—A mí no me molesta… —dijo Maria.
—¿No? Yo me las arreglo solo, ¿sabes? Siempre lo he hecho.
Maria volvió a encogerse de hombros.
—Como he dicho, no me molesta. Debe de ser bonito tener dinero. —Recorrió la sala con la mirada. La decoración era de buen gusto y se notaba que era muy cara. Maria sabía que Grueber era el dueño de aquel apartamento y que no tenía que pagar hipoteca. Era la parte inferior de una inmensa mansión en Hochkamp, una zona de Osford. Ella sospechaba que él también era dueño de la otra parte del edificio, que estaba en alquiler. El apartamento mismo representaba una propiedad inmobiliaria muy valiosa. Hamburgo era una de las ciudades más ricas de Alemania y Maria sabía que los padres de Grueber eran ricos incluso para los niveles de Hamburgo. Más aun, Frank Grueber era hijo único. Una vez le había explicado a Maria que sus padres prácticamente habían perdido toda esperanza de tener un hijo. Como consecuencia, Grueber había crecido en un mundo donde podía tener todo lo que quisiera. Además, en poco tiempo heredaría una fortuna y era evidente que ya tenía considerables recursos financieros a su disposición. Maria se había preguntado con frecuencia por qué alguien escogería la carrera de científico forense cuando podía elegir cualquier cosa.
—Tener dinero no garantiza la felicidad —dijo Grueber.
—Eso es extraño. —Maria lanzó una risa pequeña y dolorosa—. Porque no tenerlo garantiza la infelicidad…
Se dio cuenta de que había vuelto a pensar en Olga X, y en Nadja, y en los sueños que debieron tener ellas sobre una nueva vida en el Oeste. Para Olga, el apartamento de Grueber probablemente habría sido la encarnación de su sueño y, en su ingenuidad, seguramente había pensado que podría alcanzar aunque fuera sólo una pequeña parte de su sueño trabajando duro en un hotel o restaurante de Alemania. Maria siempre imaginaba el pasado de Olga de la misma manera: el estereotipo de una pequeña aldea en una vasta estepa, con robustas
babushkas
, sus cabezas cubiertas con bufandas negras, transportando unas cestas pesadas y muy cargadas. Y siempre imaginaba a una Olga sonriente y de cara radiante mirando con esperanza hacia el oeste. Sabía que era más probable que Olga proviniera de alguna gris y deprimida metrópolis postcomunista, pero no podía sacarse el lugar común de la cabeza.
—Eres un buen hombre, Frank —dijo Maria, sonriendo—. ¿Lo sabes? Eres amable, dulce. Una persona decente. No sé por qué me aguantas, con todos mis complejos. La vida sería mucho más simple para ti si no estuvieras conmigo.
—¿Sí? —dijo Grueber—. Es mi decisión. Y estoy contento con ella.
Maria miró a Grueber. Ya había pasado un año desde que lo conoció. Llevaban seis meses en esa relación, pero aún no había habido sexo entre ellos. Contempló sus grandes ojos azules, su rostro juvenil y la tupida mata de pelo negro. Lo deseaba. Dejó la copa sobre la mesa y se inclinó hacia delante, puso una mano detrás de su cabeza y lo acercó hacia ella. Se besaron, y ella le metió la lengua en la boca. Él deslizó su brazo a su alrededor y ella pudo sentir el calor de su cuerpo.
—Vayamos al dormitorio —dijo. Se puso de pie y lo guió de la mano.
Se desvistió tan rápido que perdió un botón de la blusa. No quería que pasara el momento; no quería que esa ventana de normalidad se cerrara de golpe. Se tumbó en la cama y tiró de él. Lo ansiaba. Entonces sintió a Grueber encima de ella, apretándose contra ella. Sintió su cuerpo sobre el suyo y de pronto creyó que se ahogaría, que se asfixiaría. Una oleada de náuseas la sobrecogió y quiso gritarle que saliera de encima, que dejara de tocarla. Miró el rostro dulce, apuesto y juvenil de Frank Grueber y sintió una repulsión profunda y violenta. Grueber se dio cuenta de que algo iba mal y se echó atrás. Pero Maria cerró los ojos y tiró de él hacia ella. A través de los párpados cerrados imaginó que era otra la cara que la miraba y la repulsión desapareció.
