Paulsen se apartó hacia un costado y la prístina cubierta de lona blanca comenzó a ascender. El público empezó a aplaudir, pero con un entusiasmo en sordina, cuando el gran modelo arquitectónico quedó al descubierto.
Los aplausos murieron.
Cuando la cobertura de lona ascendió del todo y quedó fuera del alcance de los focos, un silencio cayó sobre toda la sala. Un silencio que pareció congelar el momento. Fabel sabía lo que estaba viendo, sin embargo su cerebro se negaba a asimilar la información. El resto de la audiencia estaba igualmente atrapada en aquel momento fosilizado, como si también ellos buscaran aprehender la imposibilidad de lo que estaban mirando.
Los focos, uno con luz roja, otro con luz azul, y el principal con luz blanca, habían sido ubicados cuidadosamente de modo que destacaran cada borde, cada ángulo de aquel vasto modelo arquitectónico, que era blanco; de modo que dramatizaran y enfatizaran lo que se iba a ver. Pero la creatividad que iluminaron con esa cruda espectacularidad y énfasis no era obra de Paul Scheibe.
Los gritos comenzaron.
Se extendieron de persona a persona como una llama ardiente; estridentes y penetrantes. A través del griterío, Fabel pudo oír la maldición de Anna Wolff. Varias personas, en especial las que estaban cerca del modelo, vomitaron.
El paisaje en miniatura se extendía bajo las luces. Pero su objeto central, el
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, en realidad no se veía. El cuerpo desnudo de Paul Scheibe lo había aplastado bajo su peso. Era como si un dios inmenso y espantoso hubiera sido arrojado de los cielos y se hubiera estrellado contra la Tierra en HafenCity. Scheibe yacía, un poco reclinado, entre los elementos hechos añicos de su visión. Su carne desnuda relucía con un tono azul y blanquecino a la luz del reflector, y su sangre brillaba con un rojo subido sobre el modelo. Quien fuera que hubiera ubicado allí el cadáver, había usado parte del modelo para sostenerlo y dejarlo como si estuviera sentado, de modo que Scheibe mirara al público.
El cuero cabelludo había sido arrancado. Yacía a sus pies, extendido y teñido, como los de las otras víctimas, con un antinatural color rojo. La cúpula sanguinolenta de su cráneo refulgía bajo las luces. Tenía un tajo en la garganta.
Fabel empezó a correr antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Se abrió paso empujando a algunos aturdidos miembros del público, quienes se apartaban sin protestar, como si estuviera atravesando un almacén lleno de maniquíes de moda. Percibió que Anna, Henk y Werner lo seguían.
Uno de los fotógrafos de la prensa levantó la cámara y su flash inundó el auditorium. Anna se abrió paso hacia el fotógrafo, le agarró la cámara con una mano y lo empujó hacia atrás con la otra. El fotógrafo empezó a quejarse y exigió que le devolviera la cámara.
—Ya no es su cámara. Es una evidencia policial. —Escudriñó al resto de los fotógrafos de la prensa con una mirada de rayos láser—. Y eso va también por ustedes. Ésta es la escena de un crimen y voy a confiscar cualquier cámara que se utilice.
A esa altura Fabel ya había llegado al frente de la sala y había agarrado a Paulsen, quien seguía paralizado, contemplando el modelo.
—¡Haga salir a su gente al pasillo! ¡Ahora! —le gritó a Paulsen en la cara. Luego se volvió hacia sus agentes—. Anna, Henk… sacad al público al pasillo también. Werner… vigila la puerta principal y asegúrate de que no salga nadie del edificio. —Abrió su teléfono móvil y apretó el botón de marcación rápida en el que tenía grabado el número de la Mordkommission. Ordenó que se despachara un equipo forense e informó de que necesitaba divisiones de policías uniformados para asegurar el sitio del crimen de inmediato. También pidió más policías vestidos de paisano para que ayudaran a tomar declaración a cada uno de los miembros del público. Tan pronto cortó la comunicación con la Mordkommission, presionó otro botón.
Van Heiden no protestó porque lo molestaran en su casa; sabía que si Fabel lo llamaba tenía que tratarse de algo urgente. El mismo Fabel se oyó a sí mismo describiendo la escena a Van Heiden con una voz apagada y monótona. Van Heiden pareció prestar más atención al contexto tan público en el que se había encontrado el cadáver que en el hecho mismo de que otra persona hubiera perdido la vida.
Después de terminar la llamada a Van Heiden, Fabel se encontró solo en el auditorium. Solo, salvo por eso que una vez había sido Paul Scheibe. El arquitecto había tenido algo para contarle. Algo valioso, algo que tal vez no estuviera dispuesto a contarle voluntariamente. Pero en ese momento estaba allí sentado sobre su trono aplastado de cartón y madera balsa, con el cuero cabelludo arrancado, desnudo y muerto: un rey mudo y sin corona, contemplando su reino vacío.
