—¿Crees en la reencarnación, Leonard?
El hombre atado miró al asesino sin comprender.
—¿Crees en la reencarnación? No es una pregunta complicada.
Leonard negó vigorosamente con la cabeza. Tenía los ojos bien abiertos y enloquecidos. Asustados. Ojos que recorrieron la cara de su atacante en busca de alguna señal de piedad o compasión, en busca de cualquier cosa que se acercara a una emoción humana.
—¿No? Bueno, estás en minoría, Leonard. La amplia mayoría de la población de este mundo incluye la reencarnación entre sus sistemas de creencias. El hinduismo, el budismo, el taoísmo… para muchas culturas es natural y lógico creer en alguna clase de regreso del alma. En las aldeas de Nigeria, es común encontrarse con un
ogbanje
… un niño que es la reencarnación de otro que murió en su infancia. Lo siento… no te molesta que hable mientras voy preparando todo, ¿verdad? —El hombre de pelo oscuro se incorporó y sacó una gran lámina cuadrada de poliuretano negro del bolso; a continuación, sacó una bolsa negra de plástico. Detrás de la mordaza, Leonard emitió un sonido incomprensible que el asesino al parecer tomó por un asentimiento, puesto que continuó con su explicación.
—En cualquier caso, hasta Platón creía que nosotros existimos antes como seres superiores y nos reencarnamos en esta vida como castigo por haber caído en desgracia… algo que también formaba parte de las primeras creencias de los cristianos, en realidad, hasta que lo suprimieron y lo calificaron de herejía. Si lo piensas un poco, la reencarnación es fácil de aceptar porque todos hemos tenido experiencias que no pueden explicarse de ninguna otra manera. —El asesino extendió la lámina cuadrada de plástico sobre el suelo y la pisó. Se quitó la chaqueta y la camisa, las dobló cuidadosamente y las puso en la bolsa negra—. Nos ocurre a todos… nos encontramos con alguien a quien jamás habíamos visto antes en toda nuestra vida, y sin embargo experimentamos una extraña sensación de reconocimiento, o sentimos que lo conocemos de hace muchos años. —Se quitó los zapatos—. O vamos a algún lugar nuevo, un lugar en el que jamás habíamos estado, y sin embargo sentimos una inexplicable familiaridad. —Se desabrochó la hebilla del cinturón, luego se quitó los pantalones, que puso en la bolsa junto con los zapatos. En ese momento, estaba sobre el cuadrado negro vestido sólo con calcetines y calzoncillos. Tenía un cuerpo pálido, delgado y anguloso. Casi infantil. Frágil. Sacó del bolso un mono blanco de una sola pieza, como los que usaban los expertos forenses en las escenas de crímenes, salvo que éste parecía cubierto con una lámina de plástico. Leonard sintió unas náuseas repentinas cuando se dio cuenta de que era la misma tela protectora que usaban los trabajadores de los mataderos—. ¿Sabes, Leonard? Todos hemos estado antes aquí. De una manera u otra. Y a veces regresamos, o nos mandan de vuelta, para resolver alguna cuestión pendiente de una vida anterior. A mí me han mandado de vuelta.
Extrajo una redecilla del bolso, se cubrió con ella su tupido pelo negro, luego levantó la capucha del mono encima de la redecilla y tiró del cordón hasta que formó un círculo apretado en torno a su cara. Se cubrió los pies con unas fundas protectoras azules antes de empezar a formar un espacio en el centro de la sala, moviendo los muebles y las escasas pertenencias personales de Leonard hacia las esquinas con mucho cuidado, como si tuviera miedo de romper algo.
—No te preocupes, Leonard, dejaré todo tal y como estaba… —Le dedicó una sonrisa fría y vacía—. Cuando hayamos terminado.
Hizo una pausa y recorrió la habitación con la mirada, como si comprobara que estuviera lista para lo que fuera que tenía planeado hacer a continuación. Volvió a plegar con mucho cuidado el cuadrado de plástico negro y lo guardó en el bolso.