Dejó los ojos cerrados y, cuando Frank Grueber la penetró, mantuvo el asco a raya trayendo otra cara a la mente, una cara angulosa y cruel. Una cara que la miraba con ojos fríos, verdes y sin amor.
Sábado 27 de agosto de 2005, nueve días después del primer
20.30 h, Neumühlen, Hamburgo
Susanne no había dicho nada directamente, pero Fabel se daba cuenta de que le había molestado el hecho de que él no hubiera reaccionado con más entusiasmo a ninguno de los apartamentos que ella había marcado con círculos rojos de rotulador. Sabía que aquello se debía en parte a que, en lugar de ver cada propiedad anunciada como una oportunidad de progreso, de hacer avanzar la relación, las veía como una pérdida. Pérdida de su independencia, de su propio espacio. Antes se sentía muy convencido de que eso era lo que quería, pero ahora que parecía que sí iba a suceder, Fabel sentía el vago dolor de la inseguridad.
La otra razón por la que no se había mostrado tan resuelto respecto a los apartamentos era que todos sus recursos mentales estaban dedicados a tratar de encontrar algún punto de entrada en el caso del Peluquero de Hamburgo; elegir un apartamento nuevo estaba, sencillamente, fuera del alcance de su radar.
Esa inseguridad se profundizó después de pasar la tarde con su hija, Gabi. Se habían encontrado en el centro de la ciudad y Fabel había sentido un pánico reprimido al ver acercarse a su hija de dieciséis años. Gabi estaba creciendo demasiado deprisa y él sintió que había perdido el control del tiempo; que había muchas cosas de la vida de su niña que se le estaban pasando por alto.
Pasaron la tarde juntos haciendo compras en las tiendas de moda de Neuer Wall, algo que apenas un año antes le habría resultado repugnante a Gabi, que en aquella época había sido muy poco femenina. También le dolió un poco a Fabel ver lo mucho que Gabi comenzaba a parecerse a su madre, Renate, la ex esposa del comisario. En los últimos tiempos Gabi había decidido llevar el pelo más largo, y el fantasma de los cabellos rojos de Renate ardía en su color castaño rojizo. Mientras veía cómo ella hacía las compras, Fabel se dedicó a observar los gestos de su hija, sus modales. Así como su pelo ocultaba el fantasma de Renate, sus movimientos tenían el eco de la madre de Fabel, y su sonrisa y su actitud cordial la asemejaban a su hermano, lo que hizo que Fabel recordara lo que le había dicho Severts sobre el hecho de que todos estamos más relacionados con nuestra historia de lo que creemos.
Después de hacer las compras, Fabel y Gabi tomaron un café en el Alsterarkaden. Tanto el Rathausmarkt como toda la zona a lo largo del Alster estaban repletos de turistas. La oficina de turismo de la ciudad había anunciado poco antes que aquel había sido el año más exitoso para el sector en Hamburgo, y Fabel y Gabi lo experimentaron en carne propia cuando tuvieron que esperar diez minutos para una mesa. El camarero tardó bastante en limpiar la basura que había dejado una familia americana, pero por fin Fabel y Gabi pudieron sentarse a una mesa que daba a la Alsterfleet y desde la que alcanzaba a verse el Rathausmarkt. Fabel le confió a Gabi su dilema.
—Si no te sientes cómodo con la idea de ir a vivir juntos, entonces no deberías hacerlo —dijo ella.
—Pero yo la sugerí. Yo presioné al principio.
