Regreso al Norte (17 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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No sólo sería una muerte segura sino además una muerte innecesaria y una deshonra, Y quien moría así no moría en bienaventuranza y con la certeza de que la muerte en Tierra Santa lo conducía al perdón de todos sus pecados y al paraíso.

Birger Brosa intentó poner algunas objeciones pero su ira de antes parecía haberse esfumado. Volvía a hablar en voz baja y a menudo sonreía, y la jarra de cerveza que había recibido se balanceaba sobre su rodilla.

—Knut y yo no estamos acostumbrados a pensar en nosotros mismos como corderos camino del sacrificio —dijo—. Al principio de la lucha por la corona, los años que siguieron a tu marcha, vencimos a los Sverker en todos los enfrentamientos excepto en uno. La batalla final se produjo a las afueras de Bjälbo y nuestra victoria fue grande, aunque el enemigo era casi el doble de fuerte que nosotros. Desde entonces ha habido paz en el reino. Éramos más de tres mil Folkung y Erik y parientes codo con codo,
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a
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. Es una fuerza enorme. Pero aun así dices que seríamos como corderitos. Es difícil imaginarlo. ¿Y si esta fuerza que luchó a las afueras de Bjälbo en la batalla de los campos de sangre estuviese acampada en Tierra Santa?

—Pues allí seguiríamos acampados —contestó Arn—, El enemigo va a caballo, así que no podemos ir nosotros hacia él para la batalla, no podemos elegir ni el momento ni el lugar. En verano, el sol cosecha víctimas como si fuesen flechas; en invierno, la lluvia y el barro recio y rojo nos hunden en la desesperación y la enfermedad. De repente aparece el enemigo por detrás, sobre caballos rápidos, cien hombres mueren y otros tantos son heridos y luego ha desaparecido el enemigo. Y allí estamos. Al día siguiente lo mismo. Ninguno de nosotros tendría tiempo de golpear una sola vez con la espada antes de estar todos muertos.

—Pero si vienen a caballo, entonces podemos alcanzarlos con flechas y lanzas —repuso Birger Brosa—. Un hombre a caballo tiene el doble de cosas de que ocuparse, si cae lo golpeamos, si cabalga hacia las lanzas será atravesado.

Arn lanzó un profundo suspiro, se levantó y se acercó a la gran mesa de roble que había en el centro de la habitación, apartó los utensilios de escritura, sello y pergamino y dibujó con el dedo índice en el polvo.

Si el ejército se mantuviese quieto sobre terreno llano con buena visibilidad en todas direcciones, el enemigo realizaría sólo pequeños ataques, pues el sol y la sed se encargarían de hacer la mayor parte del trabajo.

Si el ejército no se movía, moriría. Si el ejército se movía, tendría que desplegarse a lo largo y entonces se producirían ataques rápidos contra la cabeza o las fuerzas de cola. Los jinetes sarracenos llegaban hasta muy cerca, disparaban una, dos o tres flechas, que daban casi todas en el blanco, y desaparecían. Tras cada uno de esos ataques había muertos y heridos que cuidar.

Además, los sarracenos también tenían una parte de caballería pesada armada con lanzas largas, al igual que los cristianos. Seguramente, un ejército nórdico novato estimularía a los sarracenos a utilizar también esta arma.

Arn describió cómo de repente una gran nube de polvo oscurecía el cielo, cómo pronto se notaba vibrar el suelo y cómo no se veía nada en todo ese polvo hasta que la caballería te golpeaba con todas sus fuerzas, embistiendo a la infantería, avanzando sin hallar resistencia, atravesando el ejército, que era dividido en dos partes, daba media vuelta, formaba de nuevo y regresaba. Tres mil soldados de infantería en Tierra Santa habrían muerto en menos tiempo del que habían pasado hablando y discutiendo en esta habitación, concluyó Arn y regresó a su sitio.