Leonard sintió el ardor de las lágrimas de sus ojos. Pensó en su madre. En lo mucho que la había desilusionado. En que había robado para hacerle daño.
El asesino desplegó una segunda lámina de plástico negro, bien gruesa y mucho más grande que la primera, y la colocó en el espacio que había dejado vacío. Luego se ubicó detrás de Leonard, cogió el respaldo de su silla, la inclinó hacia atrás y comenzó a «caminar» con ella por el piso, arrastrándola sobre las dos patas traseras sobre el plástico negro. A esa altura Leonard ya podía sentir y oír su propio pulso, la sangre fluyendo por sus orejas, los labios latiendo contra la mordaza de cinta aislante.
—En cualquier caso —continuó el asesino—, no es sólo que crea en la reencarnación. Sé que es real. Una ley de la naturaleza, tan sólida e incontrovertible como la ley de la gravedad. —Sacó un estuche de terciopelo del bolso y lo colocó sobre el plástico negro, junto a la silla—. Verás, Leonard, se me ha concedido un don. El don de la memoria… una memoria que viene de más allá del nacimiento, de más allá de la muerte. La memoria de mis vidas anteriores. Tengo una misión que cumplir. Y esa misión consiste en vengar un acto de traición que tuvo lugar en mi última vida. Por eso estaba allí aquella noche en que me viste, cuando merodeabas detrás del apartamento de Hauser. Aquél era el comienzo de mi búsqueda. Luego, la noche siguiente, maté a Griebel. Pero me queda más por hacer, Leonard. Mucho más. No puedo permitir que tú interfieras.
El hombre de pelo oscuro retrocedió un par de pasos y examinó a su víctima, fuertemente sujeta a la silla. Acomodó la lámina de plástico negro, alisándola. Luego examinó las paredes de la habitación, aparentemente evaluándolas. Se acercó a una de ellas y arrancó el poster de un grupo de rock americano, dejando al descubierto la mancha que Leonard, en un momento poco característico de preocupación por el aspecto de su hogar, había tratado de ocultar. Una vez más, el asesino dio un paso atrás y examinó la pared.
—Esto servirá. —Se volvió hacia Leonard y sonrió ampliamente, exhibiendo unos dientes blancos y perfectos—. ¿Sabías, Leonard, que arrancar el cuero cabelludo forma parte de la tradición cultural europea desde sus mismos comienzos?
Leonard gritó, pero sus alaridos quedaron reducidos a balbuceos frenéticos y agudos detrás de la mordaza de cinta aislante que llevaba puesta.
—Lo hacían todos aquellos que aportaron su sangre a nuestro linaje: los celtas, los francos, los sajones, los godos y, por supuesto, los antiguos escitas, en las solitarias y vacías estepas que fueron la cuna de Europa. Arrancarles el cuero cabelludo a los que sucumbieron a nuestras manos en la batalla, o simplemente llevarse el cuero cabelludo de un enemigo personal al que matamos en un combate individual para resolver un desacuerdo o vengar una afrenta es una costumbre que está en el centro mismo de nuestra identidad cultural. Nosotros arrancábamos cueros cabelludos, y lo hacíamos con orgullo. ¿Has oído hablar de un antiguo historiador griego llamado Heródoto?
No hubo respuesta por parte de Leonard, con excepción de los sollozos desesperados y estremecedores de un hombre que se enfrentaba a una muerte terrible y que se debatía contra sus ataduras y su mordaza. El asesino no prestó atención y continuó hablando a su manera relajada e informal, como si estuviera en una cena social. Esa calma, esa impasibilidad, era lo que más asustaba a Leonard; le habría sido más fácil entenderlo, asumirlo, si el hombre que estaba a punto de quitarle la vida se hubiera mostrado enfurecido, o temeroso, o emocionado de alguna u otra manera.
