Refugio del viento (34 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: Refugio del viento
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Cuando Evan terminó, se levantó y apartó el cuenco y los paños. Maris se sintió ahogada de impaciencia.

¿Puedo caminar? —preguntó. Evan la miró, sonriendo.

¿Puedes?

El corazón de la alada se elevó ante el desafío. Se sentó, deslizando las piernas hasta el borde de la cama. S'Rella se ofreció como apoyo, pero Maris negó con la cabeza y apartó a su amiga.

Se irguió. Sobre los pies, sin apoyo alguno. Pero algo no iba bien. Se sentía insegura, mareada. No dijo nada, pero su rostro la traicionó.

Evan y S'Rella se acercaron.

—¿Sucede algo? —preguntó Evan.

—Debo de haberme levantado demasiado de prisa.

Estaba sudando, temía moverse por miedo a caer o a desmayarse.

—Tómatelo con calma —dijo Evan—. No hay prisa.

La voz del curandero era cálida y alentadora. La sostuvo por el brazo sano. S'Rella le ofreció su apoyo por la izquierda. Esta vez, Maris no los apartó ni intentó moverse sola.

—Un paso cada vez —dijo Evan.

Apoyándose en sus hombros, guiada por ellos, Maris dio sus primeros pasos. Todavía se sentía mareada y extrañamente desorientada, pero triunfante. ¡Las piernas volvían a funcionarle!

—¿Puedo intentarlo sola? —No veo por qué no.

Maris dio un primer paso sin apoyo, luego el segundo. Recuperó los ánimos. ¡Era muy sencillo! Tenía las piernas tan firmes corno siempre. Intentó ignorar la incomodidad que sentía en el estómago, y dio un tercer paso. La habitación pareció balancearse de un lado al otro.

Agitó las manos y se tambaleó, buscando el nivel del suelo en la cambiante habitación. Evan la sostuvo.

—¡No! —gritó—. ¡Puedo hacerlo! La ayudó a enderezarse. —Déjame, por favor.

Maris se acercó al rostro una mano temblorosa y miró a su alrededor. La habitación estaba inmóvil y tranquila, el suelo tan sólido como siempre. Las piernas la sostenían con firmeza. Respiró profundamente y volvió a caminar.

El suelo se deslizó bruscamente bajo sus pies, y le habría golpeado en el rostro de no haberla sostenido Evan.

—Pásame la palangana, S'Rella.

—Estoy bien… Puedo caminar… Déjame…

Pero no pudo seguir hablando, porque tuvo que vomitar. Afortunadamente, S'Rella sostenía la palangana ante su rostro.

A continuación, todavía temblorosa, pero ya un poco recuperada, Maris caminó de vuelta hacia la cama, apoyándose en Evan.

—¿Qué es lo que va mal? —preguntó con voz entrecortada. Evan negó con la cabeza, pero parecía incómodo.

—Quizá hayas empezado a esforzarte demasiado pronto —dijo dando media vuelta—. Tengo que atender a un niño con cólicos. Estaré de vuelta antes de una hora. No intentes levantarte hasta mi regreso.

Cuando Evan le quitó las tablillas del brazo. Maris estaba entusiasmada. El hueso parecía perfectamente soldado, fuerte, sin ninguna lesión permanente. Sabía que tendría que ejercitarlo mucho para devolver a los músculos el vigor que requería el vuelo, pero la idea de largas y duras horas de ejercicios la atraía más de lo que la asustaba, sobre todo después de tanto tiempo de inactividad forzosa.

S'Rella anunció demasiado pronto que debía marcharse. El Señor de Thayos había enviado un corredor.

—Tiene un mensaje urgente para Arren Norte —dijo a Maris y a Evan con una mueca de disgusto—. Y todos sus alados están en otras misiones. De todos modos, ya es hora de que me marche. Tengo que volverá Veleth.

