Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
Boqueó intentando recuperar el aliento, buscando algo sólido, pero caía, caía, caía, y ni siquiera los brazos de Evan, que la sostenían con firmeza, podían devolverla a terreno firme.
Al día siguiente, hubo tormenta. Maris pasó el día en la casa, inmersa en la depresión, pensando en lo que había sucedido junto al acantilado. No hizo ejercicio. Comió sin ganas, y tuvo que obligarse a sí misma a repasar las alas. Evan la miraba en silencio, a menudo con el ceño fruncido.
Seguía lloviendo un día después, pero lo peor de la tormenta ya había pasado, y la lluvia caía con menos fuerza. Evan dijo que tenía que marcharse.
—Necesito algunas cosas de Thayos. Hierbas que no crecen aquí. Tengo entendido que llegó un comerciante la semana pasada. Necesito hacer provisiones.
—Claro —dijo Maris con voz átona.
Aunque no había hecho nada en toda la mañana, a excepción de desayunar, se sentía cansada. Se sentía vieja.
—¿No quieres venir conmigo? Todavía no has visto la ciudad. —No. No me apetece. Pasaré el día en casa.
Evan frunció el entrecejo. Pero, de todo modos, se puso la capa para protegerse de la lluvia.
—Como quieras. Volveré antes de que anochezca.
Pero ya la noche estaba avanzada cuando el curandero regresó por fin, cargado con una cesta llena de tarros de hierbas. La lluvia había cesado, y Maris estaba preocupada por él desde que empezó a oscurecer.
—Llegas tarde —le dijo cuando entró, sacudiéndose la lluvia de la capa—. ¿Estás bien?
Sonreía. Maris nunca le había visto tan feliz.
—Traigo noticias, buenas noticias. Todo el mundo en el puerto estaba alborozado. No habrá guerra. ¡Los Señores de Thayos y Thrane han acordado reunirse en esa maldita reca para hacer un trato sobre los derechos de explotación!
—No habrá guerra —repitió Maris, como en un sueño—. Vaya, vaya. Qué raro. ¿Cómo ha sido eso?
Evan encendió el fuego y empezó a preparar un poco de té.
—¡Oh!, tenía que suceder. Tya volvió de otra misión sin haber conseguido nada. Nuestro Señor de la Tierra fue rechazado en todas partes y, sin aliados, no se siente lo bastante fuerte como para hacer valer sus reclamaciones. Me han dicho que está furioso, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Nada. Así que envió a Jem para llevar un mensaje a Thrane, concertando una reunión para llegar a un acuerdo. Cualquier cosa es mejor que nada. Yo pensaba que encontraría apoyo en Cheslyn o en Thrynel, sobre todo si ofrecía parte del hierro a cambio. Y la verdad es que los Arrens y Thrane nunca se han llevado bien… —Evan lanzó una carcajada—. ¡Ah! ¿Qué importa eso ahora? Ya no habrá guerra. En Puerto Thayos, todos estaban tan aliviados… Bueno, a excepción de unos cuantos guardianes, que esperaban aumentar el peso de sus bolsas con un poco de hierro. Todo el mundo lo está celebrando. Y nosotros vamos a hacer lo mismo.
Rebuscó en la cesta, entre los frascos de hierbas, y sacó un enorme pez luna.
—Se me ocurrió que un poco de pescado podría animarte. Sé de una receta para cocinarlo con semillas y nueces amargas que hará que te cante la lengua.
Cogió un cuchillo de hueso y empezó a trocear el pescado, silbando alegremente mientras trabajaba. El buen humor del curandero era tan contagioso que Maris se descubrió sonriendo como él.
Alguien llamó a la puerta con un golpe fuerte y seco.
Evan levantó la cabeza, malhumorado.
—Debe de tratarse de una emergencia —dijo con una imprecación—. Abre tú, si no te importa. Tengo las manos sucias de pescado.
