Resurrección (18 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Resurrección
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Maria atravesó el gran vacío de la parte principal de la fábrica y se detuvo a pocos metros de la esquina. Irónicamente, estaba limpia y vacía; el equipo forense que había asistido a la escena se había llevado hasta el último escombro para examinarlo. Aquello había ocurrido tres meses antes, y daba la impresión de que las chicas que llevaban allí a sus clientes habían evitado esa esquina en particular. Tal vez sentían que ese rincón estaba maldito. O embrujado. Sólo había una cosa nueva: un pequeño ramillete de flores marchitas dispuesto con tristeza en la esquina, que alguien había dejado como patético recuerdo de la vida que había terminado allí.

Maria recordaba aquel rincón como la primera vez que lo vio. Como si su mente hubiera fotografiado y archivado la escena, siempre se le presentaba perfecta y completa en su memoria. Olga no había sido una chica grande. Había sido de complexión delgada y de huesos livianos, y la había encontrado tirada en un enredo de brazos y piernas en ese rincón, con su sangre mezclándose con el polvo del suelo formando una pasta pálida y arenosa. Maria nunca dejaba que las escenas de los crímenes la afectaran tanto como a sus colegas masculinos. Pero aquel asesinato sí la había afectado. En realidad no entendía por qué haber visto los frágiles restos de una prostituta anónima la había dejado sin dormir durante varias noches, pero más de una vez se le había ocurrido que podría tener algo que ver con el hecho de que ella misma había estado a punto de convertirse en la víctima de otro homicidio. La otra cosa que la angustiaba respecto de la muerte de esa muchacha era la forma en que la habían engañado. La mayoría de los casos que investigaba la Mordkommission de la Polizei de Hamburgo pertenecían a un ámbito determinado: bebedores y drogadictos crónicos, ladrones y narcotraficantes y, por supuesto, prostitutas. Pero a esta chica la habían obligado a entrar en este mundo. La promesa de una vida nueva en Occidente con un trabajo decente y un futuro mejor había resultado un fraude. En cambio, Olga, o fuera cual fuese su verdadero nombre, había entregado su propio dinero, probablemente todo el que tenía o el que había conseguido reunir, para venderse sin saberlo a la esclavitud y a una muerte sórdida y anónima.

Maria se inclinó y examinó el ramillete marchito. No era mucho, pero al menos alguien había reconocido que una persona, un ser humano con un pasado, con esperanzas y sueños, había perdido la vida en ese sitio. A alguien le había importado lo bastante como para dejar esas flores; y en ese momento, después de muchas averiguaciones discretas, Maria sabía quién era ese alguien.

Se enderezó cuando oyó el retumbar de la puerta al otro lado de la fábrica, seguido del sonido de unas pisadas.

11.10 h, Eppendorf, Hamburgo

—Esto es muy irregular, ¿sabe? —El doctor Minks hizo pasar a Fabel a su consulta y señaló la silla de cuero en un vago gesto de invitación—. Quiero decir, no pienso violar la confidencialidad de mi paciente, como comprenderá. —Minks se arrugó en el asiento enfrentado al de Fabel y examinó al comisario en jefe por encima de sus gafas—. Por lo general yo no comentaría nada sobre un paciente a menos que hubiera una orden judicial, pero Frau Dreyer me aseguró personalmente que está de acuerdo con que hable con usted sobre cualquier aspecto de su estado o tratamiento. Tengo que advertirle de que yo no me siento tan cómodo con esta situación como parece estarlo ella.

—Lo entiendo —dijo Fabel. Se sentía extrañamente vulnerable allí sentado delante de ese hombre anciano y pequeño con un traje lleno de arrugas. Fabel se dio cuenta de que estaba ubicado en el lugar que normalmente ocuparía uno de los pacientes del doctor Minks; lo que lo incomodó aún más—. Pero debo decirle que no creo que Kristina Dreyer sea culpable de nada excepto de haber destruido unas valiosas pruebas forenses. Y ni siquiera es probable que presentemos cargos por eso. Está claro que es resultado de su estado mental.

—Pero usted tiene a mi paciente en custodia —dijo el doctor Minks.

—Hoy será liberada. Puedo asegurárselo. Sin embargo, seguirá sometida a posteriores evaluaciones de su salud psicológica.

Minks meneó la cabeza.

—Kristina Dreyer es mi paciente y yo digo que su estado no le impide desenvolverse en la comunidad. Su psicóloga forense también solicitó mi evaluación. Se la mandé esta mañana. A propósito, me sorprendió enterarme de que esa psicóloga forense era la doctora Eckhardt.

—¿Conoce a Susanne? —preguntó Fabel, sorprendido.

—Es evidente que no tanto como usted, comisario.

—La doctora Eckhardt y yo… —Fabel luchó para encontrar las palabras adecuadas. Le irritó sentir que se ruborizaba—… tenemos una relación personal, además de profesional.

—Ya veo. Conocí a Susanne Eckhardt en Múnich. Yo era su profesor. Ella era una estudiante de un ingenio y una comprensión fuera de lo común. Estoy seguro de que es muy valiosa para la Polizei de Hamburgo.

