Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
—Iba a pedirte consejo sobre eso —respondió Sena, levantando la cabeza del remiendo—. Había pensado en cuatro, quizá en cinco.
—S'Rella, por supuesto —dijo Maris pensativa. Su opinión influiría en Sena, y el aval de la maestra era de importancia vital para los futuros alados. Sólo aquellos que se ganaban su aprobación tenían derecho a lanzar un desafío—. Y también Damen. Son los mejores. Luego… ¿Sher y Leya, quizá? ¿O Liane?
—Sher y Leya —asintió Sena—. Tengo que avalar a los dos o a ninguno. Ya será un gran logro convencerles de que no desafíen a la misma persona para una carrera en equipo.
Maris se echó a reír. Sher y Leya eran dos de los aspirantes más jóvenes, amigos inseparables. Tenían talento y entusiasmo, aunque se cansaban con facilidad y se les podía desconcertar con lo inesperado. Muchas veces se había preguntado si su constante compañía les daba fuerzas o simplemente reforzaba los fallos que tenían en común.
—¿Crees que pueden ganar?
—No —dijo Sena sin levantar la vista—. Pero ya tienen edad suficiente para intentarlo y perder. La experiencia les vendrá bien. Les calmará los ánimos. Si sus sueños no pueden resistir una derrota, nunca serán alados.
Maris asintió.
—Entonces, ¿la duda está en Liane?
—No avalaré a Liane —afirmó Sena—. No está preparado. No sé si llegará a estarlo.
Maris se sorprendió.
—Le he visto volar —dijo—. Es fuerte, y a veces vuela sorprendentemente bien. Estoy de acuerdo en que es muy variable, pero cuando lo hace bien es mejor que S'Rella y Damen juntos. Podría ser tu mejor esperanza.
—Es posible —convino Sena—, pero no le avalaré. Una semana vuela como un halcón, y a la siguiente da tumbos como un chiquillo al que dejan en el aire por primera vez. No, Maris. Quiero ganar, pero una victoria sería lo peor que podría pasarle a Liane. Apostaría a que no viviría ni un año. Él cielo no es un lugar seguro para aquellos cuyas habilidades dependen de un estado de ánimo.
Maris asintió de mala gana.
—Quizá sea lo mejor —asintió—. Pero, entonces, ¿en quién has pensado en quinto lugar?
—Kerr —dijo Sena.
Dejó la aguja de hueso a un lado y examinó la camisa que había estado zurciendo. Luego la extendió sobre la mesa y se echó hacia atrás en el asiento para mirar a Maris con el ojo sano.
—¿Kerr? Es un encanto, pero se pone nervioso y no coordina bien los movimientos. Además, tiene un exceso de peso, y los brazos demasiado débiles. Es inútil avalar a Kerr, al menos este año. Dentro de unos cuantos, quizá…
—Sus padres quieren que compita este año —dijo Sena débilmente—. Dicen que ya ha perdido dos años. Tienen una mina de cobre en Pequeña Shotan, y están ansiosos de que Kerr consiga unas alas. Financian generosamente la academia.
—Ya veo —murmuró Maris.
—El año pasado, les dije que no —siguió Sena—. Pero ahora no estoy tan segura de mí misma. Si este año no conseguimos una victoria, puede que la academia pierda el apoyo de los Señores de la Tierra. Entonces, necesitaremos financiadores ricos que se interpongan entre nosotros y el cierre. Quizá lo mejor para todos sea tenerlos contentos.
—Comprendo —asintió Maris—, aunque no lo apruebo por completo. Pero supongo que es inevitable. Y a Kerr no le hará daño perder. A veces, parece que disfruta haciendo el payaso.
Sena gruñó.
—Sé que debo hacerlo, pero no me gusta. Esperaba que me convencieras de lo contrario.