La chica que estaba ante la puerta vestía un uniforme verde oscuro, adornado con pieles grises. Era una protectora, una de las corredoras del Señor de la Tierra.
—¿Maris de Amberly Menor? —preguntó.
—Sí.
—El Señor de Thayos te envía sus saludos y te invita a honrar su mesa asistiendo a una cena mañana por la noche, junto con el curandero Evan. Si tu salud lo permite, claro.
—Mi salud lo permite —respondió bruscamente Maris—. ¿Por qué somos acreedores de tanto honor, y tan repentinamente, niña?
La corredera poseía una solemnidad poco acorde a sus escasos años.
—El Señor de la Tierra honra a todos los alados. Vuestra lesión, acaecida bajo su servicio, ha pesado gravemente sobre él. Desea mostrar su gratitud a todos los alados que han volado para Thayos, aunque sea brevemente, durante la crisis por la que acabamos de pasar.
—¡Oh! —dijo Maris. Seguía sin estar convencida. El Señor de Thayos no le había parecido persona propensa a sentir ni mostrar gratitud—. ¿Eso es todo?
La chica titubeó. El desparpajo la había abandonado, y Maris se dio cuenta de que era muy joven.
—No es parte del mensaje, alada, pero…
—¿Sí? —la animó Maris.
Evan había dejado el trabajo para ponerse detrás de ella.
—Esta tarde, a última hora, llegó una alada con un mensaje sólo para los oídos del Señor. Éste la recibió en sus habitaciones privadas. Era del Archipiélago Occidental, creo. Viste de manera rara, y lleva el pelo muy corto.
—Descríbela, si puedes —pidió Maris.
Se sacó una moneda de cobre del bolsillo y dejó que sus dedos jugaran con ella.
La chica miró la moneda y sonrió.
—¡Oh!, era una mujer, occidental, joven, de entre veinte y veintitrés años. Muy bonita. Nunca he visto a ninguna tan guapa. A mí me pareció que tenía una sonrisa agradable, pero a los hombres del refugio no les gustó. Dicen que ni siquiera se molestó en agradecerles su ayuda. Ojos verdes. Lleva una gargantilla. Tres bandas de cristal marino de colores. ¿Basta con eso?
—Sí. Eres muy observadora.
Le dio la moneda.
—¿Conoces a esa alada? —preguntó Evan.
Maris asintió.
—Desde que nació. También conozco a sus padres.
—¿Quién es? —preguntó con impaciencia.
—Corina de Amberly Menor —respondió Maris.
La corredora seguía en la puerta. Maris la miró de nuevo.
—¿Sí? ¿Hay algo más? Aceptamos la invitación, claro. Transmite nuestro agradecimiento al Señor de la Tierra.
—Hay algo más… —balbució la chica—. Se me olvidaba. El Señor de la Tierra te solicita respetuosamente que acudas con tus alas. Es decir, si ello no repercute en tu salud.
—Sí, claro —dijo Maris torpemente—. Claro.
Y cerró la puerta.
La fortaleza del Señor de Thayos era un lugar marcial y lúgubre, edificada lejos de los poblados y aldeas de la isla, en un valle estrecho y apartado. Estaba cerca del mar, pero escudada de éste por una sólida pared de montañas. Por tierra, sólo se podía acceder allí a través de dos caminos, controlados por los Guardianes. Una atalaya de piedra se alzaba en el pico más elevado, como un altivo centinela que vigilara los senderos.
La fortaleza en sí era antigua y austera, construida con bloques de piedra negra, erosionada por los elementos. Daba la espalda a la montaña. Maris sabía, por su visita anterior, que la mayoría de las dependencias eran subterráneas, estaban cinceladas en la misma roca. Al exterior, presentaba dos enormes murallas, por las que guardianes armados con arcos patrullaban constantemente. Rodeaban un grupo de edificios de madera y dos torres negras, la más alta de las cuales medía casi quince metros. Sólidos barrotes de madera defendían las ventanas de las torres. El valle, próximo al mar, era húmedo y frío. Los únicos colores que destacaban en todo el conjunto eran los de un tenaz liquen violeta y un moho verdeazulado que se adhería a la base de los peñascos y ascendía hasta cubrir la mitad de las murallas.