—Está claro que tienes dudas,
dad
—Gabi acostumbraba a usar esa palabra, «papá», en inglés—. Es un paso demasiado grande, a menos que estés absolutamente seguro. Tal vez Susanne no sea la mujer para ti, después de todo.
De pronto, Fabel se sintió incómodo debatiendo sobre su vida amorosa con su hija. Después de todo, él había pensado que la madre de Gabi era la «mujer para él».
—Pensé que Susanne te gustaba —dijo.
—Sí, claro que sí. Es perfecta. —Gabi hizo una pausa y contempló el Alsterfleet—. De eso se trata,
dad
… es perfecta. Es hermosa, inteligente, es agradable estar con ella… Tiene un trabajo super guay… Como he dicho, es perfecta.
—¿Por qué tengo la sensación de que lo dices como si fuera algo malo?
—No es eso… es sólo que a veces Susanne puede ponerse demasiado perfecta.
—No entiendo a qué te refieres —mintió Fabel.
—No lo sé… Realmente es muy agradable, pero en ocasiones parece más retraída que… —Gabi dejó la frase sin terminar.
—¿Que yo? —Fabel sonrió.
—Bueno, sí. Da la impresión de que siempre está reprimiendo algo. Tal vez contigo sea totalmente diferente pero yo tengo la sensación de que sólo podemos ver a la Susanne que ella quiere mostrarnos… la Susanne perfecta. —Gabi se encogió de hombros, en un gesto de frustración—. Oh, ya sabes a lo que me refiero… de todas maneras, no hay absolutamente nada de malo en ella. El problema lo tienes tú. Debes saber si estás listo o no para esa clase de compromiso.
Fabel sonrió a su hija. Apenas tenía dieciséis años, pero en ocasiones parecía infinitamente más sabia que él. Y mientras estaban allí sentados, entre los turistas y los viandantes, observando a los cisnes deslizándose por la superficie del Alsterfleet, Fabel pensó que Gabi tenía toda la razón respecto a Susanne.
Fuera cual fuese la decisión definitiva, Fabel sabía que a Susanne empezaba a irritarle su falta de dirección. Reservó una mesa en un restaurante caro de Neumühlen. Estaba a sólo unos minutos del apartamento de Susanne en Óvelgónne, de modo que se encontraron allí antes de coger un taxi hasta el sitio que él había escogido. En el restaurante había enormes ventanales que daban al Elba y desde los que podía verse un bosque de grúas que estaba al otro lado y los grandes bultos de los iluminados buques cargueros que se deslizaban en silencio. Era un paisaje industrial, pero poseía una belleza extraña e hipnótica, y Fabel se dio cuenta de que muchos de los comensales parecían atrapados por él. Habían llegado a las ocho y media, y la luz suave y cálida del atardecer se apretaba contra los inmensos paneles de los ventanales. Por primera vez en varios días, Fabel se sentía relajado. Y su ánimo mejoró incluso más cuando el camarero los hizo pasar a una mesa que estaba junto a la ventana.
«Esta noche —pensó— no voy a arruinar las cosas hablando del trabajo». Sonrió a Susanne y admiró la perfecta escultura de su cabeza y su cuello. Era una mujer hermosa, inteligente, generosa. Era perfecta, como había dicho Gabi. Pidieron la comida y se sentaron a charlar hasta que llegó el primer plato. De pronto Fabel se dio cuenta de que había alguien de pie a su lado y levantó la mirada, esperando ver al camarero. El hombre que estaba junto a la mesa era alto y llevaba una vestimenta cara. Apenas lo vio, Fabel se dio cuenta de que conocía de alguna parte a aquel hombre tan atildado, pero no pudo ubicarlo.
