Es Haroche, maldición, sé que lo es.
¿Ah, sí? Demuéstralo, chico Auditor.
Todas las pruebas físicas habían desaparecido envueltas en humo, y toda la documentación estaba en manos de Haroche. Miles tenía muchísimo menos sobre él de lo que Haroche tenía sobre Galeni.
No podía acusar al hombre por las buenas; lo acusarían a su vez de Dios sabía qué, histeria como mínimo. Un Auditor Imperial tenía poder, pero también lo tenía el jefe de SegImp. Sólo tendría una oportunidad, luego Haroche se lanzaría sobre él. Podrían empezar a pasarme cosas realmente extrañas. Cosas imposibles de rastrear. De hecho, en el momento en que no volviera y aceptara el fantástico soborno de Haroche, éste sabría que Miles lo sabía. No hay mucho tiempo.
Motivación. Juicio. Pruebas. Humo.
Se tendió en el suelo y se puso a mirar al techo; su puño golpeó, una vez, la gastada alfombra.
Pero… supongamos que le seguía el juego a Haroche. Aceptar su soborno y esperar, para cogerlo más tarde, a la menor oportunidad. Miles tendría a los Dendarii y justicia.
¡Sí!
Haroche y Miles se pertenecerían mutuamente, durante un tiempo, o Haroche así lo creería… Entonces se le ocurrió que si aquello era un soborno, la adulación de Haroche allá en el despacho de Illyan, todo aquello de «Illyan y usted fueron un equipo magnífico» era pura mierda. Haroche no estaba enamorado del almirante Naismith. ¿Y cuánto tiempo pasaría hasta que orquestara la muerte «accidental» de Miles, sin criorresurrección esta vez? La vida de un agente de campo de SegImp siempre estaba en juego de todas formas. Honor entre ladrones, ja. Sería una carrera fascinante, ver quién alcanzaba a quién primero. La muerte, la recompensa tradicional de la traición, en una lenta fusión, ardiendo desde el centro hasta ambos extremos. Qué vida hemos llevado, durante tan poco tiempo. Muy estimulante.
Una llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos. Se rebulló en el suelo, tendido boca arriba, a punto de saltar.
—¿Quién es? —jadeó.
—¿Miles? —Era la voz preocupada de su madre—. ¿Estás ahí?
—No será uno de tus ataques, ¿no? —La voz de Illyan secundó a la de la condesa.
—No… no. Estoy bien.
—¿Qué haces? —preguntó la condesa—. Hemos oído un montón de pasos y manotazos desde abajo.
Él procuró mantener el mismo tono.
—Sólo… lucho con la tentación.
La voz de Illyan contestó, divertida:
—¿Quién va ganando?
Miles siguió con la mirada las grietas en el yeso de la pared. La voz le salió aguda y ligera, en un suspiro.
—Creo… que llevo dos asaltos perdidos de tres.
Illyan se echó a reír.
—Bien. Te veré luego.
—Bajaré pronto, creo.
Sus pasos se alejaron, las voces se apagaron.
Lucas Haroche, creo que te odio.
Pero en el supuesto de que Miles supiera por adelantado que Haroche iba a jugar limpio con él, que la oferta era única y exactamente lo que parecía, sin puñalada por la espalda más tarde… ¿qué respondería entonces? ¿Qué respondería?
Haroche había calado al almirante Naismith, cierto, por delante y por detrás. Naismith gritaría ¡Sí!, y trataría de escabullirse del trato después. Pero Haroche no conocía a Lord Vorkosigan. ¿Cómo iba a hacerlo? Prácticamente no lo conocía nadie, ni siquiera Miles. Acabo de conocerlo. Había conocido a un niño con ese nombre, hacía mucho tiempo, confuso y apasionado y loco por el Ejército. Como era debido, ese niño había sido desplazado por el almirante Naismith, borrado por su identidad superior, por su mundo más amplio. Pero este nuevo Lord Vorkosigan era otra persona por completo, y Miles apenas se atrevía a imaginar su futuro.
Se sintió bruscamente cansado, enfermo de muerte por el ruido del interior de su cabeza. Haroche el titiritero le hacía correr en círculos, tratando de que se mordiera la cola. ¿Y si no le seguía el juego? ¿Y si se… paraba? ¿Qué otro juego había?
¿Quién eres, muchacho?
¿Quién lo pregunta?
Al pensarlo se produjo un bendito silencio, una claridad vacua. Lo tomó al principio por total desolación, pero la desolación era una especie de caída libre, perpetua y sin fondo. Esto era tranquilidad: equilibrada, sólida, extrañamente serena. Ningún impulso hacia delante, atrás o a los lados.
Soy quien elijo ser. Siempre he sido lo que elegí… aunque no siempre lo que me gustaba.
Su madre decía con frecuencia: «Cuando eliges un curso de acción, eliges las consecuencias de esa acción». Había subrayado todavía con más vehemencia el corolario de este axioma: cuando deseabas una consecuencia tenías que emprender la acción que la produciría.
