El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: a los dos les han arrancado el cuero cabelludo y han dejado un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes. Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo terrorista anarquista de los ochenta. Mientras tanto, los miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se sienten en peligro y saben que alguien va tras ellos.
Craig Russell
Resurrección
ePUB v1.0
NitoStrad01.04.13
Título original:
Eternal
Autor: Craig Russell
Fecha de publicación del original: enero 2008
Traducción: Eduardo Hojman
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Dedicado a la memoria de Gabriel Brown
Somos eternos.
Los budistas creen que cada vida, cada conciencia, es como la llama de una sola vela, pero que hay continuidad entre cada llama. Imagina que enciendes una vela con la llama de otra, y que luego usas aquella llama para encender la siguiente, y así sucesivamente, para toda la eternidad. Mil llamas, pasadas de una a otra a través de las generaciones. Cada una es una luz diferente, cada una arde de una manera totalmente diferente. Pero es, sin embargo, la misma llama.
Ahora me temo que ha llegado la hora de apagar tu llama. Pero no te preocupes… el dolor que te causo hará que ardas con el máximo brillo al final.
Jueves 15 de septiembre de 2005, veintiocho días después del primer asesinato
Estación de ferrocarriles de Nordenham, 145 kilómetros al oeste de hamburgo
Fabel no pudo evitar reflexionar sobre la ironía de que la estación de ferrocarriles de Nordenham fuera una terminal. En muchos aspectos, ése era el lugar donde su viaje terminaba. Desde allí, no había dónde ir.
Los faros de los coches de la policía alineados al otro lado de las vías iluminaban el andén como si fuera un escenario. Era un momento cristalino: filoso como un diamante, claro y duro. Hasta el pintado enlucido de la fachada de la estación, construida a fines del siglo XIX, parecía despojado de color; sus bordes sobresalían con una claridad artificial, como un dibujo arquitectónico o un decorado teatral contra el que se recortaban las gigantescas sombras de las dos figuras del andén, uno en pie, el otro obligado a estar de rodillas.
Y nada era más afilado o más claro que el resplandor brillante e impaciente del cuchillo en la mano que colgaba a un lado de la figura que estaba en pie, iluminada, detrás del hombre arrodillado.
La mente de Fabel corrió a toda velocidad por las mil maneras posibles en que todo esto podría acabar. Cualesquiera que fuesen sus próximas palabras, cualquier acción que emprendiera en ese momento, tendría consecuencias; pondría en movimiento una cadena de acontecimientos. Y uno de los efectos totalmente probable sería la muerte de más de una persona.
El peso de la responsabilidad le producía dolor de cabeza. A pesar de la época del año, el aire de la noche parecía insuficiente y estéril en su boca, y formaba grises fantasmas con su aliento, como si al llegar juntos a ese momento, a ese paisaje de llanura, en realidad hubiesen alcanzado una gran altura. Daba la impresión de que el aire era demasiado endeble como para transportar cualquier otro sonido que no fueran los jadeos y sollozos desesperados del hombre arrodillado. Fabel echó un vistazo a sus agentes, que estaban en pie, apuntando, en esa postura dura y de músculos tensos de aquellos que se encuentran al borde de la decisión de matar. Fue a María a quien más atención prestó, a su rostro blanco, los ojos de un celeste resplandeciente, los huesos y tendones de sus manos tensando la piel mientras aferraba su automática Sig-Sauer.
Fabel hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza, esperando que su equipo interpretara la señal de aguardar.
Miró detenidamente al hombre que estaba de pie en el centro de la fuerte luz que proyectaban los focos. Fabel y su equipo habían intentado durante muchos días ponerle un nombre, dotar de una identidad, al asesino que estaban persiguiendo. Había resultado ser un hombre con muchos alias: el que se había dado a sí mismo para su perversa cruzada era Franz
el Rojo
; los medios, con su entusiasta determinación de difundir el miedo y el nerviosismo lo más posible, lo habían bautizado como el Peluquero de Hamburgo. Pero Fabel ya sabía cuál era su verdadero nombre.
