Ordenó las ideas y empezó. Grabó sus tranquilizadoras noticias, médicas y de las otras, y las envió por tenso-rayo. Ella lo recibiría al cabo de una semana o así, dependiendo de dónde se encontrara en aquel momento la Flota Dendarii. Para su sorpresa, una tarea que le había parecido imposible antes le resultó sencilla ahora. Tal vez sólo necesitaba liberar su cerebro.
Miles decidió hacer una pequeña ceremonia de la entrega del sello, la cadena y el informe de Auditor a Gregor. La tradicional dignidad del cargo requería algo más que entregarlos en la puerta de la Residencia dentro de una bolsa de plástico. Así que se puso de nuevo su uniforme marrón y plata, con el debido cuidado. Vaciló un buen rato antes de colocar las condecoraciones militares en su túnica, quizá por última vez; pero tenía pensado pedirle a Gregor un favor muy personal, y prefería que las condecoraciones hablaran por él en vez de tener que hablar por sí mismo.
Tenía sus dudas respecto a ese favor. Era sólo una cosa pequeñita y tenía la impresión de que debía estar por encima de aquellas preocupaciones tan tontas. Pero le importaba, como ese centímetro extra de altura que nadie más advertía. Hizo que Martin lo dejara en la puerta este de la Residencia, como antes. Esta vez Martin no se llevó por delante la verja; su conducción del viejo vehículo de tierra del conde había mejorado muchísimo. El mayordomo acompañó a Miles una vez más al despacho de Gregor, situado en el ala norte.
Gregor también debía tener que celebrar alguna ceremonia esa mañana ya que apareció con su uniforme de la Casa Vorbarra, con aquel estilo suyo tan elegante que era la envidia de todos los lores Vor con ayudas de cámara menos diestros. Estaba esperando a Miles ante su comuconsola vacía, por lo que ninguna pantalla de datos atraía su atención.
—Buenos días, milord Auditor. —Sonrió Gregor.
—Buenos días, Sire —respondió Miles automáticamente. Depositó la tarjeta de datos guardada en su caja de seguridad sobre el liso cristal negro de la mesa, se quitó con cuidado la cadena y el sello y dejó que los pesados eslabones resbalaran entre sus manos antes de colocarlos suavemente sobre la superficie—. Aquí tienes. Terminado.
—Gracias.
A un gesto del Emperador, el mayordomo le acercó una silla. Miles se sentó y se lamió los labios, repasando mentalmente las diversas formas que había ensayado de plantear su petición. Pero Gregor hizo un pequeño gesto con la mano para que Miles y el mayordomo esperaran, y ambos, necesariamente, obedecieron. Abrió la caja de seguridad e introdujo la tarjeta de datos en el lector de su comuconsola; luego la entregó al mayordomo con la caja abierta, diciendo:
—Llévelo a la puerta de al lado, por favor.
—Sí, Sire.
El mayordomo se marchó llevándose el informe en una pequeña bandeja, como un sirviente que entrega un postre algo extraño.
Gregor repasó por encima el informe de Miles, sin decir nada que indicara su opinión más que un «um» de vez en cuando. Miles alzó levemente las cejas y se acomodó en su asiento. Gregor volvió al principio y examinó con más atención algunas secciones seleccionadas. Por fin terminó y dejó que la pantalla de datos se plegara y desapareciera. Cogió la cadena de Auditor y la hizo girar a la luz, acariciando las armas Vorbarra grabadas en el oro.
—He de decir, Miles, que ésta ha sido una de mis más afortunadas decisiones improvisadas.
Miles se encogió de hombros.
—La casualidad me puso en una situación en la que tenía un poco de experiencia práctica.
—¿La casualidad? Creo recordar que fue intencionado.
—El sabotaje del chip de Illyan fue un trabajo realizado desde dentro; necesitabas a alguien que estuviera también dentro de SegImp para desentrañarlo. Un montón de hombres podrían haber hecho lo que yo hice.
—No… —Gregor lo miró, calibrándolo—. Creo que necesitaba un antiguo hombre de SegImp. Y no se me ocurre ningún otro con la pasión y la frialdad suficientes para hacer lo que tú hiciste.
Miles dejó de discutir al respecto: sólo necesitaba ser amable, no ingenuo. Además, tal vez nunca tendría una oportunidad mejor para hacer su petición.
—Gracias, Gregor. —Tomó aliento.
—He estado pensando en una recompensa apropiada para un trabajo bien hecho —añadió el Emperador.
Miles resopló.
—¿Sí?
—Lo tradicional es otro trabajo. Da la casualidad de que esta semana tengo una vacante para jefe de Seguridad Imperial.
Miles se aclaró la garganta, procurando disimular lo que sentía.
—¿Sí?
—¿Lo quieres? Aunque tradicionalmente se le ha encomendado a un militar en activo, no hay ninguna ley que diga que no pueda nombrar a un civil para la tarea.
—No.
Gregor alzó las cejas ante esta concisa y convencida respuesta.
—¿De verdad? —preguntó en voz baja.
