Regreso al Norte (18 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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—Sí, porque soy un hombre de Dios, Su Eminencia —respondió Arn con una reverencia y entregó su carta de libertad que él había supuesto que sería el motivo de la llamada del arzobispo, la cuestión de si era o no un desertor, un hombre sometido al derecho de la Iglesia o al derecho secular.

Los dos obispos juntaron las cabezas buscando en el texto hasta hallar la traducción al latín del franco y del árabe, que leyeron lentamente y con cierta reverencia, tras lo que tocaron con algo parecido a veneración el sello del Gran Maestre, que representaba a dos hermanos sobre un mismo caballo. Cuando el arzobispo levantó luego la mirada hacia Arn comprendió de repente que éste seguía delante de ellos, de pie, y se apresuró a pedir un taburete que un capellán acercó con cara de sorpresa.

—Realmente me alegra verte de nuevo en nuestra tierra, comendador Arn de Gothia —dijo el arzobispo con amabilidad, casi como si le hablase a un igual.

—Es para mí una bendición estar de nuevo en casa —repuso Arn—, de la misma manera que es una sensación de liberación el poder hablar el idioma de la Iglesia y recuperar el libre albedrío del pensamiento, asociaciones que se mueven como aves en el espacio en lugar de arrastrarse por el suelo como tortugas. Cuando intento hablar el idioma de mi infancia siento como si, en lugar de lengua, tuviese un trozo de madera en la boca. Por supuesto, eso hace que mi alegría sea todavía mayor al ser llamado a esta audiencia, aunque me gustaría disfrutar del privilegio de ser presentado ante ustedes.

El arzobispo presentó acto seguido al obispo Stenar de Växsjö, y Arn se acercó a besar también el anillo de Stenar antes de sentarse de nuevo.

—¿Qué significa que seas un caballero templario del Señor pero, sin embargo, vistas el manto y el león de los Folkung? —preguntó el arzobispo con interés. Parecía como si la conversación hubiese tomado un giro completamente diferente del que los dos obispos habían imaginado al principio.

—Es una pregunta compleja, al menos por lo que a la primera parte se refiere, Su Eminencia —dijo Arn—, Tal como se expone en ese documento que os he presentado, seré hermano eterno de nuestra orden, aunque mi servicio en unidades militares de los templarios estaba limitado a veinte años, que era lo que duraba mi penitencia. Es decir, que tengo derecho a recuperar cuando quiera mi manto, algo que también queda expresado en las palabras por escrito del Gran Maestre.

—Entonces, como templario… ¿no se pronuncian los votos de convento? —preguntó de repente el arzobispo, frunciendo el ceño en señal de preocupación.

—Naturalmente que sí, todos los templarios pronuncian los votos de pobreza, obediencia y castidad —repuso Arn—. Pero como se desprende de la cuarta línea y sigue en la línea quinta, el documento me libera de esos votos desde el mismo momento en que cesó mi servicio temporal.

Los dos obispos metieron de nuevo sus narices en la hoja de pergamino, buscaron el punto al que Arn había hecho referencia, volvieron a deletrearlo, se les iluminaron los rostros y asintieron con la cabeza. También parecían muy aliviados, algo que para Arn resultaba difícil de comprender.

—De modo que eres libre tanto para la propiedad como para el matrimonio —constató el arzobispo con un suspiro de satisfacción, enrolló con cuidado la hoja de pergamino y se la devolvió a Arn, que la recibió con una reverencia y la introdujo en la funda de cuero cilindrica—, Pero dime ahora, si retomases tu manto blanco, un derecho que de forma irrefutable te pertenece, ¿a quién obedecerías entonces? —preguntó el arzobispo—. He oído decir que los templarios no obedecen a nadie, ¿acaso es eso cierto?

