Regreso al Norte (20 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Rápidamente dijo lo que tenía que decir. Arn debía salir de Näs inmediatamente, tomar un barco hasta Forsvik y esperar unos días hasta que el consejo terminase. En ese momento había muchos enemigos y malas lenguas en Näs y ante todo era absolutamente necesario que nadie pudiese siquiera sospechar que Arn y Cecilia se habían visto a escondidas. Un chisme de esa calaña lo estropearía todo.

Sin embargo, sí habría boda, aseguró la reina Blanka. Y eso en cuanto hubiesen pasado las tres semanas prohibidas antes de San Juan. Arn y Cecilia no podrían verse hasta entonces, excepto tal vez en Husaby, la casa paterna de Cecilia Rosa, y con muchos testigos, aclaró rápidamente. Mucha gente opinaba que esta boda llevaría a la guerra y a malos tiempos y por tanto habría que evitar por todos los medios que se celebrase.

Arn les contó a Eskil y a Harald cómo había sufrido ante esas palabras de la reina. Hablaba tan en serio como sabiamente. De todas formas le costó marcharse sin más. Incluso había objetado que ya había sido elevado a mariscal del consejo del rey y por eso no podía abandonar Näs. La reina se echó a reír y le explicó que eso no supondría ningún problema, ya que el canciller Birger Brosa, en su ira, había jurado que no se sentaría en el mismo consejo que Arn Magnusson, ya que no cumplía sus promesas.

Eso de no cumplir la promesa tuvo que explicárselo a la reina. Le habló del acuerdo en la cámara del consejo de dejar pasar un tiempo antes de decidirse, lo que no es lo mismo que ya en la cena sentarse junto con su prometida en el asiento adornado para los novios. Pero le juró a la reina que él era un hombre de palabra y que no tenía nada que ver con lo que ocurría y ni siquiera entendía cómo podía suceder. A eso la reina sólo hacía que rechazar con la mano diciendo que ya entenderían todos el orden de las cosas a su debido tiempo, pero que en ese momento ya no podían quedarse por más tiempo solos a la vista de todo el mundo que salía a orinar. Se lo explicaría todo a Eskil, dijo cuando se alejó corriendo, haciendo caso omiso de las nuevas preguntas que se le habían ocurrido a Arn. Sin embargo, él confiaba en su palabra.

Eskil, con semblante serio, asintió con la cabeza. También había confiado en las palabras de la reina. Había ido a verlo más tarde, a la segunda cerveza de la mañana, diciendo que su hermano había dejado Näs y que se quedaría en Forsvik el tiempo que durase el consejo, todo por la perseverante petición de ella. También Eskil había puesto objeciones en lo tocante a la imprescindible presencia de Arn en el consejo, pero a él también le explicó que la idea de honrar a Arn con el título de mariscal del reino se esfumó en el mismo instante en que el canciller juró que en ese caso sería por encima de su cadáver.

Aparte de eso, el consejo había ido bien y el obispo no mostró sorpresa alguna porque no saliera el tema de la nueva abadesa de Riseberga, tanto más contento por las palabras del rey de que regalaría fincas y bosques por el valor de seis marcos de oro para la construcción de un nuevo convento cerca de Julita, en Svealand.

Sumando esos conocimientos, quedaba claro que la reina había intrigado junto con el arzobispo. Según Arn, eso también explicaba por qué los dos obispos con los que él había conversado sabían cosas acerca de él y de Cecilia que nadie más que ellos mismos conocían. La reina y sólo ella había invitado a esa cerveza nupcial. Pero Arn lo ignoraba por completo y tampoco podría haber conspirado a espaldas de todos, el rey, el canciller, su hermano, puesto que había dado su palabra a Birger Brosa de que se concedería un tiempo de reflexión.

Eskil no dudó de que Arn había sido tan ignorante como él mismo de la trama que se cocía a sus espaldas.