Estaban reunidos alrededor de la áspera mesa de madera, en la cocina de Evan, bebiendo té y comiendo pan con mantequilla, como si fuera un desayuno de despedida. Maris extendió la mano por encima de la mesa y cogió la de S'Rella.

—Te echaré de menos, pero me alegra que hayas venido.

—Volveré en cuanto pueda —dijo S'Rella—, aunque sospecho que me mantendrán ocupada. De todos modos, haré correr la voz de que te has recuperado. Tus amigos se alegrarán de saberlo.

—Maris todavía no se ha recobrado del todo —dijo Evan.

—¡Oh!, sólo es cuestión de tiempo —replicó alegremente Maris—. Para cuando la gente se entere, ya estaré volando de nuevo. —No entendía la razón del tono lúgubre de Evan. Había esperado que se alegrara con ella cuando quitaron las tablillas del brazo—. Hasta es posible que nos encontremos en el cielo, antes de que vuelvas.

Evan miró a S'Rella.

—Te acompañaré hasta el camino —ofreció.

—No te molestes, ya sé donde es.

—Me gustaría acompañarte.

Maris se tensó al oír algo indefinido en la voz del curandero.

—Díselo aquí —dijo con voz sosegada—. Sea lo que sea, yo también debería saberlo.

—Nunca te he mentido, Maris —suspiró Evan. Sus hombros se estremecieron. De pronto, la alada le vio como un anciano. Se recostó en la silla y la miró directamente al rostro—. ¿No te has preguntado nada acerca del vértigo que sientes cuando te levantas, te sientas o te das media vuelta bruscamente?

—Todavía estoy débil. Debo tener cuidado, eso es todo —dijo Maris a la defensiva—. Tengo las extremidades bien.

—Sí, sí, las piernas y el brazo no me preocupan. Pero hay algo más que está mal, algo que no puedo arreglar, entablillar ni curar. Creo que te sucedió algo cuando te golpeaste la cabeza. Tienes una lesión en el cerebro. Algo que afecta a tu sentido del equilibrio, a tus percepciones, quizá a tu visión. No sé exactamente qué. Entiendo muy poco del tema, nadie entiende…

—No me pasa nada —dijo Maris con voz razonable—. Al principio estaba débil y mareada, pero voy mejorando. Ahora ya puedo caminar. Tienes que admitirlo. Mejoraré más todavía y volveré a volar.

—Has conseguido acostumbrarte, compensarlo. Nada más. Tienes mal el sentido del equilibrio. Probablemente aprendas a adaptarte a la vida en tierra. Pero a volar… Necesitas equilibrio para moverte en el aire, y puede que no lo tengas en absoluto. Y no creo que puedas aprender a volar sin él. Hay demasiadas cosas que dependen del equilibrio.

—¿Qué sabes tú acerca de volar? ¿Cómo puedes decirme tú lo que necesito?

La voz de Maris era fría y dura como el hielo.

—Maris —susurró S'Rella.

Intentó tomar la mano de su amiga, pero ella la rechazó.

—No te creo. No tengo nada que no pueda curarse. Volveré a volar. Estoy un poco mareada, nada más. ¿Por qué voy a pensar en lo peor? ¿Por qué?

Inmóvil en su silla, Evan meditaba. Luego se levantó, se acercó a una esquina de la habitación, la que daba a la puerta de atrás, donde se almacenaba la leña. Entre los troncos y las ramitas había unos tablones largos y delgados que el curandero había cortado para entablillamientos. Cogió uno de un par de metros de largo, quince centímetros de ancho y cinco de grosor, y lo depositó en el suelo de madera de la cocina.

Se irguió y miró a Maris.

—¿Puedes caminar sobre esto?

Maris alzó las cejas en gesto de burlona sorpresa. Tenía el estómago absurdamente tenso por los nervios. Claro que podía hacerlo. Era imposible que fracasara en semejante prueba.

