A finales del verano de 1920, hacía tanto tiempo que Christine no veía a Sickert que le escribió la que debió de ser su última carta:
«Mon Petit:
Supongo que es la última vez que escribo cartas junto a la ventana que da a Camden Road. Será maravilloso volver a verte aunque muy extraño.» Poco después Christine llegó a Envermeu con los muebles, dispuesta a mudarse a su nueva casa, y descubrió que no había luz ni agua corriente, sólo unos tubos para recoger la lluvia. En el pozo había un gato al que, según una hermana de Christine, «habían ahogado». La débil y coja Christine tenía que cruzar el jardín, recorrer un sendero de piedra y bajar una empinada escalera para llegar a los «retretes de tierra». Después de su muerte, su familia señalaría con indignación que no era «de extrañar que ]a pobre Christine pasara a mejor vida».
Christine no se había encontrado bien durante el verano; luego mejoró un poco, pero su estado empeoró dramáticamente en otoño, mientras estaba en Envermeu. El 12 de octubre Sickert telegrafió a su cuñada, Andrina Schweder, diciendo que Christine estaba muriendo sin dolor, y que dormía mucho. Los análisis de fluido espinal habían detectado la presencia del «bacilo de Koch». Sickert prometió volver a escribir «cuando se produzca la muerte», y añadió que se incineraría a Christine en Ruán y que sus cenizas se enterrarían en el pequeño cementerio de Envermeu.
El padre y la hermana de Christine partieron de inmediato hacia Francia, llegaron a la Maison Mouton al día siguiente y se encontraron a Sickert agitando alegremente un pañuelo desde la ventana. Se quedaron de piedra cuando los recibió en la puerta con una chaqueta de terciopelo negro, la cabeza afeitada y la cara muy blanca, como si llevase maquillaje. Le complacía poder decirles que Christine seguía viva, aunque por poco tiempo. Los condujo al dormitorio, donde su esposa estaba inconsciente. No la había puesto en el dormitorio principal, que estaba en la planta baja, detrás de la cocina, y era la única habitación que tenía una chimenea grande.
Andrina se sentó al lado de Christine mientras su padre bajaba al salón, donde las historias y las canciones de Sickert lo entretuvieron tanto que más tarde se sentiría culpable por haberse divertido. Llegó el médico y administró una inyección a Christine, que muri5 poco después de que se marchara su familia. Esta no se enteró de lo ocurrido hasta el día siguiente, el 14. Sickert dibujó el cadáver de si mujer mientras ésta seguía en el dormitorio de la planta alta. Mandó a buscar un yesero para hacer un molde de su cabeza y luego se reunió con un agente que estaba interesado en comprar cuadros. Sickert pidió a Angus que enviase un telegrama a
The Times
para que publicaran una esquela, y se enfadó con él cuando vio que había puesto que Christine era la «esposa de Walter Sickert», en lugar de la
«esposa de Walter Richard Sickert». Sus amigos fueron a verlo y la artista Thérése Lessore se instaló en la casa para cuidarlo. Su dolor era evidente, es decir, tan evidentemente falso como casi todo en él. D. D. Angus describió con amargura los sentimientos del pintor por su «adorada difunta» como una «absoluta farsa». Según escribió Angus, Sickert «no perdió el tiempo y fue tras su Thérèse [sic]», con quien se casaría en 1926.
«Debes de echarla de menos», lo consoló Marjorie Lilly poco después de la muerte de Christine.
«No es eso —respondió él—. Mi pena es que ya no existe.»
En los primeros meses de 1921, cuando hacía menos de medio año que habían enterrado las cenizas de Christine, Sickert escribió cartas obsequiosas y tétricas a su suegro con la evidente intención de que le cediese su parte de los bienes de Christine antes de que se autentificase el testamento. Necesitaba dinero para pagar a los obreros que estaban arreglando la Maison Mouton. Era tan «desagradable» no pagar las deudas a tiempo, y puesto que el señor Angus se marchaba a Sudáfrica, a él le vendría muy bien un anticipo para asegurarse de que se respetaran los deseos de Christine sobre la Maison. John Angus le envió un anticipo de quinientas libras.
