Retrato de un asesino (48 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

BOOK: Retrato de un asesino
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Durante su paso por la academia Slade, Sickert entabló amistad con Whistler, pero no está claro cómo se conocieron. Unos dicen que Sickert y Whistler estaban entre el público del Lyceum durante una actuación de Ellen Terry. Al final de la función, Sickert arrojó rosas lastradas con plomo al escenario, y el fragante misil estuvo a punto de alcanzar a Henry Irving, a quien la travesura no hizo la menor gracia. Pero el infame «ja, ja» de Whistler resonó entre la multitud. Mientras el público se dispersaba, Whistler quiso conocer a aquel joven audaz.

En otras versiones de los hechos, Sickert se encontró «por casualidad» con Whistler, o lo siguió al interior de una tienda, o lo conoció en una fiesta por mediación de las hijas de Cobden. Nadie ha dicho jamás que Sickert se mostrase tímido o apocado cuando quería algo. En teoría, Whistler lo convenció de que dejara de perder el tiempo en una escuela de arte y fuera a trabajar con él en un estudio de verdad. El joven abandonó la academia Slade y se convirtió en aprendiz de Whistler. Trabajó codo con codo con el maestro, pero nada se sabe de cómo era su vida con Ellen por aquel entonces.

La documentación que se conserva de sus primeros años de matrimonio no sugiere que sintieran una gran atracción el uno por el otro, ni que vivieran un romance. En sus memorias, Jacques-Emile Blanche explicó que la diferencia de edad entre Ellen y Sickert era tal que «era fácil tomarla por su hermana mayor». En su opinión, formaban una pareja «intelectualmente» compatible, y se concedían «entera libertad» el uno al otro. Cuando visitaban a Blanche en Dieppe, Sickert prestaba poca atención a Ellen, y desaparecía en las estrechas callejuelas y las plazas, o en sus «misteriosas habitaciones en el puerto, unos tugurios donde no dejaba entrar a nadie».

La sentencia de divorcio precisa que Sickert fue culpable «de adulterio y abandono por un lapso de dos años o más, sin justificación razonable». Sin embargo, fue Ellen quien al final tomó la decisión de dejar a Sickert. Y no hay indicios de una sola transgresión sexual. En la demanda de divorcio de Ellen se afirma que Sickert la abandonó el 29 de septiembre de 1896, y que aproximadamente el 21 de abril de 1898 cometió adulterio con una mujer de nombre «desconocido». Este supuesto engaño tuvo lugar en el hotel Midland Grand de Londres. Más adelante, en mayo de 1899, Sickert cometió adulterio con otra mujer, también de nombre «desconocido».

Diversos biógrafos han explicado que la razón por la que se separó la pareja el 29 de septiembre es que Sickert confesó a Ellen que no le era fiel y nunca lo había sido. En tal caso, parece que sus aventuras —suponiendo que tuviera más de las dos que se mencionan en la sentencia de divorcio— fueron con mujeres «desconocidas». Nada de lo que he leído induce a pensar que fuese un hombre afectuoso con las mujeres o dado a tocarlas o a hacerles proposiciones deshonestas, aunque solía emplear un lenguaje soez con ellas.

La artista Nina Hamnett, una conocida bohemia que rara vez rechazaba una copa o una proposición sexual, contó en su autobiografía que Sickert la acompañaba a casa cuando estaba borracha (estuvo con él en Francia). Sin embargo, la indiscreta Nina no dijo una sola palabra de que Sickert intentara al menos coquetear con ella.

Puede que Ellen estuviera convencida de que Sickert era un mujeriego, o quizá quisiera ocultar la humillante verdad de que su matrimonio no se había consumado nunca. A finales del siglo XIX, una mujer no tenía derecho a dejar a su esposo a menos que éste le fuera infiel, la maltratase o la abandonase. Ella y Sickert se pusieron de acuerdo. El no rebatió sus acusaciones. Cabe suponer que ella estaba al corriente del defecto físico de Sickert, pero es posible que vivieran como hermanos y que no se hubieran visto desnudos ni hubieran intentado mantener relaciones sexuales.

Durante la tramitación del divorcio, Ellen escribió que Sickert le había prometido que, «si le doy otra oportunidad, será un hombre diferente, que soy la única persona a la que ha querido y que ya no tiene relaciones con [la desconocida]». Ellen añadió que su abogado estaba convencido de que Sickert era «sincero, pero teniendo en cuenta la vida que ha llevado en el pasado, y por lo que ha deducido de su carácter a través de su cara y su actitud, no lo considera capaz de mantener ninguna resolución, y me ha aconsejado que siga adelante con el divorcio».

«Estoy terriblemente angustiada y no he hecho más que llorar desde entonces», escribió Ellen a Janie. «Ahora veo que mi afecto por él va más allá de la muerte.»

27
La noche más oscura

Los papeles de Sickert cambiaban como las luces y las sombras que pintaba en sus cuadros.