—Sí lo es. —Dijo Fabel. Le había mencionado a Susanne que se encontraría con Minks, y durante un momento se preguntó por qué ella no le había dicho que lo conocía—. En realidad, no trabaja directamente para la Polizei. Su despacho está en el Instituto de Medicina Legal de Eppendorf… Y allí desempeña su trabajo como consultora especial de la brigada de Homicidios.

Hubo una pausa, durante la cual Minks continuó estudiando a Fabel como si él mismo fuera un paciente al que había que evaluar. Fabel rompió el silencio.

—Usted trataba a Kristina Dreyer por sus fobias, ¿correcto?

—En términos estrictos, no. Yo trataba a Frau Dreyer por una constelación de problemas psicológicos. Sus miedos irracionales no eran más que la manifestación, los síntomas de ese estado. Un elemento clave de su tratamiento consistía en desarrollar estrategias para ayudarla a llevar una vida relativamente normal.

—Conoce las circunstancias en que se encontró a Kristina Dreyer… y el hecho de que ella declaró que se sintió obligada a limpiar la escena del crimen. Tengo que preguntárselo directamente: ¿cree que Kristina Dreyer es capaz de haber cometido el homicidio de Hans-Joachim Hauser?

—No. Por lo general no me gusta hacer conjeturas sobre lo que el estado mental de mis pacientes podría obligarlos a hacer, pero no. Puedo afirmárselo categóricamente. Creo en el relato de Kristina y creo que no asesinó a Hauser. Kristina es una mujer asustada. Por eso la trato aquí, en mi clínica del miedo. Cuando mató antes, se debió a que su miedo se amplificó hasta un grado que ni usted ni yo comprendemos del todo. Le proporcionó una fortaleza superior a lo que cualquiera esperaría de una mujer de su estatura. Ella reaccionó a una amenaza directa y sostenida contra su vida después de un período continuo de malos tratos. Pero, de todas formas, usted ya sabe todo esto, ¿verdad, Herr Fabel?

—Gracias por su opinión, Herr Doktor… —Fabel se levantó para irse y esperó que Minks hiciera lo mismo. En cambio, el psicólogo permaneció sentado y contempló a Fabel con su mirada suave pero constante. No había nada descifrable en la expresión de Minks, pero Fabel sintió que estaba sopesando cuidadosamente sus palabras siguientes. Volvió a sentarse.

—Yo conocía a Hans-Joachim Hauser, ¿sabe? —continuó Minks—. La víctima del asesinato.

—Oh —dijo Fabel, sorprendido—. ¿Eran amigos?

—No… Por el amor de Dios. Sería más correcto decir que le conocí, hace muchos años. Le he visto un par de veces desde entonces, pero en realidad no teníamos mucho que decirnos. Nunca me cayó muy bien. —Minks hizo una pausa—. Como sabe, aquí me dedico a tratar las causas y los efectos del miedo; las fobias y las situaciones que las causan. Una de las cosas principales que les enseño a mis pacientes es que jamás deben Permitir que sus fobias den forma a sus personalidades. No deben dejar que sus temores definan quiénes son. Pero, por supuesto, eso no es cierto. Lo que nos define es nuestro miedo. A hedida que crecemos, aprendemos a temer el rechazo, el fracaso, el aislamiento e incluso el amor y el éxito. Usted, por ejemplo, Herr Fabel… Yo adivinaría que usted proviene de un típico ambiente provinciano del norte de Alemania y que ha vivido en la región toda su vida. Tiene la actitud típica de los alemanes del norte: se apartan de las cosas, reflexionan cuidadosamente antes de hablar o actuar. Luego necesita la tranquilidad de que algún otro confirme sus observaciones o sus acciones. Teme dar un paso en falso. Cometer un error. Y las consecuencias de ese paso en falso. Por eso necesitaba que yo lo reconfortara confirmando su punto de vista sobre Frau Dreyer.

—No necesito que usted apruebe mis teorías, Herr Doktor. —Fabel no logró ocultar el filo de su voz—. Lo único que necesito son sus opiniones sobre su paciente. Y, en realidad, se equivoca usted. No he vivido en Alemania del Norte toda mi vida. Mi madre es escocesa y viví en el Reino Unido unos años, de pequeño.

—Entonces la mentalidad debe de ser parecida. —Minks se encogió de hombros dentro de la arrugada tela de su chaqueta—. De todas maneras, todos tenemos miedos y esos miedos tienden a influir en la manera en que reaccionamos ante el mundo.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Hauser?

—Uno de los temores más comunes que todos tenemos es el miedo a la exposición. En todos nosotros hay algún aspecto de nuestra personalidad que tememos revelar al mundo. Algunas personas, por ejemplo, tienen miedo de su pasado, de esa persona diferente que eran antes.

—¿Está diciéndome que Hauser era una persona así?