Sickert, uno de los primeros habitantes de Envermeu que compró un automóvil, gastó sesenta libras en construir un garaje con un foso de mecánico. «Convertirá mi casa en un centro del automovilismo», escribió a Angus. «Es lo que siempre quiso Christine.»
Sus cartas a la familia de su difunta esposa eran tan ostensiblemente interesadas y manipuladoras que los hermanos de Christine las encontraban «divertidas».
Le inquietaba la posibilidad de morir sin testar, como si eso pudiera ocurrir en cualquier momento. Necesitaba los servicios del señor Bonus, el abogado de la familia Angus, para que redactase un testamento de inmediato. El señor Bonus [en inglés, «bonificación»] hacía honor a su nombre. Sickert no tendría que pagarle honorarios. «No tengo prisa por cobrar mi legado —aseguró a Angus—. Mi única preocupación es no morir sin testar. He dado instrucciones a Bonus sobre el testamento.»
Finalmente Angus, que tenía setenta y dos años, escribió a Sickert, que tenía sesenta, que su «preocupación» por morir «sin testar podía desecharse sumariamente, ya que sin duda Bonus no tardará años y años en escribir su testamento». Los bienes de Christine estaban valorados en unas dieciocho mil libras esterlinas. Sickert quería su dinero, y utilizó la excusa de que necesitaba dejar resueltas de inmediato todas las cuestiones legales por si moría de manera repentina, quizás en un accidente de automóvil. Si ocurría lo peor, su deseo era que lo incinerasen «en el sitio más conveniente, y que mis cenizas (sin caja ni urna) se arrojen sobre la tumba de Christine». En un alarde de generosidad, añadió que todo lo que Christine le había dejado volvería «pasara lo que pasara» a la familia Angus.
También prometió que si vivía «unos años más» haría gestiones para asegurarse de que Marie, su ama de llaves, recibiera una asignación anual de mil francos.
En 1990, cuando los documentos privados de Sickert se donaron al archivo de la Tate Gallery, un miembro de la familia de Christine (al parecer, el nieto de Angus) escribió que «las intenciones de Sickert de dejárselo todo a la familia Angus eran falsas por demás. No recibimos ni un penique».
En una carta que escribió unos diez días después del entierro, Sickert describió la triste ceremonia como si fuese una gran celebración. Según él, acudió «el pueblo entero», y él los saludó a todos en la puerta del cementerio. Las cenizas de su amada esposa recibieron sepultura «en un bosquecillo que era nuestro lugar de paseo favorito». Tenía una «preciosa vista del valle». En cuanto la tierra se asentara, Sickert refirió que tenía intención de comprar una placa de mármol o granito y hacer que grabasen en ella el nombre de Christine y las fechas. Nunca lo hizo. Durante setenta años, la lápida de mármol verde contuvo el nombre de Christine y «fabricado en Dieppe», pero no, según Angus, «las fechas que había prometido». Al final, las añadió la familia.
Marie Françoise Hinfray, la hija de la familia que compró a Sickert la Maison Mouton, tuvo la gentileza de dejarme visitar la antigua
gendarmerie
donde vivió Sickert y Christine murió. Ahora está ocupada por los Hinfray, que tienen una empresa de pompas fúnebres. Madame Hinfray me contó que cuando sus padres adquirieron la casa, las paredes estaban pintadas en tonos sombríos, «todo oscuro y deprimente, con techos bajos». La Maison Mouton estaba llena de cuadros abandonados, y cuando se excavaron las letrinas, los obreros encontraron piezas oxidadas de un revólver de principios del siglo XX, un arma de pequeño calibre y seis cámaras, que no era de los que usaban los gendarmes.
Madame Hinfray me mostró el revólver. Lo habían soldado y pintado de negro, y ella estaba muy orgullosa de él. Luego me condujo al dormitorio principal y me explicó que Sickert solía dejar las cortinas abiertas y encender unos fuegos tan grandes que los vecinos podían verlos. Madame Hinfray duerme allí, y la espaciosa habitación está llena de plantas y bonitos colores. Por último le pedí que me llevase al piso superior, al dormitorio donde murió Christine, un antiguo calabozo con una pequeña chimenea.