Una figura no debía tener líneas porque la naturaleza no las tiene, y las formas se revelan en tonos, matices y la manera en que la luz las configura. La vida de Sickert no tuvo líneas ni límites, y su forma cambiaba con cada toque y oscilación de sus extraños estados de ánimo y sus solapados propósitos.

Tanto los que lo conocían bien como aquellos con quienes sólo se cruzaba de vez en cuando pensaban que «ser Sickert» significaba ser un «camaleón», un «afectado». Era Sickert con el llamativo abrigo de cuadros, andando a todas horas por calles y callejuelas peligrosas de Londres. Era Sickert el granjero, el hacendado, el vagabundo, el galanteador de gafas y bombín, el dandi de corbata negra, o el excéntrico que iba a tomar el tren en zapatillas. Era Jack el Destripador con una gorra encajada hasta los ojos y un pañuelo rojo al cuello, trabajando en la penumbra de un estudio iluminado por el débil resplandor de una linterna de ojo de buey.

Clive Bell, el escritor y crítico Victoriano, mantenía una relación de amor-odio con Sickert, y bromeaba diciendo que, dependiendo del día, éste podía ser John Bull, Voltaire, el arzobispo de Canterbury, el Papa, un cocinero, un dandi, un corredor de apuestas o un abogado. Bell pensaba que Sickert no era tan erudito como aparentaba, y que fingía «saber mucho más de lo que sabía», a pesar de que era el mejor pintor inglés desde Constable. Pero «uno nunca podía saber si Sickert era el auténtico Sickert, o si existía acaso un auténtico Sickert». Era un hombre «sin principios» y, según Bell, no sentía «apego ni afecto por nada que no formase parte de sí mismo».

Ellen formaba parte de su ser. El le encontró una utilidad. No podía verla como un ser humano autónomo porque todas las personas y las cosas eran una extensión de su persona. Ella se encontraba en Irlanda con Janie cuando mataron a Elizabeth Stride y Catherine Eddows, y aún estaba allí el 16 de octubre, cuando George Lusk, el jefe de la Comisión de Vigilancia del East End, recibió medio riñón por correo. Casi dos semanas después, el director del museo de patología del London Hospital, el doctor Thomas Openshaw, recibió una carta escrita en papel con filigrana de A Pirie & Sons y firmada «Jack el Destripador».

«Querido Jefe usté tenia racon el rinion iquierdo […] pronto bolvere al trabajo y le mandare otro pedazo de entramas.»

Se sospechó que el riñón pertenecía a Catherine Eddows, y debió de ser así, a menos que el Destripador consiguiese medio riñón en otra parte. Este órgano se conservó en el Royal London Hospital hasta que, debido a su estado de putrefacción, las autoridades del hospital decidieron deshacerse de él a mediados de la década de 1950, más o menos en la misma época en que Watson y Crick descubrieron la estructura de doble hélice del ADN.

En siglos pasados los cuerpos y los órganos se conservaban en «licores», o bebidas alcohólicas como el vino. En la época del Destripador, algunos hospitales usaban glicerina. Cuando una persona de clase alta moría en un barco y era preciso conservar el cadáver, la única forma de hacerlo era sumergirlo en aguamiel fermentada, o en cualquier otra bebida disponible. Si John Smith, el fundador de Virginia, hubiera fallecido durante su viaje hacia el Nuevo Mundo, lo más probable es que lo hubiesen enviado de regreso a Londres metido en un barril de conservas.

Los informes de la policía indican que, si el riñón que recibió George Lusk pertenecía a Catherine Eddows, éste se había extirpado dos semanas antes y conservado en «licor», probablemente en vino. Lusk no pareció asustarse demasiado, ni corrió a llevar el órgano a la policía. Cuando recibió el pavoroso regalo con una carta que se ha perdido, «no le dio mayor importancia». Los Victorianos no estaban acostumbrados a los psicópatas que extirpaban órganos y los enviaban a las autoridades con cartas provocativas.

Al principio se sugirió que se trataba de un riñón de perro, pero Lusk y la policía tuvieron la sensatez de pedir otras opiniones. El riñón era un engaño, señaló la policía mientras el órgano en adobo iba de un sitio a otro. Los expertos médicos, como el patólogo Openshaw, afirmaron que el riñón era humano, aunque era demasiado aventurado suponer que pertenecía a una «hembra» que padecía «la enfermedad de Bright». Si el riñón se hubiera conservado unas décadas más y se hubiese exhumado el cadáver de Catherine Eddows, podría haberse encontrado una coincidencia en el ADN. Eso habría perjudicado mucho a Walter Sickert en un tribunal —si hubiera estado vivo para que lo juzgasen—, ya que la filigrana de A Pirie & Sons está tanto en el papel que usaba él como en la carta que Jack el Destripador envió a Openshaw, los sellos y los sobres de las dos cartas tienen una secuencia de ADN en común, y la carta del Destripador puede tomarse como una confesión.