—A Heródoto se le considera el padre de la historia. Él recorrió el que en aquel entonces era el mundo civilizado y escribió sobre los pueblos que encontró. Pero también se aventuró en tierras desconocidas, tierras salvajes, más allá del mundo de su cultura. Visitó la Ucrania, que estaba en el centro del reino escita, y documentó la vida de las personas que conoció allí. —El asesino volvió a examinar la pared de la que había arrancado el poster. Se detuvo un momento para quitar las tachuelas y los fragmentos de poster que habían quedado y luego limpió la superficie manchada con su mano enguantada—. Según Heródoto, los guerreros escitas raspaban toda la carne del interior de los cueros cabelludos que habían cogido y se los frotaban continuamente entre las manos hasta que se volvían blandos y suaves. Una vez que hacían eso, usaban los cueros cabelludos como servilletas en los festines y, cuando no, los colgaban de las bridas de sus caballos. Cuantas más de esas servilletas tenía un guerrero, mayor era su ascendiente sobre los otros. Heródoto cuenta que muchos de los guerreros más exitosos cosían sus cueros cabelludos para hacerse un manto. —Algo parecido a la admiración cruzó el rostro hasta el momento impasible del asesino—. Y no estamos hablando de una tierra remota y un pueblo lejano. Ésa era nuestra cultura. Todas nuestras raíces están allí. —Hizo una pausa y pareció sumirse en sus pensamientos—. Imagínate esto… imagina una sala con noventa, tal vez cien personas. No son muchas. Y cada persona de esa sala está lo más relacionada posible con las otras: padres e hijos, madres e hijas. Imagínalo, Leonard, pero imagina que son todos de la misma edad, noventa generaciones reunidas en el mismo momento de la vida. En toda la sala se perciben las similitudes familiares. Tal vez seis, siete, ocho generaciones atrás ves una cara igual a la tuya. Eso es todo lo que nos separa a ti y a mí de aquellos guerreros escitas, Leonard. Noventa individuos muy conectados entre sí. Y la verdad, la verdad que he descubierto, es que no son sólo nuestros rasgos, nuestros gestos, nuestra aptitud para determinadas actividades o la inclinación hacia determinados talentos lo que se repite generación tras generación. Nos repetimos nosotros mismos, Leonard. Somos eternos. Regresamos, una y otra vez. A veces nuestras vidas se superponen, como ha ocurrido con las mías. Yo he sido mi propio padre, Leonard. He visto la misma época desde dos perspectivas. Y puedo recordarlas ambas…
Cogió el estuche de terciopelo azul oscuro y lo abrió sobre la lámina de plástico negro. Retrocedió un momento, examinando los preparativos. Leonard miró el estuche, que estaba abierto y extendido. Sobre él había un gran cuchillo, cuyo mango y hoja estaban forjados a partir de una pieza continua de resplandeciente acero inoxidable. Los sollozos de Leonard aumentaron su intensidad. Comenzó a debatirse con fuerza pero infructuosamente contra las ligaduras. El asesino puso la mano con suavidad sobre el hombro de Leonard, como si quisiera consolarlo.
—Tranquilízate, Leonard. Tú has escogido esto. Recuerda que te has preguntado si no te convenía tratar de quitarme el arma. Oh, sí, Leonard, pude leerte como un libro. Pero decidiste no hacerlo. Decidiste aferrarte a la vida hasta el último segundo, más allá de lo terrible que fuera. ¿Quieres oír algo gracioso, Leonard? —Recogió el arma y la sostuvo delante de su cautivo—. Ni siquiera es real. Es una réplica. Tú te entregaste a mí, a esta muerte, basándote en la idea de un arma. En un pedazo de metal inservible.
Detrás de las ataduras, Leonard gimió. Tenía la cara empapada de lágrimas.
—Vamos, Leonard —dijo el hombre de pelo oscuro, sin ninguna malicia—. Sé que no eres muy feliz con tu vida, de modo que ahora voy a mandarte a la próxima. Pero primero, ¿ves el espacio que he dejado en aquella pared? Allí voy a colgar tu cuero cabelludo. —Hizo una pausa, sin prestar atención a los gritos desesperados y amortiguados de su víctima, como si estuviera reflexionando. Por fin una sonrisa apareció en su cara, una sonrisa fría e insensible, de una intensidad terrible que no concordaba con la máscara inexpresiva de su rostro—. No… allí no… ahora que lo pienso, tengo un lugar mucho, pero mucho mejor…
22.00 H, PÖSELDORF, HAMBURGO
Fabel llevaba despierto veinticuatro horas.