Al llegar por el camino de Thossi, los guardianes detuvieron a Maris y a Evan ante la primera muralla. Luego la transpusieron sólo para tener que hacer otro alto ante la segunda muralla, y por fin ser admitidos en el interior de la fortaleza. Podrían haberles retenido más tiempo, pero Maris llevaba las brillantes alas plateadas, y los guardianes no molestaban a los alados. El patio interior bullía de actividad: los niños jugaban con enormes perros, cerdos de aspecto salvaje correteaban por todas partes, los guardianes se ejercitaban con el arco y la lanza… Había un patíbulo alzado contra un muro. La madera estaba cuarteada y desgastada por los elementos. Los niños jugaban en él, y uno de ellos utilizaba una de las sogas para columpiarse. Las otras dos sogas se mecían vacías, retorciéndose ominosamente con el gélido viento del atardecer.
—Este lugar me da escalofríos —dijo Maris a Evan—. El Señor de Amberly Menor vive en una gran mansión de madera, en una colina desde la que se divisa el pueblo. Tiene veinte habitaciones para huéspedes, un salón gigantesco para los banquetes, ventanas maravillosas con vidrios de colores y una torre desde la que se convoca a los alados. Pero no hay muralla, guardias ni horcas.
—El pueblo de Amberly Menor es el que elige a su Señor de la Tierra —replicó Evan—. En cambio, el Señor de Thayos proviene de un linaje que ha gobernado aquí desde la época de los navegantes de las estrellas. Y olvidas, Maris, que las tierras del Archipiélago Oriental no son tan generosas como las del Occidental. Aquí el invierno es más largo. Los vientos son más fríos, y las tormentas más devastadoras. En nuestro suelo hay más metal, pero no es tan fértil como el del Archipiélago Occidental. El hambre y la guerra siempre rondan a Thayos.
Atravesaron el gran pórtico que llevaba al interior, y Maris guardó silencio.
El Señor de la Tierra les recibió en la sala privada para recepciones, sentado en un sencillo trono de madera y flanqueado por dos guardias de rostro ceñudo. Pero, cuando entraron, se levantó. Los Señores de la Tierra y los alados tenían el mismo rango.
—Me complace que hayas podido aceptar mi invitación, alada. Nos preocupaba tu salud.
Pese a la educación que destilaban sus palabras, a Maris no le gustaba el hombre. Era alto, bien proporcionado, de facciones regulares y casi atractivas, con un largo pelo gris peinado en moño al estilo Oriental. Había algo incomodante en sus gestos. Tenía bolsas alrededor de los ojos y una crispación en las comisuras de los labios que la barba no conseguía ocultar. Llevaba ropas fastuosas, pero sombrías: un grueso traje color azul grisáceo, orlado de piel negra, botas altas y estrechas, y un ancho cinturón cuajado de hierro, plata y piedras preciosas. También llevaba una pequeña daga metálica.
—Agradezco tu preocupación —respondió Maris—. Estuve muy grave, pero ya he recuperado la salud. Thayos tiene un gran tesoro en la persona de Evan. He conocido a muchos curanderos, pero pocos eran tan versados como él.
El Señor de la Tierra se arrellanó en el trono. —Será bien recompensado —dijo, como si Evan no estuviera presente—. Un buen trabajo merece una recompensa a la altura.
Yo misma pagaré a Evan. Tengo suficiente hierro.
No. Casi pierdes la vida a mi servicio, y eso me ha causado honda preocupación. Permíteme que te demuestre mi gratitud.
—Tengo por costumbre pagar mis propias deudas. El rostro del Señor de la Tierra se tensó.