—Tal vez le resulte difícil creerlo, Herr Fabel, pero en otra época yo fui algo así como un radical. Era estudiante en 1968 y participé de muchas de las cosas que ocurrieron en aquella época. Pero estoy contento con todo lo que hice y con quién era entonces. Todos hicimos cosas en aquel momento que tal vez fueran… desaconsejables… pero tenían mucho que ver con el fervor de la juventud y la emoción de la época. De todas maneras, lo más importante es que cambiamos algo. Alemania es un país diferente gracias a nuestra generación y yo estoy orgulloso del papel que me tocó. Sin embargo, hay otros que tal vez no se enorgullezcan tanto de sus acciones. Yo conocí a Hauser en el año 1968. Era un joven pomposo, arrogante y terriblemente vanidoso. Le encantaba estar rodeado de admiradores y hacer pasar toda clase de ideas prestadas como si fueran suyas.

—No veo qué tiene eso de relevante. ¿Por qué eso haría que un hombre le tema a su pasado?

—Parece inofensivo, ¿verdad? Robar los pensamientos de otros… —Minks se había hundido tanto en la silla que parecía que había estudiado el arte del reposo toda su vida, pero un brillo distante ardía detrás de los suaves ojos, que seguían clavados en Fabel—. Pero la cuestión es de quién eran los pensamientos que tomaba prestados… De quién era la ropa que se ponía como suya. Lo que suele ocurrir en las épocas emocionantes y peligrosas es que la emoción puede hacer que uno se vuelva ciego al peligro. Uno pocas veces es consciente de que entre la gente que conoce en momentos como ése hay individuos peligrosos.

—Doctor Minks, ¿tiene algo específico que decirme sobre el pasado de Herr Hauser?

—¿Específico? No. No hay nada específico que pueda señalarle… Pero puedo indicarle el rumbo. Le aconsejo que haga un poco de arqueología, Kriminalhauptkommissar. Excave un poco en el pasado. No estoy seguro de lo que encontrará… pero sí de que encontrará algo.

Fabel contempló al hombre pequeño en el sillón, con su traje arrugado y su cara arrugada. Por mucho que lo intentó, no logró imaginar al doctor Minks como un revolucionario. Pensó en presionarlo un poco más, pero supo que sería un esfuerzo inútil. Minks no revelaría nada más. A pesar de lo críptico de sus palabras, estaba claro que había tratado de proporcionarle una pista.

—¿También conocía al doctor Gunter Griebel? —le preguntó—. Fue asesinado de la misma manera que Hauser.

—No… En realidad no. Leí sobre su muerte en los periódicos, pero no lo conocía.

—¿Entonces no sabe si existía alguna relación entre Hauser y Griebel?

Minks meneó la cabeza.

—Creo que Griebel y Hauser eran contemporáneos. Tal vez su arqueología revele que compartieron un pasado. De todas maneras, comisario, ya le he dado mi opinión sobre Kristina. Ella es totalmente incapaz de la clase de homicidio que está investigando.

Fabel se incorporó y esperó a que Minks se levantara de la silla en la que estaba despatarrado. Se estrecharon la mano y Fabel le agradeció la ayuda.

—Oh, por cierto —dijo Fabel cuando llegó a la puerta—, creo que conoce usted a una de mis agentes, Maria Klee.

Minks lanzó una carcajada y meneó la cabeza.

—Vamos, Herr Fabel, puedo haberle permitido cierta flexibilidad porque tenía la autorización de Kristina Dreyer, pero no pienso violar la confidencialidad entre médico y paciente confirmando o negando mi conocimiento de su colega.

—Yo no he dicho que ella sea una paciente —dijo Fabel mientras salía—. Sólo que creía que usted la conocía. Adiós, Herr Doktor.

11.10 h, Altona Nord, Hamburgo

Cuando las pisadas se hicieron más fuertes, Maria retrocedió hacia el rincón donde una joven había muerto golpeada y estrangulada. A pesar de que la mayoría de las ventanas de aquella fábrica abandonada estaban rotas, Maria sentía el aire a su alrededor como algo quieto, caliente y pesado. Una mujer apareció en el umbral y miró hacia todos lados con actitud de nerviosismo antes de entrar. Maria salió de las sombras, la mujer la divisó y avanzó a través de la fábrica un poco más tranquila.

—No es posible que me quede mucho tiempo… —dijo a modo de saludo mientras se aproximaba a Maria. Tenía un fuerte acento del Este de Europa en la voz y hablaba con la gramática de alguien que había aprendido alemán en la calle. Maria supuso que no tendría más de veintitrés o veinticuatro años, aunque de lejos había parecido mayor. Llevaba un vestido barato y colorido que había acortado para que el dobladillo no le cubriera más que la parte superior de los muslos. Sus piernas estaban desnudas y sus zapatos eran sandalias de tacón alto y tiras ajustadas en torno a los tobillos. El vestido estaba hecho con una tela delgada que se le ajustaba a la altura de los senos y le acentuaba claramente el contorno de los pezones. Colgaba de un par de tirantes delgados y dejaba al descubierto el cuello y los hombros. Toda esa vestimenta estaba pensada para exudar cierta clase de sexualidad estridente y disponible. Pero en realidad su color ofrecía un contraste discordante con la piel pálida y llena de irregularidades de la muchacha y, en combinación con sus hombros huesudos y brazos delgados, la hacían verse enferma y algo patética.

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