—No, pero existe una pizca de verdad en vuestra suposición, Su Eminencia —respondió Arn, saboreando con placer este idioma que obedecía a cualquier giro del pensamiento—. Como templario obedezco, puesto que mi rango es de comendador de castillo, al Maestre de Jerusalén y al Gran Maestre de nuestra orden, y todos obedecemos al Santo Padre de Roma. Pero en ausencia de los hermanos más altos y en ausencia del Santo Padre, no obedezco a nadie, en ese sentido es cierta la suposición de Su Eminencia. Naturalmente, en el manto de los Folkung que ahora visto obedezco al rey de todos los godos y los svear, así como a mi linaje, tal y como es costumbre aquí, en el Norte, entre nosotros.

—En el mismo instante en que te colocases tu manto blanco serías inalcanzable a las órdenes de todos los de aquí en el Norte —resumió el arzobispo—. Desde luego es una condición bien excepcional.

—Una idea fascinante, Su Eminencia. Pero como el auténtico cristiano que soy de nuevo en mi tierra natal, no sería en absoluto propio de mí huir de vuestro poder cubriéndome con el manto de la invisibilidad, tal como se explica en los mitos griegos.

—¿Tu fidelidad es primero para con el reino de Dios y en segundo lugar para con tu linaje? —inquirió el arzobispo con una suave sonrisa aunque su rostro reflejaba astucia.

—Ese dualismo es una concepción completamente falsa de la diferencia entre lo espiritual y lo secular, no hay nada que pueda dominar jamás por encima de las leyes de Nuestro Padre Celestial —respondió Arn, escurridizo, un poco molesto por lo absurdo de la pregunta.

—Te expresas con una admirable elocuencia, Arn de Gothia —le elogió el arzobispo a la vez que escuchaba algo que Stenar de Växsjö le recordaba en susurros, y asintió con la cabeza a modo de afirmación—. Esta conversación se ha alargado tanto por el tono agradable como por su inesperado contenido —prosiguió el arzobispo—. Pero el tiempo apremia, ahí fuera hay almas que esperan y, por tanto, debemos ir ya al asunto que nos ocupa. El tiempo de penitencia te fue impuesto por haber pecado carnalmente con tu amada, Cecilia Algotsdotter, ¿es así?

—Así es —contestó Arn—. Y he cumplido mi pena al servicio del Ejército de Dios en Tierra Santa con sinceridad y honra hasta el último instante. Lo que quiero decir con ello, naturalmente, no es que soy un hombre libre de pecado, sólo que el pecado que me condujo a la penitencia ha sido purgado.

—Ésa es también nuestra opinión —dijo el arzobispo, algo forzado—. ¿Pero el amor a esta tal Cecilia fue lo que te mantuvo vivo y te dio fuerza durante todo este tiempo, al igual que su amor ardió con la misma intensa llama?

—En mis plegarias diarias a la Santa Virgen fue así, Su Eminencia —respondió Arn, un poco molesto al ver que ese arzobispo un tanto provinciano y rudo conocía hasta el más íntimo de sus secretos.

—¿Y todos los días le suplicaste a la Santa Virgen que te protegiese a ti, a tu amor por Cecilia y a vuestro hijo que ella dio a luz a raíz de vuestra unión pecaminosa? —continuó el arzobispo.

—Es cierto —respondió Arn—, De la manera que yo, con mi limitada capacidad de entendimiento, comprendo lo sucedido, la Santa Virgen escuchó mis plegarias, se ha dejado conmover, me ha dejado regresar ileso de los campos de batalla junto a mi amada, tal como yo había jurado que intentaría si no se me concedía morir como templario en bienaventuranza.

—Es precisamente este asunto el que debemos considerar con mucha atención —declaró el arzobispo—. Todos los días durante veinte años has podido morir y entrar en el paraíso, una prerrogativa especial de los templarios. Y, sin embargo, has regresado ileso a tu tierra natal. ¿No es ésta la prueba divina de la enorme gracia en la que os ha tenido Dios a ti y a Cecilia Algotsdotter? —preguntó el arzobispo despacio y en tono amable.