Se levantó de la silla, apoyando una mano en el respaldo de madera. Caminó con calma, no demasiado lentamente. El suelo no resbaló ni se retorció bajo sus pies como el primer día. Su sentido del equilibrio estaba perfectamente, por supuesto. Al nivel del suelo, no podría caerse. No desde una altura de cinco centímetros.

—¿Tengo que saltar a la pata coja?

—Limítate a caminar por encima, con normalidad.

Maris pisó el tablero. No era lo bastante ancho como para estar de pie normalmente, con los pies uno al lado del otro, así que dio otro paso sin pensarlo. Recordaba los senderos de los acantilados por los que había pasado cuando era niña. Algunos eran más estrechos que aquella tabla.

La tabla se onduló y cambió bajo sus pies. Muy a su pesar, Maris gritó al sentir que caía hacia un lado. Evan la sostuvo.

—¡Has movido la tabla! —gritó, repentinamente furiosa. Pero las palabras sonaron infantiles, malhumoradas. Evan se limitó a mirarla. Maris intentó controlarse—. Lo siento. Déjame volver a intentarlo.

Evan la soltó en silencio, y se apartó.

Maris volvió a caminar sobre el tablón, esta vez tensa, y dio tres pasos. Empezó a tambalearse. Pisó el suelo con un pie. Dejó escapar una maldición, recuperó la postura, dio otro paso y la tabla volvió a moverse. La alada falló de nuevo. Puso el pie en la tabla y dio otro paso adelante, dando un bandazo hacia un lado. Cayó.

Esta vez, Evan no la sostuvo. Golpeó el suelo con las manos y las rodillas. Cuando se levantó, la cabeza le daba vueltas por el esfuerzo.

—Ya basta, Maris.

Evan la apartó de la traicionera plancha con manos firmes y gentiles. Maris oyó a S'Rella sollozando en silencio.

—De acuerdo —dijo Maris, intentando que en la voz no se le reflejara la angustia—. Hay algo que sigue sin curarse. De acuerdo. Lo admito. Pero todavía no me he recuperado del todo. Dadme tiempo. Me pondré bien. Volveré a volar.

A la mañana siguiente, Maris empezó a ejercitarse en serio. Evan le proporcionó un juego de pesas de piedra, y las utilizó con regularidad. Descubrió que los dos brazos se le habían debilitado terriblemente durante el período de postración forzosa, no sólo el herido.

Decidida a volar lo antes posible, Maris hizo llevar las alas al herrero del Señor de la Tierra para que las arreglase. La mujer estaba muy ocupada con los preparativos para la inminente guerra, pero la petición de un alado nunca se ignoraba; prometió tener los montantes enderezados y arreglados en menos de una semana. Cumplió su palabra.

Maris repasó cuidadosamente las alas el día que se las devolvieron, plegando y desplegando los montantes uno a uno, revisando el material y comprobando que todo estuviera tenso y bien encajado. Sus manos se dedicaron a la tarea como si nunca hubieran dejado de hacerlo. Eran las manos de una alada, y no había nada en el mundo que supieran hacer mejor que cuidar un par de alas. Maris casi se sintió tentada de ponérselas y recorrer el camino que la separaba del risco de los alados. Casi, pero no del todo. Pensó que todavía no había recuperado el sentido del equilibrio, aunque cada vez se sentía más segura de pie. Cada noche se sometía a escondidas a la prueba de la tabla. Aún no la había superado, pero mejoraba sensiblemente. No estaba preparada para ponerse las alas, pero lo estaría pronto. Muy pronto.