—De verdad —dijo Miles firme—. No me estoy haciendo de rogar. Es un trabajo burocrático lleno de rutina aburridísima entre semanas de terror, y el jefe de SegImp no sale casi nunca del planeta más allá de Komarr, es más, apenas sale del cubil del cuartel general de SegImp. Lo odiaría.
—Creo que podrías hacerlo.
—Creo que podría hacer casi cualquier cosa que tuviera que hacer, si me lo ordenaras, Gregor. ¿Es una orden?
—No. Era una pregunta sincera.
—Entonces tienes mi respuesta sincera. Guy Allegre está mucho mejor dotado que yo para este trabajo. Tiene la experiencia burocrática y la interna, y es respetado en Komarr además de en Barrayar. Se identifica plenamente con su trabajo y se preocupa por él, pero no lo lastra la ambición. Tiene la edad adecuada, ni demasiado joven ni demasiado viejo. Nadie cuestionará su nombramiento.
Gregor sonrió levemente.
—La verdad es que pensaba que dirías eso.
—¿Qué es esto, entonces, una especie de ejercicio espiritual?
Creo que de eso ya he tenido de sobra, gracias. El corazón le dolía todavía, como se queja un músculo lastimado cuando se le pone peso encima. Sospechó que, al igual que un tirón muscular, pasaría con un poco de descanso.
—No —dijo Gregor—. Una deferencia. Quería darte la oportunidad de rehusar primero.
No volvió a pedirlo, lo que ahorró a Miles el agobio de volver a rechazarlo. En cambio, se inclinó hacia delante, y cogió la cadena de oro y jugó con ella un instante hasta disponer los eslabones formando un suave óvalo.
—¿Te apetece un poco de café? ¿Té? ¿Desayuno?
—No, gracias.
—¿Algo más fuerte?
—No. Gracias. Me espera una operación cerebral esta tarde. El doctor Chenko está preparado para instalar el chip de control de ataques. Parece que va a funcionar. No puedo comer nada antes.
—Ah, bien. Ya era hora.
—Sí. Me muero de ganas de pilotar mi volador.
—¿Echarás de menos al egregio Martin?
—Un poco, creo. Le he cogido afecto.
Gregor miró de nuevo hacia la puerta de su despacho. ¿Estaba esperando algo? Ahora era buen momento para hacer su petición.
—Gregor, quería pedirte…
La puerta se abrió y entró el mayordomo. A una señal de Gregor, se volvió hacia el pasillo y dijo:
—Cuando gusten, milores.
Retrocedió respetuoso un paso.
Cuatro hombres entraron en el despacho de Gregor. Miles los reconoció de inmediato; era lo suficientemente barrayarés para que su primer pensamiento fuera de culpabilidad: Dios mío, ¡qué he hecho mal? El buen sentido lo tranquilizó; sus maldades tendrían que haber sido heroicas para merecer la atención de cuatro Auditores Imperiales al mismo tiempo. Con todo, era inusitado, además de inquietante, ver a tantos Auditores en una habitación. Miles se aclaró la garganta y se enderezó en su asiento. Intercambió educados saludos Vor con ellos mientras el mayordomo de Gregor se apresuraba en disponer sillas para todos alrededor de la mesa del Emperador.
Por lo visto Lord Vorhovis había regresado de Komarr. Con poco más de sesenta años, era el más joven del grupo; de todas formas tenía una formidable carrera a sus espaldas: soldado primero, luego diplomático, embajador planetario y subsecretario de finanzas. Podía ser un modelo a imitar para Duv Galeni. Era un hombre frío, delgado, sofisticado, muy al estilo del Lord Vor moderno (Miles se preguntó si compartía el sastre con Gregor); llevaba en la mano la tarjeta de datos de Miles.
El doctor Vorthys era uno de los dos recientes nombramientos de Gregor. No era militar, sino profesor emérito de análisis de fallos de ingeniería en la Universidad de Vorbarr Sultana; había escrito un texto sobre su materia. Varios textos, en realidad. Tenía aspecto de profesor: grueso, de pelo blanco, sonriente, arrugado, con nariz noble y orejas grandes. Había desarrollado un interés filosófico por las conexiones entre la integridad sociopolítica y la ingeniería. Su inclusión en el grupo de Auditores de Gregor había aportado al mismo cierta experiencia técnica, aunque no podía decirse que los Auditores trabajaran exactamente en equipo.
Lord Van Vorgustafson, el otro civil que charlaba amistosamente con él, era un industrial retirado y notable filántropo, bajo y más grueso que Vorthys, con una hirsuta barba gris y un rostro sonrosado y colérico que alarmaba a los observadores sobre el estado de su sistema vascular. Sin duda el más insobornable desde un punto de vista financiero de los Auditores de Gregor: se desprendía rutinariamente del dinero en sumas que superaban lo que una persona media veía en toda su vida. Uno no imaginaba su fortuna al mirarlo, pues vestía como un trabajador, si es que había algún trabajador que careciera de sentido del color.