Permaneció tendido, relajado, sin moverse, y contento por ello. El momento extrañamente dilatado fue como un bocado de eternidad, comido sobre la marcha. ¿Estaba aquel espacio de tranquilidad dentro de algo recién crecido en él, o nunca se lo había encontrado antes? ¿Cómo podía una cosa tan grande permanecer ignota durante tanto tiempo? El ritmo de su respiración se hizo más pausado, más profundo.
Elijo ser… yo mismo.
Haroche se convirtió en una figura diminuta en la distancia. Miles no había advertido que podía hacer que su adversario se encogiera de esa forma, y eso le sorprendió.
Pero mi futuro va a ser breve, a menos que haga algo.
¿Era eso cierto? Haroche no había matado a nadie, hasta el momento. Y la muerte de un Auditor Imperial en plena investigación de un caso despertaría todo tipo de sospechas. En el lugar dejado vacante por Miles se alzarían, como las cabezas de Hidra, media docena de otros Auditores como mínimo, experimentados, molestos, e inmunes a todo soborno. Haroche no sería capaz de controlarlos a todos.
Era la vida de Galeni la que no merecería la pena. ¿Qué había más tradicional para un oficial caído en desgracia que suicidarse en su celda? Era lo Vor, lo adecuado. Sería considerado una confesión de culpabilidad, un gesto de expiación. Caso cerrado, oh, sí. Sin duda sería un suicidio muy bien orquestado; Haroche tenía un montón de experiencia práctica en esas cosas, y no cometería ningún error de aficionado. En cuanto supiera que Miles lo sabía, sería una carrera contra el tiempo. Y lo único que Miles tenía era un rastro de espejos y humo.
Humo.
Los filtros de aire.
Los ojos de Miles se abrieron de par en par.
Apenas una hora antes del cierre del cuartel general de SegImp, al menos para aquellos hombres que tenían la inmensa fortuna de trabajar en el turno de día, Miles condujo a su pequeña tropa hasta una puerta trasera para efectuar lo que mentalmente había titulado como El asalto a la central cucaracha. Al menos se sentía agradecido por las embarazosas dimensiones del viejo vehículo de tierra del conde, ya que había podido meter a todo el mundo en el compartimiento trasero, y terminar el informe de su misión de camino desde el Instituto Imperial de Ciencias, ahorrando así unos cuantos minutos preciosos. Había obligado a Ivan a volver al servicio, y al propio Simon Illyan, con el uniforme verde repleto de insignias que había insistido en que se pusiera. Les seguía el doctor Weddell, cargando con cuidado una vieja caja de cartón etiquetada: «Ratones-Petri, congelados, lote #621 A, 1 docena.» Por último, pero no por ello menos importante, Delia Koudelka estiraba sus largas piernas y se esforzaba por no perder el ritmo.
El cabo de guardia en la entrada miró ansioso a Miles, quien se le acercó y sonrió, tenso.
—El general Haroche le ha dejado órdenes de que informe a su despacho cuando yo entre y salga, ¿no?
—Bueno… sí, milord Auditor. —El cabo miró alrededor de Miles y saludó a Illyan, que devolvió la cortesía.
—Bien, pues no lo haga.
—Uh… sí, milord Auditor. —El cabo tenía aspecto de pánico, como un grano de trigo que sabe que va a acabar triturado entre dos piedras.
—No hay ningún problema, Smetani —le aseguró Illyan al pasar; el cabo se relajó, agradecido.
El desfile continuó hacia los pasillos de SegImp. La primera parada de Miles fue en la nueva zona de detención, ahora localizada en un cuadrante interior de la primera planta. Miles informó al oficial encargado.
—Dentro de poco, volveré para interrogar al capitán Galeni. Espero encontrarlo con vida cuando llegue, un resultado del que le considero personalmente responsable. Mientras tanto, la señorita Koudelka, aquí presente, lo acompañará. No permitirá usted que nadie más, nadie, ni siquiera sus superiores —especialmente sus nuevos superiores—, entre en el bloque de prisioneros hasta que regrese. ¿Está claro como el agua?
—Sí, milord Auditor.
—Delia, no dejes a Duv solo ni un segundo hasta que yo vuelva.
—Comprendo, Miles. —Su barbilla se alzó firme—. Y… gracias.
Miles asintió.
Esperaba que aquello evitara cualquier intento de un conveniente «suicidio» de última hora de Galeni. Haroche tenía que estar ya preparado para poner en marcha ese plan de un momento a otro; el truco estaba en negarle el momento. Miles condujo al resto de su gente hacia dentro, hacia Servicios, donde acorraló al jefe de departamento, un anciano coronel. Una vez que el hombre comprendió que el enorme interés de Miles por el plan de mantenimiento de los filtros de aire no era una crítica a los servicios de su departamento, cooperó de buena gana y lo acompañó.
Miles quería estar en cuatro sitios a la vez, pero el asunto requería ser realizado en un orden tan estricto como cualquier problema matemático. La inspiración era una cosa, demostrarla otra. Después de recoger a un técnico forense, llegó con su equipo al subsótano y a la Sala de Pruebas. En pocos minutos tuvo a su conjunto de implacables testigos puestos en fila delante del Pasillo 5, Armas IV. Weddell soltó su caja y se apoyó contra la estantería, los brazos cruzados, su aire de escéptica superioridad intelectual casi enmascarado por una vez por la fascinación de los procedimientos.