—¿Jannick? —El hombre alto usó el diminutivo del nombre de pila de Fabel. Era como lo llamaban sus padres y su hermano; como lo conocían en el colegio, pero la única persona de Hamburgo que había utilizado ese apelativo para referirse a Fabel era su amigo frisón, Dirk Stellamanns—. Jannick Fabel… ¿eres tú? —Se giró hacia Susanne y se inclinó en una reverencia a medias—. Lamento molestarla… pero soy un viejo amigo de la escuela de su marido.
Susanne rio pero no corrigió al desconocido.
—No hay ningún problema… —Se volvió hacia Fabel y sonrió con un aire travieso—. ¿Nos presentas… Jannick?
—Desde luego. —Fabel se incorporó y le estrechó la mano al otro. En ese momento, todas las piezas encajaron en su sitio, y le devolvió la sonrisa a Susanne con un gesto arrogante—. Susanne, permíteme que te presente a Roland Bartz. Uno de mis mejores amigos en la escuela.
Susanne le estrechó la mano a Bartz, quien volvió a disculparse por la interrupción.
—Escucha, Jan —dijo Bartz—. De verdad que no quier0 molestarte, pero deberíamos vernos, en serio. Estoy aquí con mi esposa…
—¿Por qué no venís con nosotros? —sugirió Susanne.
—No, en serio, no queremos importunaros.
—De ninguna manera —dijo Fabel, y llamó a un camarero con un gesto—. Será bueno conversar sobre los viejos tiempos…
Bartz regresó a su mesa y volvió momentos más tarde acompañado de una mujer atractiva que era evidentemente mucho más joven que él. Fabel se había enterado, probablemente por boca de su madre, de que Bartz se había divorciado de su primera esposa dos años antes. La nueva Frau Bartz, quien se presentó como Helena, estrechó las manos a Susanne y a Fabel y se sentó a la mesa.
Fabel y Bartz no tardaron en ponerse a hablar sobre lo que había sido de sus compañeros de escuela. Nombres que Fabel había olvidado comenzaron a resucitar, aunque en ocasiones a él le costaba asignarles un rostro. Cuando lograba hacerlo, por lo general se trataba de la cara de un adolescente a quien no podía imaginar como un hombre de mediana edad. Incluso Bartz era distinto de cómo él se lo imaginaba. En otra época había sido un joven torpe y desmañado que había sido el primero en fumar de toda la clase, lo que había contribuido a empeorar el acné que moteaba su pálida piel. Ahora era un hombre elegante de mediana edad con algunos mechones grises en el pelo y una piel que ya no era pálida y llena de manchas sino bronceada por un sol que no brillaba en Hamburgo. Estaba claro que le había ido bien y en poco tiempo pasaron a hablar sobre lo que ambos habían hecho desde la última vez que se habían visto. Bartz quedó desconcertado con la noticia de que Fabel se había convertido en un detective de homicidios.
—Por Dios, Jannick… no te ofendas, pero eso es muy raro. Jamás te hubiera imaginado en esa profesión. Creía que habías decidido estudiar historia…
—Es cierto —dijo Fabel—. Pero me desvié, en cierta forma.
—Por el amor de Dios… un policía. Y encima comisario en jefe. ¿Quién lo habría supuesto?
—Es cierto: ¿quién? —dijo Fabel. Estaba empezando a sentirse irritado por la dificultad de Bartz de imaginarlo como policía. Bartz pareció darse cuenta.
—Lo siento… no quería ofenderte. Es sólo que siempre tuviste muy claro que querías ser historiador. Quiero decir, lo que haces es fabuloso… Dios sabe que yo no podría hacerlo.
—A veces creo que yo tampoco. Es un trabajo que termina afectándote, después de un tiempo. ¿Y tú?
—¿Yo? Oh, llevo varios años en el negocio del software. Tengo mi propia empresa. Nos especializamos en programas para investigación y cuestiones académicas. Tenemos más de cuatrocientos empleados y exportamos a todo el mundo. Prácticamente no hay ninguna universidad en el hemisferio occidental que no utilice alguno de nuestros sistemas en uno de sus departamentos.