—Pienso en muchas cosas al oírte explicar esto, sobrino —dijo Birger Brosa—, Tu honradez es grande, eso lo sé. Doy por seguro que lo que nos has contado es cierto. Con ello nos estás librando de la mayor de las locuras.

—Eso es lo que espero —repuso Arn—, Le he jurado a nuestro rey
auxilium
y eso no es nada que me tome a la ligera.

—No —dijo Birger Brosa con una sonrisa burlona que todo el mundo reconocía como su verdadero ser—, no te tomas tu palabra a la ligera. Y eso no sólo nos trae problemas, sino que en este momento también es algo bueno. Por tanto, mañana en el consejo alegraremos a nuestro arzobispo y a su panda con la decisión de construir un nuevo convento en… bueno, ¿tú qué opinas, Knut?

—Julita —dijo el rey—. Tendrá que ser en Svealand, que es donde más débil es la voz de Dios y seguramente será donde más satisfará a la panda de obispos.

—Entonces será en Julita, a ver si así logramos acallar por un tiempo toda esa cháchara acerca de las cruzadas —decidió Birger Brosa—. Pero ésta es una decisión puntual. De cara al futuro hay otra pregunta más importante: si un ejército sarraceno nos puede batir con tanta facilidad, ¿podría hacerlo también un ejército franco? ¿Y uno inglés? ¿Y uno sajón?

—Y uno danés —respondió Arn—, Sí, si nos enfrentásemos a cualquiera de ellos en su terreno. Pero nuestra tierra está en el fin del mundo, no es cosa fácil trasladar un gran ejército hasta aquí. Los sarracenos nunca vendrán; tampoco los francos ni los ingleses ni los normandos. Aunque no aseguraría lo mismo acerca de los daneses y los sajones.

—Deberíamos meditarlo —dijo Birger Brosa mirando fijamente hacia el rey Knut, que asentía pensativo con la cabeza—. Los tiempos van cambiando; lo hemos aprendido por lo que se refiere al comercio y de ese conocimiento hemos sacado muchas cosas buenas. Pero si queremos sobrevivir y florecer como un reino en estos nuevos tiempos…

—¡Tenemos mucho nuevo que aprender! —dijo el rey completando los pensamientos de Birger Brosa cuando éste se detuvo sin terminar la frase—. ¡Arn! Mi amigo de la infancia, tú, que una vez me ayudaste a alcanzar el trono —prosiguió el rey, animado—, ¿quieres ocupar un lugar en nuestro consejo, quieres ser nuestro mariscal?

Arn se puso de pie e hizo una reverencia primero ante el rey y luego en dirección al canciller en señal de inmediato sometimiento tal y como había jurado hacer. Entonces se le acercó Birger Brosa, lo abrazó y lo golpeó con fuerza en la espalda.

—Es una bendición que estés de nuevo entre nosotros, Arn, mi querido sobrino. Soy un hombre que no suele dar explicaciones ni disculparse. Precisamente por eso no me resulta nada fácil. Pero mi conversación de hoy contigo ha sido en algún momento algo de lo que me arrepiento.

—Sí —repuso Arn—, Me sorprendisteis. No era así como recordaba yo al más sabio de los hombres de nuestro linaje, de quien todos intentábamos aprender.

—Tanto mejor que hubiese hoy pocos testigos —sonrió Birger Brosa—, y que hayan sido mis más cercanos parientes después de mis propios hijos y el rey, mi amigo. Podría haber sido malo para mi reputación… Por lo que se refiere a Cecilia Algotsdotter…

Sonrió y alargó un poco la espera para tentar a Arn a contradecirlo, pero Arn esperó en lugar de llevarle la contraria.

—Por lo que se refiere a Cecilia Algotsdotter tengo ahora una idea más razonable que la de antes —continuó—. Encuéntrate con ella, habla con ella, peca con ella si es eso lo que necesitas. Pero deja que pase el tiempo, prueba tu amor y deja que ella pruebe el suyo. Luego volvemos a hablar del tema, pero no hasta que haya pasado bastante tiempo. ¿Quieres aceptar esta propuesta que te hago?

