Authors: Jan Guillou
En el año de gracia de 1192, después de 20 años de caballero templario, Arn vuelve al Götaland, su tierra, con grandes proyectos y una enorme fortuna para realizarlos. En primer lugar, ansía reencontrarse con su amada Cecilia para formar una familia y, en segundo, tiene que pensar en una forma de buscar la paz antre los linajes enfrentados. Arn trae consigo un grupo muy variado de constructores, artesanos y médicos, tanto cristianos como sarracenos, que aportarán sus conocimientos para ayudarle en su tarea...
Jan Guillou
Regreso al Norte
Trilogía de las Cruzadas III
ePUB v1.0
jubosu10.12.2011
Titulo original: Riket vid vägens slut
Autor: Jan Guillou
ISBN 9788408064909
Editorial: EDITORIAL PLANETA, S.A.
Los que somos fuertes en la fe debemos aceptar como nuestras las debilidades de los que son menos fuertes, en vez de buscar lo que a nosotros mismos nos agrada. Todos debemos agradar a nuestro prójimo, y hacer las cosas para su bien y para que pueda crecer en la fe.
Carta a los romanos, 15,1—2
E
n el año de gracia de 1192, poco antes de San Eskil, cuando las noches ya clareaban y se iba a comenzar la siembra del nabo, llegó una extraña tormenta a Götaland Occidental. La tormenta duró tres días y tres noches, y transformó aquella clara y prometedora época del año en otoño.
A pesar de eso, la tercera noche y después de la misa de medianoche, la mayoría de los hermanos del monasterio de Varnhem dormían plácidamente, convencidos de que sus oraciones los protegerían de los poderes de la oscuridad y de que pronto amainaría la tormenta. Fue entonces cuando el hermano Pietro, que estaba fuera, en el receptorium, pensó primero que sólo habían sido imaginaciones suyas lo que lo había sacado del sueño. Se había despertado y se había sentado en la cama sin comprender lo que había oído. Tras los muros y el robusto portalón de roble del receptorium sólo se oían los aullidos de la tormenta y la lluvia, que azotaban las tejas y las copas de los altos fresnos.
Pero entonces lo volvió a oír. Era como si un puño de hierro golpease el portón.
Muerto de miedo, se levantó tambaleándose de la cama, cogió su rosario, empezó a musitar una oración que no recordaba demasiado bien pero que protegía contra poderes malignos y salió al pórtico escuchando en la oscuridad. De nuevo se volvieron a oír los tres golpes, y el hermano Pietro no tuvo más remedio que intentar hablar a través del portón y pedirle al desconocido que se identificara. Se dirigió a él en latín, ya que era el idioma que más poder tenía contra las fuerzas oscuras y porque estaba demasiado dormido como para lograr articular algo en el peculiar y cantarín idioma popular que se hablaba extramuros.
—¿Quién es el que viene por los caminos del Señor en esta noche? —gritó con la boca pegada a la cerradura de la puerta.
—Un servidor del Señor de sinceras intenciones y buen cometido —respondió el desconocido en un latín impecable.
Eso tranquilizó al hermano Pietro, que tuvo que luchar un poco con el pesado cerrojo de hierro forjado negro hasta lograr entreabrir la puerta.
Fuera había un forastero con una capa de piel que le llegaba hasta los tobillos y una capucha que lo protegía contra la lluvia. El extranjero abrió de golpe la puerta con una fuerza que jamás podría haber contrarrestado el hermano Pietro y entró en el pórtico, llevándose prácticamente por delante al monje.
—Gracias a Dios, acaba de terminar un largo viaje. Pero no hablemos aquí en la oscuridad, corre a buscar la linterna que tienes en el
receptorium
, mi desconocido hermano —dijo el forastero.
El hermano Pietro hizo lo que le fue ordenado, tranquilizado por el hecho de que el desconocido hablase el idioma eclesiástico y además supiese que había una linterna en el
receptorium
. Dentro tuvo que trabajar a tientas un rato con los últimos restos del brasero hasta lograr prender fuego a una mecha que introdujo en la lámpara de aceite. Al salir de nuevo al pórtico del
receptorium
, la luz rebotó contra las paredes encaladas, y se expandió tanto sobre él como sobre el desconocido. El forastero se despojó de la capa de piel que lo había protegido contra la lluvia y la sacudió. El hermano Pietro se sobresaltó de forma inconsciente al ver la camisola blanca y la cruz bermeja. Por el tiempo pasado en Roma, sabía muy bien lo que estaba viendo. Un templario había llegado a Varnhem.
—Mi nombre es Arn de Gothia y no tienes nada que temer, hermano, pues yo crecí aquí en Varnhem y de aquí una vez salí hacia Tierra Santa. Pero a ti no te conozco, ¿cuál es tu nombre, hermano?
—Soy el hermano Pietro de Siena y sólo llevo dos años aquí.
—Así que eres nuevo. Por eso te toca encargarte de la puerta cuando nadie más quiere hacerlo. Pero dime, ¿vive todavía el padre Henri?
—No, murió hace cuatro años.
—Recemos por su salvación —dijo entonces el templario, se santiguó y agachó la cabeza durante un rato—, ¿Vive el hermano Guilbert? —preguntó el templario al volver a levantar la mirada.
—Sí, hermano, es un hombre mayor pero todavía le queda mucho vigor.