—No —dijo Maris—. Sobreestimas mi elocuencia. Pero te daré algunos consejos. En las semanas que quedan, reserva las alas para los que lanzarán los desafíos. Necesitan entrenamiento. Que los otros hagan ejercicio y aprendan en tierra.
—Es lo que he hecho otros años —asintió Sena—. También hacen carreras entre ellos. Me gustaría que tú también compitieras, aunque sólo sea para enseñarles a perder. S'Rella desafió el año pasado, y Damen ya ha perdido dos veces, pero los demás necesitan la experiencia. Sher…
—¡Sena, Maris, venid, de prisa! —El grito llegó desde el vestíbulo, y un Kerr sin aliento apareció en la puerta—. La Señora de la Tierra ha enviado a alguien, necesitan un alado, son…
Se detuvo sudando, atragantándose con las palabras. —Ve con él, rápido —urgió Sena a Maris—. Os alcanzaré en cuanto pueda.
El forastero que esperaba en la sala de estar también sudaba. Venía corriendo desde la torre de la Señora de la Tierra. Pero consiguió explicarse.
—¿Eres tú la alada?
Era joven y estaba muy nervioso. Miraba a su alrededor como un pájaro en la jaula.
Maris asintió.
—Tienes que volar a Shotan. Por favor. Di a su curandero que venga. La Señora de la Tierra me dijo que te lo pidiera. Mi hermano está enfermo. Una herida en la cabeza. Tiene la pierna rota… Muy mal, se le ve el hueso… Y no me quiere decir qué he de hacer para arreglársela, o para calmarle la fiebre. De prisa, por favor.
—¿No hay curanderos en Colmillo de Mar? —preguntó Maris.
—El curandero es su hermano —explicó Damen, un joven nativo de la isla.
—¿Cómo se llama el curandero de Gran Shotan? —preguntó Maris en el momento en que Sena entraba en la habitación, cojeando.
La anciana se hizo cargo rápidamente de la situación, y tomó el mando.
—Hay varios —dijo.
—De prisa —rogó el forastero—. Mi hermano puede morir.
—No creo que muera por haberse roto una pierna —empezó Maris.
Pero Sena la hizo callar con un gesto.
—Pues eres tonta —casi gritó el joven—. Tiene fiebre. Delira. Se cayó por el acantilado mientras buscaba huevos de milano, y se quedó allí casi todo un día antes de que le encontrara. Por favor.
—Hay una curandera en el lado más cercano. Se llama Fila —dijo Sena—. Es una anciana extravagante que no quiere viajar por mar, pero su hija vive con ella y conoce las artes. Si no puede venir, te dará el nombre de otro que pueda. No pierdas el tiempo en Ciudad Tormenta, los curanderos de allí querrán sentir el peso del metal antes de ponerse a recoger hierbas. Luego detente en la Plataforma Sur y di al capitán del barco que hace el trayecto entre las islas que tiene que esperar a un pasajero importante.
—Iré en seguida —dijo Maris, dirigiendo sólo una breve mirada al puchero de estofado que humeaba en el fuego. Tenía hambre, pero eso podía esperar—. S'Rella, Kerr, venid a ayudarme con las alas.
—Gracias —murmuró el forastero.
Pero Maris y los estudiantes ya se habían marchado.
La tormenta se había desencadenado por fin en el exterior. Maris dio gracias por su suerte y voló directamente, a través del salado canal, muy pocos metros por encima de las olas. Volar tan bajo era peligroso, pero no tenía tiempo para intentar ganar altura y de todos modos, las escilas no solían acercarse tanto a tierra. Fue un vuelo corto. Encontró fácilmente a Fila, pero, como predijera Sena, la mujer no quiso acudir.
—Las aguas me marean —dijo bruscamente—. Y ese chico de Colmillo de Mar se cree mejor que yo. Siempre lo ha pensado, el joven idiota, y ahora acude a mí, llorándome para que le ayude.
Pero su hija se disculpó en su nombre y se apresuró para tomar el barco que la esperaba.