Delante de Franz
el Rojo
, mirando hacia el mismo lugar, se encontraba el hombre de mediana edad a quien aquél había obligado a arrodillarse. Franz
el Rojo
lo tenía agarrado de su pelo gris, inclinándole la cabeza hacia atrás para dejar al descubierto su blanca garganta. Encima de la garganta, encima de la cara contorsionada por el terror, la carne de su frente tenía un corte recto que abarcaba toda la extensión de sus cejas, justo de bajo del nacimiento del pelo; la herida se abrió ligeramente cuando Franz
el Rojo
tiró del pelo hacia atrás. Un chorro de san gre cayó como una cascada por la cara del hombre arrodillado, quien dejó escapar un alarido agudo, como el de un animal.
Y todo el tiempo, el cuchillo de Franz
el Rojo
centelleaba y resplandecía con malévolas intenciones en medio de la noche.
—Por el amor de Dios, Fabel. —La voz del hombre arrodillado sonaba estrangulada y estridente por el terror—. Ayúdeme… Por favor… Ayúdeme, Fabel…
Fabel no prestó atención a los ruegos y mantuvo la mirada fija como un reflector sobre Franz
el Rojo
. Extendió la mano en el aire vacío, como si estuviera parando el tráfico.
—Tranquilo… tranquilícese. No pienso seguirle el juego en nada de esto. Ninguno de nosotros lo haremos. No vamos a interpretar los papeles que usted quiere. Esta noche, la historia no va a repetirse.
Franz
el Rojo
lanzó una risita amarga. La mano que sostenía el cuchillo giró y otra vez la hoja relampagueó, brillante y descarnada.
—¿Realmente cree que me voy a marchar? Este bastardo… —Volvió a tirar del pelo y el hombre arrodillado lanzó un nuevo alarido a través de una cortina de su propia sangre—. Este bastardo me traicionó a mí y a todo lo que defendíamos. Creyó que mi muerte le serviría para tener una vida nueva. Como hicieron los otros.
—Esto es pura fantasía —dijo Fabel—. Aquella no fue su muerte.
—Ah ¿no? ¿Entonces por qué usted comenzó a dudar de lo que creía mientras me buscaba? La muerte no existe; sólo el recuerdo. La única diferencia entre yo y todos los demás es que a mí se me ha permitido recordar, como si mirara a través de un pasillo de ventanas. Lo recuerdo todo. —Hizo una pausa, y el si lencio sólo quedó interrumpido por el sonido distante de un co che que pasaba, a esas altas horas de la noche, a través de la ciu dad de Nordenham, detrás de la estación y en otro universo—. Por supuesto que la historia se repetirá. La historia siempre se repite. Me repitió a mí… Usted se enorgullece mucho de haber estudiado historia en su juventud. Pero ¿alguna vez la entendió realmente? Todos somos variaciones de un mismo tema… todos nosotros. Lo que ocurrió antes volverá a ocurrir. Aquél que fue antes, volverá a ser. Una y otra vez. La historia consiste en comienzos. La historia se hace, no se deshace.
—Entonces haga su propia historia —dijo Fabel—. Cambie las cosas. Vamos, dese por vencido, hombre. Esta noche la historia no va a repetirse. Esta noche no morirá nadie.
Franz
el Rojo
sonrió. Una sonrisa que era como un bisturí brillante y fría, y dura como el cuchillo que tenía en la mano.
—¿En seno? Ya veremos, Herr Erster Hauptkommissar. —La hoja dio un salto ascendente hacia la garganta del hombre arrodillado.
Se oyó un grito. Y el sonido de un disparo.
Equinoccio vernal, 324 d. C, mil seiscientos ochenta y un años antes del primer asesinato
BOURTANGER MOOR, FRISIA DEL ESTE
El cielo estaba pálido y vacío, contemplando el pantano llano y monótono con un ojo sin nubes.