Lo que sí era difícil de comprender era que la reina pudiese haber ideado todo ese plan, que tan claramente iba en su contra. Porque si Cecilia Rosa realmente entraba en el lecho nupcial con Arn, se acabaría toda la idea de usarla como testigo contra el perjurio de la malvada Rikissa. En ese caso no estaba tan claro que Erik, el propio hijo de la reina, pudiese heredar la corona. Y si uno fuese rey y marido de la reina Blanka, eso podría entenderse como traición.

Arn opinó que ésa era una palabra muy dura antes de saber cómo lo habían planeado las dos Cecilias. Él era incapaz de averiguar nada, aunque hubiese estado sentado al lado de su Cecilia bajo las ramas de abedul y serbal durante toda la fiesta. Había muchos oídos ávidos a su alrededor, gran alboroto en la sala y muchísimas cosas de las que hablar. Ahora sabía bastante de los menesteres de un
yconomus
en un convento —una
yconoma
, se corrigió a sí mismo—, y también sabía mucho de la fervorosa amistad que unía a las dos Cecilias desde el tiempo de sus calvarios en Gudhem. Pero no sabía nada de intrigas de mujeres.

Tal vez era sencillo e inocente, reflexionó Harald, quien había estado callado durante largo rato. Pensando como un hombre, uno siempre se imagina intrigas y maquinaciones si ocurre algo inesperado y por eso tal vez se buscaba una traición en la reina y un lazo secreto entre ella y el arzobispo. Éste le había seguido el juego para allanar el camino al lecho nupcial de Cecilia. Pero ¿y si solamente se trataba de amistad? Si esas dos mujeres se conocieron en su juventud y sufrieron juntas durante muchos años, debían de estar muy unidas. ¿No habría hecho él, Harald, una cosa así por Arn? Y Arn, ¿no habría hecho el mismo sacrificio por su amigo? ¿Qué es lo que uno no haría sabiendo que la felicidad de su amigo está en juego?

Eskil decía que ésa era una manera inteligente de pensar, pero que esas ideas inteligentes sólo incumbían a los hombres. No se podía esperar el mismo nivel de inteligencia en dos mujeres.

Pero entonces Arn repuso que la palabra correcta tal vez no sería inteligencia, aunque ellos deberían conocer las palabras nórdicas mejor que él. No había nada que discutir en cuanto a la inteligencia de las dos Cecilias. Como en un juego y en menos de un día habían engañado a todos los hombres, al rey, al canciller, a Eskil y al propio Arn. Por tanto, se trataba de otra cosa. ¿Podrían las mujeres sentir la misma lealtad entre amigas como los hombres y actuar desinteresadamente sólo por esta lealtad?

Harald Øysteinsson decía que bien podría ser el caso, especialmente si se tenía en cuenta que las dos Cecilias habían soportado un gran sufrimiento juntas y durante muchos años. Los otros dos estaban más inseguros en esa cuestión. Pero tarde o temprano se sabría, o sea, que por el momento ya no hacía falta malgastar más palabras con ese asunto. Porque había otra cosa más importante que preocupaba a Eskil. Él era el responsable de que hubiese boda en Arnäs, ya que precisamente allí debería celebrarse.

Si él organizaba esa boda, tendría a Birger Brosa como enemigo. Si no, el enemigo sería su propio hermano. No era una elección fácil.

Hubo un largo silencio después de que Eskil expuso su desasosiego tan llanamente.

—Comprendo tu preocupación, por lo que nunca podrás ser mi enemigo, sea cual sea tu decisión —dijo Arn finalmente—. Es cierto que el camino para la novia será largo y peligroso desde Husaby, la casa de Cecilia, hasta Forsvik, en lugar de sólo hasta Arnäs. Pero podríamos arreglarlo de ese modo.

—¡No! —exclamó Eskil con brusquedad—. Tú nunca te casarás con Ingrid Ylva, como desea nuestro tío. A ti y a Cecilia Rosa nada os detendrá. Ya no me importa que sea así, sólo lo constato. Entonces, lo que ha de suceder no sucederá a escondidas y con vergüenza. ¡Se celebrará en Arnäs, con flautistas y tambores e invitados hasta la tercera generación!