23.45 h, Grindelviertel, Hamburgo
Leonard Schüler había bebido demasiado. Eso no era poco común en él. Y, después de todo, había sido una semana difícil. Todavía se sentía perseguido por aquel rostro —aquel rostro frío, pálido e inexpresivo que había visto en la ventana del apartamento de Hauser—, pero lo tenía en la mente cada vez menos, a medida que pasaban los días. Más que nunca, estaba convencido de que había hecho lo correcto en no dar una descripción completa del asesino a la policía. A pesar de que ya no creía casi en nada y que tampoco reflexionaba profundamente sobre las cosas, Leonard Schüler se daba cuenta de que no podía dejar de recordar aquella noche, aquel hombre de la ventana, y de preguntarse si el Diablo realmente existía.
Pero había llegado el momento de olvidarlo. De dejarlo donde pertenecía, en el pasado.
Schüler había sentido ganas de celebrar y se había reunido con unos amigos en un bar que quedaba en una esquina a dos manzanas de su apartamento. Era un lugar ruidoso y lleno de humo, rebosante de una tosca exuberancia y música rock muy fuerte. Era exactamente el tipo de lugar en el que necesitaba estar.
Era la una de la madrugada cuando se marchó. No se tambaleaba al caminar, pero sí se daba cuenta de que el acto normalmente inconsciente de dar un paso le exigía cierta concentración. Había sido una buena noche y todos se habían desahogado bastante; tal vez demasiado para Willi, el dueño… Pero en el camino de regreso hasta su casa, Schüler sintió algo hueco en su interior. Aquélla era su vida. Aquello era todo lo que él representaba. Era cierto que no había salido de la mejor de las casas, pero otros con circunstancias similares habían logrado más, habían hecho más consigo mismos. El era lo bastante honrado como para culparse a sí mismo por los fracasos de su vida aunque, en momentos más oscuros, se permitía compartir parte de la responsabilidad con su madre. La madre de Schüler seguía siendo una mujer joven, de unos cuarenta años, puesto que lo había tenido a él a los dieciocho. Leonard nunca había conocido a su padre, y dudaba de que su madre supiera con seguridad quién era. Ese era un tema que ella siempre evitaba, y a lo sumo sostenía que el padre de Leonard había sido un novio que había muerto de una enfermedad no revelada antes de que pudieran casarse. Pero, atando los minúsculos y dispersos cabos que había podido deducir del pasado de su madre, y leyendo mucho entre líneas, Leonard había llegado a sospechar que ella había trabajado como prostituta en algún momento de su vida, y con frecuencia se preguntaba si su anónimo padre no habría sido un cliente.
De todas maneras, aquello había tenido lugar antes de los primeros recuerdos del mundo de Leonard. Su madre lo había criado sola, con un anacrónico sentido de vergüenza al respecto. En algún momento durante la infancia de Leonard, ella se había convertido en una cristiana «renacida», y había pasado a ser un modelo de remilgada probidad y abstinencia, y esa infancia había quedado ensombrecida por la omnipresencia de la religión. El siempre había odiado esa rectitud moral de su madre, desde que podía recordarlo. Le había incomodado, irritado. Su madre le habría dado menos vergüenza si hubiera seguido vendiendo mamadas a desconocidos. En ocasiones, Leonard pensaba que ésa era la razón por la que se había convertido en ladrón: para provocar la vergüenza de su madre.
«No robarás…», repitió ella sin cesar, meneando la cabeza, cuando la policía lo llevó a su casa la primera vez. «No robarás… ¿Sabes qué será de ti, Leonard?», le dijo. «El diablo vendrá por ti. El diablo vendrá a buscarte y te llevará directamente al infierno».
Esas mismas palabras resonaron en la cabeza de Leonard cuando aquel investigador le habló, cuando le describió lo que aquel psicópata le haría si se enteraba de su existencia. Si lo encontraba.
Schüler no era estúpido. No se hacía ilusiones sobre el acto por el que había sido concebido. Un polvo rápido y mugriento por unos pocos Deutchsmarks. Pero siempre imaginaba que tal vez su padre biológico era algún empresario adinerado y exitoso o algún profesional que probablemente había estado borracho y había comprado los servicios de su madre sólo en aquella ocasión. Alguien a quien le funcionaba la cabeza. Una clase mejor de persona. ¿De qué otra manera podría explicar su propia inteligencia? El había asistido a una
Gesamtschule
, una escuela integrada, y no había dudas de que, con apenas un poco de esfuerzo de su parte, podría haber pasado el examen Abitur, lo que le habría garantizado una plaza en la universidad. Pero no había hecho ese esfuerzo. Había deducido que existían dos maneras para obtener lo que deseabas en la vida: podías ganártelo o podías robarlo. Y para ganártelo había que trabajar demasiado.
Entonces había terminado así. Desempleado, con veintiséis años, un ladrón. ¿Sería demasiado tarde para cambiar las cosas? ¿Para empezar de nuevo? ¿Para construir una nueva vida? Empujó la puerta de su edificio. Cada escalón pareció representarle un esfuerzo monumental. Abrió la puerta de su apartamento, que estaba cerrada con llave, y arrojó las llaves sobre la cómoda de segunda mano que estaba junto a la puerta. Se apoyó en el marco durante un momento y permaneció de pie en el umbral, entre la cruda luz del pozo de la escalera y la oscuridad de su piso. Se oyó un clic cuando la luz del pasillo, que tenía un temporizador para ahorrar electricidad, se apagó y lo sumió en una oscuridad absoluta. Respiró una o dos veces, sintiendo el gusto de la cerveza espesándose en su boca y un repentino mareo por haber perdido el anclaje visual.