Me quedé sola en la habitación, mirando y escuchando. Comprendí que si Sickert hubiera estado abajo, o en el jardín o en el garaje, no habría oído la llamada de Christine si ésta necesitaba que avivase el fuego, quería un vaso de agua o tenía hambre.
Difícilmente despertaría a menudo, y si lo hacía, estaría adormilada. La morfina debía de mantenerla sumida en un indoloro sopor.
No hay ningún documento que demuestre que el pueblo entero se congregó para el entierro de Christine. Parece que la mayoría de los asistentes era « l a gente de Sickert», como los llamaba Ellen. El padre de Christine también estuvo allí, y con el tiempo afirmó que le había «horrorizado» la
sang-froid
de Sickert, esto es, su absoluta indiferencia. Estaba lloviendo cuando visité el viejo cementerio rodeado por muros de ladrillo. Me costó encontrar la modesta tumba de Christine. No vi ningún «bosquecillo» que pudiera ser un «lugar de paseo favorito», y desde donde yo estaba tampoco había «una preciosa vista del valle».
El día del entierro de Christine fue borrascoso y frío, y el cortejo fúnebre llegó tarde. Sickert no enterró los restos de su esposa en la tumba. Introdujo las manos en la urna, arrojó las cenizas al viento, y éste las esparció por la cara y los abrigos de los amigos del pintor.
No habría podido llevar a cabo esta investigación, ni escribir sobre ella, sin la colaboración de numerosas personas y el acceso a fuentes documentales y académicas.
No habría un caso Walter Sickert —ni solución a los crueles crímenes que cometió con el alias de Jack el Destripador— si la historia no se hubiera conservado por unos medios prácticamente extintos, dada la rapidez con que están desapareciendo las artes de escribir cartas y diarios. Me habría resultado imposible seguir el rastro centenario de Sickert sin la ayuda de un grupo de expertos tenaces y valientes.
Estoy en deuda con el Instituto de Ciencia y Medicina Forense de Virginia, en especial con sus codirectores, el doctor Paul Ferrara y la doctora Marcella Fierro, y con los científicos forenses Lisa Schiermeier, Chuck Pruitt y Wally Forst; con el Bode Technology Group; con Vada Hart, conservadora e investigadora de la obra de Sickert; con Anna Gruetzner Robins, historiadora del arte y especialista en Sickert; con Peter Bower, historiador y experto forense en papel; con Sally Bower, rotulista; con Anne Kennett, conservadora de papel; con Edward Sulzbach, criminólogo e instructor del FBI; con Linda Fairstein, asistente de la Oficina del Fiscal del Distrito de Nueva York, y con Joe Jameson, investigador de libros curiosos y antiguos.
Deseo expresar mi gratitud al artista John Lessore, tanto por su generosidad como por sus tranquilas y amables charlas.
Gracias también a los miembros de mi infatigable y paciente equipo, que me facilitaron el trabajo de todas las maneras posibles y demostraron admirables dotes y destreza para la investigación: Irene Shulgin, Alex Shulgin y Viki Everly.
Temo que seré incapaz de recordar a todas las personas que conocí durante este viaje agotador y, a menudo, angustioso y deprimente, así que cuento con la indulgencia y la comprensión de cualquier persona o institución que olvide mencionar aquí.
No habría podido hacer mi trabajo sin los siguientes museos, galerías y archivos, y sin su personal: Paul Johnson, Hugh Alexander, Kate Herst, Clea Relly y David Humphries, de la Oficina de Archivos Municipales de Londres, Kew; R. J. Childs, Peter Wilkinson y Timothy McCann, de la Oficina de Archivos Públicos de West Sussex; Hugh Jaques, de los Archivos Públicos de Dorset; Sue Newman, de la Christchurch Local History Society; el Ashmolean Museum; la doctora Rosalind Moad, del Centro de Archivos Mo-demos del King's College, Universidad de Cambridge; el profesor Ni*el Thorp y Andrew Hale, del Departamento de Colecciones Especiales de la Biblioteca de la Universidad de Glasgow.