El almirante Vorkalloner era un Auditor más tradicional, retirado del Servicio después de una larga e impecable carrera. Parecía socialmente blando y, por lo que Miles había oído, no estaba afiliado a ningún partido político, ya fuese conservador o progresista. Alto y grueso, necesitaba un montón de espacio.
Asintió cordialmente a Miles, antes de ocupar una silla.
—Buenos días. Así que eres el hijo de Aral Vorkosigan.
—Sí, señor —suspiró Miles.
—No te he visto mucho en los últimos diez años. Ahora comprendo por qué.
Miles trató de no decidir si eso era algo positivo o negativo. Al ver a tantos juntos, se dio cuenta nuevamente de lo extraños que eran los Auditores. Todos tenían experiencia, éxito, riquezas. En otro sentido eran absolutamente excéntricos: estaban fuera o quizá por encima de las normas. Más que otra cosa, eran los bomberos de Gregor.
Vorhovis se sentó a la izquierda del Emperador.
—Bien, ¿qué piensan, caballeros? —preguntó Gregor.
Vorhovis se inclinó hacia delante y depositó la tarjeta de datos que contenía el informe de Miles sobre la comuconsola.
—Es un documento extraordinario, Gregor.
—Sí —secundó Vorthys—. Conciso, coherente y completo. ¿Sabes lo raro que es eso? Le felicito, joven.
¿He sacado buena nota, profesor?
—Simon Illyan me formó. No toleraba los fallos. Si no le gustaban mis informes de campo, me los devolvía para que los rehiciera. Creo que llegó a ser para él una especie de afición. Siempre me daba cuenta de que las cosas estaban tranquilas en SegImp cuando el informe volvía a mis manos lleno de preguntitas y con todas esas correcciones gramaticales y de estilo. Eso durante diez años y uno aprende a hacerlo bien a la primera.
Vorkalloner sonrió.
—El viejo Vorsmythe solía entregar tarjetas de plástico escritas a mano. Nunca más de dos páginas. Insistía en que todo lo importante podía decirse siempre en dos páginas.
—Ilegiblemente escritas a mano —murmuró Gregor.
—Teníamos que ir y arrancarle las notas a pie de página en persona. Se convirtió en algo irritante —añadió Vorkalloner.
—Me parece que ha dejado muy poco trabajo al fiscal militar —dijo Vorhovis, señalando con un gesto la tarjeta de datos.
—Nada, de hecho —dijo Gregor—. Allegre me informó anoche de que Haroche ha renunciado y va a declararse culpable para tratar de reducir su sentencia cooperando. Bueno, después de haber confesado, difícilmente podría entregarse y tratar de alegar su inocencia ante un juez del Servicio.
—Yo no apostaría. Tenía agallas —repuso Miles—. Pero me alegra saber que el asunto no va a alargarse.
—Ha sido un caso verdaderamente extraño —continuó Vorhovis—. Me preocupó que algo pudiera ir mal cuando me enteré de que Illyan había caído. Pero no habría podido desentrañar los acontecimientos como ha hecho usted, Lord Vorkosigan.
—Seguro que los habría desentrañado a su manera, señor —dijo Miles.
—No —respondió Vorhovis. Palmeó la tarjeta de datos—. Según mi análisis, el punto clave es que trajo a ese bioquímico galáctico, el doctor Weddell. Fue a partir de ahí cuando los planes de Haroche empezaron a salir irremediablemente mal. Yo no habría sabido de la existencia de Weddell, y habría dejado la elección del equipo para la autopsia del chip completamente en manos del almirante Avakli.
—Avakli lo hizo bien —dijo Miles, sin saber si interpretar aquello como una crítica. El biociberneticista había hecho todo lo que estaba en su mano, sin duda.
—Nosotros —Vorhovis, haciendo un gesto circular con el dedo indicó a los Auditores allí reunidos— no solemos trabajar directamente juntos. Pero sí consultamos unos con otros. «¿Qué recursos conoces que yo no conozca, qué podría ayudarme en este problema?» Eso multiplica por cinco nuestro acceso a los conocimientos.
—¿Por cinco? Pensaba que eran ustedes siete.
Vorhovis sonrió débilmente.
—Consideramos al general Vorparadijs una especie de Auditor Emérito. Respetado, pero que ya no acude a las reuniones.
—De hecho —murmuró Vorgustafson entre dientes—, ni siquiera se las mencionamos.
—Y el almirante Valentine lleva varios años demasiado débil para participar activamente —añadió Vorhovis—. Yo le habría instado a dimitir, pero mientras el hueco dejado por la muerte del general Vorsmythe continuaba sin ser ocupado, parecía no haber necesidad de reclamar su puesto.
Miles era levemente consciente de la pérdida, dos años atrás, del octavo Auditor, el anciano Vorsmythe. El puesto de noveno Auditor, que Miles había ocupado últimamente, se dejaba siempre por tradición a Auditores en funciones, hombres con experiencia concreta convocados dependiendo de las necesidades del Imperio, que quedaban liberados una vez finalizada su tarea.
—Así que nosotros cuatro —continuó Vorhovis—, constituimos una especie de quorum. Vorlaisner no ha podido venir. Está ocupado en el Continente Sur, pero le he informado.