Arn se inclinó de nuevo ante su tío y ante el rey y su rostro no reflejaba ni dolor ni impaciencia.

—¡Bien! —dijo el rey—. Entonces mañana en la reunión del consejo no diremos nada acerca de quién será abadesa en Riseberga, como si hubiésemos olvidado por completo este asunto. En lugar de ello utilizaremos el nuevo convento de Julita para cerrarles la boca a los obispos y así los tranquilizaremos. Nos alegra que haya pasado la tormenta, Arn. Y nos alegra verte en el consejo como nuevo mariscal. ¡Bien! Ahora dejadme hablar a solas con mi canciller, que se merece una dosis de disciplina por parte de su rey. Sin testigos.

Arn y Eskil se levantaron, se inclinaron ante el rey y el canciller y se fueron por la oscura escalera de la torre.

Abajo en el patio se habían colocado mesas y montado carpas en las que se servía cerveza y vino. Eskil tomó a Arn del brazo y lo dirigió con pasos decididos hacia uno de los puestos de bebidas mientras Arn suspiraba y refunfuñaba acerca de ese continuo pimplar, aunque era obvio que su mal humor era fingido y sólo consiguió hacer sonreír a Eskil.

—Menos mal que te quedan ganas de bromear después de una tormenta así—dijo—. Y por lo que se refiere a la cerveza, tal vez cambies de opinión, pues aquí en Näs se nos da cerveza de Lübeck.

A medida que se iban acercando a las carpas de cerveza, la gente se apartaba de su camino, cuchicheando, como remolinos causados por el paso de un barco. Eskil ni siquiera parecía darse cuenta.

Arn probó la cerveza de Lübeck y se apresuró a reconocer que se trataba de una bebida completamente diferente de la que había sido forzado a beber hasta el momento con más o menos dificultades. Era más oscura, espumosa y sabía mucho más a lúpulo que no a enebrina. Eskil le advirtió que, además, subía mucho más de prisa a la cabeza, de modo que tenía que andarse con cuidado, no fuese a empezar a berrear y a desenvainar la espada. Ante esa broma empezaron con una pequeña risa que fue creciendo cada vez más y finalmente se abrazaron, aliviados, de que la tormenta, como todo parecía indicar, hubiese pasado ya.

Luego Eskil expuso su desconcierto ante la forma de hablar de Birger Brosa al principio de la reunión en la cámara del consejo. Estuvieron especulando acerca de qué debía ocultarse tras su inesperada falta de autocontrol. Eskil creía que se habían producido demasiados sentimientos encontrados a la vez, más de lo que incluso un hombre como Birger Brosa era capaz de soportar. Porque seguro que era auténtica la felicidad del canciller al ver a Arn vivo y de nuevo en casa. Pero a la vez había pasado muchos años dando vueltas a la cuestión de cómo Cecilia Rosa —Eskil hizo una digresión para explicar cómo Cecilia había recibido ese sobrenombre— representaría el contrapeso a las mentiras de la arpía de Rikissa acerca de los votos de clausura de la reina. Decía Eskil que alegría y decepción simultáneas no hacían un buen brebaje, que era como mezclar vino y cerveza en una misma jarra.

Arn opinaba que llegar a un compromiso era mucho mejor que una derrota, pero Eskil no comprendía la palabra compromiso y tuvieron que darle vueltas hasta que llegaron a resumirlo en que ganar la mitad era mejor que una derrota. Sería duro alargar la espera y el deseo de estar con Cecilia. Sin embargo, habría resultado insoportable si Birger Brosa y Arn no hubiesen acabado con media victoria cada uno.