En el camino de vuelta, Maris se permitió a sí misma disfrutar de la sensual caricia de los vientos, como para disculparse de lo rudamente que los había utilizado para llegar a Gran Shotan. Las nubes de tormenta habían desaparecido. El sol brillaba sobre las aguas, y el arco iris se extendía sobre el cielo del este. Maris fue a su encuentro, remontándose con una corriente de aire cálido que se elevaba desde Shotan, asustando a una bandada de aves veraniegas cuando se acercó a ellas desde abajo. Cuando los pajarillos se dispersaron, confusos, se echó a reír. Su cuerpo respondía por puro instinto y costumbre a las sutiles exigencias de los vientos. Iban en todas direcciones, algunos hacia Colmillo de Mar, otros hacia Eggland o Gran Shotan, algunos en dirección al mar abierto. Y, mucho más lejos, vio… Entrecerró los ojos para asegurarse. ¿Una escila, sacando el largo cuello del agua para atrapar a algún pajarillo desprevenido? No, había varias formas. Una manada de tigres marinos. O barcos.
Trazó un círculo y planeó sobre el océano, dejando las islas tras ella, y muy pronto estuvo segura. Cinco barcos navegando juntos. Cuando el viento la acercó lo suficiente, pudo ver también los colores, la desvaída pintura de las velas de lona, las banderas ondeando en lo alto, los cascos negros. Los barcos locales eran menos sombríos. Éstos habían recorrido un largo camino. Una flotilla mercante del Archipiélago Oriental.
Voló bajo para ver a la tripulación trabajar cambiando las velas y luchando desesperadamente por seguir captando el viento adecuado. Algunos miraron hacia arriba, gritaron y la saludaron con las manos, pero la mayoría siguieron concentrados en el trabajo. Navegar por los mares abiertos de Windhaven era siempre peligroso, y durante muchos meses del año las tormentas hacían completamente imposible navegar entre grupos distantes de islas. Para Maris el viento era un amante, pero para los marineros era un asesino sonriente, que se fingía amistoso sólo para tener oportunidad de desgarrar una vela o reducir un barco a astillas contra una roca oculta. Un barco era demasiado grande para jugar a los juegos de los alados. En el mar, un barco estaba siempre dispuesto a la batalla.
Pero estos barcos ya estaban casi a salvo. La tormenta había pasado, anochecería antes de que se desencadenase otra sobre ellos. Aquella noche habría fiesta en Ciudad Tormenta. La llegada de una flotilla mercante oriental de aquel tamaño siempre era un acontecimiento. Una tercera parte de los barcos que intentaban hacer el peligroso viaje se perdían en el océano. Maris calculó que la flota llegaría a puerto en menos de una hora, a juzgar por su situación y la fuerza de los vientos. Describió otro círculo para confirmar su propia gracia y libertad en los cielos, en comparación con los esfuerzos de los marineros, y decidió llevar la noticia a Gran Shotan en vez de regresar inmediatamente a Colmillo de Mar. Incluso podría esperar. Sentía curiosidad por saber qué carga y qué noticias traían.
Maris bebió demasiado vino en la tumultuosa taberna del muelle. La obligaron el resto de los clientes, encantados con la que fue la primera en llevarles noticias de la flota. Ahora todo el mundo se había congregado en el puerto, bebiendo, brindando y especulando sobre lo que traerían los comerciantes.
Cuando surgió el grito —primero una voz, luego muchas— de que los barcos estaban atracando, Maris se levantó sólo para tropezar, sin equilibrio, mareada por el vino. Se habría caído, pero la aglomeración de cuerpos a su alrededor la empujó hacia la puerta, la mantuvo en pie y la arrastró.