Si Ellen se mantenía al corriente de las noticias en la finca familiar, debió de enterarse de lo del riñón. Debía de saber que el doble asesinato se cometió menos de una semana después de que ella se marchara a Irlanda. Quizás hubiera oído que habían encontrado un paquete con «huesos humanos» en una alcantarilla de Peckham, un brazo descompuesto en el jardín de una escuela para ciegos de Lambeth Road y una pierna asada que resultó ser de un oso.

Ellen podría haber estado al tanto del hallazgo de un torso de mujer en los cimientos del nuevo edificio de Scotland Yard, que llevaron al depósito de Millbank Street, donde no reveló gran cosa al doctor Neville ni a la policía, que no se ponían de acuerdo en lo referente al brazo descubierto en Pimlico el 11 de octubre. El médico estaba convencido de que pertenecía al torso, pero la mano estaba áspera y las uñas descuidadas, como las de una mujer que había pasado penurias. Cuando llamaron al doctor Bond para que colaborase en el examen, éste precisó que era una mano tersa y con las uñas limadas. Lo más probable es que la mano estuviera sucia, quizá con abrasiones, y las uñas manchadas cuando el brazo apareció en el barro. Pero una vez que lo limpiaron, subió de nivel en la escala social.

En un informe se indica que el torso de la mujer descuartizada tenía la piel oscura. En otro, que la piel era clara. Su cabello era castaño oscuro, tenía veintiséis años y medía entre un metro setenta y tres y un metro setenta y cinco, dictaminó el médico. El tono oscuro de la piel podía deberse al estado de descomposición del torso. En estadios avanzados, la piel adquiere un tono verde negruzco. Dadas las circunstancias, debía de ser igualmente difícil determinar que la piel era clara.

Las discrepancias en las descripciones pueden causar serios problemas en la identificación de un cadáver. Como es de suponer, en el siglo XIX no se hacían reconstrucciones faciales forenses —o el esculpido de la cara basado en la arquitectura de los huesos subyacentes (siempre que se encuentre la cabeza)—, pero hace unas décadas se presentó un caso en Virginia que puede ayudarme a explicar lo que quiero decir. Se reconstruyó la cara de un hombre con masilla verde para recrear sus rasgos sobre el cráneo. Dedujeron el color del pelo por las características de su esqueleto, que eran las de un afroamericano, y le colocaron ojos de cristal en las órbitas.

Una mujer reconoció la fotografía en blanco y negro del periódico y fue al depósito para comprobar si el cadáver era de su hijo. Echó un vistazo a la reconstrucción facial y dijo al forense: «No, no es él. No tenía la cara verde.» De hecho, el joven asesinado era hijo de esa mujer. (En la actualidad, cuando se hacen reconstrucciones faciales para la identificación de un muerto, se tiñe la arcilla de un color aproximado al de su piel.)

El cálculo que hicieron tanto el doctor Neville como el doctor Thomas Bond, esto es, que la mujer medía entre un metro setenta y tres y un metro setenta y cinco , podría ser equivocado, y es posible que disuadiera a varias personas de ir a averiguar si los restos pertenecían a un familiar o un conocido. En aquella época, esa estatura era excesiva para una mujer. Habría bastado con que los médicos se equivocaran en cinco o seis centímetros para que el torso no se identificara. De hecho, nunca se identificó.

Teniendo en cuenta los recursos disponibles, supongo que los médicos hicieron todo lo que pudieron. Podían no tener conocimientos de antropología forense. Desconocían qué eran los modernos criterios antropológicos, que se usan para clasificar a los individuos en grupos de edad, como «infante», «entre 15 y 17», o «más de 45». Desconocían qué eran las epífisis, o los centros de desarrollo del hueso, ni podrían haberlas visto, ya que ni el torso ni los miembros recuperados se hirvieron en agua para separar la carne. Las epífisis son conexiones, como las que unen las costillas con el esternón, y en la etapa de crecimiento están formadas por cartílago flexible. Con el tiempo se calcifican.

En 1888 no se usaba la calibración ni los algoritmos. Tampoco contaban con aparatos como el absorciómetro de fotón único o los detectores de escintilación, que sirven para calcular la altura de una persona a partir de la longitud del húmero, el radio, el cubito, el fémur, la tibia y el peroné, o sea, los huesos largos de los brazos y las piernas. Los cambios de densidad, o de concentración mineral de los huesos, dependen de la edad. Por ejemplo, una disminución de la densidad ósea normalmente se corresponde con una edad avanzada.

No podían afirmar con seguridad que la mujer descuartizada tenía veintiséis años, pero podrían haber dicho que sus restos parecían los de una mujer pospúber de entre veinte y veinticinco años, y que tenía vello castaño oscuro en las axilas. El cálculo de que la mujer había muerto hacía cinco semanas también fue una conjetura. Los médicos no tenían suficientes medios científicos para calcular el momento de la muerte basándose en el grado de descomposición de un cadáver. No sabían nada de entomología forense —la interpretación del desarrollo de los insectos como indicador del momento de la muerte—, y el torso estaba infestado de gusanos cuando lo encontraron en los cimientos del edificio de Scotland Yard.

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