó en su silla y continuó leyendo.
Ya estaba anocheciendo cuando Anne Hampton salió de la biblioteca y emprendió el regreso lentamente hacia el campus. Por el oeste el sol poniente había teñido el cielo de un sorprendente tono púrpura e iluminaba unas enormes, imponentes, formaciones de nubes que pendían sobre algún punto del golfo de México. Pensó en lo mucho que le gustaba pasear a aquella hora; la residual luz diurna parecía muy tenaz en su empeño de dar forma a las cosas y de intentar, en pugna con la creciente oscuridad, prestar solidez al mundo antes de cederle el paso a la noche.
Hora de morir, pensó.
Recordó cómo los últimos retazos de sol parecían estar atrapados en el regulador del buceador cuando éste emergió por el agujero en el hielo del estanque de su abuelo cargando con la forma de su hermano en brazos. La luz resbalaba del brillante aparato de aluminio de aquella extraña criatura acuática y tocaba apenas los rígidos rasgos faciales del niño. Después lo perdió de vista; al instante Tommy fue rodeado por una multitud de bomberos y personal de rescate, y lo único que acertó a ver fue una masa oscura llevada a toda prisa ladera arriba en dirección a una luz roja pulsante. Vio sus patines, con los cordones cortados, arrojados a un lado; entonces se zafó de la mano de su abuelo, que la aferraba afligido, y los recuperó.
Naturalmente, pensó mientras caminaba, el pequeño no murió en aquel momento; técnicamente falleció dos horas más tarde, en medio de los murmullos, los zumbidos y los pitidos de los modernos aparatos médicos. La unidad de cuidados intensivos del hospital era una maravilla de luces, pensó; allá donde mirase había otra luz, llenando todos los ángulos, sondeando todos los rincones. Era como si al negarse a permitir que hubiera oscuridad en las habitaciones, de algún modo pudieran mantener la muerte a raya.
Reparó en el gráfico de un médico; tenía una casilla para la Hora de la Muerte, y una enfermera había anotado en ella las 6.42 de la tarde. Aquello se le antojó inexacto. ¿Cuándo había muerto Tommy? «Estaba muerto cuando yo oí crecer bajo mis pies las pequeñas telarañas en la superficie del hielo, pensó. Murió cuando yo lo llamé y él me respondió agitando el brazo con irritación y exceso de confianza. Murió cuando cayó al agua.» Recordó lo poco espectacular que había sido: el pequeño estaba deslizándose, dándose impulso con los brazos, y al instante siguiente lo tragó aquel agujero oscuro que se había materializado debajo de él, y murió cuando lo envolvió la fría oscuridad. Su cabeza no emergió a la superficie ni una sola vez. Le vino el súbito recuerdo del dolor y el entumecimiento que sintió en los pies cuando echó a correr, después de quitarse los patines, en dirección a la casa de su abuelo. Cada paso que daba parecía más frío, más duro, la nieve más profunda y más traicionera. Cayó media docena de veces, sollozando. Pensó: «Yo no era más que una niña. Y para entonces él ya estaba muerto.»
Una brisa tibia le levantó la blusa, y se pasó una mano por el pelo. El sol casi había desaparecido ya, con gran entusiasmo y alegría de vivir, reemplazado por una lasitud estival en medio del calor.
En Florida no había hielo que pudiera romperse, pensó.
Nunca.
Cruzó el campus pasando junto a grupos de alumnos que se dirigían a cenar, a una fiesta, a estudiar o a lo que fuera, y giró en la calle Raymond para dirigirse a su apartamento. Llenó su mente con las triviales imágenes de envases de yogur, queso fresco y fruta que tenía en la nevera; se planteó brevemente la posibilidad de parar a comprarse una hamburguesa, pero descartó la idea. «Come frutos secos y alimentos sanos», se dijo a sí misma, riendo. Visualizó a sus padres; ambos tenían tendencia a la gordura, pensó. Odiaba las comidas a base de puré de patatas y filetes que inevitablemente le ponían sobre la mesa en las raras visitas que hacía a casa. «Deben de pensar que soy anoréxica —se dijo—. Pues no lo soy. Soy selectiva.»