En el exterior todo era desorganización y ruido, y por un momento Maris se preguntó si había estado acertada al quedarse. No se podía ver ni aprender nada entre aquella multitud emocionada y jaranera. Se encogió de hombros y, poco a poco, fue saliendo del tumulto, para ir a sentarse en un barril caído. Conseguiría lo mismo quedándose allí y manteniendo los ojos abiertos para localizar a algún tripulante del barco que pudiera darle noticias. Se apoyó contra un suave muro de piedra, cruzó los brazos y esperó.
Despertó bruscamente, molesta porque alguien no dejaba de sacudirla por los hombros. Parpadeó varias veces, mirando el rostro del desconocido.
—¿Eres Maris? —preguntó éste—. ¿Maris, la alada? ¿Maris de Amberly Menor?
Era un joven con el rostro severo y recio de un asceta. Una cara reservada que no dejaba entrever nada. En un rostro como aquél, los ojos resultaban sorprendentes: grandes, oscuros, transparentes. Tenía el pelo color rojizo echado hacia atrás desde una amplia frente, y anudado en la nuca.
—Sí —respondió, irguiéndose—. Soy Maris. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Debo de haberme quedado dormida.
—Debes —replicó, inexpresivo—. He llegado en el barco. Me han dicho que hable contigo. Pensé que habías venido a recibirme.
—¡Oh! —Maris echó un vistazo a su alrededor. La multitud había empezado a dispersarse. El muelle estaba vacío a excepción de un grupo de mercaderes que charlaban y los descargadores de la tripulación, que bajaban de los barcos balas de tejido—. Me senté aquí a esperar —murmuró—. Supongo que se me cerraron los ojos. Anoche no dormí demasiado.
Había algo en él que le resultaba familiar, pensó Maris, confusa. Le miró más atentamente. Llevaba ropas cortadas al estilo oriental, pero sencillas. Tejido gris sin adornos, grueso y cálido, con una capucha a la espalda. Llevaba una bolsa de lona colgada de un brazo, y un cuchillo en una funda de piel le pendía de la cintura.
—¿Has dicho que venías en el barco? —preguntó—. Perdona, pero estoy medio dormida. ¿Dónde están los otros marineros?
—Los marineros estarán comiendo o bebiendo, y los mercaderes regateando, supongo —respondió—. Ha sido un viaje difícil. Perdimos un barco durante una tormenta, aunque se pudo rescatar a todos los tripulantes excepto a dos. Después de eso, el viaje no fue muy cómodo, éramos demasiados. Los marineros se han alegrado de llegar a tierra. —Hizo una pausa—. De todos modos, yo no soy un marinero. Lo siento, cometí un error. No creo que hayas venido a recibirme.
Se dio la vuelta para marcharse.
De pronto, Maris comprendió quién era el joven.
—¡Claro! —exclamó—. Debes de ser el alumno, el que viene de Hogar del Aire. —El joven se giró hacia ella—. Lo siento —siguió Maris—, me había olvidado de ti.
Se bajó del barril.
—Me llamo Val —dijo él, como si esperase que el nombre significara algo para la alada—. Val de Arren Sur.
—Bien —respondió Maris—. Ya conoces mi nombre. Estoy segura de que…
El joven se cambió la bolsa de mano, intranquilo. Tenía los músculos tensos alrededor de la boca.
—También me llaman Un-Ala.
Maris no dijo nada, pero su rostro la traicionó.
—Veo que me conoces, después de todo —señaló él bruscamente.
—He oído hablar de ti —admitió Maris—. ¿Piensas presentarte a la competición?
—Pienso volar —replicó Val—. Llevo cuatro años trabajando para ello.
—Ya veo —dijo Maris fríamente. Miró hacia el cielo, ignorando al joven. Estaba anocheciendo—. Tengo que volver a Colmillo de Mar —le dijo—. Deben de pensar que me he caído al océano. Les comunicaré que has llegado.
—¿No quieres hablar con la capitana? —preguntó, sarcástico—. Está en la taberna, contando historias a un montón de crédulos.