Jenny Cooksey, de la City Art Gallery de Leeds; sir Nicholas Serota, director de la Tate Gallery; Robert Upstone, Adrián Glew y Julia Creed, de los Archivos de la Tate Gallery; Julián Treuherz, de la Walker Art Gallery de Liverpool; Vada Hart y Martin Ban-ham, de las Bibliotecas públicas de Islington, Londres; el Institut Bibliothéque de UInstitut de France, París; James Sewell, Juliet Banks y Jessica Newton, de los Archivos de la City (Corporation of London); el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Reading.
La Sociedad de Bellas Artes de Londres; el hospital St. Mark; el hospital St. Bartholomew; Julia Sheppard de la Biblioteca Wellcome para la Historia y la Comprensión de la Medicina, Londres; el Departamento de Historia Inglesa de la Biblioteca Bodleian, Universidad de Oxford; Jonathan Evans, del Museo y Archivos del Royal London Hospital; la doctora Stella Butler y John Hodgson, de la Biblioteca John Rylands y el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Manchester; Howard Smith, de la Manchester City Galleries; Reese Griffith, de los Archivos Metropolitanos de Londres; Ray Seal y Steve Earl, del Museo Histórico de la Policía Metropolitana; Archivos de la Policía Metropolitana.
John Ross, del Museo del Crimen de la Policía Metropolitana; Christine Penny, de los Servicios de Información de la Universidad de Birmingham; la doctora Alice Prochaska, de la Colección de Manuscritos de la Biblioteca Británica; la Oficina Nacional de Archivos de Escocia; Mark Pomeroy, de la Roval Academy of Arts. Londres; Ian Maclver, de la Biblioteca Nacional de Escocia; las Colecciones Especiales de la Universidad de Sussex; la Biblioteca Pública de Nueva York; la Biblioteca Británica de Prensa; Clive Farahar y Sophie Dupre, comerciantes de libros, autógrafos y manuscritos curiosos; Denison Beach, de la Biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard.
El Registro Civil de Londres; la biblioteca de la Universidad de Aberdeen, sección de Archivos y Bibliotecas Especiales, Kings College (archivos comerciales de Alexander Pirie & Sons); Archivo de la Cámara de los Lores, Londres; Centro Nacional de Archivos Familiares, Londres; Distrito de Camden, Londres; Juzgado de Paz de Marylebone.
Puesto que no hablo francés, me habría encontrado perdida sin mi editora, Nina Salter, que se ocupó de consultar las siguientes fuentes: profesor Dominique Lecomte, director del Instituto de Medicina Forense de París; Archivos del Departamento de Seine-Maritime; Archivos de la Gendarmería Nacional Francesa; Archivos de la Jefatura de Policía de Ruán; Archivo Municipal de Ruán; archivos de la prefectura de Ruán; Depósito de Cadáveres de Ruán; informes de la policía de Ruán; archivos de Dieppe, Neuchátel y Ruán; archivos de la prensa regional francesa; Archivo Nacional de París; Tribunal de Apelaciones 1895-1898; Colección Histórica de Dieppe; Tribunales de apelaciones de París y Ruán. Naturalmente, mi humilde y respetuoso reconocimiento a Scotland Yard, que quizá fuera joven e inexperta en los viejos tiempos, pero que hoy es un moderno bastión contra la injusticia. En primer lugar, gracias al admirable subdirector John D. Grieve; al inspector Howard Gosling, mi compañero británico en la lucha contra el crimen; a Maggie Bird; a la profesora Betsy Stanko, y al sargento detective David Field. Deseo expresar mi gratitud al Home Office y al cuerpo de la Policía Metropolitana. Todos me alentaron y se mostraron serviciales y amables conmigo. Nadie intentó interponerse en mi camino, ni sacar el más mínimo provecho personal ni —por verde que estuviera el caso— impedir que por fin se hiciera justicia.