Atajó por debajo de la farola de brillo de mercurio que había en el cruce entre las calles Raymond y Bonil maravillándose, como siempre, del color púrpura fluorescente con que la luz de la farola teñía la ropa y la piel. Tuvo una breve visión de sí misma como estrella de alguna película de terror de los años cincuenta; tras sufrir accidentalmente una singular dosis de radiación, ahora iba a convertirse en… ¿En qué?, se preguntó. ¿En la «increíble mujer más fea del baile»? ¿En la «fantástica petarda»? ¿En la «alumna seria y aplicada»? De pronto oyó unas risas estridentes que salían de una ventana abierta, mezcladas con un acorde que se repetía insistentemente en un estéreo con el volumen a tope. «El de verano —pensó—, es el menos serio de todos los semestres.» Era el que prefería ella, reconoció; hacía que su trabajo destacara entre toda la gente que suspendía en una materia o en otra.
Siguió caminando, ahora tarareando una música sin nombre que había tomado prestada del estéreo a toda pastilla, hasta que dobló la calle Francis. Estaba a dos manzanas de su apartamento y no vio al hombre hasta que lo tuvo casi encima.
—Disculpe —le dijo él—. ¿Puede ayudarme? Me parece que me he perdido.
Ella se sobresaltó. El hombre se encontraba medio en sombras, al lado de la portezuela abierta de su coche.
—¿Eh…?
—¿La he asustado? —preguntó.
—No, no, en absoluto…
—Perdone si…
—No, no pasa nada. Es que venía pensando.
—¿Tenía la mente en otra parte?
—Eso es.
—Conozco esa sensación —dijo el hombre, acercándose a ella—. Un pensamiento lleva a otro, después a otro, y antes de que uno se dé cuenta está en mitad de una pequeña ensoñación. Perdone que me entrometa.
—La realidad —puntualizó ella— siempre se entromete.
Él rió.
Ella lo miró con atención a la luz mortecina de una farola que había a media manzana de distancia.
—¿No le he visto esta tarde en la biblioteca? —preguntó.
Él sonrió.
—Sí, he estado poniéndome al día con ciertas lecturas…
Anne advirtió que él le estudiaba el rostro.
—¿No eres tú, perdón, no es usted la que tenía todos aquellos libros? Pensé que no conseguiría irse nunca, si tenía que leerse todo aquello.
Ella sonrió.
—Una parte, no todos. Algunos ya los he leído.
—Debe de ser estudiante de literatura.
—Así es.
—No resultaba difícil adivinarlo —dijo él con tono cordial.
—No, supongo que no —contestó Anne—. Es curioso, eso mismo estaba pensando yo hace un rato.
—Entiendo —dijo Jeffers—. Buenos instintos.
Ella sonrió y él le devolvió la sonrisa.
Ambos pasaron unos momentos sin decir nada. Anne pensó que aquel individuo era apuesto, alto y tenía un cierto atractivo desaliño natural. Probablemente era por la americana de lino que llevaba, se dijo; a casi todos los hombres les da un leve toque de descuidada familiaridad.
—¿Es usted profesor?
—Algo así —respondió él.
—Pero no es de por aquí, ¿verdad?
—No. Es la primera vez que vengo. Y por lo que parece no consigo dar con la calle Garden. He mirado por todas partes… —El hombre se volvió y señaló primero en una dirección, luego en otra. Anne pensó por un instante que estaba buscando algo, ya que su mirada se detenía en cada dirección antes de volver a posarse en ella.
—La calle Garden es bastante fácil de encontrar —dijo ella—. Al llegar a la esquina tiene que girar a la izquierda, pasa dos calles y después tuerce a la derecha. Garden es la que cruza dos manzanas más abajo. No recuerdo cómo se llama la calle de bajada, pero no está muy lejos.