—No me sorprende. ¿Cómo se llama nuestro nuevo abad?
—Es el padre Guillaume de Bourges, llegó a nosotros hace tres años.
—Faltan casi dos horas para maitines, aun así… ¿querrías despertarlo de todos modos y decirle que Arn de Gothia ha vuelto a Gudhem? —preguntó el templario con algo que casi parecía un destello de burla en sus ojos.
—No desearía hacerlo, hermano. El padre Guillaume suele repetir que el sueño es un regalo de Dios y que estamos obligados a administrarlo bien —respondió el hermano Pietro, preocupado, retorciéndose de inquietud ante la idea de despertar al padre Guillaume por un asunto que tal vez no era lo bastante importante.
—Comprendo, pues ve entonces y despierta al hermano Guilbert y dile que su aprendiz Arn de Gothia lo espera en el
receptorium
—dijo el templario con amabilidad pero, aun así, como si fuera una orden.
—Despertar al hermano Guilbert también puede ser desagradable… además, no puedo abandonar mi puesto en el
receptorium
en medio de esta noche tan horrible —intentó escabullirse el hermano Pietro.
—¡Claro que no! —dijo el templario soltando una risita—. En primer lugar, creo que puedes confiarle la guardia a un templario del Señor, no creo que encuentres mejor sustituto. Y en segundo lugar, te juro que despertarás al viejo oso Guilbert con una buena noticia. ¡Anda, ve!, que yo me quedo aquí haciéndome cargo de tu guardia lo mejor que pueda, te lo prometo.
El templario había pronunciado la orden de una forma que no aceptaba objeción. El hermano Pietro asintió en silencio y desapareció por la galería hacia el pequeño patio que era la última parada antes de pasar por otra puerta de roble a lo que era la clausura en sí.
No tardó mucho en abrirse la puerta entre la clausura y el patio del
receptorium
con un estruendo y una voz conocida que resonó contra las bóvedas blancas. El hermano Guilbert se acercó con pasos largos y una antorcha de brea por la galería. No parecía tan enorme como antes, ya no parecía un gigante. Al descubrir al extraño que había en el portal levantó la antorcha para poder ver mejor. Le pasó la antorcha de brea al hermano Pietro, dio un paso adelante y abrazó al desconocido sin que ninguno de los dos pronunciara una palabra durante un buen rato.
—Pensé que habías caído en Tiberíades, mi querido Arn —dijo finalmente el hermano Guilbert en franco—. Lo mismo pensaba el padre Henri, y parece que rezamos muchas oraciones inútiles por tu alma.
—No fueron tan inútiles las plegarias si te puedo dar las gracias ya en esta vida, hermano —repuso Arn de Gothia.
Luego fue como si a ninguno de los dos se le ocurriese nada más que decir y ambos tuvieron que reprimir ponerse demasiado sentimentales. El hermano Pietro comprendió que ambos debieron de ser amigos muy cercanos.
—¿Has venido para rezar a la tumba de tu madre, la señora Sigrid? —preguntó entonces el hermano Guilbert en el tono con el que le hablaría a un viajero cualquiera.
—Sí, eso es algo que quiero hacer —respondió el templario con el mismo tono—. Pero también tengo otras cosas que hacer aquí, en casa, en Varnhem, y primero debo pedirte ayuda para resolver algunos detalles que hay que solucionar antes de ocuparse de las grandes cosas.
—Ya sabes que te ayudaría con lo que fuese, dime sólo qué puedo hacer y nos ponemos a ello.
—Tengo veinte hombres y diez carros ahí fuera, bajo la lluvia. Muchos de ellos son de esa clase de hombres que no pueden entrar sin más a la parte de intramuros. También traigo diez carros cargados y los tres primeros estarían mejor aquí dentro —contestó el templario rapidez, como si hablase de asuntos cotidianos, a pesar de que con los carros de carga que había que proteger intramuros debían de tratarse de algo importante.
El enorme hermano Guilbert tomó sin contestar la antorcha de brea de la mano de su joven hermano y salió bajo la lluvia fuera del portal del
receptorium
. Efectivamente, fuera había una hilera de diez carros llenos de barro que debían de haber tenido un viaje complicado. A las riendas de los bueyes se sentaban hombres agachados y malhumorados que no parecían tener ánimo de seguir viajando.
El hermano Guilbert soltó una carcajada al verlos, sacudió la cabeza con una sonrisa, llamó a su joven hermano y empezó a impartir órdenes como si fuese un templario y no un monje cisterciense.
Tardaron menos de una hora en resolver lo de los visitantes. Una de las muchas normas de Varnhem era que cualquiera que se presentase allí viajando de noche debía ser recibido con la misma hospitalidad que si se hubiese tratado del mismísimo Señor, una norma que el hermano Guilbert se iba repitiendo de vez en cuando a sí mismo, primero medio en broma, pero luego con más hilaridad cuando el templario le explicó que precisamente el jamón ahumado no sería un obsequio de bienvenida muy apropiado. Sin embargo, al hermano Pietro se le escapó por completo la gracia de lo inoportuno que habría sido el jamón ahumado.
No obstante, extramuros, todo el
hospitium
de Varnhem estaba desierto y oscuro, pues habían llegado pocos viajeros en esos últimos días de temporal, por lo que pronto los huéspedes estuvieron alojados y colmados de atenciones.