Cuando no estaba ejercitándose, paseaba con Evan por el bosque, mientras él buscaba hierbas o se dirigía a atender a otros pacientes. Evan le enseñaba los nombres de las plantas que utilizaba en su trabajo, para qué servía cada una y cuándo debía utilizarse. También enseñó a Maris a identificar a toda clase de animales. Las bestias de los fríos bosques Occidentales no se parecían en nada a las que habitaban los civilizados y familiares bosques de Amberly Menor. A Maris le parecieron fascinantes. Evan se sentía tan cómodo entre los árboles que las criaturas no le temían. Extraños cuervos blancos de ojos escarlata aceptaban migas de pan de sus manos. Conocía las ocultas entradas a las madrigueras de los animales, túneles que se ramificaban como colmenas por toda la zona. En una ocasión, la tomó de la mano para señalarle un alcaudón encapuchado que se deslizaba sensualmente de rama en rama, persiguiendo a alguna presa.

Maris le contó historias de sus aventuras por el cielo y en otras islas. Llevaba más de cuarenta años volando, y tenía la mente llena de maravillas. Le habló de su vida en Amberly Menor, de Ciudad Tormenta con sus molinos, de los enormes glaciales blanquiazules de Artellia y de las montañas de fuego de Las Brasas. Le mencionó la soledad de las Islas Exteriores, que luchaban hacia el Este contra el Océano Infinito, y de la camaradería que reinaba en el
Nido de Águilas
antes de que los alados se dividieran en diferentes facciones.

Ninguno de los dos mencionaba nunca aquello que los separaba. Evan no contradecía a Maris cuando ella hablaba de volar, ni mencionaba la invisible lesión cerebral. El tema era una zona de arenas movedizas del tamaño de una tabla de madera, en la que ni Evan ni Maris deseaban poner el pie.

Un día, al salir de casa del curandero, Maris le retuvo para que no se internara más en el bosque.

—Todos esos árboles me dan la sensación de que sigo dentro de casa —se quejó—. Necesito ver el cielo, oler a limpio, tener aire a mi alrededor. ¿Está muy lejos el mar?

Evan hizo un gesto hacia el Norte.

—A unos dos kilómetros en esa dirección. Desde aquí se ve dónde empiezan a escasear los árboles.

Maris sonrió.

Pareces incómodo. ¿Te sientes mal si no tienes árboles alrededor? Si no puedes soportarlo, no es necesario que vengas. Pero no entiendo cómo te las arreglas para respirar en este bosque. Todo está en penumbra, y demasiado cerca. Sólo se huele a fango, a podredumbre y a moho.

Olores maravillosos todos ellos —replicó Evan, devolviéndole la sonrisa—. El mar es demasiado grande, y está demasiado vacío para mi gusto. Estoy mejor en casa o en el bosque.

¡Qué diferentes somos tú y yo, Evan! —sonrió, Maris, rozándole el brazo. En cierto modo, el contraste la complacía. Echó la cabeza hacia atrás y aspiró profundamente —. Sí, ya huelo a mar.

—También lo puedes oler desde la puerta de casa. En todo Thayos huele a mar —señaló Evan.

—Pero el bosque lo disfraza.

Maris sentía que se le aligeraba el corazón a medida que los árboles se distanciaban más y más entre ellos. Toda su vida había transcurrido junto al mar o por encima de él. Todas las mañanas, en casa de Evan, advertía su ausencia. Echaba de menos el batir de las olas y el fuerte sabor de la sal. Pero, más que nada, echaba de menos la visión de la vasta inmensidad gris, bajo un cielo igualmente inmenso y turbulento.

Los árboles desaparecieron bruscamente para dejar paso a los acantilados rocosos. Maris echó a correr. Se detuvo al borde, jadeando, mirando el mar y el cielo.

El cielo era de color índigo, y las nubes grises lo surcaban velozmente. A la altura que se encontraba Maris, el viento era relativamente débil pero, por el paciente vuelo circular de dos milanos, la alada intuía que se podía volar. Quizá no fuese un día apropiado para llevar mensajes urgentes, pero sí para jugar, hacer cabriolas, zambullirse y reír en el aire frío.

Oyó a Evan acercarse.

—Tienes que reconocer que es hermoso —le dijo sin volverse.

Dio otro paso en dirección al borde, miró hacia abajo… Y sintió que el mundo se hundía a sus pies.

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