En ese momento se encendió la luz de la sala de su apartamento. Schüler se quedó de pie, parpadeando, tratando de deducir cómo podría haber accionado el interruptor accidentalmente, cuando lo vio sentado en la silla junto al televisor. El mismo hombre. El mismo rostro que lo había contemplado a través de la ventana del apartamento de Hauser. El asesino.
El diablo había venido a llevárselo al infierno.
Jueves 1 de septiembre de 2005, catorce días después del primer asesinato
0.02 h, Grindelviertel, Hamburgo
Leonard supo, en el instante en que vio al hombre con el arma sentado en un rincón junto al televisor, que iba a morir. De una forma u otra.
Lo primero que le impresionó fue lo oscuro que era el pelo de aquel joven; demasiado oscuro para su cutis tan pálido. Tenía una pistola automática negra y Leonard notó que sus manos estaban cubiertas con guantes blancos de cirujano. El hombre del arma se puso de pie. Era alto y delgado. Leonard supuso que podría vencerlo, fácilmente, si no hubiera sido por el arma que tenía en la mano. «Abalánzate sobre él —pensó—. Incluso si consigue disparar, al menos morirás rápido. Y hasta podría errar el tiro». Leonard pensó en las dos fotografías que el policía le había enseñado; en lo que este joven con ese rostro pálido e impasible había hecho. Leonard pensó con fuerza, con tanta fuerza que le dolió la cabeza. «¿Por qué no te le echas encima? ¿Qué tienes que perder? Una bala es mejor que lo que te hará si se lo permites».
—Relájate, Leonard. —Era como si el hombre de pelo oscuro le hubiese leído el pensamiento—. Cálmate, no hay ningún motivo para que salgas lastimado. Sólo quiero hablar contigo. Eso es todo.
Leonard supo que estaba mintiendo. «Échate encima de él». Pero quiso creer la mentira.
—Por favor, Leonard… por favor, siéntate, así podemos hablar. —Señaló la silla que acababa de dejar libre.
«Hazlo ahora… agarra el arma». Leonard se sentó. El otro lo observó impasible, con la misma falta de emoción, de expresión.
—No se lo dije. No les he contado nada —declaró Leonard con entusiasmo.
—Vamos, Leonard —dijo el hombre de pelo oscuro, como si estuviera regañando a un niño—, los dos sabemos que eso no es cierto. No les has contado todo, pero les has contado bastante. Y sería muy inconveniente que les contaras más.
—Escuche, yo no quiero saber nada de esto. Debe saberlo. Tiene que darse cuenta de que no voy a contarles nada más. Me iré… se lo prometo… jamás volveré a Hamburgo.
—Tranquilo, Leonard. No voy a lastimarte, a menos que trates de hacer algo estúpido. Sólo quiero discutir sobre nuestra… situación. —El hombre de pelo oscuro se apoyó contra la pared y puso el arma sobre la mesa, junto a las llaves. «¡Hazlo! ¡Hazlo ahora!», gritaban los instintos de Leonard. Sin embargo, siguió sentado, como si su cuerpo se hubiese fusionado con la silla. El otro buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un par de esposas. Se las arrojó a Leonard antes de volver a coger el arma—. No te asustes, Leonard. Esto es sólo para mi protección, ¿entiendes? Por favor… póntelas.
«Ahora. Hazlo ahora. Si te pones las esposas, él tendrá un control absoluto sobre ti. Podrá hacer todo lo que quiera. ¡Hazlo!». Leonard se puso las esposas, primero en una muñeca, luego en la otra.
—Bien —dijo el hombre de pelo oscuro—. Ahora podemos relajarnos. —Pero, mientras hablaba, entró en el dormitorio de Leonard y regresó con un bolso grande de cuero negro—. No te alarmes, Leonard. Sólo tengo que sujetarte mejor. —Sacó un rollo de cinta aislante, gruesa y negra, del bolso, y empezó a rodear con él el pecho y los antebrazos de Leonard y el respaldo de la silla. Con fuerza. Luego cortó un pedazo y lo estiró sobre la boca de Leonard. Sus protestas quedaron reducidas a fuertes balbuceos. La combinación de la mordaza y la cinta demasiado ajustada le dificultaba la respiración, y el martilleo de su corazón retumbaba en su pecho apretado. El otro, satisfecho después de comprobar que Leonard ya no representaba amenaza alguna, volvió a dejar el arma sobre la mesa. Acercó la única otra silla que había en el apartamento y la ubicó enfrentada a la de Leonard. Se inclinó hacia delante, poniendo los codos sobre las rodillas, y apoyó la mandíbula sobre los dedos entrelazados. Durante un largo rato, pareció estudiar al chico. Después habló.