Cuando la conversación hubo resuelto esta dificultad, todo resultó mucho más sencillo y pronto estaban hablando animadamente de lo que habría que hacer en las siguientes semanas. Harald había recibido una carta con el sello de Birger Brosa y del rey Knut para viajar a ver al rey Sverre de Noruega. Prepararían el barco anclado en Lödöse y lo equiparían con su tripulación, porque Harald tendría que hacer ya su primer viaje en busca de pescado en salazón, para tener tiempo de hacer dos viajes en verano hasta Lofoten, antes de que comenzasen las tormentas de otoño, pues el viento del norte dificultaba mucho la travesía. Pero dos viajes reportarían una buena ganancia y Harald recibiría su justa recompensa.

Tanto mejor si Harald necesitaba una tripulación, decía Arn, ya que en Arnäs había cinco guardias noruegos que seguramente sabrían y querrían navegar con él, especialmente acompañados de un salvoconducto real. Y aquí en Forsvik había cinco guardias que hablan perdido las ganas de trabajar al servicio de Arn. Al día siguiente ya podrían sustituir a los hombres de Arnäs.

Además, Arn necesitaría unos buenos siervos de Arnäs para la construcción e intentó recordar los nombres de los dos mejores cuando él era joven. Eskil reflexionó y llegó a la conclusión de que uno habría muerto y el otro, que llevaba por nombre Gur, era demasiado viejo pero seguía viviendo en Arnäs, con pleno derecho a comida y alojamiento aunque ya no pudiese trabajar. Su hijo Gure, sin embargo, era tan hábil como su padre en la construcción con argamasa y madera. Había dos siervos constructores más, aunque Eskil no recordaba sus nombres.

La mitad de los extranjeros de Arnäs también serían trasladados a Forsvik, puesto que sólo la mitad eran buenos constructores en piedra. Los demás tenían conocimientos más adecuados para Forsvik.

Después de haber zanjado esos asuntos, a Eskil le quedaba una pregunta que hacerle a Arn. Se trataba de su único hijo Torgils.

Ciertamente, Eskil habría preferido que Torgils se pareciera a él, un hombre para el comercio y la plata, la riqueza y la inteligencia. Se había preocupado demasiado y durante mucho tiempo, pero ahora se daba cuenta de que no podría cambiar a Torgils, ya que a la edad de diecisiete años ya montaba en la guardia del rey y le interesaban más el arco y la flecha que ser como su padre. Torgils quería ser como el hermano de su padre. Así era y no podría cambiar.

La pena para un padre era que todo joven que buscaba el camino de Torgils hallaba antes la muerte que el que optaba por el comercio y la contabilidad. Durante muchas noches de insomnio, Eskil había imaginado a su amado hijo aplastado debajo de caballos, despedazado por las espadas y las lanzas. Pero a los jóvenes les costaba entender estas preocupaciones paternales.

—¿Y qué quieres decirme en relación con ese asunto? —preguntó Arn.

—Mi pregunta es sencilla en palabras pero difícil de decir —dijo Eskil—. Mi hijo Torgils aún no sabe que has regresado a nuestro reino. Él conoce todas las canciones sobre ti y hay momentos en los que creo que ama tu leyenda más que a su propio padre.

—Estoy seguro de que no es así —repuso Arn—, Muchos jóvenes prefieren soñar con espadas más que con cuartos de contabilidad, y no podemos quitarles sus sueños. Tampoco debemos hacerlo, es mejor dirigir sus sueños hacia algo positivo. Pero al grano…

—Torgils está ahora en Bjälbo, con Erik, el hijo mayor del rey, y con tu hijo Magnus —musitó Eskil—, Allí celebraban un banquete y un concurso de tiro al arco. Por eso no estaban en Näs…

—Ya lo sé —lo interrumpió Arn, impaciente—. Cecilia y yo hablamos un poco de ello… ¿y tu pregunta?