El estante 9 estaba inconvenientemente fuera de su alcance; Miles tuvo que hacer que Ivan le bajara la familiar caja biosellada. Su sello de Auditor estaba intacto. Las dos cápsulas marrones restantes esperaban. Cogió una de ellas y la hizo rodar entre sus dedos.
—Muy bien. Observen con atención, todos. Allá va.
Presionó firmemente, y la cápsula chasqueó; la agitó dos veces por encima de su cabeza. Un polvillo pardo sumamente fino gravitó un momento en el aire, como la cola de un cometa, y luego se disipó. En los dedos se le quedó una pequeña mancha. Advirtió que Ivan contenía la respiración.
—¿Cuánto debemos esperar? —le preguntó Miles al doctor Weddell.
—Yo le daría al menos diez minutos para esparcirse por toda la sala.
Miles intentó armarse de paciencia. Illyan contemplaba el aire con expresión dura.
Sí —pensó Miles—, ésta es el arma que te asesinó. No puedes tocarla, pero ella sí puede tocarte a ti… Del color de un ladrillo, Ivan acabó por rendirse y empezó a respirar otra vez antes de volverse púrpura y desmayarse.
Por fin, Weddell se agachó y abrió su caja. De ella sacó una botellita transparente que contenía un fluido claro y un atomizador, que llenó. Por haber sido capaz de crear aquel precioso líquido en un plazo de sólo tres horas, Miles estaba dispuesto a perdonarle todos los pecados de orgullo para los próximos cinco años, y a besarlo además. El propio Weddell parecía considerar el asunto un poco trivial. Científicamente, quizá lo era. Una simple solución queloide. La estructura externa de la cápsula vectora es regular, específica y única. Si quisiera algo que detectara la presencia de los propios procariotas, eso sería un auténtico desafío.
—Ahora vamos a los filtros y respiraderos de aire —le dijo Miles al coronel de Servicios.
—Por aquí, milord Auditor.
Todos recorrieron en fila el pasillo y llegaron a la pared, donde una pequeña rejilla rectangular marcaba a la altura de los tobillos el conducto de aire.
—Adelante, retire la tapa exterior —instruyó Miles—. Lo que me interesa es el filtro superior.
Todos se pusieron de rodillas, mirando por encima del hombro del coronel. Éste sacó la rejilla exterior para dejar a la vista el rectángulo sellado de fibra diseñado para recoger polvo, pelos, moho, esporas, partículas de humo y similares. Los diminutos procariotas, libres de sus cápsulas parecidas a esporas, habrían atravesado este filtro y continuado, posiblemente, hasta penetrar la barrera de resina electrolítica situada detrás, para ser destruidos por fin cuando alcanzaran la unidad calorífica central.
A un gesto de Miles el coronel dejó pasar al doctor Weddell, quien se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y saturó el aire alrededor del respiradero con su atomizador.
—¿Qué está haciendo? —susurró el coronel.
Miles reprimió la respuesta. Estamos buscando traidores. Hay una fea plaga en esta época del año, ¿no le parece?
—Observe y verá.
Weddell sacó entonces una linterna ultravioleta de la caja, y apuntó con ella al filtro. Una fluorescencia rojo pálido se hizo lentamente más brillante mientras la luz negra bailaba sobre la superficie.
—Aquí tiene, milord Auditor —dijo Weddell—. Las cápsulas vectoras quedaron atrapadas en el filtro, desde luego.
—Muy bien. —Miles se puso en pie—. Entonces ésa es nuestra línea de trabajo. Pasemos a lo siguiente. Usted —señaló al técnico forense—, documente, guarde, etiquete y selle todo eso, y síganos lo más rápido que pueda.
La fila volvió a formarse y lo siguió una vez más. Esta vez los llevó al departamento de Asuntos Komarreses, donde Miles pidió al preocupado general Allegre que se uniera a la procesión. Todos acabaron abarrotando el cubículo del capitán Galeni, la cuarta puerta pasillo abajo.
—¿Recuerdas haber visitado personalmente a Galeni aquí dentro en los últimos tres meses? —le preguntó Miles a Illyan.
—Estoy seguro de que me pasé por aquí unas cuantas veces. Venía casi todas las semanas, para discutir cosas de sus informes que tenían un interés particular.
En cuanto llegó el técnico forense, sin aliento, el coronel de Servicios repitió su actuación con la rejilla de ventilación del cubículo, idéntica a la de Armas IV. Weddell volvió a rociar el aire. Esta vez, Miles sí que contuvo la respiración. Los resultados de aquella prueba podían obligar a cambiar su estrategia planeada. Si Haroche se le había anticipado… después de todo, faltaban dos cápsulas.
Weddell, apoyándose en el suelo con una mano y de rodillas, lanzó su luz negra sobre el filtro.