Los hermanos fueron interrumpidos al encontrarse con uno de los capellanes del arzobispo que avanzaba a empujones entre todos los hombres y mujeres vestidos para la fiesta, que conversaban y bebían alegremente.

El capellán llegaba con aires de importancia, alzando la barbilla de tal manera que Arn y Eskil no pudieron evitar hacerse carotas el uno al otro. Como una pequeña y pronto fracasada venganza, el capellán les balbuceó el encargo en latín. Su Eminencia quería hablar inmediatamente con el señor
Arnus Magnusonius.

Arn sonrió ante la extraña declinación de su nombre y le respondió seguidamente en el mismo idioma que, si Su Eminencia lo mandaba llamar, se presentaría ante él sin tardanza, pero que forzosamente tendría que dar un rodeo y recoger primero algo de sus alforjas. Le susurró a Eskil que eso olía a juego sucio y Eskil asintió, pero le golpeó ligeramente la espalda, animándolo y haciéndole un guiño.

—¡No será la primera vez que tratas con gente de la Iglesia, querido hermano! —dijo en susurros.

Arn asintió con la cabeza y le devolvió el guiño, tomó con cortesía al capellán del brazo y se encaminó hacia las cuadras reales.

Tras haber recogido su carta de libertad del Gran Maestre de la Orden del Temple, que sospechaba que sería el motivo del interés del arzobispo, expuso para sondear su curiosidad ante el asunto que lo esperaba. Pero el capellán no pareció comprender por completo a qué se refería, pues a pesar de todo no dominaba tan bien el lenguaje de conversación del idioma eclesiástico como había aparentado al entrar dándose aires en la carpa de cerveza.

Arn tuvo que esperar un rato fuera de la tienda mientras allí dentro se acababa de tratar algún asunto y, tras salir un hombre con cara lúgubre y manto de los Sverker, Arn fue invitado a entrar por otro capellán.

En el interior, el arzobispo presidía sentado sobre una silla con brazos altos y cruces talladas y delante de él, sobre el suelo, estaba la cruz arzobispal de oro con rayos de plata. Sentado al lado del arzobispo había otro obispo.

Arn se acercó de inmediato, apoyó una rodilla en el suelo y besó el anillo del arzobispo, esperó la bendición y luego volvió a enderezarse. Ante el otro obispo se limitó a hacer una reverencia.

El arzobispo se inclinó sonriente hacia su obispo súbdito y dijo en voz alta en latín, como siempre seguro de que los hombres de la Iglesia eran los únicos que conocían su idioma, que podría ser que esta conversación resultase tanto animada como graciosa.

—El amor es asombroso —bromeó el otro obispo—. ¡En especial cuando obra el bien de la mano de la Santa Virgen!

Esta broma les hizo mucha gracia a los dos reverendísimos. Ambos ignoraban por completo a Arn, era como si todavía no hubiese entrado en la tienda.

Arn había visto este tipo de comportamiento demasiadas veces en los poderosos como para molestarse. Sin embargo, le irritaba que esos dos que hablaban un latín lleno de errores y con un curioso acento nórdico diesen por supuesto que él no comprendía lo que decían. Más valía que se apresurase a decidir de qué modo manejaría mejor la situación, con inteligencia o con honradez. Se santiguó y reflexionó y cuando el arzobispo se inclinó hacia su obispo ayudante con una sonrisa, como si se le hubiese ocurrido otra broma, Arn carraspeó y dijo unas pocas palabras que ante todo pretendían ser un aviso.

—Sus dos Eminencias deben disculparme si me entrometo en su conversación, sin duda de máximo interés —dijo, captando de inmediato su sorprendida atención—, pero realmente es como un bálsamo para la razón oír de nuevo su idioma, que conozco y en el que cada palabra posee un claro significado.

—¡Hablas el idioma de la Iglesia como un hombre de Dios! —exclamó el arzobispo con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Su desprecio ante otro visitante de poca categoría había desaparecido por completo.

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