—El amor terrenal entre un hombre y una mujer debe tener su lugar entre los seres humanos y en su vida en la tierra, pues de la manera que las Sagradas Escrituras nos indican en varias ocasiones, no existe de forma necesaria un conflicto entre éste y el amor a Dios —replicó Arn, evasivo, pues era incapaz de ver la intención que había detrás del giro que había dado la conversación.

—Desde luego, ésa es también mi opinión —dijo el arzobispo, satisfecho—. En esta parte del reino de Dios en la tierra un poco bárbara, en esta Última Thule, las personas parecen tener tendencia a ignorar este milagro claramente inducido por Dios. Aquí, el sagrado matrimonio que Dios ha establecido se contrae por motivos muy diferentes del amor, ¿no es cierto?

—Sí, es innegable que ésa es nuestra tradición —admitió Arn—, Sin embargo, es mi convencimiento y creencia que a Cecilia Algotsdotter y a mí mismo se nos ha sido concedida la gracia del milagro del amor. También es mi convicción que la Santa Virgen, que de esta manera ha dejado que Su cara luzca sobre nosotros, ha querido demostrarnos algo con esto.

—Fe, esperanza y amor —murmuró el arzobispo, pensativo—. Aquel que jamás duda de su fe, aquel que jamás abandona la esperanza de que la Sagrada Virgen será bondadosa, será recompensado. En mi opinión, era eso lo que quería demostrarnos a todos. ¿Acaso no es ésa también tu opinión, Arn de Gothia?

—Sería poco propio de mí interpretar lo maravilloso que nos ha sucedido a ambos de manera diferente de la vuestra, Su Eminencia —reconoció Arn, cada vez más intrigado por los secretos conocimientos del arzobispo y por la benevolencia que éste irradiaba.

—Entonces sería en nuestra opinión… —empezó a decir el arzobispo, arrastrando un poco las palabras mientras miraba hacia el obispo Stenar, que asintió con la cabeza con aspecto de reflexionar con gran seriedad—, en nuestra opinión sería, por tanto, un grave pecado oponerse a la alta voluntad que la Madre de Dios y, en consecuencia, Dios nos ha manifestado en este asunto. ¡Ven, hijo mío, deja que te bendiga!

Arn se acercó de nuevo y se agachó apoyándose en una rodilla ante el arzobispo, que ordenó a uno de sus capellanes que le acercara un cuenco de plata con agua bendita.

—Yo te bendigo, Arn de Gothia, por la misericordia que has recibido, por haber vivido un milagro de amor para instruirnos a todos nosotros en la vida terrenal, en el nombre del Padre, del Hijo y de la Santa Virgen. Y que el rostro de Dios luzca sobre ti, que la Santa Virgen te acompañe con éxito y que pronto tú y tu amada Cecilia podáis cosechar la recompensa del Señor, que ambos con fe ardorosa habéis anhelado durante tanto tiempo. ¡Amén!

A lo largo de la bendición, el obispo había rozado la frente, los hombros y el corazón de Arn con el agua bendita.

Arn salió aturdido y confuso a la luz que ahora le golpeó con fuerza en los ojos, pues el sol ya se estaba poniendo en el oeste.

Intentó pensar con la mayor claridad posible acerca de lo que acababa de vivir mientras regresaba hacia el patio del castillo donde estaba seguro de que hallaría a su hermano en las carpas de cerveza.

No veía la benévola mano de Nuestra Señora detrás de lo sucedido, aunque coincidía con la voluntad de Ella. En su lugar veía la voluntad y la intención de seres humanos, pero no terminaba de comprender la relación entre las cosas, al igual que poco podía comprender cómo un sencillo obispo nórdico podía tener tan grandes conocimientos acerca de los secretos más profundos que albergaban Cecilia, Nuestra Señora y él mismo.