El caminaba con orgullo y dignidad. Su desnudez no lo avergonzaba ni lo agraviaba; llevaba el aire y el sol en la piel, como si fuera un manto real. Su pelo grueso, recién lavado y perfumado, brillaba como el oro en el luminoso día. Rostros que había conocido durante toda una vida flanqueaban su camino, alineados a lo largo de la pasarela de madera que se elevaba por encima del terreno pantanoso, y lanzaron vivas para celebrar su desfile desnudo. Avanzó con sus asistentes detrás y a los costados: el sacerdote, el jefe del clan, la sacerdotisa y la guardia de honor. Durante todo el camino, las voces se alzaban adulándolo. Entre los rostros y las voces se encontraban las de las mujeres que habían sido sus esposas en los días precedentes, algunas de las cuales eran de rango noble, como, a partir de ese momento, lo era él: su cuna de clase baja había quedado olvidada y ya no significaba nada. Ese día, ese acto, lo elevaban por encima de un jefe o un rey. El, él mismo, era casi un dios.
Y, mientras desfilaba, empezaron a cantar. Cantaron sobre comienzos y finales, sobre renacimientos, sobre soles y lunas y estaciones renovadas. Sobre el grandioso, maravilloso y misterioso ciclo. Y el renacimiento sobre el que más cantaban era el que sería suyo. Un renacimiento glorioso. Él se renovaría. Volvería a una vida mejor, más pura. Él y sus asistentes se acercaron al final del paso elevado de madera y él vio el sitio en que habían reunido, a un costado, las ramas de avellano que le pondrían encima, a las que luego les añadirían rocas, para que no volviera a salir hasta que llegara el momento de la verdad. Llegaron al final de la pasarela y la superficie reluciente, como de obsidiana, del estanque, se abrió ante ellos y les ofreció un oscuro reflejo del cielo luminoso.
Era la hora.
Sintió que el corazón comenzaba a golpearle en el pecho. Bajó de la pasarela de madera y percibió el mundo que lo rodeaba con una nítida intensidad: el mantillo húmedo y blando y las hierbas duras del pantano bajo sus pies descalzos; el aire y el sol en su piel, las fuertes manos de sus guardias de honor cuando aferraron con fuerza sus antebrazos. Juntos, los tres hombres dieron un paso adelante y entraron en el estanque. Se hundieron hasta la cintura y él sintió el frío del agua cosquilleando en sus piernas desnudas y en los genitales. Comenzó a respirar con fuerza y el ritmo de su corazón se incrementó todavía más, como si fuera consciente de que en poco tiempo se pararía y estuviera tratando de dar todos los latidos que fueran posibles en esos escasos segundos finales. Tenía que creer. Se obligó a creer. Era la única manera de mantenerse un paso más allá del pánico que parecía correr a gritos hacia él, persiguiéndolo por la pasarela de madera, inaudible e invisible para los espectadores.
La sacerdotisa se quitó el vestido y entró desnuda en el es tanque. Tenía el cuchillo de sacrificio aferrado con fuerza en un puño, que, a su vez, apretaba contra su pecho. La hoja resplan deció con la luz del día. Era un cuchillo tan pequeño que él, que había sido guerrero, no consiguió relacionar ese ornamento con el final de su vida. La sacerdotisa estaba frente a él, con el agua rodeando el apretado círculo de su cintura, oscura contra su piel pálida. Ella extendió la mano y puso la palma en su frente, canturreando las palabras del ritual. Él sucumbió, como sabía que debía hacerlo, a la suave presión de la mano de ella, y se echó hacia atrás en el agua. Su cabeza se hundió lentamente y el agua corrió un telón opaco y turbio sobre la luz del día. Los dos asistentes seguían aferrando con firmeza sus antebrazos, y en ese momento sintió otras manos en su cuerpo, en sus piernas. Tenía los ojos abiertos. A su alrededor, toda la ciénaga giraba en remolinos oscuros y espesos, como si no se decidiera a qué elemento pertenecía realmente: a la tierra o al agua. Su dorada cabellera se hinchaba y se retorcía en torno a su cabeza, con su brillo amortiguado por las turbias aguas.