Se había armado un escándalo monumental con los medios y con todos los que tenían voz en Hamburgo. Una vez más, Fabel se encontraba teniendo que planear el curso de una investigación al tiempo que esquivaba el doble torbellino de la atención de los medios y la presión política. Era otra de las características de su trabajo que lo agotaban; debía de haber existido una época en que la tarea policial fuera mucho más fácil, cuando la única presión que sufría un investigador era detectar y atrapar al autor del crimen.
Después de haber pasado casi todo el día en la escena del crimen, Fabel tuvo que regresar al Präsidium para una importante reunión estratégica. De pronto, los recursos habían dejado de ser un problema y Fabel se encontró con que le habían asignado investigadores de todos los distritos de Hamburgo. Montó una sala operativa en el principal salón de conferencias e hizo trasladar allí todos los tableros y archivos relacionados que estaban en la brigada de Homicidios. Exhausto como estaba, Fabel tuvo que dirigirse a un público de cincuenta investigadores, comandantes de divisiones uniformadas y jerarcas de alto rango. También notó que Markus Ullrich y un par de sus colegas de la BKA habían venido a ver el espectáculo. Fabel ya no podía negar que se le había añadido una dimensión política, y posiblemente también alguna inquietud relacionada con el terrorismo, al caso.
Susanne los llevó a todos en el coche de Fabel. Dijo que él estaba demasiado cansado para conducir y que necesitaba dormir un poco. Fabel respondió que lo que necesitaba era un trago. Anna, Henk y Werner declararon que ellos también se sumarían. Estaba claro que necesitaban tomarse un respiro de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Maria también dijo que se encontraría con Fabel en el bar habitual de Póseldorf, pero esperaría a Frank Grueber e iría con él en taxi.
Ya eran casi las diez de la noche cuando llegaron. Bruno, el jefe de camareros, saludó a Fabel con entusiasmo. Fabel le estrechó la mano y le dedicó una fatigada sonrisa con la que expresó el mensaje tácito de que «ha sido un día difícil». Luego él, Susanne y el equipo se sentaron junto a la barra y pidieron sus copas. Sonaba un disco compacto con la canción futbolística
Hamburg, meine Perle
y un grupo de jóvenes en el otro extremo de la barra cantaban el himno extraoficial de Hamburgo con gran entusiasmo. Su pasión pareció intensificarse cuando les tocó cantar la estrofa que informaba a los berlineses de que «nos cagamos en vosotros y en vuestra canción». Era fuerte, era grosera, era alegre. Fabel lo absorbió todo. Aquel era el sonido vulgar y bullicioso de la vida, del vigor; estaba a un millón de kilómetros del reino de muerte en el que él y sus agentes habían pasado las últimas treinta y pico horas. Era lo que necesitaba oír.
Fabel quería emborracharse. Después de la sexta cerveza, comenzó a sentir sus efectos; cobró conciencia de la cargada lentitud de su habla y sus movimientos que siempre aparecía cuando había bebido de más. Siempre llegaba hasta ese punto, y jamás lo traspasaba. «Pero esta noche —pensó—, esta noche sólo quiero emborracharme». La verdad era que Fabel nunca se sentía cómodo cuando había bebido demasiado alcohol. En realidad, jamás se había emborrachado seriamente en toda su vida, incluso en sus tiempos de estudiante. Siempre había habido un punto, cuando estaba bebiendo, en que el miedo de perder el control se imponía. En que temía hacer el ridículo. Cuando llegaron Maria y Grueber todos se apartaron de la barra y su estrepitoso coro y ocuparon una mesa en el fondo del bar. Por alguna razón, Fabel empezó a mencionar el trabajo de Gunter Griebel, y lo que Dirk le había contado sobre su experiencia.