No volvió a ver a Cecilia hasta el gran banquete del concilio que tuvo lugar en el salón del castillo, donde un centenar de invitados se habían reunido poco después de la puesta del sol. Después de la cerveza de Navidad, los banquetes del consejo eran lo mejor que había en el castillo del rey.

Por orden de la reina Blanka se había levantado un arco de ramas entrelazadas en uno de los lados cortos de la gran mesa real, algo que hizo que las mujeres que entraban en la sala señalasen, susurrasen y riesen excitadas.

La sala se fue llenando siguiendo un orden establecido, de manera que los invitados de menos rango entraron primero y ocuparon todos los sitios de las mesas que rodeaban la mesa del rey. Podían surgir muchas quejas sobre este orden, pero los mayordomos del rey se encargaban de controlar que nadie se colocase en un lugar más importante que el que le correspondía.

Luego entraban los huéspedes, que se sentaban a la mesa del rey y que siempre solían llevar los ropajes más coloridos y vistosos, de modo que todo el mundo que ya estaba sentado estiraba el cuello para poder admirar toda esa pompa. O para quejarse de que algún vecino o enemigo había recibido el honor de ser huésped en la mesa del rey.

Arn se hallaba entre estos invitados, al igual que Harald, que aprovechó para quejarse a su amigo de que todavía no había sido recibido ni por el canciller ni por el rey, como si un pariente noruego no fuese lo suficientemente bueno. Arn le susurró que para eso había motivos que no tenían nada que ver con el honor de Harald, que habían sido discrepancias y duras palabras las que habían retrasado los acontecimientos.

En penúltimo lugar entraron los reyes con coronas doradas y el canciller, que también lucía corona. El rey y la reina vestían ropas extranjeras de lo más ostentosas que refulgían en todos los colores del arco iris y todos llevaban mantos azules con pieles de armiño, incluso los tres hijos del rey, que iban charlando entre ellos como si asistiesen a una comida cualquiera.

Cuando los reyes se hubieron sentado entró el séquito del arzobispo, en el que la pompa de los ropajes no era mucho menor que la de los reyes. Primero el arzobispo bendijo a la familia real y luego se sentaron él y el resto de los obispos.

Arn vio a Cecilia sentada a lo lejos e intentó captar su mirada pero era como si ella se escondiese entre las doncellas con las que estaba y no se atreviese a mirar en su dirección.

Cuando todos los sitios estuvieron ocupados, a excepción de aquellos dos en el lado corto de la mesa del rey que estaban decorados con ramas como para parejas de prometidos, de repente la reina se levantó y alzó dos ramas de árbol sobre su cabeza, una de abedul y la otra de serbal. Un esperanzado murmullo se apoderó de golpe de la sala y la reina empezó a caminar por la estancia con las dos ramas en las manos que, a modo de broma, acercaba a unos y a otros para luego retirarlas con rapidez en cuanto una mano se alargaba para cogerlas. Esta representación divirtió a todo el mundo y pronto surgieron encendidas conjeturas acerca de cómo terminaría el espectáculo.

Cuando la reina se detuvo en el sitio de Cecilia Rosa que, sonrojada, clavaba la mirada en la mesa, la gente comprendió al menos la mitad de la historia y los gritos de alegría y las felicitaciones se derramaron sobre Cecilia cuando con la cabeza gacha recibió la rama de abedul y siguió a la reina hasta el sitio adornado.

De nuevo brotó un murmullo esperanzado cuando la reina elevó la rama de serbal sobre su cabeza y empezó a caminar a lo largo de la mesa del rey. Cuando se detuvo al lado de Arn, ese Arn a quien todo el mundo conocía por su reputación aunque pocos habían tenido tiempo de darle la mano, el eco de las ovaciones subió por las paredes de piedra decoradas con banderines de los Erik con coronas doradas sobre fondo azul.

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