—¿Puede Torgils ser aprendiz tuyo? —preguntó Eskil rápidamente—. Si ha de vivir de su espada, prefiero que tenga el mejor de los maestros y…

—¡Sí! —respondió Arn—. Al parecer no imaginabas que yo estaba a punto de pedírtelo primero, aunque temía que una pregunta de este tipo no te alegrase en absoluto. Envíame a Torgils y le enseñaré todo lo que no aprenderá en la guardia del rey. Ya tengo a los jóvenes Sigfrid Erlingsson y Sune Folkesson a mi servicio.

Eskil, aliviado, bajó la cabeza, miró su jarra de cerveza vacía desde hacía rato, y de repente se dio cuenta de algo.

—¡Vas a formar un ejército de jinetes Folkung! —exclamó con el semblante iluminado.

—Sí, ésa es mi idea —admitió Arn, mirando de reojo a Harald—, Y ahora te diré algo que no debe ser escuchado por nadie, aunque Harald es mi amigo más íntimo y no cuenta como los demás. Aquí en Forsvik estableceré una caballería que podrá resistir a los francos o a los sarracenos, mientras los hombres lleguen a mí jóvenes, todavía a tiempo de aprender. Pero sólo quiero Folkung, ya que el poder que pienso crear no puede caer fuera de nuestra casa. Y Torgils, tu hijo, es especialmente importante, puesto que será el señor de Arnäs. Él es quien un día estará encima de la muralla y contemplará al ejército de Sverker abajo. Y ese día sabrá todo lo que un vencedor ha de saber. ¡Pero sólo Folkung, recuérdalo, Eskil!

—¿Pero y los de Erik? —objetó Eskil, vacilante—. Ellos son nuestros hermanos, ¿no?

—Por el momento lo son, y yo mismo he jurado fidelidad al rey Knut —replicó Arn suavemente—, Pero no sabemos nada del futuro. Tal vez los Erik y los Sverker se unan contra nosotros algún día por razones que ni siquiera podamos imaginar ahora. Pero una cosa es segura: si con Dios y con nuestro trabajo conseguimos una caballería Folkung y si hacemos muy fuerte Arnäs, nadie podrá resistirnos. Y si nadie puede resistirnos, podemos evitar la guerra, o al menos acortarla, y el poder será nuestro. Mi amigo Harald ha escuchado todo lo que sólo es para los oídos familiares. Pero pregúntale y te dirá que tengo razón.

—Lo que Arn dice es cierto —respondió Harald a la mirada inquisitiva de Eskil—, Él me ha enseñado a ser guerrero, aunque yo tal vez fuese un poco mayor cuando llegué a su servicio. Arn ha enseñado a un escuadrón tras otro (es decir, un grupo de jinetes, en nuestra lengua) a llevar la guerra hacia adelante en el ataque y hacia atrás en la retirada, al igual que él y gente como él enseñó a los arqueros, los saboteadores, los infantes y los jinetes ligeros tanto como a los maestros de armadura y los forjadores de espadas. Si un solo linaje en el Norte tuviera los conocimientos de los templarios, ya fueran Birkebein o Folkung, Erik o Sverker, todo el poder estaría con ese linaje. Créeme, Eskil, porque yo he visto todo eso con mis propios ojos. Todo lo que digo es cierto. ¡Soy el hijo de un rey noruego y mantengo mi palabra!

La reina Cecilia Blanka no le dio un momento de tranquilidad a su rey y marido hasta que obtuvo lo que quería. Él suspiraba y echaba de menos la paz que normalmente se extendía sobre Näs después de tres días de consejo. Ella encontraba al menos dos contradicciones a cada objeción que él ponía. Pensaba que era demasiado honor para una mujer soltera como Cecilia Rosa viajar acompañada con más de una docena de guardias reales como protección. Eso era propio de un canciller pero no de una mujer que no estaba casada.

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