—Como quieras. Todavía queda otro asunto pendiente. Pero lo aplazaremos hasta después de cenar. El camino hasta aquí os habrá abierto el apetito. —Se levantó bruscamente—. Vamos pues. Descubriréis que he dispuesto una buena comida para ti, alada. Dudo que hayáis comido mejor alguna vez.
Maris había comido mejor en innumerables ocasiones. La comida era abundante, pero estaba mal cocinada. A la sopa de pescado le sobraba sal, el pan era duro y seco, y el asado de carne había estado en el horno el tiempo suficiente para perder todo el sabor. Hasta la cerveza le parecía insípida.
Comieron en un húmedo y lóbrego salón de banquetes, en una larga mesa preparada para veinte comensales. A un Evan desesperadamente incómodo se le asignó un puesto bastante lejano, entre los oficiales de los guardianes y los hijos más jóvenes del Señor de la Tierra. Maris ocupó el asiento de honor entre el Señor de la Tierra y su heredera, una mujer adusta, de rasgos afilados, que no dijo ni tres palabras durante toda la comida. A su lado se sentaron los demás alados. Cerca del Señor de la Tierra, comía un hombre fatigado, de rostro grisáceo y nariz bulbosa, al que reconoció vagamente por otros encuentros como el alado Jem. Tres puestos más allá estaba Corina de Amberly Menor. Sonrió a Maris por encima de la mesa. Corina era deslumbrantemente hermosa, pensó Maris al recordar las palabras de la corredora. Su padre. Corm, siempre había sido un hombre muy guapo.
—Tienes buen aspecto. Maris. Me alegro. Estábamos muy preocupados por ti.
—Estoy bien. Espero que pronto podré volver a volar.
Una sombra cruzó por el bello rostro de Corina.
—Maris… —empezó a decir. Luego cambió de idea—. Eso espero, de verdad —terminó débilmente—. Todo el mundo pregunta por ti. Nos alegraremos mucho cuando vuelvas a casa.
Miró hacia abajo y se concentró en la comida.
Entre Jem y Corina se sentaba la tercera alada, una joven a la que Maris no conocía. Tras un intento abortado de iniciar conversación con la hija del Señor de Thayos, Maris se dedicó a estudiar a la desconocida mientras comía. Tenía la misma edad que Corina, pero las diferencias entre ambas eran evidentes. Corina era vibrante, hermosa. Tenía cabellos negros, piel limpia y saludable, brillantes ojos verdes llenos de vida y un aura de confianza y sofisticación. Era una alada, hija de dos alados, nacida y educada para los privilegios y tradiciones que conllevan las alas.
La mujer que se sentaba junto a ella era delgada, y la rodeaba un halo de fuerza y abnegación. Sus mejillas vacías estaban marcadas por la viruela, y llevaba recogido el claro pelo rubio en un deslucido moño, que dejaba tan tirante el cabello que la frente de la muchacha parecía anormalmente amplia. Cuando sonrió, Maris se dio cuenta de que tenía los dientes desiguales y amarillentos.
—Tú debes de ser Tya, ¿verdad?
La mujer la miró con unos astutos ojos negros.
—Exacto.
Tenía una voz asombrosamente agradable. Segura y cálida, con un ligero tono irónico.
—Creo que no nos hemos visto antes. ¿Llevas mucho tiempo volando?
—Gané las alas en Arren Norte, hace dos años.
Maris agitó la cabeza.
—Me perdí esa competición. Creo que estaba llevando un mensaje a Artellia. ¿Has volado alguna vez al Archipiélago Occidental?
—En tres ocasiones. Dos a Gran Shotan y una a Culhall. A las Amberlys, nunca. Casi siempre he volado entre islas Orientales, sobre todo últimamente.
Dirigió una mirada aguda por el rabillo del ojo a su Señor de la Tierra, y una sonrisa de complicidad a Maris.